547 amigos


Capítulo 1
Un asesino de niñas






Recibí la llamada mientras estaba preparando las maletas. El destino era lo de menos. Desde hace tiempo ya sé que en todas partes me estoy esperando yo, así que tampoco hay que torturarse demasiado pensando adónde ir. Si acaso procuro buscar algún sitio donde haya aire, horizontes abiertos. Con un paseo largo, a poder ser, para no chocarme más de la cuenta conmigo mismo. Ayuda que tenga mar. Añoro el mar en Madrid.

Iba a contar que yo fui un niño con un mar delante de los ojos todo el tiempo, y que eso me acostumbró a mirarlo y a echarlo de menos después. Iba a contar que ese mar era gris o marrón, según el día, y que lo llamaban Río. De la Plata, para más señas. Pero a quién le importa todo eso. Quizá ni a mí, que desde que me alejaron de allí, con siete años, no he hecho el esfuerzo de volver y he aprendido a conformarme con otros mares, otros colores, otras gentes. Con esto de los muertos.

Esto es lo que importa: el muerto, o mejor dicho la muerta, que esta vez era una de esas que le emploman a uno el día. Una de esas que no debería encontrarme, pero que a veces me encuentro. Fue Chamorro, mi sargento, quien me interrumpió mientras dudaba qué camisas doblar y contaba calcetines y calzoncillos. También fue ella quien me puso al corriente de los primeros y tristes detalles (siempre lo son) del trabajo:

–Víctima de sexo femenino, catorce años, estrangulada. Los padres habían denunciado la desaparición ayer mismo. Lugar, zona de descanso de la AP-6, pasado El Espinar, Segovia.

–¿Pasas tú a buscarme? –le pregunté.

–Claro, para eso eres el jefe.

–Vale, así me da tiempo a deshacer la maleta, que la tenía ya medio hecha. Llama al chico y recógelo a él antes.

–Lo siento. Lo de la maleta.

–Yo no. Todavía no había empezado a doblar camisas. Eso que me ahorro. No me apetecía nada, la verdad.

–El teniente coronel, en todo caso, me dice que te traslade sus excusas por esta demora en el inicio de tus vacaciones. Que cuentes con disfrutar luego los días que pierdas ahora.

–Muy amable, el teniente coronel. ¿Se oían chapoteos de fondo mientras te decía todas esas cosas?

–No, me lo dijo en persona. Sigue aquí, en la unidad.

–Ah, intrigando. Qué se traerá entre manos.

–Y a ti qué más te da. En media hora te recojo.

Es lo malo que tiene Chamorro, la exactitud. Veintinueve minutos después, sonaba el timbre. Con la lentitud mental y física que imponía el calor insufrible del julio madrileño, apenas había acabado de guardar las cosas y estaba todavía dudando qué americana y qué pistola coger. Era verano, hacía treinta y un grados (y subiendo) y se trataba de un asesino de niñas. Así que me puse la americana de trapillo de Zara y escogí la pistola pequeña. Nunca hay que cargar con pesos inútiles.

Chamorro había pillado el Passat V6. Es lo bueno que tiene el verano, aunque mi ciudad se haya convertido por efecto del cambio climático en una sucursal del infierno. Todo lo que durante el resto del año está disputado, queda vacante. La pauta valía tanto para el coche estrella de la unidad como para el asfalto de la M-30, que esa mañana se veía felizmente despejado. Mientras avanzaba por los túneles a los 70 por hora reglamentarios, Chamorro nos fue poniendo en antecedentes a mí y al guardia Arnau. Éste, muy tieso en el asiento del copiloto, como el primer día que lo había ocupado, la escuchaba con un gesto adusto que desde mi posición, derrengado en el asiento trasero, tan sólo podía adivinar. Pero lo adivinaba. Un año y medio después, todavía no había conseguido que se atreviera a tutearme. Desde algún lugar de la eternidad, el duque de Ahumada lo observaba complacido. Un benemérito digno del tricornio.

–La chica salió de casa ayer a las cinco –explicó Chamorro–. Según los padres, dijo haber quedado con unas amigas y ellas lo confirmaron. El cuerpo lo encontró a las seis de esta mañana un turista francés, a quien está costando un poco retener. Por lo visto esperaba estar subido en la tabla de windsurf en Tarifa esta misma tarde. La cuestión es que la mataron en esa ventana temporal de trece horas. Supongo que el forense nos permitirá acotar la hora un poco más, cuando 
la examine.

–¿Cómo estaba la chica? –pregunté.

–¿A qué te refieres, en concreto?

–Ropa.

–Vestida, completamente. Con la que dijeron sus padres que llevaba cuando fueron a denunciar su desaparición. Tejanos claros, blusa fucsia, zapatillas deportivas Converse.

–¿Marcas de violencia?

–Sólo en el cuello.

–¿Algo bajo las uñas?

–No me ha dado tiempo a preguntar tanto. Pero es muy probable que lo puedas mirar tú mismo in situ. Les he pedido a los segovianos que no la muevan hasta que lleguemos.

–Espero que su señoría se avenga a esperarnos.

–No había llegado aún cuando los llamé.

