Antes de los dieciséis




Capítulo 1
NOT your whore






Volví a fijarme en la camiseta. Cómo evitarlo. Cruzando el pecho de la propietaria, este letrero imposible de soslayar: “I may dress like a whore, but I’m NOT your whore”. Por un momento contemplé la posibilidad de que la portadora no supiera lo que quería decir, a fin de cuentas el dominio de la lengua inglesa no se cuenta entre las destrezas habituales de mis compatriotas. Finalmente la deseché. A ese nivel, al menos la gente de su generación, sí que llegaba. Y es que Leire, mi dispersa interlocutora, aún no había cumplido los dieciséis. Que la camiseta no cubriera el ombligo ni los hombros, ni sus shorts taparan el tanga fucsia que asomaba a la altura de sus caderas, abonaba la idea de que bien podía ser ése el mensaje que pretendía dar.

Que acudiera de esa guisa vestida a unas dependencias de la Guardia Civil, para declarar como testigo en un caso de homicidio, no negaré que resultaba algo desconcertante para el hombre del siglo pasado que irremediablemente soy. Sin embargo, para el investigador criminal del siglo XXI que mejor o peor trato de ser, el hecho no resultaba ni siquiera demasiado novedoso. Ya hace tiempo que me consta que en el país al que sirvo se han perdido todas las referencias acerca de la gravedad o frivolidad de los asuntos. La culpa la tienen, supongo, un sistema de educación en caída libre, unos padres demasiado distraídos y unos líderes más ocupados en ocultar sus propias trapisondas que en transmitir a los ciudadanos un ejemplo de congruencia. En cualquier caso, a mí no me corresponde juzgarlo ni cambiarlo, sino hacer mi trabajo con arreglo a la ley, que era lo que a la sazón intentaba, hasta donde la muchacha lo permitía.

–¿De verdad sois picoletos? –preguntó de pronto.

Mis compañeros adoptaron una expresión estoica.

–Guardias civiles –la corregí–. Lo otro es un mote que nos ponen y que a algunos de mis colegas no les gusta, te lo aviso por si un día te paran y no quieres aumentarte la multa.
–Bueno, eso, guardias –rectificó, sin darle importancia–. Yo creía que vosotros sólo estabais para vigilar la carretera y el campo, que de estas cosas se ocupaba la policía científica.
–Pues ya ves –intervino la sargento Chamorro–, también nos ocupamos de estas cosas. Me imagino, Leire, que entiendes lo que significa que te hayamos llamado como testigo.

La adolescente se puso seria de pronto.

–Sí, he visto pelis. Quiere decir que no sospecháis de mí, porque entonces me habríais puesto un abogado y todo eso. Y me alegro, porque yo no tengo nada que ver con lo que le pasó a la pobre Sandra, lo juro. Tampoco es que fuéramos las mejores amigas del mundo, pero yo no la quería mal. Joder.

De pronto, la mirada de Leire se empañó y un segundo después dos lagrimones resbalaron a toda velocidad por sus mejillas, cayeron y rompieron en su escote. Se secó de un rápido manotazo y empezó a dar vueltas nerviosas a su smartphone, que en ese instante vibró con un whatsapp. Ya había vibrado unas diez veces, en los dos minutos que llevaba con nosotros. Como las anteriores, comprobó de reojo de quién se trataba. Otra víctima del trastorno colectivo de déficit de atención.

–Eso es, te hemos llamado para preguntarte sobre Sandra –continuó Chamorro–. Y nos interesa que nos cuentes dos cosas. La primera, si sabes de alguna historia rara en la que estuviera metida. Algo que pudiera provocar lo que le sucedió.
–¿Alguna historia rara?
–Resumiendo, Leire –le aclaré–, si se relacionaba, que tú supieras, con gente que pudiera hacerle algún daño.

La chica pareció detenerse a pensar. Notoriamente no tenía mucha costumbre, y su entrecejo al arrugarse le daba un aire de tierna indefensión. Por un momento pensé que ese entrecejo fruncido resultaba mucho más seductor que su exigua indumentaria, pero recordé que ella era una cervatilla dando sus primeros pasos por el bosque y yo hollaba ya la senda de los elefantes. A veces el cerebro tiene estos resbalones. La respuesta de Leire vino a hacer mi desliz mental aún más inapropiado:

–No sé, ¿a qué te refieres? ¿Si iba con tíos mayores, delincuentes, casados, o algo por el estilo?

Chamorro demostró ser la más fría de los tres:

–Por ejemplo.
–Pues mira, tía, ni puta idea, yo no tenía tanta confianza con ella como para que me contara algo así. La verdad.
–¿Y entre los compañeros de clase, alguien con quien chocara, o que estuviera por ella? –preguntó el guardia Arnau.
–Que estuvieran por ella… Creo que acabo antes si te digo los que me parece que podían no estar por ella.
–¿Ah, sí?
–Habéis visto fotos de Sandra, ¿no? Con esa cara y ese tipo, los traía de cabeza a todos. Con lo burros que están los tíos a esta edad –diagnosticó, experta– no podía ser de otra manera.

Chamorro tanteó otra vía:

–¿Y alguna chica con la que se llevara mal?

