Buscando a Stieg Larsson

 

        

    La cita es en el café Frapino, en Långhomsgatan, en el extremo occidental de la isla de Södermalm, una de las varias que forman la ciudad de Estocolmo. Llego puntual, incluso algo antes de la hora: falta un minuto para que den las siete. Pero ella, la mujer con la que me he citado, ya está allí y se ha agenciado un caffé latte. Casi me la tropiezo, nada más entrar. Me mira a los ojos y pregunta: “¿Silva?” Asiento y ella deja el vaso sobre la barra para estrecharme la mano. El pacto era que yo la invitaba al café, pero se me ha adelantado. Cuando se lo digo, se encoge de hombros. Me pido otro caffé latte y voy a sentarme a la mesa que ella ha elegido. Ocupo la silla que está frente a la suya.
    Antes de salir, he mirado el correo electrónico en un cibercafé de Kungholmsgatan, frente al hotel donde me alojo. Tenía un mensaje de ella. Tras confirmar la cita, me ponía una última prueba. Reproducía una frase (“No puedo acortar mi conciencia para acomodarla a la moda de hoy”) y me invitaba a adivinar quién la había dicho. Me indicaba como única pista que se trataba de una escritora que, para proteger a su compañero, se negó a hablar cuando la llamaron a testificar durante la ‘caza de brujas’ del senador McCarthy. Apenas me siento, con mi café, me observa fijamente. Antes de que me pregunte, me adelanto: “Lilian Hellman”. Al oírlo, tan sólo alza el pulgar y exclama: “Right!”
    La mujer (rubia, melena corta, cincuenta y pocos años, gafas tras las que brillan unos ojos azules y algo fatigados, aunque intensos) es Eva Gabrielsson. Durante más de treinta años convivió con Stieg Larsson, a quien había conocido siendo los dos adolescentes en Umeå, la ciudad de origen de ambos, situada 600 kilómetros al norte de Estocolmo. Eva y Stieg emigraron juntos a la capital, en busca de una vida mejor. Ella se hizo arquitecto, y en cuanto a Larsson, después de trabajar durante un largo periodo como diseñador gráfico para la agencia TT, participó en 1995 en la constitución de la Fundación Expo, surgida como reacción a los asesinatos cometidos en aquel año en Suecia por activistas neonazis. Su objetivo: identificar y desenmascarar a quienes alentaban ideas y actitudes xenófobas y fascistas. Larsson asumió el puesto de redactor jefe de la revista Expo, que daba a conocer al público el resultado de las investigaciones impulsadas por la fundación. Pronto recogió los primeros frutos de esta labor, en forma de amenazas de muerte y otras coacciones. Pero lejos de arredrarse, perseveró en la tarea. Hasta el punto de convertirse en un experto en movimientos de extrema derecha, reclamado en foros internacionales y por la policía alemana o por Scotland Yard para instruir a sus especialistas.    
    No es ésta, sin embargo, la razón por la que Eva Gabrielsson se ha resistido a mantener conmigo esta entrevista (tanto, que casi llegué a desesperar de conseguirla). La vida de Stieg Larsson ya no corre peligro. Su recelo tiene que ver con la otra actividad del combativo periodista, el ambicioso proyecto al que entregaba los pocos ratos que su trabajo para Expo le dejaba libres. Consumidor compulsivo de literatura policiaca (siempre anglosajona y en inglés: no tenía en la menor estima a los muchos y exitosos autores suecos del ramo), había concebido Millenium, una serie de novelas de intriga en las que trataba de volcar todo lo que había aprendido como aplicado lector del género, a la vez que su peculiar y vehemente forma de ver el mundo. A principios de 2004 ya había terminado las dos primeras entregas y progresaba a buen ritmo con la tercera. Fue entonces cuando un amigo suyo que trabajaba en la televisión, y que había leído los manuscritos, le convenció de iniciar gestiones para publicarlos. El amigo llamó al editor jefe de Norstedts, una de las más prestigiosas editoriales suecas, y le dijo que había descubierto algo muy bueno que debía leer. Esa misma tarde, el editor recibía dos voluminosos paquetes (cada una de aquellas novelas superaba las 600 páginas). Los puso en manos de sus expertos en novela policiaca, que en cuanto se enfrentaron al texto se quedaron estupefactos. No podía ser que un novelista primerizo hubiera escrito algo así. Y no tenían un libro, sino dos. Cuando se enteraron de que había incluso un tercero, ya muy avanzado, simplemente no daban crédito. Llamaron al autor y le hicieron una generosa oferta por el lote completo. La oferta incluía un lanzamiento a gran escala, algo nunca visto para un debutante en el género, y su presentación en la Feria de Frankfurt de ese año como una de las grandes apuestas de la editorial para 2005. En Frankfurt, aún sin estar publicado el primer libro en Suecia, Heyne adquirió por una suma considerable los derechos de la traducción alemana.