–Claro, es pronto. ¿De dónde es la chica?

–Bueno, eso es curioso, hasta cierto punto. Hispano-belga. Nerissa Van den Broek Zurita. 
Residente en Pozuelo de Alarcón.

–Ah, padres con pasta habemus.

–Eso parece. Por sus profesiones.

–¿A saber?

–La madre, ejecutiva de un banco. El padre, director general de la sucursal de otro en España.

El dato me sacudió un poco, no lo oculto.

–Vaya –observé–, eso no se ajusta mucho al perfil habitual de los padres de muchachas asesinadas y abandonadas en zonas de descanso de autopistas.

–¿Existe un perfil de eso? –preguntó Arnau. 

–¿Lo preguntas en serio? –repuse.

–Eh… Supongo que no –dudó.

–¿A que ahora te provoca más? –intervino Chamorro.

–Tenía sólo catorce años –dije–. Me da igual que fuera rica. Iba a ponerme de su lado igual. Que se prepare el que lo hizo.  
 


Capítulo 2
Tejido epitelial






Todavía no se habían llevado el cuerpo. El juez ya estaba allí. Era un tipo cordial, que apenas parecía juez. Vestía bastante informalmente, con unos vaqueros y un polo de color celeste, algo dado de sí. Tenía su señoría un ligero sobrepeso, cabello ensortijado y sonrisa fácil. Incluso se le escapaba en medio de aquel trance, lo que no parecía sin embargo irrespetuoso hacia la víctima. Era una sonrisa comedida, social, con la que acompañó el apretón de manos que me dio para recibirme, después de que me lo presentara el teniente López, de la unidad territorial de Segovia. Luego se tomó incluso la molestia de indicarme dónde estaba el cuerpo. Me hizo notar su deferencia:

–Me han dicho sus compañeros que deseaban verla tal cual. Así que no la hemos movido. Miren lo que necesiten y por favor, en cuanto pueda ordenar que se la lleven, me avisan. Los padres están ahí, y nos está costando un poco impedirles que se acerquen. Háganse cargo de lo que es para ellos tenerla así.

Miré hacia donde estaban los padres. Más allá de la zona acordonada, a unos treinta metros de distancia. No los pude distinguir bien. Apenas la complexión y el color de pelo. Muy alto y castaño claro él. Bastante más bajita y morena ella.

–Nos hacemos cargo, señoría –dije–. Serán sólo unos minutos. Se lo prometo. Virginia, Juan, venid conmigo.

Chamorro y Arnau me siguieron. La chica estaba a unos cinco metros de la zona asfaltada, sobre un terreno de bastante consistencia. Ni había huellas de calzado ni las íbamos a dejar nosotros. Me encargué de descubrir el cadáver. Arnau sujetó el cobertor mientras la sargento y yo examinábamos el cuerpo. No tenía más desperfectos visibles que las magulladuras del cuello. Un fino cuello, dicho sea de paso, que habría cautivado a más de uno si a su propietaria le hubieran permitido crecer. Nerissa Van den Broek era morena como su madre y algo más alta, aunque no tanto como su padre. Le habían cerrado los ojos, por lo que no pude ver de qué tono los tenía. Su ropa era bonita y cara, de marca, y no se veía sucia, salvo por la parte que estaba en contacto con el terreno. Diríase que la habían depositado con cuidado en el suelo. Estaba caída sobre un costado, con una mejilla apoyada en tierra, las piernas ligeramente dobladas y las manos ante sí. Me puse unos guantes de látex, precaución esta que ya habían tomado Chamorro y Arnau. Le levanté una mano, la derecha, ateniéndome a la probabilidad estadística. Salvo que perteneciera a la minoría de zurdos, en esos dedos tendría más fuerza. Bajo sus uñas había, notoriamente, tejido epitelial.

–Bingo –dijo Chamorro.

–Un aficionado –juzgué–. En cuanto haya sospechosos, a mirarles los antebrazos. Y a desconfiar si llevan manga larga. Es una suerte que nos las veamos con un idiota. A lo mejor la autopsia nos proporciona todavía más material. Ya sabes dónde.

–Sí, ya sé –asintió la sargento.

–Idiota del todo no es –observó Arnau–. Se deshizo de ella en un sitio donde podía estar seguro de que no dejaría huellas de neumáticos. Y como lo debió hacer de madrugada, apenas se arriesgó a que otro conductor parase y lo sorprendiera.

Mientras examinaba las suelas de las zapatillas de Nerissa, completamente limpias, por cierto, sacudí la cabeza:

–No, mi querido Arny, te equivocas, el tipo al que buscamos no sólo es tonto del culo, sino que se puso nervioso y la tiró donde primero se le ocurrió. Sólo un imbécil abandonaría un cadáver en una autopista de peaje. Tenemos todas las bazas para cazarlo sin despeinarnos. No hay más que pedir las cintas de las cámaras del peaje de entrada y del de salida. Y ver qué coche tarda un poco más que los otros en recorrer el tramo en cuestión. Así que ya tienes tu primera tarea. Ya estás buscando entre esa gente arremolinada ahí a quien represente al concesionario de la autopista. Y que nos vayan sacando copia de la peli de la noche pasada, para que puedas verla cuanto antes.

