Un asesinato impune










Conviene advertirlo en la primera línea: ésta es una historia oscura. La más oscura posible: un crimen. Y dentro de ese tenebroso género, la especie más desasosegante: un crimen que quedó impune. Respecto de esta historia, disponemos de un relato judicial que en su día fue confirmado por el Tribunal Supremo, y que podemos reproducir, por tanto, sin incurrir en riesgo alguno. Es la verdad de los hechos establecida por un tribunal sobre la base de las pruebas presentadas por las partes y valoradas con todas las garantías por los juzgadores en un proceso penal. Todo lo que en dicho relato se afirma es fehaciente y tiene soporte documental adecuado a las circunstancias. Y hasta donde sabe y ha podido comprobar este reportero se corresponde con la verdad. Cedámosles pues, en este punto, el testigo a sus señorías. Según la sentencia dictada el 9 de diciembre de 2008 por la Audiencia Provincial de Madrid (hoy firme y definitiva) esto fue lo que sucedió:

“Entre las 13 y las 16 horas del día 5 de agosto de 1993 y en el interior del chalet sito en la Avenida de la Victoria número 80 de Aravaca (Madrid), en concreto en el estudio ubicado en la buhardilla de la vivienda, un individuo no identificado, bien solo o bien actuando conjuntamente con otro u otros, provocó violentamente la muerte de Abel Martín Calvo, morador de la citada vivienda. El agresor o agresores, utilizando al menos un objeto inciso-contusopunzante, causó a la víctima tres heridas de naturaleza inciso-contusa en la cabeza y otras tres heridas inciso-punzantes en región toraco-abdominal, siendo éstas últimas mortales de necesidad al afectar al corazón. Más en concreto, Abel Martín falleció como consecuencia de las heridas inciso-punzantes producidas en el ventrículo derecho del corazón, que causaron un shock hipovolémico con fracaso cardio-circulatorio y posterior parada cardio-respiratoria. El fallecido presentaba también heridas en las manos típicas de lucha y defensa. Es factible que el objeto incisopunzante o arma empleada en la producción de las heridas en la cabeza y en la zona toraco-abdominal de la víctima fuera el mismo. El autor o alguno de los autores de la muerte violenta de Abel Martín colocó una toalla para tapar la cara del cadáver. No había signos de forzamiento en las puertas y ventanas del chalet de la víctima. En el contexto de los hechos relatados, la persona o personas que dieron muerte a Abel Martín se apoderaron de algunas obras artísticas de entre las muchas que se hallaban en la vivienda. Consta acreditado que, entre otras no identificadas con seguridad, figuraban obras del artista Julio González, y en concreto los dibujos que aparecen fotografiados a los folios 384 y 385 de los autos. También entre lo sustraído había un televisor de bolsillo de la marca Panasonic”.

En efecto, Abel Martín, reputado serígrafo, compañero y heredero de Eusebio Sempere (uno de los artistas plásticos españoles más importantes de la segunda mitad del siglo XX), fue violentamente asesinado en una hora imprecisa del mediodía del 5 de agosto de 1993. El móvil presumible del crimen fue el robo de las valiosas obras de arte que guardaba en su vivienda, entre las que se encontraban los mencionados dibujos originales de Julio González (entre ellos Hombre cactus) y, según diversos testimonios, varias tallas religiosas antiguas, un grabado de Picasso, un cuadro de Mompó y otro de Serge Poliakoff. Todos ellos desaparecieron de la casa, y los marcos de algunos se los encontraron por el suelo, bruscamente desmontados, los investigadores que llegaron a la vivienda después de que la mujer que se encargaba de la limpieza doméstica descubriera el cadáver del artista y diera el aviso. Según todos los indicios, a Abel Martín lo mataron clavándole en el pecho un atizador metálico tomado de la chimenea de su propia casa, procedimiento homicida que denota una particular brutalidad y un afán de neutralizarlo lo antes posible para centrarse sin estorbos en el acopio del botín. El detalle de taparle el rostro ya muerto e inexpresivo indicaría que el asesino o asesinos, pese a la violencia empleada, no quisieron proceder al robo bajo la incómoda vigilancia de esos ojos inertes.