Leire no necesitó esta vez pensar ni un segundo:

–Pandora Gómez Carbajo. Sandra y ella competían mucho y no se podían ver. Pero me cuesta imaginar que Pandora…
–¿Por qué?
–Es una pavisosa. Está buena, no digo que no, pero no tiene lo que hay que tener.
–¿Y qué hay que tener? –la sondeé.
–Ya sabes. Glamur. Fashion.
–Y Sandra sí tenía…
–Mazo.
–Hay otra razón por la que te hemos llamado, Leire –explicó Chamorro–. Es la otra pregunta que tenemos para ti.
–Tú dirás.
–Tu teléfono fue el último al que llamó Sandra, unos treinta minutos antes de la hora a la que creemos que murió.
Leire se puso pálida.
–Ostras –dijo–. Entonces sí que sospecháis de mí.
–No –repuse–. Estamos mirándolo todo. ¿De qué hablasteis?
–Joder, de nada, una tontería.
–Qué tontería.
–Mi novio es relaciones públicas, quería que le pillara unas entradas para el concierto del sábado. Y nada más, os lo juro.

Bien podía ser. Según la operadora, la llamada había durado exactamente dos minutos y cuarenta y tres segundos.

–¿Cuántas entradas? –preguntó Chamorro.
–Dos.

La dejamos ir, tanga al aire. En fin, era un comienzo.



Capítulo 2
Ola k ase






El comienzo, en realidad, había sido algo antes. Me refiero al comienzo para mí, que es de lo que puedo dar fe. Sobre el comienzo de todo, esto es, lo que había llevado a Sandra Soutullo a perder la vida a los quince años y diez meses de iniciarla, tan sólo aspiraba a armar una hipótesis que se sostuviera ante un tribunal. De hecho, ésa era mi obligación y la de mis compañeros, a los que mis galones de brigada me adjudicaban la responsabilidad de dirigir, lo que también implicaba que tendría que ser el que rindiera cuentas de nuestro eventual fracaso.
Hacía apenas veinticuatro horas que mi jefe había recibido la llamada que depositaba aquella pelota en el tejado de la unidad central a la que pertenecíamos. Unos breves datos de situación (chica muerta al precipitarse al vacío desde un mirador sobre un acantilado, arañazos en antebrazos y mordisco en el hombro obviamente no producidos por el impacto contra las rocas, periódicos locales volcados en la noticia con inicio de repercusión nacional) habían servido para orientarnos acerca de las razones por las que se nos asignaba el caso y de las presiones y dificultades con que nos tocaría trabajar. Honestamente, no era el plan con el que Arnau, Chamorro y el que suscribe preferíamos acudir en julio a la costa asturiana, pero era lo que había y más valía resignarse a ello. Habíamos viajado la tarde anterior, habíamos examinado con ayuda de los compañeros locales la escena del crimen, habíamos hablado con la forense y la juez, con los desolados padres (que atestiguaban que su hija era una chica modélica, estupenda, y que no estaba metida en nada problemático), con los abrumados profesores del instituto (que vinieron a ratificar la versión paterna, aunque en términos menos categóricos) y estábamos inmersos en la faena que el protocolo nos señalaba como prioritaria, esto es, la de indagar en el círculo de relaciones de la víctima, comenzando por aquellas con las que estaba registrado algún contacto en los momentos más próximos a la fecha y hora del deceso según el dictamen forense.

Las llamadas del teléfono móvil, que le habían encontrado encima, eran el primer hilo del que podíamos y debíamos tirar. Así habíamos llegado a Leire, con quien además de aquella llamada había intercambiado sus últimos whatsapps, con el tipo de texto habitual en ese medio de comunicación. Tras el consabido ola k ase, habían seguido varios mensajes insuficientes para interpretar el contenido de la conversación que se traían entre manos. La revelación de Leire, sobre el interés de Sandra en acudir a aquel concierto, cuadraba con el flujo de medias frases que se habían cruzado ambas. Esa coherencia, unida a su actitud despreocupada y absurda ante el interrogatorio, que interpretamos como dudosamente compatible con la condición de asesina, nos movió a descartarla como sospechosa y permitirle regresar a sus cosas, cualesquiera que éstas fueran.

–¿Y ahora qué? –preguntó Arnau.

Como es costumbre entre quienes cargan con alguna responsabilidad, siempre que experimentan la necesidad de zafarse de una cuestión incómoda, le respondí sin responderle:

–Buena pregunta.
–Eres el jefe, te toca decidir –me recordó la sargento.
–Son las once y media –dije–. Yo necesito otro café, para ayudarme a pensar. Mientras me lo tomo, podéis ir destripando lo que hacía Sandra en las redes sociales y toda esa mierda. Andad atentos a todo lo que tenga que ver con la chica esa…
–Pandora –precisó Chamorro.
–Eso, Pandora. Nunca terminaré de manejarme bien con la onomástica actual. En mi época sólo podía ponérsele cualquier nombre a un perro, los de personas eran los que eran.
–Todo empezó a torcerse cuando cambiaron la máquina de vapor por el motor de explosión –se mofó mi compañera.
–No te quepa duda.

Chamorro adoptó una expresión malévola.