Arnau enrojeció levemente.

–Confieso que no lo había pensado.

–No te preocupes, hace mucho calor, has dormido mal, eres joven. Se te puede disculpar que no se te ocurriera.

–Tampoco te dejes abrumar –lo consoló Chamorro–. Si el tipo le metió zapatilla al coche y fue rápido con la operación, la genial idea del brigada no nos servirá para nada. Tendremos que buscarlo igual entre los cientos de coches que hayan pasado esta noche por delante de esas cámaras. Y me temo que va a ser así. No se alejó mucho para deshacerse del cuerpo, y yo diría que ya estaba muerta cuando pasó por el primer peaje.

Clavé en la sargento mi mirada más suspicaz.

–¿Y de qué deduces eso?

Chamorro señaló el pantalón de la víctima, a la altura de las posaderas. Sobre el tejido claro, había algo que me había pasado inadvertido hasta ese momento. La sargento explicó:

–Una mancha de grasa. Y por la forma, es como si se la hubiera hecho al restregarse contra algo. 

Por ejemplo, con el cierre engrasado de un maletero al sacarla de él.

–Bien visto, Virgi –aprobé, a mi pesar–. Y además tu perspicacia nos suministra otro dato. Esta chica no pesa arriba de cuarenta y ocho kilos. El tipo al que buscamos es un flojo.

–O el maletero tiene boca estrecha –apuntó Arnau.

–También –admití.

Le pedí a Arnau con una seña que volviera a cubrirla.

–Busca al de la autopista, Juan, y pídele las cintas –insistí–. Y tú, mi sargento, diles a los de criminalística que le saquen a la chica muestras de debajo de las uñas y que peinen todo lo que tengan que peinar antes de que se la lleven. Yo me voy a hablar con los padres. En cuanto puedas, te me unes.


Capítulo 3
Una imagen imprecisa






Mientras los nuestros de criminalística hacían el rastreo detenido del terreno, los de la funeraria cargaban el cuerpo en el furgón y el juez y el secretario terminaban de formalizar el acta, me cupo el penoso deber de acercarme a hablar con los padres de Nerissa Van den Broek. Su estatus social y económico, con la instrucción que llevaba implícita, les vedaba las expansiones sentimentales propias de la gente de baja extracción, pero eso no quiere decir que no estuvieran alterados. Apenas me planté delante de ellos, la madre me tomó del brazo y me preguntó:

–¿Quién es usted? ¿Adónde se la llevan?

Me había puesto el chaleco verde con las letras de molde que me identificaban como miembro del cuerpo, así que deduje que me estaba preguntando por mi unidad y graduación.

–Brigada Bevilacqua, de la unidad central. Estoy a cargo de la investigación. La llevan al anatómico forense, ahora les indicamos cómo ir. Se la entregaremos tan pronto sea posible, pero aún va a tardar un poco. Entre tanto, necesitaría hablar con ustedes. ¿Serían tan amables de concederme unos minutos?

–Desde luego –tomó la palabra el padre–. Carmen, cálmate, por favor. De momento tenemos que dejar a estos señores que hagan su trabajo. Y ayudarles en lo que podamos.
Su mujer lo miró como si no terminase de comprender. Yo, en cambio, lo miré con simpatía. Si el mundo estuviera habitado por una mayoría de gente comprensiva como él, mi vida sería mucho más grata. Pero Carmen necesitaba desahogarse:

–¿Te parece normal? –se dirigió al marido, alzando la voz–. Que llevemos aquí hora y media y no nos hayan dejado ni verla.

–Lo importante, ahora mismo, no somos ni tú ni yo, sino que no se estropeen las pruebas –dijo él, sereno.

Si hubiera entrado en mis competencias, le habría propuesto para la medalla al mérito civil. Pero mi función era otra:

–Tiene usted razón, señora. Sé lo que siente, y le pido disculpas por tener que anteponer nuestro trabajo a su dolor. De veras que me gustaría que pudiéramos hacerlo de otro modo.
Se amansó de pronto. Era del tipo colérico. Mucho más vulnerable, por tanto, a la humildad que al 
desafío.

–Está bien –dijo–. ¿Podríamos al menos sentarnos?

–Allí hay un banco –le indiqué.

Hice todas las preguntas de rutina. A través de ellas saqué una primera descripción de quién era Nerissa. Según sus padres, claro está, lo que no dejaba de ser su identidad captada desde un punto de vista particular y, dada la edad de la víctima, cada vez más susceptible de ofrecer una imagen imprecisa. Buena estudiante, con bastante carácter (aquí no pude evitar pensar en la madre) pero en general disciplinada y obediente, más allá de los conflictos típicos de la edad. Nunca se había ido de casa sin permiso ni por más tiempo del autorizado y nunca la habían sorprendido haciendo en sus salidas algo distinto de lo que les hubiera dicho que iba a hacer. De hecho, apenas llevaba un par de años saliendo sola, y por lo que a ellos les constaba, siempre iba con sus amigas y al centro comercial cercano, para tomarse una cocacola o ver una película. Drogas, alcohol y similares, no tenían constancia de que probara. Novios, tampoco le conocían. Aficiones, las normales de la edad. Le gustaba mucho la música. Cantantes preferidos: antes, Beyoncé, y Miley Cyrus; en el último año se había pasado a Lady Gaga y Black Eyed Peas.