Con poco más que lo dicho arrancó la investigación J. P., el guardia civil de la unidad de policía judicial de la Comandancia de Madrid a quien tocó en suerte. Por no tener, ni siquiera tuvo la oportunidad de asistir al levantamiento del cadáver, porque el hecho, acaecido en plena época estival, le pilló de permiso. Es útil advertir que en el año del que hablamos, 1993, no se habían establecido los protocolos de examen de la escena del crimen que hoy se aplican, y que buscan asegurar la obtención de todo tipo de huellas y vestigios, incluido el material biológico (humano y no humano) que sirve de base para la identificación de quienes hayan podido hallarse en el lugar de los hechos. Entre la habilidad de los delincuentes, y las limitaciones técnicas de la época, el hecho es que de aquel chalet no se recogieron huellas dactilares ni restos que permitieran identificar a los culpables.

Con este desalentador punto de partida, el investigador emprendió una labor que le llevó, en primer lugar, a hacer un inventario aproximado de las obras de arte que, según diversos conocidos del difunto que habían estado en la casa, faltaban de sus paredes. Cuando se dio cuenta del valor económico de lo sustraído (obras de autores de primera fila), comprendió que aquello no era el trabajo de unos simples rateros, sino el de alguien que sabía bien lo que podía sacar del golpe y que, atendiendo a la ganancia, asumía el coste de matar a una persona. Por otra parte, la singularidad de las obras dificultaba su comercialización, pero no había duda de que antes o después se pondrían a la venta. J.P., un policía de homicidios sin una especial formación artística, comprendió que tenía que introducirse en el mercado del arte, e instruirse sobre sus mecanismos, para seguirle la pista al fruto del robo, que era lo único tangible de lo que podía partir.

Lo que comenzó como una exigencia profesional, relacionada con la investigación, fue evolucionando, durante los varios años que le llevaron las pesquisas, hacia una afición personal. Llegó, incluso, a convertirse en una pasión. Comenzó empapándose de la obra de Sempere, de quien Abel Martín había sido ayudante, y junto a quien había producido serigrafías de una excelencia técnica poco común. Tratando de reconstruir la vida y las relaciones de la víctima, hubo de tratar con varios galeristas (entre quienes, dicho sea de paso, detectó oscuras prácticas que le llevaron a considerar como sospechoso a alguno de ellos). Finalmente adquirió la costumbre de ir cada año a la feria ARCO a dejar su tarjeta y advertir a todos los marchantes por si veían alguna de las obras desaparecidas, para que tuvieran en cuenta que estaban relacionadas con un acto criminal y le avisaran. Así se fue familiarizando con el arte contemporáneo, hasta extremos que resultan sorprendentes, como tuvo ocasión de demostrar a lo largo de la investigación.

Después de varios palos de ciego y unas cuantas pistas que no llevaron a ninguna parte, creyó tener al fin un hilo del que tirar cuando asoció dos detalles llamativos: en vísperas de su muerte, Abel Martín, según los camareros del lugar donde solía ir a comer, había dicho que vendrían a verlo unos portugueses; un día, inspeccionando la buhardilla, J.P. halló al dorso de un almanaque un número de teléfono con prefijo de Portugal.

Marcó el número y al otro lado de la línea le salió un doctor, que resultó ser quien había atendido a Sempere en la fase final de la enfermedad que acabó con su vida. En la misma conversación, el médico le contó que en cierta ocasión había estado en la casa de Martín y Sempere con sus hijos; unos hijos que eran ya mayores y que, siempre según la versión del investigador, le reconoció que no andaban por muy buenos pasos. Ulteriores pesquisas llevaron a establecer que los hijos de aquel médico habían estado en España en fechas próximas a las del asesinato, y que al menos uno de ellos había tenido negocios relacionados con obras de arte. Con esos hallazgos, y alguna otra diligencia, se organizó una operación conjunta con la Policía Judiciária portuguesa, que dio como resultado la intervención, en el lugar donde vivía uno de los sospechosos y en un anticuario de Aveiro, de efectos que parecían corresponderse con los desaparecidos de la vivienda de Abel Martín: un minitelevisor Panasonic idéntico al descrito en la sentencia, de excepcional rareza, y algunas tallas. Con esos indicios en la mano, el juez de instrucción español solicitó la extradición de los hijos del médico, pero el fiscal portugués los encontró insuficientes para destruir la presunción de inocencia de los acusados y se opuso a la petición, que al final no fue cursada. El juez español dictó entonces orden de búsqueda y captura internacional. Los dos hermanos estaban a salvo en Portugal, pero en cuanto salieran de sus fronteras, si se les identificaba, corrían el riesgo de ser enviados a España.

