Capítulo 1
Un asesino de niñas
Recibí la llamada mientras estaba preparando las maletas. El
destino era lo de menos. Desde hace tiempo ya sé que en todas
partes me estoy esperando yo, así que tampoco hay que torturarse
demasiado pensando adónde ir. Si acaso procuro buscar
algún sitio donde haya aire, horizontes abiertos. Con un paseo
largo, a poder ser, para no chocarme más de la cuenta conmigo
mismo. Ayuda que tenga mar. Añoro el mar en Madrid.
Iba a contar que yo fui un niño con un mar delante
de los ojos todo el tiempo, y que eso me acostumbró a mirarlo y
a echarlo de menos después. Iba a contar que ese mar era gris o
marrón, según el día, y que lo llamaban
Río. De la Plata, para más señas. Pero a
quién le importa todo eso. Quizá ni a mí, que
desde que me alejaron de allí, con siete años, no he
hecho el esfuerzo de volver y he aprendido a conformarme con otros
mares, otros colores, otras gentes. Con esto de los muertos.
Esto es lo que importa: el muerto, o mejor dicho la
muerta, que esta vez era una de esas que le emploman a uno el
día. Una de esas que no debería encontrarme, pero que a
veces me encuentro. Fue Chamorro, mi sargento, quien me
interrumpió mientras dudaba qué camisas doblar y contaba
calcetines y calzoncillos. También fue ella quien me puso al
corriente de los primeros y tristes detalles (siempre lo son) del
trabajo:
–Víctima de sexo femenino, catorce
años, estrangulada. Los padres habían denunciado la
desaparición ayer mismo. Lugar, zona de descanso de la AP-6,
pasado El Espinar, Segovia.
–¿Pasas tú a buscarme? –le
pregunté.
–Claro, para eso eres el jefe.
–Vale, así me da tiempo a deshacer la maleta,
que la tenía ya medio hecha. Llama al chico y recógelo a
él antes.
–Lo siento. Lo de la maleta.
–Yo no. Todavía no había empezado a
doblar camisas. Eso que me ahorro. No me apetecía nada, la
verdad.
–El teniente coronel, en todo caso, me dice que te
traslade sus excusas por esta demora en el inicio de tus vacaciones.
Que cuentes con disfrutar luego los días que pierdas ahora.
–Muy amable, el teniente coronel. ¿Se
oían chapoteos de fondo mientras te decía todas esas
cosas?
–No, me lo dijo en persona. Sigue aquí, en la
unidad.
–Ah, intrigando. Qué se traerá entre
manos.
–Y a ti qué más te da. En media hora
te recojo.
Es lo malo que tiene Chamorro, la exactitud. Veintinueve
minutos después, sonaba el timbre. Con la lentitud mental y
física que imponía el calor insufrible del julio
madrileño, apenas había acabado de guardar las cosas y
estaba todavía dudando qué americana y qué pistola
coger. Era verano, hacía treinta y un grados (y subiendo) y se
trataba de un asesino de niñas. Así que me puse la
americana de trapillo de Zara y escogí la pistola
pequeña. Nunca hay que cargar con pesos inútiles.
Chamorro había pillado el Passat V6. Es lo bueno
que tiene el verano, aunque mi ciudad se haya convertido por efecto del
cambio climático en una sucursal del infierno. Todo lo que
durante el resto del año está disputado, queda vacante.
La pauta valía tanto para el coche estrella de la unidad como
para el asfalto de la M-30, que esa mañana se veía
felizmente despejado. Mientras avanzaba por los túneles a los 70
por hora reglamentarios, Chamorro nos fue poniendo en antecedentes a
mí y al guardia Arnau. Éste, muy tieso en el asiento del
copiloto, como el primer día que lo había ocupado, la
escuchaba con un gesto adusto que desde mi posición, derrengado
en el asiento trasero, tan sólo podía adivinar. Pero lo
adivinaba. Un año y medio después, todavía no
había conseguido que se atreviera a tutearme. Desde algún
lugar de la eternidad, el duque de Ahumada lo observaba complacido. Un
benemérito digno del tricornio.
–La chica salió de casa ayer a las cinco
–explicó Chamorro–. Según los padres, dijo
haber quedado con unas amigas y ellas lo confirmaron. El cuerpo lo
encontró a las seis de esta mañana un turista
francés, a quien está costando un poco retener. Por lo
visto esperaba estar subido en la tabla de windsurf en Tarifa esta
misma tarde. La cuestión es que la mataron en esa ventana
temporal de trece horas. Supongo que el forense nos permitirá
acotar la hora un poco más, cuando
la examine.
–¿Cómo estaba la chica?
–pregunté.
–¿A qué te refieres, en concreto?
–Ropa.
–Vestida, completamente. Con la que dijeron sus
padres que llevaba cuando fueron a denunciar su desaparición.
Tejanos claros, blusa fucsia, zapatillas deportivas Converse.
–¿Marcas de violencia?
–Sólo en el cuello.
–¿Algo bajo las uñas?
–No me ha dado tiempo a preguntar tanto. Pero es muy
probable que lo puedas mirar tú mismo in situ. Les he pedido a
los segovianos que no la muevan hasta que lleguemos.
–Espero que su señoría se avenga a
esperarnos.
–No había llegado aún cuando los
llamé.