La madre me proporcionó todas estas informaciones con un gesto de cierta desconfianza, como si yo fuera más un chismoso frívolo que un poli serio. Me vi obligado a defender mi profesionalidad, no por mi orgullo, sino para tranquilizarla:

–Nunca se sabe cuál es el detalle que nos permitirá armar una hipótesis válida. Lo más probable es que algo de su vida haya traído a su hija hasta aquí, aunque les cueste creerlo. Por eso necesito saber todo lo que puedan decirme. ¿En qué otras actividades, aparte del colegio, empleaba su tiempo? 

Aquí tomó el relevo el padre:

–Recibía clases de violín, desde los cinco años. Era bastante buena, aunque no tanto como para aspirar a hacerse profesional. Y jugaba al hockey sobre patines. Tampoco se le daba mal, aunque últimamente estaba pensando en dejarlo.

–¿Y eso?

–Decía que era una pesadez lo de las competiciones, tener que madrugar los sábados. Para mí que 
no tenía temperamento de deportista, aunque no le faltaban condiciones.

–¿Podía tener algún conflicto con alguien del equipo?

–No, que nos dijera –dijo la madre–. Era un rollo, y doy fe porque me tocaba llevarla. Además, casi nunca ganaban.

–¿Alguna afición más?

En ese momento se nos unió Chamorro. Venía sacándose los guantes y estirando los dedos para airearlos. Con el calor, el contacto del látex resultaba francamente desagradable. Al llegar a nuestra altura, se la presenté a los padres de Nerissa:

–La sargento Chamorro. Mi compañera.

–Mucho gusto –dijo la madre de Nerissa, escrutándola con la misma mirada que, deduje, debía aplicar en las entrevistas de trabajo a las candidatas femeninas, antes de preguntarles a bocajarro cuándo pensaban embarazarse.

–Hagan memoria –insistí–, ¿no se les ocurre alguna otra cosa en la que se entretuviera especialmente, o algo que en los últimos tiempos la tuviera más absorta que de costumbre?     


–Por ejemplo, ¿recuerdan si pasaba mucho tiempo frente al ordenador? –preguntó Chamorro.

–Sí, bastante –admitió la madre–. Demasiado, incluso.

Crucé una mirada con mi compañera.

–¿Controlaban ustedes sus cuentas y sus claves de correo electrónico o de redes sociales? –indagó la sargento.

–Pues no, la verdad.

–¿Y tendría el teléfono de alguna de sus amigas?

Capítulo 4
Algún otro plan



Antes de irse, el juez se acercó a mí. Seguía exhibiendo aquella sonrisa suya, tan poco judicial. Quería sondearme:

–Imagino que es demasiado pronto para que puedan tener una teoría sobre la autoría del crimen.

–Teorías podemos tener ya, señoría, y no una sino varias, pero que vayan a servirnos, no me atrevo todavía a afirmarlo. Puede haberla raptado un desconocido, haber hecho con ella lo que sea (eso hasta después de la autopsia no lo vamos a poder determinar) y luego haberla matado y haberla tirado aquí. Pero, sinceramente, no me cuadra mucho. Creo que en ese caso el cuerpo y las ropas presentarían más signos de violencia. Me cuadra más que se trate de alguien que se ganara su confianza y a quien luego la situación, por lo que fuera, se le escapara de las manos. En todo caso, parece un crimen bastante improvisado. Éste no es un buen lugar para deshacerse de un cadáver.

–Muy bien –dijo–. ¿Necesitan algo más de mí?

–Hemos pedido las cintas de las cámaras de seguridad del peaje. Una cosa es segura, el coche en el que viajaba el asesino pasó por allí. Y la sargento está hablando con una amiga de la víctima para tratar de sacarle las cuentas de correo electrónico y de redes sociales que utilizaba. Si me acepta una sugerencia, en cuanto los tengamos sería prudente oficiar a las empresas proveedoras para que las bloqueen y sobre todo impidan que se acceda al material que la chica tuviera colgado ahí. Salvo que quiera que empiece a circular por la Red. Es una menor.

El juez asintió, circunspecto.

–Tiene usted razón, hagamos por lo menos el intento de proteger su intimidad, si es que sigue existiendo eso. Arréglenlo con el secretario en cuanto tengan toda la información.

–A sus órdenes, señoría. Lo tendremos al corriente.

–Ah, y a la prensa, cero. Que el morbo se lo busquen por su cuenta. Para que se haga una idea, yo no sigo las noticias sobre los casos que instruyo. Me dan completamente igual.

–Ya somos dos.

–Mejor. Buena suerte.

Tras despedirse del resto del personal, el juez subió a su coche. Chamorro venía hacia mí con el teléfono móvil en una mano y su libretita en la otra. Había aprovechado el tiempo.