Para J.P. y sus compañeros, un resultado frustrante, con el que sin embargo habían de apechugar. Lo que el guardia civil no relajó fue su vigilancia de los circuitos comerciales por los que podían ponerse a la venta las obras de arte que aún no habían aparecido. Siguió yendo a ARCO cada año, y repartiendo su tarjeta. Y he aquí que esta tenacidad acabó dando fruto.

En 1996, mientras recorría la feria de arte contemporáneo madrileña, el guardia civil vio algo que lo dejó estupefacto: el dibujo Hombre cactus, una de las piezas del lote de Julio González robado del lugar del crimen. Lo incautó inmediatamente y comprobó que había seguido un largo camino, desde Nueva York, a través de Londres, hasta Madrid. Casas reputadas como Christie’s y Waddington certificaban su autenticidad. Incluso los expertos del Reina Sofía la respaldaron. Pero no era un Julio González. Merced al conocimiento que había adquirido de la obra gráfica de Sempere y Martín, Joaquín averiguó que se trataba de una serigrafía de rara perfección que Eusebio y Abel habían realizado a partir del dibujo original, en un papel idéntico al de éste. Tan buena era, que borrando los números de serie alguien se las la había arreglado para hacerla pasar por auténtica.
El investigador no se desanimó por esta falsa alarma. Siguió contactando con galeristas, y un día de 1998 las redes que había ido tendiendo atraparon pescado. Un galerista de París le llamó para decirle que había visto el lote íntegro de Julio González en el catálogo de una pequeña sala de subastas de Bruselas. De urgencia se cursó a través de Interpol una orden de intervención de aquellas obras. Quedaron en depósito en la propia galería, donde se comprobó que en efecto se correspondían con los dibujos, los cuadros y la pequeña escultura de Julio González que en su día habían desaparecido del chalet de Abel Martín. Entre ellas estaba el Hombre cactus, esta vez el verdadero. Con la ayuda de la policía belga, se supo que el lote lo había llevado a la sala de subastas un súbdito portugués. Cuando se entró en contacto con éste, primero declaró que las obras las había adquirido a un viejo matrimonio de su país. Pero al enterarse de que procedían de un crimen, declaró que se las habían vendido los dos hermanos tras cuya pista andaba la justicia española.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid resume así este hecho, que de nuevo ha de considerarse probado:

“Ambos acusados (…) conocían a la víctima por ser los hijos del médico que en su día atendió al pintor Eusebio Sempere, con el cual convivió Abel Martín hasta el fallecimiento de aquél varios años antes de los hechos de autos. Los dos acusados habían visitado a la víctima en Madrid en junio o bien julio de 1993. Ambos acusados vendieron en el año 1998 a R. F. P. varias obras de Julio González, entre las que se encontraban al menos los dos dibujos antes identificados que se hallaban en la vivienda de la víctima. Las obras fueron intervenidas en Bruselas dicho año, dispuestas para la venta en el mercado del arte”.

Sin embargo, esta nueva averiguación de nada servía. Los sospechosos seguían en Portugal, protegidos por la negativa de sus autoridades a ponerlos a disposición de la justicia española. Todo cambió con la entrada en vigor, el 1 de enero de 2004, de la llamada euroorden, u orden de detención europea, aprobada por decisión del Consejo de la UE de 13 de junio de 2002, en cuya virtud un juez de un estado miembro puede emitir órdenes que son inmediatamente ejecutivas en el ámbito de la Unión sin necesidad de seguir el procedimiento de extradición. Uno de los hermanos fue detenido en Portugal, y el otro en la frontera entre Italia y Eslovenia. Tras pasar un periodo en prisión preventiva, en 2008 comparecieron ante el tribunal para ser juzgados.

