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La guerra de África, desde las trincheras: El nombre de los
nuestros, de Lorenzo Silva
Con la publicación de la que por el momento es su último
libro, Lorenzo Silva parece consolidarse como una de las más sólidas
promesas novelísticas de su generación. A pesar de su juventud (nació en
1966), el escritor madrileño es autor de una obra ya bastante nutrida, que
comprende once novelas (tres de ellas específicamente destinadas al
público juvenil) y un libro de viajes1.
El éxito de su narrativa (El nombre de los
nuestros va por la cuarta edición, se reeditan sus primeras novelas y
se preparan adaptaciones cinematográficas de El lejano país de los
estanques y El
alquimista impaciente) se debe en primer lugar al hecho de que
Lorenzo Silva es un escritor muy bien dotado para la narración, con un
talento innegable a la hora de urdir historias y crear personajes que
interesan al lector desde la primera línea. Ahora bien, también es cierto
que al menos una parte significativa de su narrativa tiene una clara
orientación comercial (perceptible, por ejemplo, en los dos últimos
títulos citados, que en cualquier caso no dejan de ser novelas policíacas
amenas y muy bien construidas), y que además Silva ha mostrado una gran
habilidad para conectar con las inquietudes e intereses de las últimas
promociones de lectores, tal como demuestra no sólo su dedicación al
ámbito de la literatura juvenil, sino también su participación en el
desarrollo de una novela interactiva en Internet2.
Que el éxito comercial no tiene por qué estar reñido con
la calidad literaria y con propósitos tan respetables como la recuperación
de la memoria histórica y la actualización de la tradición novelística
española se demuestra con la novela que ahora nos ocupa. El nombre de
los nuestros es, en efecto, un relato bélico "inspirado en los
avatares reales vividos entre junio y julio de 1921 por los soldados
españoles" (p. 7), durante las campañas militares de Marruecos, que tan
graves repercusiones tuvieron en la vida española de los primeros treinta
años del siglo XX. Con esta novela, Silva "resucita" una tradición
literaria que tiene prestigiosos antecedentes en figuras como José Díaz
Fernández (El blocao, 1928), Ramón J. Sender (Imán, 1930), o
Arturo Barea (La forja de un rebelde, 1941-1944)3,
y nos recuerda, en unos tiempos tan poco propicios a la defensa de las
causas perdidas, el destino de unos hombres sacrificados en una empresa
colonial tan absurda como inútil.
Debemos precisar que esta actualización de la tradición
novelística sobre las campañas africanas ofrece perfiles singulares, ya
que frente a los evidentes propósitos antimilitaristas y antiimperialistas
que alientan en las tres obras citadas, la de Silva debe leerse más bien
como un homenaje sincero y emotivo, pero a la vez nada proclive a las
tentaciones demagógicas, hacia los soldados que participaron en la guerra
de Marruecos. El propio autor hace explícita esta intención al final del
capítulo 19, significativamente titulado "El nombre de los nuestros": el
sargento Molina, protagonista del relato, pide a uno de sus hombres,
superviviente de la aniquilación de la posición avanzada de Sidi Dris, que
haga el esfuerzo de recordar ante sus compatriotas a los caídos en la
campaña de África; la invocación de Molina es, no hace falta insistir
mucho en ello, la misma que el escritor dirige a su público. Debemos tener
en cuenta, además (el autor lo menciona en el prólogo y lo ha destacado en
varias entrevistas), que el sargento Molina, protagonista de la novela, es
un personaje construido a partir de la figura real del abuelo del
escritor, Lorenzo Silva Molina, quien luchó en la campaña africana como
sargento de infantería.
Quizás no sea ocioso hacer algunas reflexiones en torno a
la intención que ha presidido la escritura de esta novela, la cual no me
parece, mutatis mutandis, muy diferente a la que subyace a un
documental como Extranjeros de sí mismos, de José Luis
López-Linares y Javier Rioyo. Novela y documental proponen un modelo de
recuperación de nuestra memoria histórica reciente que, sin abandonar
completamente el terreno de la interpretación ideológica, prefiere
destacar el testimonio de unas peripecias vitales extraordinarias,
palmariamente ignoradas por las nuevas generaciones de lectores y
espectadores. No es un enfoque carente de riesgos –Manuel Vázquez
Montalbán y otros significados portavoces de la izquierda clásica ya los
han señalado en varias ocasiones–, pero en cualquier caso supone un
meritorio esfuerzo de difusión de la historia reciente, sin complejos de
culpabilidad añadidos, y un intento muy laudable de ganar para la novela y
el cine español a un público más bien adormecido por los dudosos encantos
de la modernidad.