    Larsson, que siempre había tenido la convicción de que la obra que estaba escribiendo sería un éxito, empezaba a ver cómo se cumplían sus expectativas. Y el fenómeno prometía ir más allá de la literatura: el 8 de noviembre de 2004 el autor mantuvo una reunión de trabajo con los editores de Norstedts y representantes de Yellow Bird, los productores de la adaptación a la pantalla de las novelas de Henning Mankell. Habían leído sus libros y también querían llevarlos al cine.  
     Al día siguiente, el 9 de noviembre de 2004, después de subir a pie las siete plantas del edificio en cuyo ático se encuentra la redacción de la revista Expo (el ascensor estaba averiado), Stieg Larsson sufría un infarto agudo de miocardio. Aunque fue rápidamente trasladado al hospital, no se pudo hacer nada por salvarle. Nunca llegaría a ver sus novelas en las librerías, y tampoco podría apreciar las proporciones espectaculares que iba a alcanzar su éxito. La primera entrega, Los hombres que no amaban a las mujeres, apareció en el verano de 2005 y en seguida se convirtió en superventas. Con la segunda, La muchacha que soñaba con un bidón de gasolina y una cerilla, publicada al año siguiente, se desató la fiebre. La tercera, La reina en el palacio de las corrientes de aire, ya fue el delirio. Antes de que apareciera su edición en papel, el audiolibro, lanzado como adelanto, había vendido 50.000 ejemplares. Durante semanas y semanas las tres novelas de la serie coparon los tres primeros puestos de las listas de los más vendidos, y no sólo en Suecia, sino también en Noruega y Dinamarca. A comienzos de 2008, la obra de Larsson llevaba vendidos cerca de tres millones de ejemplares en Suecia, un país que apenas cuenta con nueve millones de habitantes. Más un millón en Francia, cientos de miles en Alemania, desembarcando en Gran Bretaña y a punto de dar el salto a Estados Unidos… Pero, a todo esto, estábamos con Eva Gabrielsson.
    Ya he dicho que inicialmente se resistía a hablar conmigo. Por eso, después de resolver su adivinanza, lo primero que hago es darle las gracias por haber cambiado de opinión. Vuelve a encogerse de hombros y sus ojos brillan con cierta malicia bajo la suave luz vespertina que entra a través de los ventanales del café Frapino. Las condiciones de nuestro encuentro son estrictas. No llevo grabadora. Ni bolígrafo, ni bloc de notas. Ni siquiera puedo considerarlo como una entrevista propiamente dicha. Me ha costado unos cuantos e-mails llegar a estos pobres términos, después de cosechar una y otra vez su negativa tajante. Eva Gabrielsson no quiere hablar con nadie que tenga algo que ver con los editores de las novelas de Stieg Larsson, y yo soy un escritor que ha publicado varios libros en la editorial que va a lanzar la saga Millenium en España. Ella dice que no piensa servir a ninguna campaña de márketing del producto en que los editores han convertido la obra del hombre con el que convivió durante tres décadas. Que prefiere callar lo mucho que sabe de él (de ahí la cita de Lilian Hellman) y que quienes no lo conocen y ahora detentan su legado se las apañen como puedan.
