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Toda
narración es, ante todo, un viaje en el tiempo. El narrador espera que los
demás le presten el tiempo que necesita para hilar su cuento de principio a
fin, y también, aunque esto resulte casi insolente, que quien le atiende
llegue a creer que en ese lapso no transcurre su propia vida, sino la
historia que le están contando.
Quizá porque eso, entregarle a otro tu tiempo, dejarle que suplante el tuyo
con el suyo, nos resulta tan excepcional y llamativo, tendemos a reparar
menos en el otro viaje simultáneo que se produce a través de la narración:
el que nos lleva al espacio imaginario (ya sea fruto de la fantasía o de la
recreación más o menos fiel de un espacio real) en que el narrador sitúa los
avatares de su relato.
Pero este viaje es siempre ineludible. Salvo alguna rara excepción, que aun
podríamos discutir, todas las historias suceden en alguna parte. Muchas
tienen, incluso, como esencia, el recorrido por el espacio (todas las de
viajes, en sus múltiples formas: itinerante o viajera es la Odisea, como el
Quijote, y como otras muchas de las grandes obras de la literatura
universal). Y los espacios literarios (pocas cosas puedo asegurar, pero ésta
la aseguro) jamás se improvisan. Uno inventa o reconstruye el territorio de
sus narraciones, dependiendo de su filiación más o menos realista, pero
nunca lo hace de forma casual. Lo mismo si se toma el cuidado de describirlo
minuciosamente al lector como si se limita a darle indicaciones sucintas.
También puede afirmarse que todo escritor, incluso el más fantástico,
refleja en sus territorios literarios la huella de los territorios vitales
de los que como persona ha tenido experiencia. El ejemplo más significativo
y asombroso que conozco es el de Franz Kafka. Cuando lo leía de joven, me
parecía que era un tipo con una imaginación sobreabundante y en cierto
sentido caprichosa. Cuando vi por primera vez Praga, descubrí que era un
escritor naturalista. Se había limitado a describir su ciudad, su barrio. Lo
que ocurría era que había tenido la suerte (?) de nacer y vivir en una
ciudad casi irreal.
La conciencia que uno tiene del territorio se forja, casi irremediablemente,
en torno a la dicotomía propio/extraño. Nacemos y vivimos en un sitio, o en
varios, a los que asimilamos una sensación de familiaridad superior a la de
otros y a los que, queramos o no, terminamos por encomendar una parte de la
definición de nuestra identidad (esa parte es mayor o menor dependiendo del
carácter de cada uno, y puede llegar a ser patológica, como bien sabemos,
cuando el hecho de la pertenencia o no a un determinado territorio se toma
como herramienta de exclusión y presupuesto de rechazo violento). Pero a la
vez todos tenemos conocimiento de otros territorios, en los que somos
extranjeros, y que nos proporcionan sensaciones de semejante intensidad
aunque de diferente cariz.
Es intenso sentir que uno pertenece a un lugar. Es intenso sentir que un
lugar es extraño.Y la intensidad tiene su importancia. Sólo con ella se
puede, y seguramente se debe, hacer literatura.
La literatura es el dominio de la memoria, por un lado, y del descubrimiento
y la aventura, por otro. Al primero corresponde la evocación de la tierra
propia, en la distancia o la proximidad. Al segundo, el afán de indagar la
tierra extraña. Con esas dos vocaciones, y con los sentimientos que
suscitan, se han alumbrado muchas páginas y se han contado muchas
historias.Todas, diría.
En mi experiencia literaria coexisten ambos impulsos. He escrito sobre y en
mi tierra propia: Madrid, donde nací, y Getafe, donde vivo. Varias novelas
he situado en cada una de ellas de forma esencial, haciendo del paisaje,
incluso, una pieza constitutiva de la intención de la historia. Pero también
he escrito una y otra vez sobre y en tierras extrañas: Nueva York, el Rif,
Escocia, Polonia, Rusia...
Desde esa experiencia puedo constatar que las tierras extrañas, cuando las
cuentas (quizá porque contar es en cierto modo recordar) las adoptas, y
dejan de ser algo ajeno. Contar el mundo es apropiárselo.Y creo que
dejárselo contar tiene el mismo resultado.
Viajar y relatarlo, o que otros nos relaten sus trayectos, nos ayuda, en
fin, a sentirnos como lo que en el fondo somos. Habitantes de un espacio
común que es la casa de todos. Una casa extraña en todos sus rincones, hasta
los más familiares (porque al final todo está lleno de dioses, como dijera
Tales de Mileto), y propia también en todos, incluso los más lejanos y
dispares del que nos vio nacer.
Los textos que reúne este libro son el fruto de años de viajar y escribir.
Algunos son inéditos, o vieron antes la luz en alguna publicación de
circulación restringida. Otros pudieron leerse en medios de más difusión
(los suplementos Siete Leguas y Magazine, del diario El Mundo, merced a la
hospitalidad de Fernando Baeta, Miguel Ángel Mellado y Agustín Pery, o El
Semanal, gracias a la invitación de Mar Cohnen y Uxúa Mena). Quien los
escribió celebra verlos reunidos y agradece al editor que les haya dado la
oportunidad de llegar como libro a los lectores. Lo que hemos visto explica
lo que somos. De la suma de los pasos, unos voluntarios, otros fruto del
azar o la obligación, termina por hacerse el mapa diverso de esa patria
personal, sin bandera ni pasaporte, que cada uno lleva dentro.
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