–Traigo información fresca. He hablado con una tal Paula González-Armenteros, amiga más cercana de Nerissa, con la que supuestamente iba a salir ayer. Me ha confesado que la cubrió, es decir, que no estuvo con ella hasta las 21.30, como les dijo anoche a sus padres cuando la llamaron, preocupados por su tardanza. Nerissa tenía algún otro plan, que me jura y perjura que no le contó. Yo iría a apretarla, para cerciorarnos, pero así de entrada me la creo. Me ha dado las cuentas de Facebook, Tuenti, Hotmail, Gmail, Skype y Yahoo que utilizaba.

–¿De todo eso, a la vez?

–Y no me asegura que sean todas las que mantenía abiertas, sólo son las que ella tiene fichadas.

–Estamos criando unos adolescentes con exceso de tiempo libre. Sólo para tener al día todo eso 
hacen falta horas.

–Bueno, he procurado desbrozar un poco el terreno. Por lo visto, lo que realmente atendía era el Tuenti. Por ahí era por donde más se comunicaba con ella y donde se la encontraba siempre conectada. Así que yo iría a saco por esa línea.

–Ya se lo he comentado al juez. Llámalos en seguida. Que lo bloqueen todo. Suponiendo que no quieran encontrarse con la intimidad de otra menor retransmitida y pregonada a los cuatro vientos por ser víctima de un hecho delictivo. Y por haber tenido la inconsciencia de colgarla en sus servidores.

Chamorro meneó la cabeza.

–No lo quieren. Están escaldados. Colaborarán.
Me acerqué al lugar donde había aparecido el cuerpo. Por allí seguían los de criminalística, rastreando en busca de los más mínimos vestigios. Consulté con el jefe del equipo.

–Poca cosa –me informó–. Aparte de alguna basura que vamos a recoger más por si acaso que porque sirva. Si me permites aventurar una suposición, paró, la tiró y se fue.

–No estamos tan mal –opiné–: tenemos ADN, tendremos una matrícula, aunque haya que entresacarla entre cientos, y a lo mejor nos cae algo más de propina. Con muchos menos mimbres 
hemos hecho cestos bastante apañados.

–Pues te tocará echar mano de esas habilidades. Aquí poco más vamos a rascar. Hemos recogido 
huellas dactilares que también archivamos por si acaso. Es un lugar público. Estamos en verano. A saber cuánta gente pasó por aquí ayer.

Arnau se acercó, con semblante grave.

–¿Qué pasa, Arnau, se ha muerto alguien?

–Mi brigada, a veces no sé cómo…

–Vamos, hombre, no estés tan tenso, que así no se investiga mejor. ¿Cuándo tendremos las cintas?

–Ahora mismo, si pasamos a buscarlas.

–Bueno, ¿ves como no vamos tan mal? Ve y dile a la sargento que nos largamos. Pasamos a recoger las cintas y nos volvemos a Madrid. Que tenemos tarea.

Me concedí un par de minutos para pasear por aquel lugar, a solas con mis pensamientos. Verdaderamente, el tipo que se había deshecho allí de Nerissa Van den Broek era un canalla con todas las letras. Y además no debía de haber leído a Bécquer. Porque había que carecer de entrañas para dejar a una chica, con esa soledad tan atroz de la muerte que cantaba el poeta, en medio de aquella nada, en aquel no-lugar desolado y anodino. Tirada en un simple apartadero, como quien arroja una lata de refresco vacía, una monda de fruta o un pañuelo de papel usado. Aquel individuo me estaba cayendo cada vez peor. Tenía ganas de cogerlo del pescuezo y de ponerle frente a su repugnante acto de cobardía. Antes que tirar así a una chica, un hombre que de verdad lo sea debe dejarse encarcelar. Como poco.


Capítulo 5
Protocolos de protección






Los administradores de la red social por cuyo conducto Nerissa mantenía el grueso de su contacto con el mundo exterior se mostraron, tal y como previera Chamorro, extraordinariamente colaboradores. No sólo consintieron en bloquear de inmediato el acceso a sus datos, para evitar cualquier posible fuga, sino que en cuanto tuvimos la orden judicial nos facilitaron sin pérdida de tiempo la consulta de toda la información. Se los veía muy preocupados por impedir que, como había sucedido en otros casos anteriores, se filtrara todo el material personal de una víctima menor de edad. En especial, las fotos y los vídeos que sus jóvenes clientes colgaban con profusión en sus espacios.

Tanto les preocupaba, que nos pidieron que el acceso a la información de Nerissa lo verificáramos en sus propios ordenadores y en sus oficinas. A mí igual me daba en un sitio o en otro, así que dejamos a Arnau en la unidad, para que se viera las cintas de las videocámaras del peaje, y nos dirigimos a las oficinas de la empresa. Allí nos recibió una joven abogada, que hizo mucho hincapié en los protocolos de protección de datos que tenían implantados y en los recursos que invertían para prevenir usos inapropiados del servicio que prestaban. O en cómo cribaban su base de clientes de usuarios menores de 14 años, que era la edad mínima que según sus normas, y a fin de proteger a los niños, se exigía para poder darse de alta en su red. Para completar su alegato pro-empresa nos recalcó que formaba parte esencial de su política la cooperación con la justicia cuando la información que almacenaban en sus ordenadores pudiera ser relevante para esclarecer un hecho delictivo. Siempre con la oportuna orden judicial que les permitiera facilitarla sin vulnerar el derecho a la intimidad de sus clientes, naturalmente. Como nosotros la teníamos, se ponían a nuestra entera disposición.

