Azul de los mares del Sur









Durante unos cuantos años me obstiné en escribir con pluma estilográfica. Ya estaban aquí los ordenadores, de modo que la escritura manuscrita quedaba relegada a las anotaciones y las firmas de documentos. Me pareció que era un signo de distinción, a la par que un placer anacrónico, recurrir a ese artilugio que los británicos, con expresión tan sugerente, denominan fountain pen. Pero si se trataba de marcar la personalidad a través del útil de escritura, las cosas no podían hacerse de cualquier manera. Debía escoger adecuadamente el modelo de pluma, y tampoco podía elegir al tuntún el color de la tinta.

Para lo primero, tras una etapa Waterman y otra Parker Sonnet, y descartando otras opciones a la sazón más en boga, acabé decantándome por una Faber-Castell de plata, modelo poco difundido pero de impecable factura e incomparable fluidez. Además, era de las que llevan la capucha a rosca, lo que impedía accidentes e imponía una breve liturgia de desenroscado previa a la escritura. Mientras uno ejecutaba esa maniobra, tenía un segundo para meditar si debía firmar el papel en cuestión.

En cuanto a la tinta, es curioso que desde el principio me mantuve fiel a una elección que no he deshecho hasta la fecha. No me gustaba la tinta negra, y menos aún las de color azul marino o azul Prusia, que me parecían excesivamente vista, la primera, y un punto triste, la segunda. De modo que me incliné por la opción que Waterman, el fabricante de mi primera pluma, denominaba Bleu des mers du Sud. Un azul claro, soñador, ligeramente turquesa, que evocaba las aguas de esos mares remotos y cargados, para mí, de recuerdos de lecturas juveniles.

Nadie escribía con ese color. Cuando me veían utilizarlo, todos se asombraban y no pocos lo consideraban una extravagancia. «Es demasiado claro», era el reproche más común. Al principio trataba de hacerles ver que aquella tinta destacaba lo escrito en documentos impresos en negro. Andando el tiempo, dejé de alegarlo. Quien no quisiera entender, que no entendiera.

Me mantuve solo en aquella singularidad hasta un día de principios de los noventa que no podría ahora precisar. Recuerdo que hacía sol, pero eso en Madrid no es demasiado decisivo. Por aquel entonces tenía unos clientes escandinavos, dueños de una firma española. Habían designado un nuevo administrador en España, al que había que formalizar el nombramiento. Era un ex marino, imponente y afable, que escuchó con un aire remoto, aunque cortés, las explicaciones que le dimos en inglés acerca de los documentos que debía firmar para hacer efectiva la asunción de su nuevo cargo. Cuando hubimos terminado, asintió con un gesto de aprobación, sacó una estilográfica de la americana y nos rogó que le indicáramos dónde tenía que firmar.

Le tendí el primer documento y, cuando dibujó su firma en el papel blanco, al pie de su nombre, vi que usaba exactamente el mismo color de tinta que yo. No dije nada. Aguardé mi turno, saqué mi pluma y estampé mi firma junto a la suya. El escandinavo me miró entonces con una sonrisa. Le correspondí.

–Es la primera vez que coincido con alguien que usa el mismo color de tinta ¬–expliqué.
Bleu des mers du Sud –dijo, en francés–. ¿Por qué?
–No sé. Me recuerda a Stevenson –repuse.
–A mí me recuerda mi juventud. Me la pasé navegando por ellos. Encontré tormentas y piratas, pero no viví nada igual.

Le miré a los ojos y descubrí, con un estremecimiento, que los tenía del mismo color. Poco después cambié de trabajo y no volví a verle. Pero cada vez que firmo con pluma me acuerdo de él, de su nostalgia de mar encerrada en unas gotas de tinta.







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