La publicación de la novela de Lorenzo Silva no le viene
nada mal a una sociedad como la española, cuyas jóvenes generaciones ya no
tienen ante sí el horizonte del servicio militar para recordarles qué
significaron, tanto desde la dimensión pública como desde la experiencia
individual, aquellas campañas militares, nutridas por soldados de
reemplazo con escaso o nulo fervor por la causa que habían sido obligados
a defender. En estos tiempos en que el enfoque mediático parece restringir
las señas características de lo militar al "espectáculo" de las
intervenciones humanitarias (la participación de las fuerzas
multinacionales, incluidas las españolas, en Bosnia y Kosovo es un ejemplo
clarísimo) y en los que la principal consideración de las autoridades
político-militares es la limitación a cualquier coste de las bajas propias
(recordemos lo que ocurrió durante la Guerra del Golfo o en la campaña
aérea sobre la Yugoslavia de Milosevic), Lorenzo Silva nos recuerda el
incómodo papel que siempre le ha tocado desempeñar a la infantería y el
valor que encierra el cumplimiento del deber y el sacrificio personal,
incluso cuando éstos se llevan a cabo por causas equivocadas. Por otra
parte, no deja de tener su aspecto irónico el hecho de que, en una
sociedad obsesionada por la corrección política y el recurso al eufemismo,
aparezca una novela que retrata sin ningún pudor las sevicias sufridas por
los soldaditos españoles a manos de "los moros".
Claro que difícilmente podríamos esperar
otro
planteamiento en un texto como éste, es decir, una novela de guerra en
sentido estricto, caracterizada por la crudeza de sus episodios bélicos y
narrada desde la perspectiva exclusiva de uno de los dos bandos en
conflicto. Ello no significa que estemos ante una narración maniquea ni
menos aún xenófoba, ya que, aparte de poner en solfa continuamente la
legitimidad de la presencia española en el norte de África, el autor
contempla a los irregulares rifeños con la admiración que merecen su
coraje, su capacidad combativa, su estoicismo e incluso sus ocasionales
gestos de caballerosidad (así ocurre hacia el final de la novela, cuando
los harqueños devuelven el cadáver del coronel Morán, a quien tanto
respetaban). Por otra parte, Silva no ahorra calificativos elogiosos hacia
las tropas indígenas alistadas en el bando español (entre ellas destaca el
sargento Haddú, que sacrifica su vida en un acto de lealtad revestido de
todos los atributos del heroísmo más admirable). Ahora bien, tampoco hay
que pensar que Lorenzo Silva haya " cambiado de bando", en una de esas
acciones típicas del pensamiento políticamente correcto –en realidad,
mistificaciones de la realidad histórica– que tan frecuentes son en
nuestros días. La crueldad de los harqueños, su ensañamiento con los
prisioneros españoles, su rapacidad y cinismo aparecen nítidamente
reflejados, sin regodeos morbosos, pero al mismo tiempo sin concesiones al
relativismo cultural.
Los muchos méritos que reúne El nombre de los
nuestros no sólo se reducen a la agilidad narrativa, que ya hemos
señalado como un rasgo característico de las novelas de Lorenzo Silva.
También en la reconstrucción histórica –con las oportunas licencias, sobre
las que el autor llama la atención en la "Advertencia preliminar"– se
muestra muy eficaz, tal como demuestra el capítulo 3, donde relata la
conversación de los generales Dámaso Berenguer, Alto Comisario en
Marruecos, y Manuel Fernández Silvestre, Comandante General de Melilla, en
el cañonero Laya, a propósito de sus diferencias sobre la
conducción de la campaña africana. El episodio, en gran parte imaginario,
es en cualquier caso muy ilustrativo del desgobierno e impericia con que
las autoridades militares trataron las operaciones bélicas, y constituye
un buen ejemplo de la habilidad del autor para manejar los hechos reales y
convertirlos en materia novelística. La documentación histórica y el
conocimiento de los pormenores de la campaña africana se adivinan bajo el
discurrir de la acción, perceptibles en el rigor y verosimilitud de los
detalles (podemos ver un buen ejemplo de cómo emplea Silva los "efectos de
realidad" en el capítulo 4, en la secuencia de la construcción de la
posición fortificada de Talitit por las tropas de ingenieros), pero
siempre subordinados a su virtualidad narrativa, a su función como soporte
imprescindible de la construcción de la trama y la eficacia emotiva del
relato.