Si estamos contando esta historia, y si en ningún momento hemos consignado sus nombres (ni vamos a hacerlo) es porque la Audiencia Provincial de Madrid finalmente consideró que debía absolverlos por falta de pruebas. Por tanto no podemos mencionarlos como autores, ni aun presuntos, del asesinato, so pena de exponernos a acciones legales por calumnias o vulneración de su derecho al honor. Uno de ellos, de hecho, interpuso contra quien esto escribe una demanda reclamando una cuantiosa indemnización, por un reportaje publicado antes del juicio y en el que se recogían las imputaciones que a la sazón les hacía la justicia española (indicando en todo momento, es importante reseñarlo, que se trataba del criterio policial y del juez de instrucción español, y dejando constancia expresa de que la fiscalía portuguesa, en su día, no había considerado desvirtuada su presunción de inocencia). Y aunque esa demanda fue íntegramente desestimada tanto en la primera instancia como en la Audiencia Provincial, en sentencia ahora firme, la prudencia aconseja aclarar que este relato tan sólo pretende recapitular lo ocurrido, hasta donde está contrastado y resulta legalmente posible, incluido el fallo judicial que impone todas estas cautelas. Para que no quede ninguna duda, conste de modo taxativo que a ninguno de los dos procesados cabe acusarlo, ni se le acusa en lo que precede, de haber tenido alguna intervención en el hecho delictivo.

Así lo razona la Audiencia Provincial en su sentencia:

“El hecho base consistente en la posesión por los acusados, varios meses después de los hechos, de determinados efectos procedentes de un robo con violencia en el que se dio muerte a la víctima, con el concurso de los otros hechos base antes señalados, no permite el enlace preciso, directo e inequívoco que la jurisprudencia requiere para fundamentar una sentencia condenatoria penal, es decir, tales hechos base no determinan necesariamente la conclusión de que los dos acusados, actuando conjuntamente, dieron muerte a Abel Martín. Caben otras inferencias contrarias igualmente válidas en términos epistemológicos. Así, desde la inferencia alternativa razonable según la cual sólo uno de los acusados estuvo el día 5 de agosto de 1993 en el chalet de Aravaca, provocó la muerte de su morador y se apoderó de diversas obras de arte, hasta que fuera un tercero en connivencia con uno o ambos acusados quien cometiera el homicidio, o bien que los dos acusados accedieran después de los hechos a la posesión de alguno de los efectos sustraídos, a causa de una connivencia bien previa o bien sobrevenida, directa o a través de intermediarios, con el autor o autores del robo y del homicidio. No podemos olvidar que el hecho delictivo que las Acusaciones pretenden que se induzca a partir de los citados indicios consiste en que ambos acusados, actuando conjuntamente, dieron muerte a Abel Martín. Se trata de una inferencia abierta y respecto a la cual los indicios base de partida son insuficientes”.

Sobre este razonamiento, la sala dictó su sentencia absolutoria, luego confirmada por el Tribunal Supremo en casación. Los acusados quedaron en libertad y presentaron una reclamación para que el Estado español los indemnizase por el tiempo de privación de libertad. Los guardias, y en especial. J.P., el que llevó el peso de tan larga investigación (quince años entre el homicidio y el fallo judicial), hubieron de encajar no sólo el revés, sino las consideraciones contenidas sobre su labor en la propia sentencia, entre las que merece destacarse la siguiente:

“… el anuncio en un medio de comunicación portugués de sorpresas por parte del más concienzudo y dedicado investigador policial del caso, unido a las consideraciones críticas anteriores sobre determinados indicios que sostienen la tesis acusatoria, recuerdan a este Tribunal el denominado, en el ámbito de las ciencias sociales, «efecto Rosenthal». Los trabajos de este profesor de la Universidad de Harvard demostraron la influencia de los prejuicios del investigador en el resultado de sus experimentos, incluyendo las pruebas de laboratorio con animales. De ahí que se afirme, en tal contexto científico, que es un hecho comprobado que si un investigador tiene una hipótesis respecto a lo que espera encontrar, obtendrá resultados que concuerden con su hipótesis”.

Cada lector, llegado a este punto, tendrá sus conclusiones, que el narrador en modo alguno pretende mediatizar. De hecho, su trabajo se limita a exponer los hechos, y eso es a lo que escrupulosamente se ciñe hasta aquí. Falta consignar uno más: después de quince años de actuaciones judiciales, y cuando van a cumplirse veinte del crimen, ya sea por la torpeza policial, como apunta la sentencia, o por cualquier otro fallo del sistema español de persecución de los delitos, la muerte de Abel Martín, asesinado sin ningún género de dudas en su propia casa el 5 de agosto de 1993, sigue impune. Alguien lo hizo, alguien que no ha tenido que afrontar su responsabilidad y que verosímilmente nunca habrá de afrontarla. A aquel hombre asesinado con alevosía, y a quienes dejó para llorarlo, se les ha fallado amarga y estrepitosamente.








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