–Claro, es pronto. ¿De dónde es la
chica?
–Bueno, eso es curioso, hasta cierto punto.
Hispano-belga. Nerissa Van den Broek Zurita.
Residente en Pozuelo de Alarcón.
–Ah, padres con pasta habemus.
–Eso parece. Por sus profesiones.
–¿A saber?
–La madre, ejecutiva de un banco. El padre, director
general de la sucursal de otro en España.
El dato me sacudió un poco, no lo oculto.
–Vaya –observé–, eso no se ajusta
mucho al perfil habitual de los padres de muchachas asesinadas y
abandonadas en zonas de descanso de autopistas.
–¿Existe un perfil de eso?
–preguntó Arnau.
–¿Lo preguntas en serio? –repuse.
–Eh… Supongo que no –dudó.
–¿A que ahora te provoca más?
–intervino Chamorro.
–Tenía sólo catorce años
–dije–. Me da igual que fuera rica. Iba a ponerme de su
lado igual. Que se prepare el que lo hizo.
Capítulo 2
Tejido epitelial
Todavía no se habían llevado el cuerpo. El juez ya estaba
allí. Era un tipo cordial, que apenas parecía juez.
Vestía bastante informalmente, con unos vaqueros y un polo de
color celeste, algo dado de sí. Tenía su
señoría un ligero sobrepeso, cabello ensortijado y
sonrisa fácil. Incluso se le escapaba en medio de aquel trance,
lo que no parecía sin embargo irrespetuoso hacia la
víctima. Era una sonrisa comedida, social, con la que
acompañó el apretón de manos que me dio para
recibirme, después de que me lo presentara el teniente
López, de la unidad territorial de Segovia. Luego se tomó
incluso la molestia de indicarme dónde estaba el cuerpo. Me hizo
notar su deferencia:
–Me han dicho sus compañeros que deseaban
verla tal cual. Así que no la hemos movido. Miren lo que
necesiten y por favor, en cuanto pueda ordenar que se la lleven, me
avisan. Los padres están ahí, y nos está costando
un poco impedirles que se acerquen. Háganse cargo de lo que es
para ellos tenerla así.
Miré hacia donde estaban los padres. Más
allá de la zona acordonada, a unos treinta metros de distancia.
No los pude distinguir bien. Apenas la complexión y el color de
pelo. Muy alto y castaño claro él. Bastante más
bajita y morena ella.
–Nos hacemos cargo, señoría
–dije–. Serán sólo unos minutos. Se lo
prometo. Virginia, Juan, venid conmigo.
Chamorro y Arnau me siguieron. La chica estaba a unos
cinco metros de la zona asfaltada, sobre un terreno de bastante
consistencia. Ni había huellas de calzado ni las íbamos a
dejar nosotros. Me encargué de descubrir el cadáver.
Arnau sujetó el cobertor mientras la sargento y yo
examinábamos el cuerpo. No tenía más desperfectos
visibles que las magulladuras del cuello. Un fino cuello, dicho sea de
paso, que habría cautivado a más de uno si a su
propietaria le hubieran permitido crecer. Nerissa Van den Broek era
morena como su madre y algo más alta, aunque no tanto como su
padre. Le habían cerrado los ojos, por lo que no pude ver de
qué tono los tenía. Su ropa era bonita y cara, de marca,
y no se veía sucia, salvo por la parte que estaba en contacto
con el terreno. Diríase que la habían depositado con
cuidado en el suelo. Estaba caída sobre un costado, con una
mejilla apoyada en tierra, las piernas ligeramente dobladas y las manos
ante sí. Me puse unos guantes de látex, precaución
esta que ya habían tomado Chamorro y Arnau. Le levanté
una mano, la derecha, ateniéndome a la probabilidad
estadística. Salvo que perteneciera a la minoría de
zurdos, en esos dedos tendría más fuerza. Bajo sus
uñas había, notoriamente, tejido epitelial.
–Bingo –dijo Chamorro.
–Un aficionado –juzgué–. En
cuanto haya sospechosos, a mirarles los antebrazos. Y a desconfiar si
llevan manga larga. Es una suerte que nos las veamos con un idiota. A
lo mejor la autopsia nos proporciona todavía más
material. Ya sabes dónde.
–Sí, ya sé –asintió la
sargento.
–Idiota del todo no es –observó
Arnau–. Se deshizo de ella en un sitio donde podía estar
seguro de que no dejaría huellas de neumáticos. Y como lo
debió hacer de madrugada, apenas se arriesgó a que otro
conductor parase y lo sorprendiera.
Mientras examinaba las suelas de las zapatillas de
Nerissa, completamente limpias, por cierto, sacudí la cabeza:
–No, mi querido Arny, te equivocas, el tipo al que
buscamos no sólo es tonto del culo, sino que se puso nervioso y
la tiró donde primero se le ocurrió. Sólo un
imbécil abandonaría un cadáver en una autopista de
peaje. Tenemos todas las bazas para cazarlo sin despeinarnos. No hay
más que pedir las cintas de las cámaras del peaje de
entrada y del de salida. Y ver qué coche tarda un poco
más que los otros en recorrer el tramo en cuestión.
Así que ya tienes tu primera tarea. Ya estás buscando
entre esa gente arremolinada ahí a quien represente al
concesionario de la autopista. Y que nos vayan sacando copia de la peli
de la noche pasada, para que puedas verla cuanto antes.