    Y es que ahí está el quid de la historia. Eva Gabrielsson y Stieg Larsson nunca se casaron. En buena medida, por precaución: todos los contratos (luz, teléfono, etcétera) estaban a nombre de ella; así, por un lado, ella era su pantalla frente a quienes lo amenazaban y, por otro, nadie la relacionaba a ella con él. Tras la súbita muerte de Larsson, que no había dejado testamento, todos los derechos sobre su obra fueron a parar a sus herederos legales: su padre y su hermano, Erland y Joakim Larsson, que siguen viviendo en su ciudad de origen, Umeå, y con los que Eva (como, según ella, el propio Stieg) no mantenía una relación demasiado fluida. Ellos han percibido todo el fruto económico del explosivo éxito editorial. Y hablamos de una suma cifrada en varios millones de euros. Eva no sólo no ha visto un céntimo, sino que tuvo que luchar por la mitad del modesto apartamento de 50 metros cuadrados que compartía con Larsson en Estocolmo, y donde ella sigue viviendo. No está muy lejos de donde nos encontramos. Este café es, precisamente, uno de los lugares a que solía acudir junto al malogrado autor.
    Poco antes de salir de Madrid, le envié a Eva un último mensaje, casi sin esperanza. Me hacía cargo de sus reparos hacia mí y renunciaba a entrevistarla, le decía, pero, si se dejaba, la invitaba a un café. Le daba mi número por si quería contactar conmigo durante mi estancia en Estocolmo. Nada más encender mi teléfono móvil, después de aterrizar en el aeropuerto de Arlanda, me entró un SMS. Era de Eva Gabrielsson: aceptaba mi café. Proponía este lugar. Y aquí estamos.
    Empezamos a hablar con mayor facilidad de la que cabía prever, sobre todo cuando aquello que nos ha reunido, Larsson y su obra, es justo el tema que ha quedado marcado como tabú. Resulta que tenemos aficiones comunes, como la de perdernos en las medinas de Marruecos, de las que constato que es buena conocedora. Poco a poco se va soltando, y al final empieza a revelarme, inevitablemente, algo de lo que se suponía que no estaba dispuesta a compartir conmigo. Pero he contraído con ella un compromiso y no pienso traicionarlo: lo que me refiere en este café acerca de su pareja y de su vida en común es para mí una confidencia, aunque haya hablado de ello para otros medios. Creo que sí puedo contar, no obstante, lo que sucede cuando llevamos cerca de dos horas de conversación. Abre su bolso y me enseña una foto. Es una foto personal, de un Larsson relajado y al sol. “Mírelo”, me dice. “Aquí lo ve usted como era. Él, Stieg, no el personaje que han hecho de él”. Es como si tratara de demostrar que ese Larsson le pertenece sólo a ella. Y al verla así, sosteniendo el retrato, cuesta ponerlo en duda.
Incluso terminamos hablando de los libros. Le cuento lo que me ha impresionado de ellos, como lector y escritor. En primer lugar y por encima de todo, los dos personajes principales: ella, Lisbeth Salander, es tal vez la más potente y original investigadora que ha dado el género negro en los últimos años; y él, Mikael Blomkvist, un periodista idealista y desventurado que para muchos resulta débil al lado de la chica, es a mi juicio quien le ofrece a ella la posibilidad de desarrollar todo su potencial. Salander (veintipocos años, apenas metro y medio de estatura y cuarenta kilos de peso) es una hacker consumada y sin escrúpulos; dotada de memoria fotográfica y una inteligencia fuera lo común, tiene como principal habilidad la de colarse en los ordenadores ajenos para saquear la intimidad de sus propietarios. Sociópata con rasgos psicopáticos, según los psiquiatras, está legalmente incapacitada y sometida a la vigilancia de un tutor que resulta ser un pervertido y al que ha conseguido neutralizar mediante el chantaje. Tiene un sentido de la justicia particular y expeditivo: nunca recurre a la ley ni a las autoridades, y tiene buenas razones para ello. Blomkvist es muy diferente: un cuarentón de vida destartalada, padre divorciado e incompetente (según su propia confesión), mujeriego al que las mujeres (incluida Salander) utilizan una y otra vez y quijotesco fisgón y denunciador de toda clase de corrupciones. Esta última faceta le lleva a enfrentarse con los poderosos e incluso a caer en alguna trampa: en la primera novela, acaban de condenarlo a tres meses de prisión por haber publicado un reportaje para el que sus enemigos le pasaron información falsa. Muchos piensan que Blomkvist es el alter ego de Larsson, pero me inclino a pensar que el autor está repartido entre sus dos protagonistas. El periodista es un reflejo de su experiencia vital; la indomable y radical Lisbeth Salander, la encarnación de algunas de sus pulsiones más furibundas.