Mi compañera no mostró gesto alguno de aprobación o desaprobación ante el discurso de la abogada. A mí, la verdad, me pareció bien, y no me privé de exteriorizarlo. Me parece mucho mejor que las empresas estén preocupadas por los derechos de sus clientes y abiertas a colaborar con la justicia. Tiendo a no creer que todo eso les vaya nunca a importar tanto como ganar la pasta que hacen a costa de sus clientes (en este caso, a costa de toda la información que sobre ellos mismos les suministraban día a día quienes se conectaban a sus servidores, y sobre la que después diseñaba la empresa las eficaces acciones de márketing que le permitían poner tan alto precio a sus espacios publicitarios). Pero acepto que vivo en una economía capitalista, y recibo con gratitud cualquier ayuda que alguien me preste sin sacar provecho a cambio. Y lo cierto era que por dejarnos fisgar en sus ordenadores aquella gente no iba a ganar ni un euro.

Por eso, tampoco me permití compartir con aquella amable y solícita abogada mis reparos éticos ante el hecho de que hicieran negocio con la inmadurez de chavales que no tenían ni siquiera capacidad legal para celebrar el contrato que suscribían con ellos a golpe de clic. Como vimos en seguida, al examinar la cuenta de Nerissa, los adolescentes eran muy generosos a la hora de exponerse en aquel espacio de dudosa privacidad, en el que más bien todo, desde el diseño gráfico hasta el sistema de cómputo de amigos, acicate de competencias y vanidades, invitaba al exhibicionismo más desenfrenado. Por mucho que me insistieran, no podía creer, sin ir más lejos, que Nerissa tuviera, de verdad, los 547 amigos que se acumulaban en su perfil. Era evidente que la chica, en el afán de ser más que nadie, había rebajado los requisitos de la amistad hasta el punto de admitir a cualquiera con el que se tropezara en la Red, por la que, a juzgar por la cifra, debía de navegar con asiduidad. Otra posibilidad era que ascendiera automáticamente al rango de amigo a cualquier amigo de amigo. O a cualquier amigo de amigo de amigo.
Examinar los perfiles de todos era un empeño titánico. Nos contentamos con hacer una especie de muestreo. Vimos que había de todo, aunque eran mayoría los varones, comprendidos entre los 15 y 20 años. Pero también los había mayores. Después de hacer un breve recorrido, Chamorro opinó:

–Esto no va a ser rápido.

–Me temo que no. Hay que discriminar. Buscar a los que le pusieran más comentarios y mensajes. Y tendremos que acceder también a las cuentas de correo electrónico, para cruzar los datos y ver si en alguna de ellas hay algo que nos cante.
Mi compañera me observó con gesto dubitativo:

–Después de todo, no es imposible que se la llevara alguien con quien se tropezara por puro azar.

–Ni probable, Vir. Le pidió cobertura a la amiga, así que algo raro se traía entre manos, algo que tenía que ocultar a sus padres y que, si esa chica te ha sido sincera, ni siquiera le podía contar a su mejor confidente. Todo eso, por sí solo, podría no significar nada, pero combinado con su cadáver, forma un rompecabezas del que no creo que nos sobre ni una pieza. Y no es seguro, pero si esta chica era como tantas de su generación, en esta melée de amigos está, al 99 por ciento de probabilidad, el que nos interesa a nosotros. Así que vamos a tener que recopilar toda esta información y desbrozarla con inteligencia.

–¿Estaremos a la altura del desafío? –bromeó la sargento–. A ver, vamos a echar un vistazo a los álbumes de fotos.

Chamorro pinchó en la pestaña correspondiente. Lo que apareció no me dio ninguna buena sensación. El rompecabezas seguía sumando piezas. Y seguía sin sobrarnos ninguna.


Capítulo 6
Enlace apagado






Mientras miraba las fotos que Nerissa tenía colgadas en su perfil, caí en la cuenta de que apenas le faltaban dos meses para cumplir quince años. O lo que es lo mismo, que en su cuerpo y en su mente peleaban la niña y la mujer que al mismo tiempo era, aunque ya empezaba a imponerse la segunda, en quien todavía mandaban más las hormonas que las lecciones de una experiencia que, o bien no había tenido, o bien no le había dado tiempo a asimilar. Era esa mezcla, la niña no del todo superada y la mujer demasiado impulsiva, lo que explicaba que se pusiera a la vista de sus 547 amigos virtuales en aquellas posturas y con aquellos gestos. Al verla, le comenté a Chamorro:

–Inútil que bloqueen la cuenta. Muchas de estas fotos ya se las ha copiado en el disco duro más de uno. Y sobre todo las que menos interesa que salgan. Espérate que no estén circulando ya por alguna de esas páginas para desahogo de solitarios.

–Seguro –apreció la sargento, sombría.