Arnau enrojeció levemente.
–Confieso que no lo había pensado.
–No te preocupes, hace mucho calor, has dormido mal,
eres joven. Se te puede disculpar que no se te ocurriera.
–Tampoco te dejes abrumar –lo consoló
Chamorro–. Si el tipo le metió zapatilla al coche y fue
rápido con la operación, la genial idea del brigada no
nos servirá para nada. Tendremos que buscarlo igual entre los
cientos de coches que hayan pasado esta noche por delante de esas
cámaras. Y me temo que va a ser así. No se alejó
mucho para deshacerse del cuerpo, y yo diría que ya estaba
muerta cuando pasó por el primer peaje.
Clavé en la sargento mi mirada más suspicaz.
–¿Y de qué deduces eso?
Chamorro señaló el pantalón de la
víctima, a la altura de las posaderas. Sobre el tejido claro,
había algo que me había pasado inadvertido hasta ese
momento. La sargento explicó:
–Una mancha de grasa. Y por la forma, es como si se
la hubiera hecho al restregarse contra algo.
Por ejemplo, con el cierre engrasado de un maletero al
sacarla de él.
–Bien visto, Virgi –aprobé, a mi
pesar–. Y además tu perspicacia nos suministra otro dato.
Esta chica no pesa arriba de cuarenta y ocho kilos. El tipo al que
buscamos es un flojo.
–O el maletero tiene boca estrecha
–apuntó Arnau.
–También –admití.
Le pedí a Arnau con una seña que volviera a
cubrirla.
–Busca al de la autopista, Juan, y pídele las
cintas –insistí–. Y tú, mi sargento, diles a
los de criminalística que le saquen a la chica muestras de
debajo de las uñas y que peinen todo lo que tengan que peinar
antes de que se la lleven. Yo me voy a hablar con los padres. En cuanto
puedas, te me unes.
Capítulo 3
Una imagen imprecisa
Mientras los nuestros de criminalística hacían el rastreo
detenido del terreno, los de la funeraria cargaban el cuerpo en el
furgón y el juez y el secretario terminaban de formalizar el
acta, me cupo el penoso deber de acercarme a hablar con los padres de
Nerissa Van den Broek. Su estatus social y económico, con la
instrucción que llevaba implícita, les vedaba las
expansiones sentimentales propias de la gente de baja
extracción, pero eso no quiere decir que no estuvieran
alterados. Apenas me planté delante de ellos, la madre me
tomó del brazo y me preguntó:
–¿Quién es usted?
¿Adónde se la llevan?
Me había puesto el chaleco verde con las letras de
molde que me identificaban como miembro del cuerpo, así que
deduje que me estaba preguntando por mi unidad y graduación.
–Brigada Bevilacqua, de la unidad central. Estoy a
cargo de la investigación. La llevan al anatómico
forense, ahora les indicamos cómo ir. Se la entregaremos tan
pronto sea posible, pero aún va a tardar un poco. Entre tanto,
necesitaría hablar con ustedes. ¿Serían tan
amables de concederme unos minutos?
–Desde luego –tomó la palabra el
padre–. Carmen, cálmate, por favor. De momento tenemos que
dejar a estos señores que hagan su trabajo. Y ayudarles en lo
que podamos.
Su mujer lo miró como si no terminase de comprender. Yo, en
cambio, lo miré con simpatía. Si el mundo estuviera
habitado por una mayoría de gente comprensiva como él, mi
vida sería mucho más grata. Pero Carmen necesitaba
desahogarse:
–¿Te parece normal? –se dirigió
al marido, alzando la voz–. Que llevemos aquí hora y media
y no nos hayan dejado ni verla.
–Lo importante, ahora mismo, no somos ni tú
ni yo, sino que no se estropeen las pruebas –dijo él,
sereno.
Si hubiera entrado en mis competencias, le habría
propuesto para la medalla al mérito civil. Pero mi
función era otra:
–Tiene usted razón, señora. Sé
lo que siente, y le pido disculpas por tener que anteponer nuestro
trabajo a su dolor. De veras que me gustaría que
pudiéramos hacerlo de otro modo.
Se amansó de pronto. Era del tipo colérico. Mucho
más vulnerable, por tanto, a la humildad que al
desafío.
–Está bien –dijo–.
¿Podríamos al menos sentarnos?
–Allí hay un banco –le indiqué.
Hice todas las preguntas de rutina. A través de
ellas saqué una primera descripción de quién era
Nerissa. Según sus padres, claro está, lo que no dejaba
de ser su identidad captada desde un punto de vista particular y, dada
la edad de la víctima, cada vez más susceptible de
ofrecer una imagen imprecisa. Buena estudiante, con bastante
carácter (aquí no pude evitar pensar en la madre) pero en
general disciplinada y obediente, más allá de los
conflictos típicos de la edad. Nunca se había ido de casa
sin permiso ni por más tiempo del autorizado y nunca la
habían sorprendido haciendo en sus salidas algo distinto de lo
que les hubiera dicho que iba a hacer. De hecho, apenas llevaba un par
de años saliendo sola, y por lo que a ellos les constaba,
siempre iba con sus amigas y al centro comercial cercano, para tomarse
una cocacola o ver una película. Drogas, alcohol y similares, no
tenían constancia de que probara. Novios, tampoco le
conocían. Aficiones, las normales de la edad. Le gustaba mucho
la música. Cantantes preferidos: antes, Beyoncé, y Miley
Cyrus; en el último año se había pasado a Lady
Gaga y Black Eyed Peas.