–¿No quieres que te dejemos algo, para que lo filtres con tu superior perspicacia? Los tuits, o los mensajes de Line.
–No, Virgi, dádmelo todo mascado. Me da mucha pereza, otra cosa que añoro son los tiempos en que una persona sólo era sus llamadas telefónicas y sus papeles, si los tenía. Cuando no había que fisgar en sus trescientos canales de comunicación con el mundo para decir siempre lo mismo, casi nada de interés.
–Menos mal que ya te ha pillado con alguien a quien puedes pasarle el marrón. Te repaso lo que hemos deducido de los programas que tenía instalados en su tableta, en el ordenador de su casa y en su smartphone: Facebook, Tuenti, Badoo, Skype, Line, Yahoo, GMail, Outlook, Whatsapp, Twitter, Instagram…
–Me duele la cabeza sólo de oírlo.
–Pues aún me quedan cinco más.
–Está bien, seamos realistas. Mirad aquellos a los que se conectó en las últimas cuarenta y ocho horas. Buscad a esa Pandora, sobre todo. Y cualquier otra cosa que os llame.
–A tus órdenes. No sufras por nosotros.
–Al final, con un poco de criterio, no es tanto curro como parece –le quitó  importancia Arnau, abriendo su portátil.
–¿Están cooperando los proveedores de Internet?
–No tanto como con Barack Obama –se dolió la sargento.
–Es que a nosotros no nos han dado el Nobel de la Paz.
–Será eso.
–En todo caso, de aquí a mañana espero que los tengamos abiertos todos –calculó Arnau–. Se trata de una chica muerta, pasto de todos los telediarios y de toda la telebasura de aquí a que lo resolvamos, y aún más allá. Para ellos es prioridad uno, y el oficio que les ha mandado el juez sonaba contundente.
–Si alguno se resiste me lo decís y me chivo a algún periodista amigo, para que lo ponga en la picota.
–Ojo, que te pedirá algo a cambio –advirtió Chamorro.
–Ya sabré negociar para que se conforme con algo que pueda darle, y preferiblemente no ahora. Bueno, que os cunda. Yo me voy a tomar ese café y a tener una pequeña charla con el comandante de puesto para hacerme una idea de dónde hemos ido a caer esta vez. Por meter la pata lo menos posible.



Capítulo 3
Los hombres no arañan






El comandante de puesto era un sargento bastante joven, apenas treinta años, ni el más simpático ni el más huraño de los que me he encontrado en mis muchos trienios levantando muertos a lo largo y ancho de la piel de toro. Según me dijo, llevaba sólo un año en aquel pueblo, pero algo que me ha enseñado la experiencia es que quien pisa en el día a día el terreno tiene sobre los turistas de la pesquisa, como yo, la ventaja de contar con información previa sobre quién es quién, lo que sirve para abrir atajos que al forastero puede costarle días encontrar. Incluso a quien no había ocupado la plaza durante demasiado tiempo, como aquel sargento, la sabiduría corporativa le daba a este respecto cartas de las que yo carecía. Estaba seguro de que su predecesor, con arreglo a las buenas costumbres beneméritas, le había dejado antes de marcharse alguna indicación útil acerca del paisanaje sobre el que tenía que ejercer la autoridad.

–Éste es un sitio muy tranquilo –me explicó–, salvo durante mes y medio al año, que coincide justo con esta época. Por lo común vamos sobrados, pero en estos días nos cae encima una población flotante que nos desborda un poco. La mayoría es gente de Madrid o del País Vasco, que tiene aquí una segunda residencia. Muchos emigraron en su día y vuelven en estos días a la casa familiar. Desde que empezó a arrear la crisis, la amortizan bien. Hay familias que se vienen durante todo el verano.
–¿Me quieres decir que cabe que lo que buscamos haya venido de fuera? –le pregunté.
–Sólo sugiero que no descarte la posibilidad, mi brigada.
–Tutéame, y no te preocupes de los formulismos de la mili. En este momento somos dos policías y tú eres el que sabe del tema. De la familia de la chica, ¿qué me puedes contar?
–Gente normal, tirando a pudiente. El padre es ingeniero de una térmica que hay a cuarenta kilómetros de aquí.
La madre, profesora de primaria. Dos sueldos fijos de cuatro cifras al mes. En los tiempos que corren, unos potentados.
–Sobre la chica, ¿alguna cosa digna de mención?
–La primera noticia que tuvimos de su existencia fue cuando nos avisaron de que estaba hecha unos zorros al pie del acantilado. Hasta entonces, no nos había dado ninguna tarea. Una chavala de tantas de su edad. Me imagino que con la empanada que es habitual con esos años, aunque según me contaron los profesores llevaba razonablemente bien los estudios.
–Viste el cuerpo, las heridas. ¿Qué te sugirió?
–Arañazos profundos, y un mordisco profundo también. Mi interpretación es que se peleó con su agresor o agresora y que el mordisco sirvió para dejarla momentáneamente anulada, lo que debió de facilitar el empujón mortal. La sensación general que me dio es que quien lo hizo actuó con bastante saña. Como si la odiara de veras. Pero no soy un especialista en estas cosas.

El especialista, que se suponía que era yo, estaba de acuerdo con sus consideraciones. Había algo, no obstante, que me descuadraba un poco en esa reconstrucción de los hechos.

–¿No habéis encontrado a nadie que viera nada?
–Hasta el momento, no.
–¿Y no es un poco extraño?
–¿En qué sentido?
–Según el forense, la muerte la produjo el impacto contra las rocas, a eso de las cuatro de la tarde. No es un lugar de paso, pero tampoco está muy retirado. ¿No te parece sorprendente que nadie viera nada, si hubo un forcejeo como suponemos?
–Tampoco es la hora de mayor afluencia –razonó el sargento–. Esta semana está haciendo bastante calor, y aquí la gente no está acostumbrada al bochorno. Pudo suceder que a las cuatro no hubiera nadie más en las inmediaciones del mirador. Y que nadie viera nada, si todo ocurrió lo bastante deprisa.
–Eso, y la saña que describías antes, nos impulsa a pensar que no fue un encuentro fortuito. Que iban por ella. Que incluso pudieron buscar la ocasión para quitarla de en medio.