Algunas de las fotos tenían comentarios. No exactamente los que una persona sensata y prudente haría frente al desliz de una adolescente confundida, si es que cabía hacer otra cosa que callar o sugerirle que le diera un descanso a la cámara. Pasamos deprisa por los de contenido más obvio y elemental. Si había sido capaz de engatusar a aquella chica, que tocaba el violín, que escribía sin apenas faltas de ortografía y que leía libros (a juzgar por los títulos que mencionaba en el apartado donde recogía sus aficiones), el tipo debía de tener alguna sofisticación, por mínima que fuera. Había tenido que construir un cuento medianamente consistente para atraerla. No podía ser uno de aquellos patanes cuyos comentarios no revelaban más que su fisiología de primates. Revisamos sus mensajes durante un par de horas y logramos reunir media docena de candidatos.
Mientras examinaba todos aquellos intercambios, banales, reiterativos y en su mayoría prescindibles, sentí una especie de escalofrío. Gracias a la emanación virtual de su personalidad, la presencia de Nerissa seguía en cierto modo viva. Con sus destellos de talento (era bastante aguda en sus comentarios musicales, por ejemplo, y no le faltaba gracia cuando hacía alguna observación sobre la actualidad) y con sus flaquezas y su mediocridad en tantos otros momentos y detalles. Se me antojaba improcedente, incluso de mal gusto, que sus chismes siguieran ahí cuando ella ya no era más que un cuerpo en descomposición sobre una mesa de autopsias. Recogidos, además, por un tercero que no los había guardado por su valor personal, sino por el negocio que representaba el flujo de información entre esos 547 nodos respecto de los que la difunta Nerissa había actuado como enlace. Un enlace ahora apagado, y cuya extinción suponía la inutilización de ese fragmento de la red.

Con nuestra media docena de sospechosos seleccionados, regresamos a la unidad. Antes de abandonar las oficinas, le recordé a la abogada el deber que tenían de custodiar todo el material de la chica y de cuidar de que no accediera a él nadie más que nosotros. Le pedí también que nos hiciera una copia de todo, para poder unirlo a nuestro expediente. Trató de resistirse, pero le constaba que mi petición estaba respaldada por la autoridad judicial y al final dio su brazo a torcer.

La jornada fue larga e intensa. Mientras Arnau se ocupaba de rastrear las cuentas de correo electrónico de Nerissa y de identificar a los usuarios de los seis perfiles sospechosos que habíamos seleccionado, Chamorro y yo nos dedicamos a interrogar a las personas de su entorno. Hablamos con su amiga Paula, que se ratificó en lo que le había dicho por teléfono a la sargento, y negó saber con quién había podido quedar esa tarde. Nos dijo que en los últimos meses se había vuelto más reservada, después de romper con un chaval con el que había tenido una relación de unas pocas semanas. Ni sus profesores ni el resto de sus amigas con las que contactamos nos dieron apenas información que nos resultara útil. Nerissa era buena estudiante y no había dejado de sacar buenas notas. Algo inferiores a las que por su capacidad podía obtener, según su tutora, pero nada que se saliera de lo normal en las chicas de su edad.

–Les llega la edad del pavo –explicó–, y como tienen tantas distracciones y a los padres muy poco encima, se relajan y no es raro que bajen un poco. Luego se les pasa y se centran. Bueno, la mayoría. Otras se quedan ya descentradas. Pero no creo que ese fuera el caso de Nerissa. Era una chica muy madura.

Nuestros intentos de reconstruir sus últimos movimientos fueron infructuosos. Abrimos un teléfono para la colaboración ciudadana y, como suele suceder, empezó a sonar en seguida. Como era también habitual, decían haberla visto en los lugares más inverosímiles, desde Denia hasta Lugo. Nos llevaría días sacar de ahí algo utilizable, si es que lo sacábamos.

Lo que tuvimos esa misma tarde fue la autopsia. No revelaba más violencia que la producida por el estrangulamiento. La chica había mantenido relaciones sexuales consentidas en las horas inmediatamente anteriores a su muerte, que se situó en torno a las diez de la noche. El individuo había usado preservativo, pero había dejado algunos restos. No iba a costar establecer su perfil genético, aunque para sacarlo, así como para cruzarlo con la base de datos, el laboratorio necesitaba su tiempo.

Íbamos de regreso hacia la unidad, cuando sonó mi móvil. Era Arnau. Parecía tranquilo, pero no lo estaba.

–Mi brigada –dijo–, no se lo va a creer. Lo tenemos.

Capítulo 7
Bad Romance






No fue un golpe de suerte. Habíamos hecho nuestro trabajo, de coco y de campo. Además, coincidía que nuestro adversario, como habíamos supuesto desde el principio, no andaba nada ducho en el arte de borrar sus huellas. Sólo tuvimos que cruzar dos grupos de datos. Por un lado, las matrículas registradas por el peaje entre las diez de la noche y las seis de la madrugada. Por otro, las direcciones IP desde las que se conectaban con más frecuencia los interlocutores sospechosos de Nerissa. Resultó ser uno que se hacía llamar BadRomance, como la canción de Lady Gaga. El titular de la dirección IP desde la que se conectaba principalmente era el mismo a cuyo nombre estaba el permiso de circulación de un Volkswagen Scirocco blanco que había cruzado por el peaje a las 2.35 de la mañana. Las casualidades existen, pero, cuando son tan extremas, se convierten en certezas. Nuestro buen Arnau, pese a su bisoñez y su poca propensión a expresarse de forma categórica ante su viejo brigada, había podido hacer sin titubeos su afirmación. Lo teníamos.