La madre me proporcionó todas estas informaciones
con un gesto de cierta desconfianza, como si yo fuera más un
chismoso frívolo que un poli serio. Me vi obligado a defender mi
profesionalidad, no por mi orgullo, sino para tranquilizarla:
–Nunca se sabe cuál es el detalle que nos
permitirá armar una hipótesis válida. Lo
más probable es que algo de su vida haya traído a su hija
hasta aquí, aunque les cueste creerlo. Por eso necesito saber
todo lo que puedan decirme. ¿En qué otras actividades,
aparte del colegio, empleaba su tiempo?
Aquí tomó el relevo el padre:
–Recibía clases de violín, desde los
cinco años. Era bastante buena, aunque no tanto como para
aspirar a hacerse profesional. Y jugaba al hockey sobre patines.
Tampoco se le daba mal, aunque últimamente estaba pensando en
dejarlo.
–¿Y eso?
–Decía que era una pesadez lo de las
competiciones, tener que madrugar los sábados. Para mí
que
no tenía temperamento de deportista, aunque no le faltaban
condiciones.
–¿Podía tener algún conflicto
con alguien del equipo?
–No, que nos dijera –dijo la madre–. Era
un rollo, y doy fe porque me tocaba llevarla. Además, casi nunca
ganaban.
–¿Alguna afición más?
En ese momento se nos unió Chamorro. Venía
sacándose los guantes y estirando los dedos para airearlos. Con
el calor, el contacto del látex resultaba francamente
desagradable. Al llegar a nuestra altura, se la presenté a los
padres de Nerissa:
–La sargento Chamorro. Mi compañera.
–Mucho gusto –dijo la madre de Nerissa,
escrutándola con la misma mirada que, deduje, debía
aplicar en las entrevistas de trabajo a las candidatas femeninas, antes
de preguntarles a bocajarro cuándo pensaban embarazarse.
–Hagan memoria –insistí–,
¿no se les ocurre alguna otra cosa en la que se entretuviera
especialmente, o algo que en los últimos tiempos la tuviera
más absorta que de costumbre?
–Por ejemplo, ¿recuerdan si pasaba mucho tiempo frente al
ordenador? –preguntó Chamorro.
–Sí, bastante –admitió la
madre–. Demasiado, incluso.
Crucé una mirada con mi compañera.
–¿Controlaban ustedes sus cuentas y sus
claves de correo electrónico o de redes sociales?
–indagó la sargento.
–Pues no, la verdad.
–¿Y tendría el teléfono de
alguna de sus amigas?
Capítulo 4
Algún otro plan
Antes de irse, el juez se acercó a mí.
Seguía exhibiendo aquella sonrisa suya, tan poco judicial.
Quería sondearme:
–Imagino que es demasiado pronto para que puedan
tener una teoría sobre la autoría del crimen.
–Teorías podemos tener ya,
señoría, y no una sino varias, pero que vayan a
servirnos, no me atrevo todavía a afirmarlo. Puede haberla
raptado un desconocido, haber hecho con ella lo que sea (eso hasta
después de la autopsia no lo vamos a poder determinar) y luego
haberla matado y haberla tirado aquí. Pero, sinceramente, no me
cuadra mucho. Creo que en ese caso el cuerpo y las ropas
presentarían más signos de violencia. Me cuadra
más que se trate de alguien que se ganara su confianza y a quien
luego la situación, por lo que fuera, se le escapara de las
manos. En todo caso, parece un crimen bastante improvisado. Éste
no es un buen lugar para deshacerse de un cadáver.
–Muy bien –dijo–. ¿Necesitan algo
más de mí?
–Hemos pedido las cintas de las cámaras de
seguridad del peaje. Una cosa es segura, el coche en el que viajaba el
asesino pasó por allí. Y la sargento está hablando
con una amiga de la víctima para tratar de sacarle las cuentas
de correo electrónico y de redes sociales que utilizaba. Si me
acepta una sugerencia, en cuanto los tengamos sería prudente
oficiar a las empresas proveedoras para que las bloqueen y sobre todo
impidan que se acceda al material que la chica tuviera colgado
ahí. Salvo que quiera que empiece a circular por la Red. Es una
menor.
El juez asintió, circunspecto.
–Tiene usted razón, hagamos por lo menos el
intento de proteger su intimidad, si es que sigue existiendo eso.
Arréglenlo con el secretario en cuanto tengan toda la
información.
–A sus órdenes, señoría. Lo
tendremos al corriente.
–Ah, y a la prensa, cero. Que el morbo se lo busquen
por su cuenta. Para que se haga una idea, yo no sigo las noticias sobre
los casos que instruyo. Me dan completamente igual.
–Ya somos dos.
–Mejor. Buena suerte.
Tras despedirse del resto del personal, el juez
subió a su coche. Chamorro venía hacia mí con el
teléfono móvil en una mano y su libretita en la otra.
Había aprovechado el tiempo.