–Salvo que lo hiciera un loco.
–Los locos no son nunca mi primera hipótesis –aclaré–. La estadística apunta mucho más a los cuerdos. Y la lógica sólo nos permite representarnos lo que obedece a alguna razón.
–Eso está claro.
–¿Tienes alguna suposición sobre el móvil del crimen?

El sargento sonrió.

–Claro, varias. Novio despechado, la primera. La pega es que no tenía novio, por lo menos conocido. Y otra pega son los arañazos y el mordisco. No sé si sabe por dónde voy.

Asentí.

–Los hombres no arañan. Ni muerden a alguien más débil.  
–Ésa es mi intuición, al menos. Aunque puede que piense en los hombres de otros tiempos. Ahora todo es posible.
–Lo es. Pero coincido con tu apreciación. Leire, la chica a la que hizo la última llamada, nos ha hablado de una tal Pandora Gómez, con la que por lo visto Sandra no se llevaba demasiado bien. Tengo a mi gente mirando los perfiles de redes sociales y la correspondencia electrónica de la difunta, para ver si eso nos da alguna pista que nos refuerce esa línea. Si la hay, habrá que llamar a esa chica. Te agradecería si tu gente, discretamente, puede ir adelantando algunas averiguaciones sobre ella.
–Eso está hecho, mi brigada.

Regresé a la oficina provisional en la que mis compañeros removían la identidad cibernética de Sandra Soutullo. Los encontré a los dos asomados a la misma pantalla, de la que Arnau estaba sacando las instantáneas que le indicaba Chamorro.

–Me da la sensación de que tenemos agua en la piscina, Rubén –me informó la sargento, al verme entrar.
–¿Es decir?
–Por lo visto, el ambiente de cuarto de la ESO del instituto local era bastante chungo. Y el Facebook era el campo de batalla. Sandra no era ninguna santa, tenía un par de perfiles falsos con los que se metía con varias compañeras, te estamos sacando fotos de los mensajes para que veas las lindezas que podía llegar a soltarles. Pero la guerra a muerte la tenía con Pandora Gómez. La pista en la que nos puso Leire parece la buena.
–Bien –suspiré–. Toca llamar a sus padres.




Capítulo 4
Ninguna hipócrita






Cuando me encontré frente a frente con los padres de Pandora Gómez no pude evitar preguntarme por los motivos que les habían llevado a escoger semejante nombre de pila para su hija. El padre era un tipo con coleta, lo que inmediatamente me previno contra él: sé que es un prejuicio sin fundamento, pero los hombres con coleta no me parecen fiables. En cuanto a la madre, una rubia de bote demasiado maquillada y arreglada para mi gusto, no me inspiró mayor confianza. Pese a todo, me esforcé por cumplir con mi deber de la mejor manera posible, y puse todo mi empeño en tratarles con la debida cortesía.

–Soy el brigada Bevilacqua y estoy al frente de la investigación –les informé–. Como ya les comenté por teléfono, queremos hablar con su hija acerca de Sandra Soutullo. 
–¿Berbiqué? –preguntó la madre.
–Bevilacqua. Es un apellido italiano. No intente aprenderlo, puede llamarme Vila, o Rubén, si le resulta más fácil.
–Pues sí, la verdad. ¿Y cómo se hizo guardia un italiano?
–Es una larga historia. Y no soy italiano. Con su permiso, necesitaríamos hablar a solas con su hija.
–¿Por qué quieren hablar con ella, en concreto? –se interesó el padre, visiblemente con la mosca detrás de la oreja.
–Forma parte de la rutina. Estamos aún con las averiguaciones preliminares, entrevistando a todos los que la conocían. Si no me equivoco, ambas iban a la misma clase.

No se me escapó la expresión reconcentrada de Pandora, mientras mantenía aquel intercambio con sus progenitores. Vestida de forma mucho menos provocativa que su compañera Leire, en ella había algo oscuro, no cabía duda. La cuestión era que con eso no bastaba, a mis efectos. Se trataba de vincular esa oscuridad con un acto homicida, y no a fin de convencer a la audiencia de un programa matinal, sino de proporcionarle a un juez de instrucción la base para dictar un auto imputándola. Me forcé a recordarlo, cuando la tuve en la sala de interrogatorios, sentada al otro lado de la mesa frente a mí y a la sargento.

–Ante todo, queremos agradecerte tu colaboración, Pandora –le dije, por tratar de rebajar la tensión del encuentro.
–Bueno, no tengo más remedio que colaborar, ¿no?
–De todas formas. Me gustaría que nos contaras, lo primero de todo, cuál era tu grado de relación con Sandra.
–¿Mi grado de relación?
–Si la conocías mucho o poco. Si os llevabais bien, regular o mal –le aclaró Chamorro.

La chica se tomó unos segundos para pensar.

–La conocía, claro, íbamos a la misma clase desde primero.
–Ajá. ¿Y cómo os llevabais?

Pandora clavó la mirada en el suelo. Sin embargo, en su voz no hubo el más mínimo titubeo cuando declaró:

–Nos llevábamos fatal.
–¿Y eso?
–Pues que yo no la podía ver. Y ella a mí tampoco.
–¿Por alguna razón?
–Por miles de razones, en mi caso. Porque se creía la mejor, porque no paraba de meterse conmigo, porque se empeñó en quitarme al novio. No sé si le parecen suficientes motivos.

Chamorro me hizo una seña. Le dejé la pista libre.

–¿Quiso quitarte al novio? ¿Estás segura de eso?
–Puede preguntarlo por ahí. Siempre andaba tonteando con él, sobre todo cuando yo podía verla. Era un putón.