    Eva Gabrielsson me dice algo que me reafirma en esta apreciación. La gente, observa, está leyendo las novelas de Larsson como artefactos de entretenimiento. Desde luego, se prestan a ello, porque están perfectamente construidas en cuanto al planteamiento y la dosificación de la intriga y por lo que se refiere al despliegue de la narración, que mantiene varias líneas de acción paralelas sin que decaiga el interés del lector ni se pierda en ningún momento el hilo (este buen oficio es, sin duda, una baza importante de su éxito). Pero, explica Eva, no son libros escritos para complacer, sino que están hechos desde la rabia, con el afán de cambiar la realidad y erradicar todo aquello que al autor le repugnaba profundamente. En especial, las conductas inmorales realizadas al amparo del poder (sea éste de la índole que sea) y la violencia y el abuso sobre las mujeres, dos fenómenos que proliferan de forma vergonzante bajo la admirable fachada que ofrece al mundo la sociedad sueca. Esta realidad oculta, expuesta de forma muy poco complaciente, es la sustancia de la que se nutren los casos que investigan Blomkvist y Salander, dos personajes heterogéneos a quienes el azar reúne en la primera entrega, Los hombres que no amaban a las mujeres, para indagar la misteriosa desaparición de una muchacha acaecida en el seno de una familia de magnates industriales treinta años atrás.
Hay en Millenium multitud de historias escabrosas, sexo en todas sus variantes (incluidas las más infames), dosis de sadismo y también de masoquismo (a veces, Blomkvist parece algo propenso a esto último). No cabe descartar que el autor calculara que eso vendería, y sin duda este material le ha granjeado no pocos lectores, pero el descenso a tales infiernos está impregnado de un férreo sentido moral, moralizante incluso. Aunque tenga como paradójica portavoz a Lisbeth Salander: una especie de Terminator que no cree en la inocencia y que entiende que el mejor modo de proteger a las víctimas y lidiar con los culpables es el recurso ilimitado al allanamiento, la extorsión y la venganza. 
    Eva sonríe cuando aludo a las especulaciones que se han hecho por ahí sobre si hay alguien real que inspirase el personaje de Lisbeth. Hay quien dice que su modelo es una fotógrafa, colaboradora de Expo; otros, que la criatura de ficción le debe algo a la sobrina del autor, con la que éste, según refiere su padre, chateaba con cierta frecuencia. Lo que está fuera de duda es que Larsson consigue conectar de forma sobresaliente con la sensibilidad de una generación muy posterior a la suya, hasta el punto de hacer de Salander una especie de icono generacional, una contundente heroína postfeminista del siglo XXI.
    La luz va cayendo, con la lentitud propia de mayo en estas latitudes. Al final, Eva Gabrielsson me ha concedido casi tres horas de su tiempo. No debo robarle más. Salimos del café y antes de despedirnos vuelvo a agradecerle su deferencia. Le deseo suerte en su empeño por ver reconocido de algún modo su papel en la vida y la obra de Larsson. Me dice que por fortuna en su horizonte hay algo más que este asunto. Supongo que es sincera, pero no puedo evitar pensar que este asunto va a condicionar, lo quiera o no, el resto de su existencia.