–Traigo información fresca. He hablado con
una tal Paula González-Armenteros, amiga más cercana de
Nerissa, con la que supuestamente iba a salir ayer. Me ha confesado que
la cubrió, es decir, que no estuvo con ella hasta las 21.30,
como les dijo anoche a sus padres cuando la llamaron, preocupados por
su tardanza. Nerissa tenía algún otro plan, que me jura y
perjura que no le contó. Yo iría a apretarla, para
cerciorarnos, pero así de entrada me la creo. Me ha dado las
cuentas de Facebook, Tuenti, Hotmail, Gmail, Skype y Yahoo que
utilizaba.
–¿De todo eso, a la vez?
–Y no me asegura que sean todas las que
mantenía abiertas, sólo son las que ella tiene fichadas.
–Estamos criando unos adolescentes con exceso de
tiempo libre. Sólo para tener al día todo eso
hacen falta horas.
–Bueno, he procurado desbrozar un poco el terreno.
Por lo visto, lo que realmente atendía era el Tuenti. Por
ahí era por donde más se comunicaba con ella y donde se
la encontraba siempre conectada. Así que yo iría a saco
por esa línea.
–Ya se lo he comentado al juez. Llámalos en
seguida. Que lo bloqueen todo. Suponiendo que no quieran encontrarse
con la intimidad de otra menor retransmitida y pregonada a los cuatro
vientos por ser víctima de un hecho delictivo. Y por haber
tenido la inconsciencia de colgarla en sus servidores.
Chamorro meneó la cabeza.
–No lo quieren. Están escaldados.
Colaborarán.
Me acerqué al lugar donde había aparecido el cuerpo. Por
allí seguían los de criminalística, rastreando en
busca de los más mínimos vestigios. Consulté con
el jefe del equipo.
–Poca cosa –me informó–. Aparte
de alguna basura que vamos a recoger más por si acaso que porque
sirva. Si me permites aventurar una suposición, paró, la
tiró y se fue.
–No estamos tan mal –opiné–:
tenemos ADN, tendremos una matrícula, aunque haya que
entresacarla entre cientos, y a lo mejor nos cae algo más de
propina. Con muchos menos mimbres
hemos hecho cestos bastante apañados.
–Pues te tocará echar mano de esas
habilidades. Aquí poco más vamos a rascar. Hemos
recogido
huellas dactilares que también archivamos por si acaso. Es un
lugar público. Estamos en verano. A saber cuánta gente
pasó por aquí ayer.
Arnau se acercó, con semblante grave.
–¿Qué pasa, Arnau, se ha muerto
alguien?
–Mi brigada, a veces no sé cómo…
–Vamos, hombre, no estés tan tenso, que
así no se investiga mejor. ¿Cuándo tendremos las
cintas?
–Ahora mismo, si pasamos a buscarlas.
–Bueno, ¿ves como no vamos tan mal? Ve y dile
a la sargento que nos largamos. Pasamos a recoger las cintas y nos
volvemos a Madrid. Que tenemos tarea.
Me concedí un par de minutos para pasear por aquel
lugar, a solas con mis pensamientos. Verdaderamente, el tipo que se
había deshecho allí de Nerissa Van den Broek era un
canalla con todas las letras. Y además no debía de haber
leído a Bécquer. Porque había que carecer de
entrañas para dejar a una chica, con esa soledad tan atroz de la
muerte que cantaba el poeta, en medio de aquella nada, en aquel
no-lugar desolado y anodino. Tirada en un simple apartadero, como quien
arroja una lata de refresco vacía, una monda de fruta o un
pañuelo de papel usado. Aquel individuo me estaba cayendo cada
vez peor. Tenía ganas de cogerlo del pescuezo y de ponerle
frente a su repugnante acto de cobardía. Antes que tirar
así a una chica, un hombre que de verdad lo sea debe dejarse
encarcelar. Como poco.
Capítulo 5
Protocolos de
protección
Los administradores de la red social por cuyo conducto Nerissa
mantenía el grueso de su contacto con el mundo exterior se
mostraron, tal y como previera Chamorro, extraordinariamente
colaboradores. No sólo consintieron en bloquear de inmediato el
acceso a sus datos, para evitar cualquier posible fuga, sino que en
cuanto tuvimos la orden judicial nos facilitaron sin pérdida de
tiempo la consulta de toda la información. Se los veía
muy preocupados por impedir que, como había sucedido en otros
casos anteriores, se filtrara todo el material personal de una
víctima menor de edad. En especial, las fotos y los
vídeos que sus jóvenes clientes colgaban con
profusión en sus espacios.
Tanto les preocupaba, que nos pidieron que el acceso a la
información de Nerissa lo verificáramos en sus propios
ordenadores y en sus oficinas. A mí igual me daba en un sitio o
en otro, así que dejamos a Arnau en la unidad, para que se viera
las cintas de las videocámaras del peaje, y nos dirigimos a las
oficinas de la empresa. Allí nos recibió una joven
abogada, que hizo mucho hincapié en los protocolos de
protección de datos que tenían implantados y en los
recursos que invertían para prevenir usos inapropiados del
servicio que prestaban. O en cómo cribaban su base de clientes
de usuarios menores de 14 años, que era la edad mínima
que según sus normas, y a fin de proteger a los niños, se
exigía para poder darse de alta en su red. Para completar su
alegato pro-empresa nos recalcó que formaba parte esencial de su
política la cooperación con la justicia cuando la
información que almacenaban en sus ordenadores pudiera ser
relevante para esclarecer un hecho delictivo. Siempre con la oportuna
orden judicial que les permitiera facilitarla sin vulnerar el derecho a
la intimidad de sus clientes, naturalmente. Como nosotros la
teníamos, se ponían a nuestra entera disposición.