No podía decirse que Pandora trajera preparada una estrategia para alejar de ella nuestras sospechas, precisamente.

–Sí, ya sé que queda fatal que lo diga –continuó–, pero no soy ninguna hipócrita. Ahora todos andan que si la pobre Sandra para arriba, la pobre Sandra para abajo, pero la verdad, se lo digo yo, es que Sandra no era una buena persona.

Se nos quedó mirando, desafiante.

–Y ahora qué –dijo–. Supongo que me detendrán.
–No, mujer –traté de calmarla–. Para que pensemos en detenerte hace falta algo más. ¿Puedes decirnos dónde estuviste el pasado martes entre las tres y las cinco de la tarde?
–En casa, tumbada a la bartola.
–¿Algún testigo de eso?
–Mis padres estaban trabajando, así que estaba sola y no tengo testigos. ¿Van a leerme mis derechos?

Vi que así no íbamos por buen camino. Preferí replegarme y dejar que Chamorro continuase con la faena.

–Verás, Pandora –le dijo, con semblante maternal–. Hemos estado viendo los mensajes que os cruzabais por el Facebook. También hemos visto lo que le ponías en su muro.
–¿Ah, sí? Sorpréndame.

La sargento leyó con voz neutra:

–“Eres una perra, un día de éstos te vas a enterar”.
–Sí, me temo que eso lo escribí yo –admitió la chica.
–¿Y hay algo más que quieras contarnos?

Pandora no se arrugó. Al revés, repuso, altiva:

–Si lo que espera es que ahora le diga que el martes, en vez de lo que acabo de contarles, me fui a buscarla, la encontré en el mirador y la empujé al fondo del precipicio, lo siento, pero no hice nada de eso y no se lo voy a decir. Me caía como una patada en la barriga, pero yo no soy una criminal. Y tampoco soy, por cierto, la única que le tenía ganas a esa engreída de mierda.
–¿A qué te refieres?
–Tampoco soy una chivata, pero ya que tienen su Facebook, mírenlo bien. Lo mismo encuentran alguna pista.

Creí que debía intervenir yo, con el peso que me otorgaban mi edad y mis galones. Le busqué la mirada y le advertí:

–Pandora, éste es un asunto muy serio.
–Me da igual. Tengo mis principios.

Reconozco que me impactó la manera en que aquella niñata despreciaba, en el mismo paquete, mis canas y mi autoridad. No estaba muy seguro de lo que entendía Leire por una pavisosa, pero, francamente, era lo último que Pandora me parecía.

–Bueno, ¿qué? –insistió, sin la más mínima conciencia de peligro–. ¿Tienen más preguntas? ¿Me van a encerrar?

En ese momento se abrió la puerta y asomó Arnau.

–Mi brigada –me interpeló.
–Dime.
–¿Puede salir un momento?

No estaba seguro de poder, pero salí.

–Me temo que acabo de tropezarme con algo ligeramente más alarmante que unas desavenencias entre colegialas –me reveló–. Échele un vistazo a esto. Y no es todo lo que hay.

Hice lo que me pedía. Las fotos eran inequívocas.

–Vaya por Dios –exclamé–. Qué suerte la nuestra.
 



Capítulo 5
Un expediente impoluto





Dejé que Pandora Gómez se fuera por donde había venido, en compañía de sus mosqueados padres. Tenía para ello varias razones, aparte del aplomo con que había rechazado cualquier implicación en la muerte de su odiada rival. Mientras Chamorro y yo perdíamos manifiestamente el tiempo con ella, quien de forma inesperada había abierto una caja de Pandora había sido el guardia Arnau. Lo que de ella había sacado lo teníamos extendido sobre la mesa en forma de una veintena de folios impresos. Se trataba de las fotografías de perfil y de los nombres de medio centenar de varones (o de personas que decían serlo, que nunca se sabe en estos casos) con los que Sandra Soutullo mantenía relación a través de sus cuentas de dos redes sociales. Algunas de las fotografías inclinaban a pensar que aquellos individuos no la ayudaban a hacer los deberes, precisamente.

–Adónde vamos a llegar. Es el fin de la civilización –dije.
–Tampoco te lo tomes tan a la tremenda, hombre –aconsejó Chamorro–. Es la edad, y el revoltijo de las hormonas.
–Entiéndeme, Virgi. Te tomas la molestia de hacer quinientos kilómetros, dispuesto a esclarecer la muerte violenta de una inocente joven, y te encuentras con esta sucursal de Sodoma. Estamos perdiendo a la juventud. ¿Qué valores estamos acertando a inculcarles, fuera del carpe diem? ¿Quién diablos va a ocuparse de nosotros cuando estemos viejos e impedidos?

La sargento meneó la cabeza.