  Durante mi estancia en Estocolmo, tengo ocasión de hablar con otras personas. Uno de los compañeros de Larsson en la revista, Daniel Poohl, me ayuda a completar el retrato de un hombre entregado a sus ideas y a su trabajo. Según él, se cuidaba muy poco y se alimentaba mal (como Blomkvist), y tenía una gran capacidad de sintonizar y tratar de igual a igual con los jóvenes. Poohl apenas pasa de los 25.
    Su editora y su agente en Norstedts, Eva Gedin y Magdalena Hedlund, se deshacen en elogios hacia el autor. Destacan de él, además de su brillantez literaria, sus conocimientos casi enciclopédicos y pasmosamente fidedignos: me cuentan que en revistas de informática se han analizado los trucos de Salander y en revistas médicas los aspectos clínicos que se describen en las novelas, concluyendo en ambos casos que estaban perfectamente documentados. En cuanto al litigio planteado acerca de los derechos, alegan que es un asunto de familia, y que Norstedts ha tratado, como debía, con quienes resultan ser hoy por hoy los herederos legales, tras intentar en un primer momento favorecer el entendimiento entre ellos y Eva Gabrielsson. Se muestran muy dolidas con ella por sus acusaciones de manipulación de las novelas, que rechazan, y aseveran que en el trabajo de edición han respetado siempre la voluntad del autor, así como al vender los derechos cinematográficos, algo en lo que les consta, dicen, que Larsson estaba de acuerdo.   
    Y hablo en fin con el padre, Erland Larsson, que me atiende amablemente por teléfono. Evoca al Stieg niño (“algo salvaje, pero siempre cariñoso y nunca mezquino”) y recuerda cómo empezó a escribir con la máquina que su madre y él le regalaron cuando tenía doce años y que aporreaba febrilmente todas las noches impidiéndoles dormir. Afirma que tenía una buena relación con su hijo, que éste le enviaba sus manuscritos y que era él quien lo llevaba siempre a la cabaña, no lejos de Umeå, donde el escritor, en cuanto tenía unos días, se encerraba para trabajar en sus novelas. Del litigio con Eva Gabrielsson culpa a ésta: ellos se han limitado a ejercitar los derechos que según la ley les corresponden, y si no han llegado a un arreglo con ella es porque se trata de una mujer de carácter muy difícil, que no admite ninguna solución que no pase por ser ella quien lleve la voz cantante en todo, y porque pretendía dirigir la edición de las novelas sin estar en condiciones para hacerlo. “Luego dejó de ponerse al teléfono y nos envió a tres abogados; entonces tuvimos que contratar nosotros a uno”, se justifica.
Éstas son, someramente expuestas, las posturas de todos los implicados en el affaire extraliterario, al que ha venido a sumarse recientemente la aparición de un testamento que Larsson habría redactado treinta años atrás, antes de partir para un viaje a Etiopía, y en el que legaba sus entonces escasos bienes a la sección de la Liga de Trabajadores Comunistas de Umeå. Un documento que los herederos rechazan por no haberse formalizado ante testigos, pero que añade morbo y confusión a una historia ya de por sí incómoda y desasosegante.
    Mi última tarde en Estocolmo me doy un largo paseo por Södermalm. Es un barrio apacible, con unas bellas vistas sobre la ciudad vieja. Son espléndidas desde Bellmansgatan, la calle donde está el apartamento de Mikael Blomkvist. A poco más de diez minutos de allí arranca Lundagatan, la silenciosa calle residencial donde tiene su guarida Lisbeth Salander. Y a otros cinco minutos de caminata vivía el propio escritor. Termino sentándome en un banco de Pålsunds Parken, el parquecillo próximo a su casa donde los domingos de primavera y de verano, según recuerda Eva Gabrielsson, iba con Larsson a tomar café y leer los periódicos. Allí sentado, pienso en el hombre que ya no está, y que sin embargo sigue hablando al mundo desde las páginas de sus novelas. Un hombre que vivió pobre durante toda su vida, y que soñó una historia en la que puso toda su fe y se dejó literalmente el corazón. Su legado no son esos millones de euros en litigio. Está ahí, en las zozobras de Mikael Blomkvist y en la rabia de Lisbeth Salander. Vivo. 

 



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