Mi compañera no mostró gesto alguno de
aprobación o desaprobación ante el discurso de la
abogada. A mí, la verdad, me pareció bien, y no me
privé de exteriorizarlo. Me parece mucho mejor que las empresas
estén preocupadas por los derechos de sus clientes y abiertas a
colaborar con la justicia. Tiendo a no creer que todo eso les vaya
nunca a importar tanto como ganar la pasta que hacen a costa de sus
clientes (en este caso, a costa de toda la información que sobre
ellos mismos les suministraban día a día quienes se
conectaban a sus servidores, y sobre la que después
diseñaba la empresa las eficaces acciones de márketing
que le permitían poner tan alto precio a sus espacios
publicitarios). Pero acepto que vivo en una economía
capitalista, y recibo con gratitud cualquier ayuda que alguien me
preste sin sacar provecho a cambio. Y lo cierto era que por dejarnos
fisgar en sus ordenadores aquella gente no iba a ganar ni un euro.
Por eso, tampoco me permití compartir con aquella
amable y solícita abogada mis reparos éticos ante el
hecho de que hicieran negocio con la inmadurez de chavales que no
tenían ni siquiera capacidad legal para celebrar el contrato que
suscribían con ellos a golpe de clic. Como vimos en seguida, al
examinar la cuenta de Nerissa, los adolescentes eran muy generosos a la
hora de exponerse en aquel espacio de dudosa privacidad, en el que
más bien todo, desde el diseño gráfico hasta el
sistema de cómputo de amigos, acicate de competencias y
vanidades, invitaba al exhibicionismo más desenfrenado. Por
mucho que me insistieran, no podía creer, sin ir más
lejos, que Nerissa tuviera, de verdad, los 547 amigos que se acumulaban
en su perfil. Era evidente que la chica, en el afán de ser
más que nadie, había rebajado los requisitos de la
amistad hasta el punto de admitir a cualquiera con el que se tropezara
en la Red, por la que, a juzgar por la cifra, debía de navegar
con asiduidad. Otra posibilidad era que ascendiera
automáticamente al rango de amigo a cualquier amigo de amigo. O
a cualquier amigo de amigo de amigo.
Examinar los perfiles de todos era un empeño titánico.
Nos contentamos con hacer una especie de muestreo. Vimos que
había de todo, aunque eran mayoría los varones,
comprendidos entre los 15 y 20 años. Pero también los
había mayores. Después de hacer un breve recorrido,
Chamorro opinó:
–Esto no va a ser rápido.
–Me temo que no. Hay que discriminar. Buscar a los
que le pusieran más comentarios y mensajes. Y tendremos que
acceder también a las cuentas de correo electrónico, para
cruzar los datos y ver si en alguna de ellas hay algo que nos cante.
Mi compañera me observó con gesto dubitativo:
–Después de todo, no es imposible que se la
llevara alguien con quien se tropezara por puro azar.
–Ni probable, Vir. Le pidió cobertura a la
amiga, así que algo raro se traía entre manos, algo que
tenía que ocultar a sus padres y que, si esa chica te ha sido
sincera, ni siquiera le podía contar a su mejor confidente. Todo
eso, por sí solo, podría no significar nada, pero
combinado con su cadáver, forma un rompecabezas del que no creo
que nos sobre ni una pieza. Y no es seguro, pero si esta chica era como
tantas de su generación, en esta melée de amigos
está, al 99 por ciento de probabilidad, el que nos interesa a
nosotros. Así que vamos a tener que recopilar toda esta
información y desbrozarla con inteligencia.
–¿Estaremos a la altura del desafío?
–bromeó la sargento–. A ver, vamos a echar un
vistazo a los álbumes de fotos.
Chamorro pinchó en la pestaña
correspondiente. Lo que apareció no me dio ninguna buena
sensación. El rompecabezas seguía sumando piezas. Y
seguía sin sobrarnos ninguna.
Capítulo 6
Enlace apagado
Mientras miraba las fotos que Nerissa tenía colgadas en su
perfil, caí en la cuenta de que apenas le faltaban dos meses
para cumplir quince años. O lo que es lo mismo, que en su cuerpo
y en su mente peleaban la niña y la mujer que al mismo tiempo
era, aunque ya empezaba a imponerse la segunda, en quien todavía
mandaban más las hormonas que las lecciones de una experiencia
que, o bien no había tenido, o bien no le había dado
tiempo a asimilar. Era esa mezcla, la niña no del todo superada
y la mujer demasiado impulsiva, lo que explicaba que se pusiera a la
vista de sus 547 amigos virtuales en aquellas posturas y con aquellos
gestos. Al verla, le comenté a Chamorro:
–Inútil que bloqueen la cuenta. Muchas de
estas fotos ya se las ha copiado en el disco duro más de uno. Y
sobre todo las que menos interesa que salgan. Espérate que no
estén circulando ya por alguna de esas páginas para
desahogo de solitarios.
–Seguro –apreció la sargento,
sombría.