–Anda, no me seas bobo.
–Está bien. Seamos prácticos. Ahora tenemos una nueva hipótesis sobre la mesa. Nuestra desaprensiva Sandra tuvo la insensata idea de relacionarse con un ciberdepredador sexual con el que, en el colmo de su insensatez, concertó una cita. Algo no salió bien, él se puso nervioso, se pelearon, se arañaron, se mordieron, él la empujó y huyó a toda pastilla del mirador.
–¿Usted cree? –dudó Arnau.
–Tutéame, Juan –le reprendí–. Todavía no he cumplido los cincuenta, deja de hacerme sentir como tu abuelo.
–Perdona, mi brigada. ¿Tú crees?
–No, no lo creo. Me parece una chorrada, un despropósito, algo que sólo podría ocurrírsele a uno de esos autores de bestsellers rocambolescos donde todos los personajes pueden ser culpables de todo, para jugar con el lector que gusta de esos pueriles ejercicios de combinatoria. La realidad es unívoca, biunívoca como mucho, y no produce semejantes incoherencias.
–Entonces, ¿qué hacemos? –preguntó Chamorro.
–Manda todos esos perfiles a Madrid, para que se ocupe de ellos alguien que no tenga nada mejor que hacer. Algún novato que tengamos en prácticas. Pásale las claves y que se mire los mensajes, las últimas conexiones, todo. Y si se le ocurre algo, que nos lo cuente. Si le vemos visos de algo, te tocará hacerle un informe a su señoría, y si su señoría te compra el producto le echaremos la caballería a algún imprudente que no se ha enterado todavía de que en Internet quedan registradas todas tus estúpidas andanzas. Lo que no calculo que nos ayude en nada a resolver este homicidio, pero no podemos dejar de explorarlo, después de haber visto lo que hemos visto, so pena de que alguien nos acuse de no tomarnos en serio nuestra tarea.
–Ajá –asintió mi compañera–. ¿Y nosotros, qué hacemos?
–¿Tú qué crees que deberíamos hacer?
–Ya sabes que no tengo prejuicios.

Le dediqué una mirada penetrante.

–¿Qué me dices? ¿Buscamos a un varón? ¿Un tío que araña y muerde a una chica de quince años antes de matarla?
–No, no creo que busquemos a un varón –descartó.
–¿Y te parece que las dos sospechosas a las que hemos interrogado hasta este momento son unas candidatas firmes a cargar con este marrón que nos ha tocado en suerte?
–Puedo equivocarme, pero no me parece.

Asentí, complacido.

–Estamos de acuerdo. Así que nos toca buscar a otra. Y el sentido común dice que un odio así es más probable entre quienes se conocen que entre quienes se tratan a distancia.
–¿Crees oportuno que volvamos a hablar con la directora del instituto? –propuso.
–Lo creo. Y mientras tanto, Juan, dale otra vuelta a toda esa morralla cibernética. Búscame una chica, una mujer, una anciana que pudiera odiar a nuestra Sandra.
–A la orden.

La directora del instituto nos atendió de mala gana. Según nos dijo, tenía invitados en casa y le habíamos estropeado una tarde de barbacoa. No le conté lo que a mí se me había estropeado por razón de aquel intempestivo viaje a Asturias. No me dio la sensación de que fuera a apiadarse mucho de mis dificultades. Para abreviarle las molestias, resolví ir directo al grano:

–Por lo que hemos averiguado hablando con algunas de sus alumnas, y revisando sus ordenadores y sus cuentas de Internet, Sandra no era la chica modosita que nos dijeron.

La directora me observó con una especie de resignación. Encogiéndose de hombros, declaró:

–Mentiría si le dijera que me sorprende, pero yo sólo puedo contarle cómo se comportaba aquí. Y no daba problemas. Lo que hiciera fuera y en su vida privada se me escapa.
–¿Nunca se vio envuelta en ningún conflicto?
–Nunca. Un expediente impoluto.
–¿Qué me puede decir de Pandora Gómez y Leire Carrasco?
–Pandora, una chica algo cerrada y peculiar, pero buena alumna. En cuanto a Leire, imagino que la han visto.
–Incluso hemos hablado con ella –le informé.
–Entonces no necesita que le diga nada. Salta a la vista. No tiene mal fondo. Un poco atontada por la edad y por los chicos. Si no tiene ningún accidente, ya se le pasará. Espero.

Por un momento, pensé en contarle lo que habíamos descubierto en el Facebook de sus alumnos, lo que incluía la aversión que se tenían y se manifestaban Sandra y Pandora. Preferí tratar de sacarle alguna información que no tuviera ya.

–Sólo por curiosidad. ¿Le viene a la cabeza algún problema que hayan tenido últimamente, con alguna otra alumna?

La directora pareció dudar un instante.

–Ahora que lo dice... Lo que no me parece es que tenga que ver con su investigación. Es una alumna de otro curso.




Capítulo 6
Otaku





Suelo observar la precaución de no interesarme por las noticias que salen en los medios sobre los casos en los que trabajo, salvo cuando recurrimos a ellos dentro de la estrategia de investigación. En aquel caso, se les había pedido al principio que hicieran un llamamiento a la ciudadanía por si alguien había visto algo sospechoso el día del crimen cerca del mirador donde había tenido lugar. Tan sólo respondió el hatajo habitual de pirados con ganas de distraerse y distraernos. Desde entonces, la juez había impuesto cerrojazo informativo, y tres días después del suceso las especulaciones comenzaban a dispararse. Se hallaban en el pueblo equipos de todas las radios y televisiones, a los que nos tocaba sortear en nuestros desplazamientos. No era fácil: siendo un lugar pequeño, y nosotros forasteros, todos nos habían fichado apenas habíamos puesto el pie allí. Una nube de reporteros aguardaba ante nuestras dependencias. Tan pronto como bajé del coche se me echaron encima. Ganó la carrera por incrustarme la alcachofa bajo la nariz una intrépida becaria que sin darme opción a respirar me espetó a bocajarro:

–Agente, ¿es verdad que la Guardia Civil piensa que Sandra fue víctima de acoso escolar?