Lógicamente, no lo detuvimos en seguida. Esperamos a tener su ADN y a recopilar todas las comunicaciones que había mantenido con la chica. Entre tanto, le pinchamos el teléfono, lo sometimos a vigilancia y terminamos de informarnos sobre todas las circunstancias de su vida que podía convenirnos saber para derrumbarlo cuando decidiéramos echarle el guante.
No tenía antecedentes y el ADN que se logró extraer de sus  sus restos biológicos no se correspondía con el de ninguno de los agresores sexuales con que contábamos en nuestra base de datos. Pudimos averiguar que se había inscrito dos meses atrás en el club deportivo al que acudía Nerissa. Supuestamente para utilizar el gimnasio y la piscina, pero le quedaba demasiado lejos de casa para que ése fuera el verdadero motivo. Dedujimos que era una manera de acercarse a ella, de espiarla, o incluso, quién sabe, una tentativa de entrar en su vida. Sus comunicaciones nos permitían establecer sin ningún género de dudas que habían contactado en la Red, algunas semanas antes de que el sujeto se apuntara al club. Por lo que se desprendía de sus conversaciones y e-mails, habían coincidido en un foro de música. También de sus mensajes se deducía que en ese primer contacto el tipo se había presentado como un muchacho de 19 años. Doce menos de los que contaba en realidad. En los últimos mensajes cruzados con la chica, quedaba probado que, antes de encontrarse, él deshizo esa mentira. Y que a ella no le pareció mal la verdad. Incluso al contrario.

Esta información, como algunas otras de las que manejábamos, era de las que habría que cuidar que no se filtraran. Se trataba justo de la clase de carnaza que alguien estaba esperando ahí fuera; es decir, de los pormenores que no hacía ninguna falta que los padres de Nerissa leyeran en los periódicos.

Cuando lo tuvimos todo bien atado, fuimos por él. Confieso que hice algo que no habría debido hacer, y que ahora que lo recuerdo no me enorgullece. Organicé su detención a la puerta de su oficina, en una torre de la Castellana, delante de sus compañeros de trabajo, con los que salía a comer en ese preciso momento. Podría haber escogido otro lugar, que resultara menos humillante para él. Pero él no se había preocupado de escoger para abandonar a la chica un sitio que resultara menos degradante para ella. Qué quieren, me pareció justa la simetría. 

Al principio del interrogatorio optó por mentir, creyendo que eso podría salvarle. Pero cuando comprobó que las tres preguntas que le había hecho eran otras tantas trampas, porque ya me constaba lo que le estaba preguntando y tenía pruebas para desmontar sin esfuerzo sus embustes, se vino abajo.

Suele ocurrir con algunos asesinos: los que matan por miedo, que son más abundantes de lo que se cree, y que con frecuencia coinciden con los delincuentes sexuales. Es el temor a unas consecuencias que no pueden soportar lo que les lleva a quitar la vida a sus víctimas, y cuando la táctica de ocultación de sus actos fracasa, y se ven expuestos a la luz (y a las consecuencias que querían evitar) se hunden. El asesino de Nerissa no llegó al extremo de romper a llorar. Aunque no habría sido mi primera vez, le agradecí que me ahorrara ese trago.

Pero aquel tipo no se privó de intentar una indignidad, seguramente peor. Ya a la desesperada, ofreció una excusa:

–Ella fue la que quiso que nos viéramos. Ya sé que era muy joven, pero les aseguro que su mente no era la de una niña. Para nada. Y por lo que pude comprobar, experiencia no le faltaba, precisamente. Fue luego, cuando me dijo que podía denunciarme por abuso de menores y hundirme la vida. Fue la sonrisa diabólica con que me lo dijo. Ahí se me fue la cabeza.
Lo miré, dándole por unos segundos la esperanza de que aquella declaración miserable pudiera servirle de algo.

–Verá usted –dije al fin–. Puedo perfectamente creer eso que dice y puedo perfectamente no creerlo. A mis efectos, da igual, no va a alterar en absoluto lo que tengo que hacer con usted. Así que, como me lo puedo permitir, prefiero no creerlo. No me da la gana creerlo, vamos. Y le doy un consejo, si los acepta. No vuelva a jugar esa carta. Bastante tiene con lo que tiene.

Esa noche, conduciendo de vuelta a casa, puse la radio y entró Lady Gaga. Bad Romance. Rollo Chungo, al cambio. Escuché la letra: I want you ugly, I want you diseased. “Te quiero feo, te quiero enfermo”, cantaba la neoyorquina. Pensé que el tipo había elegido bien el apodo. Le iba como un guante.



Montevideo-Getafe-Berlín, 5-10 de agosto 2010  

 



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