Algunas de las fotos tenían comentarios. No
exactamente los que una persona sensata y prudente haría frente
al desliz de una adolescente confundida, si es que cabía hacer
otra cosa que callar o sugerirle que le diera un descanso a la
cámara. Pasamos deprisa por los de contenido más obvio y
elemental. Si había sido capaz de engatusar a aquella chica, que
tocaba el violín, que escribía sin apenas faltas de
ortografía y que leía libros (a juzgar por los
títulos que mencionaba en el apartado donde recogía sus
aficiones), el tipo debía de tener alguna sofisticación,
por mínima que fuera. Había tenido que construir un
cuento medianamente consistente para atraerla. No podía ser uno
de aquellos patanes cuyos comentarios no revelaban más que su
fisiología de primates. Revisamos sus mensajes durante un par de
horas y logramos reunir media docena de candidatos.
Mientras examinaba todos aquellos intercambios, banales, reiterativos y
en su mayoría prescindibles, sentí una especie de
escalofrío. Gracias a la emanación virtual de su
personalidad, la presencia de Nerissa seguía en cierto modo
viva. Con sus destellos de talento (era bastante aguda en sus
comentarios musicales, por ejemplo, y no le faltaba gracia cuando
hacía alguna observación sobre la actualidad) y con sus
flaquezas y su mediocridad en tantos otros momentos y detalles. Se me
antojaba improcedente, incluso de mal gusto, que sus chismes siguieran
ahí cuando ella ya no era más que un cuerpo en
descomposición sobre una mesa de autopsias. Recogidos,
además, por un tercero que no los había guardado por su
valor personal, sino por el negocio que representaba el flujo de
información entre esos 547 nodos respecto de los que la difunta
Nerissa había actuado como enlace. Un enlace ahora apagado, y
cuya extinción suponía la inutilización de ese
fragmento de la red.
Con nuestra media docena de sospechosos seleccionados,
regresamos a la unidad. Antes de abandonar las oficinas, le
recordé a la abogada el deber que tenían de custodiar
todo el material de la chica y de cuidar de que no accediera a
él nadie más que nosotros. Le pedí también
que nos hiciera una copia de todo, para poder unirlo a nuestro
expediente. Trató de resistirse, pero le constaba que mi
petición estaba respaldada por la autoridad judicial y al final
dio su brazo a torcer.
La jornada fue larga e intensa. Mientras Arnau se ocupaba
de rastrear las cuentas de correo electrónico de Nerissa y de
identificar a los usuarios de los seis perfiles sospechosos que
habíamos seleccionado, Chamorro y yo nos dedicamos a interrogar
a las personas de su entorno. Hablamos con su amiga Paula, que se
ratificó en lo que le había dicho por teléfono a
la sargento, y negó saber con quién había podido
quedar esa tarde. Nos dijo que en los últimos meses se
había vuelto más reservada, después de romper con
un chaval con el que había tenido una relación de unas
pocas semanas. Ni sus profesores ni el resto de sus amigas con las que
contactamos nos dieron apenas información que nos resultara
útil. Nerissa era buena estudiante y no había dejado de
sacar buenas notas. Algo inferiores a las que por su capacidad
podía obtener, según su tutora, pero nada que se saliera
de lo normal en las chicas de su edad.
–Les llega la edad del pavo
–explicó–, y como tienen tantas distracciones y a
los padres muy poco encima, se relajan y no es raro que bajen un poco.
Luego se les pasa y se centran. Bueno, la mayoría. Otras se
quedan ya descentradas. Pero no creo que ese fuera el caso de Nerissa.
Era una chica muy madura.
Nuestros intentos de reconstruir sus últimos
movimientos fueron infructuosos. Abrimos un teléfono para la
colaboración ciudadana y, como suele suceder, empezó a
sonar en seguida. Como era también habitual, decían
haberla visto en los lugares más inverosímiles, desde
Denia hasta Lugo. Nos llevaría días sacar de ahí
algo utilizable, si es que lo sacábamos.
Lo que tuvimos esa misma tarde fue la autopsia. No
revelaba más violencia que la producida por el estrangulamiento.
La chica había mantenido relaciones sexuales consentidas en las
horas inmediatamente anteriores a su muerte, que se situó en
torno a las diez de la noche. El individuo había usado
preservativo, pero había dejado algunos restos. No iba a costar
establecer su perfil genético, aunque para sacarlo, así
como para cruzarlo con la base de datos, el laboratorio necesitaba su
tiempo.
Íbamos de regreso hacia la unidad, cuando
sonó mi móvil. Era Arnau. Parecía tranquilo, pero
no lo estaba.
–Mi brigada –dijo–, no se lo va a creer.
Lo tenemos.
Capítulo 7
Bad Romance
No fue un golpe de suerte. Habíamos hecho nuestro trabajo, de
coco y de campo. Además, coincidía que nuestro
adversario, como habíamos supuesto desde el principio, no andaba
nada ducho en el arte de borrar sus huellas. Sólo tuvimos que
cruzar dos grupos de datos. Por un lado, las matrículas
registradas por el peaje entre las diez de la noche y las seis de la
madrugada. Por otro, las direcciones IP desde las que se conectaban con
más frecuencia los interlocutores sospechosos de Nerissa.