No estoy autorizado para revelar lo que la Guardia Civil piensa, en el supuesto de que tal sujeto pensante exista y ejerza de algún modo sus aptitudes intelectuales. Tampoco dispongo de una fórmula diplomática para repeler a quien me interpela en tales circunstancias, así que me limité a apartarle suavemente el micrófono y buscar, dando un rodeo, un camino expedito hacia la entrada de las dependencias policiales. Cuando hubimos dejado atrás a los periodistas, Chamorro observó:

–¿Quién les habrá ido con ese cuento?
–Cualquiera –deduje–. Leire, Pandora, sus padres. Espérate, que aún están a tiempo de llevarlos a decir sandeces en la sesión de telemierda del sábado. Imagina a Leire en prime time.
–Una mina.
–No nos viene del todo mal. Si la vía que acaba de abrirnos la directora de instituto acaba llevándonos a la solución, estarán especulando justo en sentido contrario.

Encontramos a Arnau inclinado sobre la pantalla, con un gesto que no sugería que sus indagaciones hubieran sido muy fructíferas. Por suerte, traíamos algo que tal vez le ayudara a considerar menos baldíos sus esfuerzos.

–Tengo un nombre para ti –le anuncié–. Thais Sierra Martín. Vecina de este mismo pueblo y alumna de tercero de la ESO. Si no te sabe mal, mételo en la ventana de búsqueda.
–¿Eh? –dudó–. ¿Por algún motivo en particular?
–Según nos ha contado la directora del instituto, Thais Sierra llevaba desde mediados de curso comportándose de un modo extraño –explicó Chamorro–. Faltó varios días a clase, y en una ocasión la encontraron en los servicios llorando y sangrando por la nariz. Cuando la directora le preguntó quién le había pegado, respondió que se lo había hecho ella misma. Al brigada le gustaría que nuestra primera diligencia, mañana a primera hora, fuera ir a visitarla. Y según su criterio, que comparto, nos será útil haber explorado antes si existió entre ella y Sandra alguna relación que quedara reflejada en sus cuentas de Internet.

Arnau, que había tecleado el nombre mientras escuchaba la explicación de la sargento (me satisfizo comprobar que no había sido necesario repetírselo) nos informó al instante:

–Thais Sierra Martín. Aquí tengo su muro de Facebook.

Dimos la vuelta a la mesa para echarle un vistazo a lo que había encontrado el guardia. Lo primero que nos llamó la atención fueron los tonos tenebrosos de las imágenes que había elegido como fondo de escritorio. La mayoría de los textos que Thais había colgado en su muro estaban en japonés, alemán e inglés. De los primeros no pude sacar nada, aunque las ilustraciones que los acompañaban daban a entender que Thais era aficionada a las manifestaciones más lúgubres del manga japonés.

–Vaya, una otaku –dijo Arnau.

Gracias a mi hijo sabía que este término japonés designaba, fuera de Japón, a los fanáticos del manga. Una consulta en la Wikipedia me había permitido averiguar, tiempo atrás, que entre los japoneses designaba a cualquier persona con aficiones obsesivas. Interpreté que Arnau usaba la primera acepción.

–No sólo. Baja un poco más.

Los textos en inglés sí pude descifrarlos: eran letras de canciones del grupo californiano My Ruin. La primera era un fragmento de Ready for Blood. Justamente éste: “Tell your god to be ready for blood – loyalty is just a lie”. Seguimos avanzando y nos encontramos otra letra, esta vez en alemán. La descifré sin dificultad, pero no por mi escaso manejo de la lengua de Goethe, sino porque la conocía de una investigación anterior: un asesinato relacionado con un grupo neonazi, en el que el autor había tenido el dudoso gusto de dejar en el contestador del teléfono de la víctima un mensaje con aquella canción. Se trataba de Ich Tu Dir Weh, de Rammstein, y lo que reproducía, cómo no, eran los tres primeros versos del estribillo: “Ich tu dir weh / Tut mir nicht leid /Das tut dir gut”. Recordé la traducción que entonces me ayudaron a hacer: “Te hago daño, no lo siento en absoluto, esto es bueno para ti”. Sumado a lo anterior (“dile a tu dios que esté preparado para la sangre – la lealtad es sólo una mentira”), tenía toda la pinta de que nuestra investigación acababa de llegar a puerto. Tan sólo faltaba un pequeño detalle. Por qué.

–No ha entrado en la cuenta desde el día de la muerte de Sandra –observó Arnau.
–Imagino que la tenía entre sus amigos.
–Imaginas bien, mi brigada.

Aunque el Facebook es una herramienta que procuro no usar, por su tosco diseño, sabía, qué remedio, cómo iba.

–Recupera los mensajes que se cruzaron las dos –le pedí.

Lo hizo. No había muchos. Sobraba con éste:

“A las cuatro. En el mirador.”



Capítulo 7
Nadie escucha





El interrogatorio de Thais Sierra, al final, resultó algo más complicado de lo que habíamos previsto. Después de reunir las pistas inquietantes que contenía su Facebook, había creído mi deber informar a mis jefes y a la autoridad judicial para contrastar con ellos la urgencia de la intervención. Mi comandante delegó en mi criterio, sometido a lo que decidieran el juez y el fiscal de menores, bajo cuya jurisdicción caía a partir de ahora el caso. Su señoría vio indicios suficientes para intervenir todas las cuentas de correo y redes y la línea móvil de Thais, así como para requerir a la operadora que nos remitiera el listado de llamadas y la ubicación de su teléfono a lo largo de la jornada de autos. Por un momento contemplamos la posibilidad de ir a buscar a la chica esa misma noche, pero acordamos que los nuestros la controlasen y no personarnos en su casa hasta el día siguiente, ya con toda la información debidamente analizada. Si considerábamos necesario detenerla, algo que no era descartable, sólo dispondríamos de veinticuatro horas para completar todas las diligencias, antes de entregársela al fiscal de menores.