Resultó ser uno que se hacía llamar BadRomance, como la
canción de Lady Gaga. El titular de la dirección IP desde
la que se conectaba principalmente era el mismo a cuyo nombre estaba el
permiso de circulación de un Volkswagen Scirocco blanco que
había cruzado por el peaje a las 2.35 de la mañana. Las
casualidades existen, pero, cuando son tan extremas, se convierten en
certezas. Nuestro buen Arnau, pese a su bisoñez y su poca
propensión a expresarse de forma categórica ante su viejo
brigada, había podido hacer sin titubeos su afirmación.
Lo teníamos.
Lógicamente, no lo detuvimos en seguida. Esperamos
a tener su ADN y a recopilar todas las comunicaciones que había
mantenido con la chica. Entre tanto, le pinchamos el teléfono,
lo sometimos a vigilancia y terminamos de informarnos sobre todas las
circunstancias de su vida que podía convenirnos saber para
derrumbarlo cuando decidiéramos echarle el guante.
No tenía antecedentes y el ADN que se logró extraer de
sus sus restos biológicos no se correspondía con el
de ninguno de los agresores sexuales con que contábamos en
nuestra base de datos. Pudimos averiguar que se había inscrito
dos meses atrás en el club deportivo al que acudía
Nerissa. Supuestamente para utilizar el gimnasio y la piscina, pero le
quedaba demasiado lejos de casa para que ése fuera el verdadero
motivo. Dedujimos que era una manera de acercarse a ella, de espiarla,
o incluso, quién sabe, una tentativa de entrar en su vida. Sus
comunicaciones nos permitían establecer sin ningún
género de dudas que habían contactado en la Red, algunas
semanas antes de que el sujeto se apuntara al club. Por lo que se
desprendía de sus conversaciones y e-mails, habían
coincidido en un foro de música. También de sus mensajes
se deducía que en ese primer contacto el tipo se había
presentado como un muchacho de 19 años. Doce menos de los que
contaba en realidad. En los últimos mensajes cruzados con la
chica, quedaba probado que, antes de encontrarse, él deshizo esa
mentira. Y que a ella no le pareció mal la verdad. Incluso al
contrario.
Esta información, como algunas otras de las que
manejábamos, era de las que habría que cuidar que no se
filtraran. Se trataba justo de la clase de carnaza que alguien estaba
esperando ahí fuera; es decir, de los pormenores que no
hacía ninguna falta que los padres de Nerissa leyeran en los
periódicos.
Cuando lo tuvimos todo bien atado, fuimos por él.
Confieso que hice algo que no habría debido hacer, y que ahora
que lo recuerdo no me enorgullece. Organicé su detención
a la puerta de su oficina, en una torre de la Castellana, delante de
sus compañeros de trabajo, con los que salía a comer en
ese preciso momento. Podría haber escogido otro lugar, que
resultara menos humillante para él. Pero él no se
había preocupado de escoger para abandonar a la chica un sitio
que resultara menos degradante para ella. Qué quieren, me
pareció justa la simetría.
Al principio del interrogatorio optó por mentir,
creyendo que eso podría salvarle. Pero cuando comprobó
que las tres preguntas que le había hecho eran otras tantas
trampas, porque ya me constaba lo que le estaba preguntando y
tenía pruebas para desmontar sin esfuerzo sus embustes, se vino
abajo.
Suele ocurrir con algunos asesinos: los que matan por
miedo, que son más abundantes de lo que se cree, y que con
frecuencia coinciden con los delincuentes sexuales. Es el temor a unas
consecuencias que no pueden soportar lo que les lleva a quitar la vida
a sus víctimas, y cuando la táctica de ocultación
de sus actos fracasa, y se ven expuestos a la luz (y a las
consecuencias que querían evitar) se hunden. El asesino de
Nerissa no llegó al extremo de romper a llorar. Aunque no
habría sido mi primera vez, le agradecí que me ahorrara
ese trago.
Pero aquel tipo no se privó de intentar una
indignidad, seguramente peor. Ya a la desesperada, ofreció una
excusa:
–Ella fue la que quiso que nos viéramos. Ya
sé que era muy joven, pero les aseguro que su mente no era la de
una niña. Para nada. Y por lo que pude comprobar, experiencia no
le faltaba, precisamente. Fue luego, cuando me dijo que podía
denunciarme por abuso de menores y hundirme la vida. Fue la sonrisa
diabólica con que me lo dijo. Ahí se me fue la cabeza.
Lo miré, dándole por unos segundos la esperanza de que
aquella declaración miserable pudiera servirle de algo.
–Verá usted –dije al fin–. Puedo
perfectamente creer eso que dice y puedo perfectamente no creerlo. A
mis efectos, da igual, no va a alterar en absoluto lo que tengo que
hacer con usted. Así que, como me lo puedo permitir, prefiero no
creerlo. No me da la gana creerlo, vamos. Y le doy un consejo, si los
acepta. No vuelva a jugar esa carta. Bastante tiene con lo que tiene.
Esa noche, conduciendo de vuelta a casa, puse la radio y
entró Lady Gaga. Bad Romance. Rollo Chungo, al cambio.
Escuché la letra: I want you ugly, I want you diseased.
“Te quiero feo, te quiero enfermo”, cantaba la neoyorquina.
Pensé que el tipo había elegido bien el apodo. Le iba
como un guante.
Montevideo-Getafe-Berlín,
5-10 de agosto 2010