Sin embargo, el investigador propone y el azar dispone. Esa noche recibí una llamada del sargento jefe del puesto:

–La casa está cerrada a cal y canto –me informó.
–¿Quieres decirme que se ha dado a la fuga? ¿Una niña de quince años? ¿Cómo demonios ha sabido que….?
–Tranquilo, mi brigada. Se fueron de vacaciones. Anteayer.
–¿De vacaciones? ¿Adónde?
–A Cádiz.
–Vaya. No podían irse más lejos. ¿Tienes las señas?
–Las estoy averiguando.
–Pues nada, apenas las tengas, me dices. Yo voy avisando a mi gente de que mañana nos toca hacernos mil kilómetros.

Así fue como nuestra entrevista no tuvo lugar a la mañana siguiente ni en la casa de Thais Sierra, sino de noche y en una oficina gaditana del Cuerpo, a la que nuestros compañeros, después de personarse en el hotel donde veraneaba la familia, habían trasladado a la joven sospechosa. Cuando por fin la tuvimos enfrente, todavía aturdidos por la paliza de coche que acabábamos de pegarnos, nos costó ponernos en situación.

Thais era una chica menuda, apenas alcanzaba 1,60 de estatura y 50 kilos de peso. Vestía con ropas oscuras, demasiado calurosas, o eso me pareció, para las fechas en que estábamos. Su expresión oscilaba entre la ausencia y un suave desinterés. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar la persona a la que va interrogar, por muy bien que traiga amarrado todo y por frágil o inseguro que parezca el oponente. Entre que yo no andaba muy fino, y la pasmosa tranquilidad que mostraba la chica, me pareció que sería mejor no apresurarse a entrar en harina.

–Hola, Thais. Brigada Bevilacqua, de la Guardia Civil –me presenté–. Mis compañeros, la sargento Chamorro y el guardia Arnau. Investigamos la muerte de Sandra Soutullo. Antes de nada, me gustaría saber si estás bien, si te hace falta algo. ¿Tienes hambre, sed, quieres que te traigamos alguna cosa?

Thais se limitó a menear la cabeza.

–¿No tienes calor? Ya nos disculparás, pero no podemos poner demasiado fuerte el aire acondicionado, por las restricciones del presupuesto. ¿No quieres ponerte más cómoda?

Volvió a denegar en silencio.

–¿Ni siquiera te apetece remangarte?
–No –dijo esta vez. Su voz era tenue pero firme.
–¿No te apetece… o no puedes remangarte?

Aquello la hizo vacilar, pero se recompuso en seguida.

–¿Qué quiere decir?
–¿Hay algo en tus brazos que no quieres que veamos?

Sus labios se torcieron en una sonrisa apagada.

–Ya da igual, supongo.
–Sabes la razón por la que queremos hablar contigo. Y sabes también lo que vamos a preguntarte –presumí.
–Tengo alguna idea, sí.
–¿Y cuál va a ser tu estrategia?
–¿Necesito una? Es decir, ¿me servirá de algo tenerla?
–Eso es cosa tuya, Thais –le concedí–. Lo que puedo decirte es que mis compañeros y yo no somos tus enemigos, estamos aquí para tratar de ayudarte. Y lo mismo el fiscal y el juez ante los que te llevaremos cuando terminemos esta conversación. Eres una menor de edad, y la ley nos obliga a protegerte.
–¿De veras?
–Por extraño que te parezca, así es –dijo Chamorro.
–Si han venido hasta aquí es que ya saben todo lo que necesitan saber –razonó–. Habrán encontrado pruebas, y las habrán confirmado o las confirmarán con el teléfono que me han quitado antes de entrar aquí. Traté de borrar todos los rastros, pero en seguida me di cuenta de que no tenía ningún sentido. Podía borrarlos de mis cuentas, pero no de las de ella.
–Eres una chica muy perspicaz. Tenemos pruebas, sí.
–No soy una asesina –aseguró, con los ojos encendidos–. No fue premeditado, sencillamente sucedió, y no me pude contener. Si lo hubiera planeado, no habría sido tan torpe.
–Te creo –dije.
–¿Me cree? ¿Qué cree?
–Que no eres una asesina. Y que no eres tan torpe.
–¿Por qué me da la razón? ¿No debería acorralarme?
–¿Qué fue lo que pasó, Thais? ¿Por qué lo hiciste?
–¿No lo han deducido de sus investigaciones?
–Más o menos. Pero quiero oír tu versión.

Thais inspiró hondo.

–No le voy a dar todos los detalles. Digamos que Sandra jugó conmigo, me hizo creer que quería lo que no quería en realidad. Yo fui idiota y me dejé engatusar. Y ella se aprovechó. Quiso humillarme, porque me veía débil, pero no calculó bien. Se equivocó de víctima, de momento y también de lugar.
–¿Por qué dejaste que llegara tan lejos? –preguntó Chamorro–. ¿Por qué no se lo contaste a tus padres, a los profesores?
–Perdone que se lo diga, sargento –replicó, con amargura–. Nadie escucha. Nadie entiende. A nadie le interesa.

Después hubo algunas diligencias, un poco de burocracia policial y judicial para disimular nuestra triste inoperancia, pero en aquellas demoledoras palabras de Thais sentí que quedaba sentenciado todo: por qué y en qué forma en el mundo en que vivíamos podían malograrse de golpe y para siempre dos vidas, sin que nadie acertara a impedirlo, antes de los dieciséis.






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