También la estructura novelística está plenamente
lograda. La narración, que comprende 19 capítulos y un epílogo, se mueve
entre tres escenarios básicos –las posiciones avanzadas de Sidi Dris,
Afrau y Talilit–, que alternan entre sí a lo largo de la novela, con
alguna desviación hacia escenarios de importancia secundaria, como el
cañonero Laya y la retaguardia melillense, en cualquier caso muy
relacionados con los anteriores. En cada uno de los tres espacios
principales se repite un esquema narrativo común, que comienza con la
descripción de la posición, continúa con la creación de un tejido de
relaciones entre los personajes que la ocupan y finaliza con el relato del
asalto y los combates subsiguientes.
Para evitar la posible dispersión en la atención del
lector y lograr su identificación con la suerte de los personajes, Silva
recurre a un expediente narrativo que no resultará desconocido para los
aficionados a los relatos bélicos (podemos recordar, a este respecto,
películas que ofrecen una gran variedad de escenarios y personajes, como
El día más largo o Un puente demasiado lejano); en efecto,
en cada una de las posiciones hay emparejamientos de personajes que
establecen intensas relaciones personales, en torno a las cuales giran la
mayor parte de los conflictos y se concentra el dramatismo de las
acciones: Andreu-cabo Rosales (Sidi Dris y Talilit), cabo Amador y
sargento Molina (Afrau), alférez Veiga y contramaestre Duarte (cañonero
Laya), sargento Molina-sargento indígena Haddú (Afrau), Andreu-cabo
Amador (Talilit), sargento Molina-cabo González (Afrau), etc. Algunos
capítulos –el 14, que narra la desbandada de Sidi Dris, y el 18, en el
cual se cuenta cómo el cabo Amador entierra los cadáveres de sus
compañeros muertos en combate– actúan como núcleos organizadores del
relato, pues en él se reagrupan (vivos o muertos) varios de los
protagonistas, dispersos hasta entonces por diferentes escenarios.
La intensidad de la narración no sólo deriva del acertado
diseño estructural, sino también del muy visible tono de tragedia que la
recorre. Esta dimensión trágica se configura a partir de un abrupto inicio
–la muerte del soldado Pulido, que él mismo anuncia como inevitable, al
comienzo del capítulo 1, suceso con el que se inaugura además uno de los
motivos temáticos recurrentes, el de la violencia seca y descarnada–, y se
refuerza a lo largo de los primeros capítulos mediante episodios que de
algún modo anuncian el desenlace: la despedida entre el alférez Veiga y el
coronel Morán (p. 52) y la marcha desde Sidi Dris a Talilit, durante la
cual el cabo Rosales le cuenta a Andreu lo terrible de las retiradas ante
los moros (pp. 54-56). El tono trágico procede también de otros elementos
fundamentales del relato, entre los cuales hay que señalar la
concentración temporal (dieciocho de los veinte capítulos se desarrollan
durante los meses de junio y julio de 1921, los cuales todavía parecen más
breves gracias al inteligente uso de la elipsis) y el carácter cerrado
(cercado, para ser más exactos) de los escenarios. En algunos de los
momentos de mayor fuerza expresiva, como los capítulos 14 y 16, la
tragedia crece hasta un verdadero paroxismo destructivo, con episodios de
heroísmo casi demente que destacan sobre un fondo apocalíptico, y en los
cuales predomina más la conciencia de lo inevitable, de un fatalismo
resignado, que la asunción racional del sentido del deber.
Los personajes de El nombre de los nuestros están,
en líneas generales, muy bien trazados. Aunque no sea ésta una novela "de
personajes" en sentido estricto, ya que la intensidad y el dinamismo de la
acción impiden una visión más profunda de la vida interior de los
protagonistas, hay que reconocerle al autor una gran capacidad para
concebir criaturas de ficción vívidas, potentes, dotadas de una poderosa
fuerza de convicción y especial verosimilitud. En este sentido, es
inevitable destacar la figura del protagonista principal, el sargento
Molina, cuyo retrato –el de un hombre íntegro y decente, valeroso pero
sensato, con autoridad indiscutible sobre sus hombres, pero también
comprensivo hacia sus flaquezas y debilidades, leal a las órdenes
recibidas y al mismo tiempo escéptico hacia la actuación militar en el
norte de África, una región cuya sequedad y ascetismo son, en cierta
medida, metáfora de su propio espíritu– resulta muy atractivo.
En la construcción de sus criaturas de ficción, Lorenzo
Silva utiliza diversos procedimientos, que abarcan desde la omnisciencia
narrativa hasta el diálogo en estilo directo, pasando por combinaciones de
ambos y por otras perspectivas intermedias. De todos ellos me parece
especialmente lograda la técnica consistente en hacer vivir a los
personajes acciones que definen su verdadera personalidad sin innecesarios
subrayados del narrador. Un ejemplo muy significativo es el capítulo 2, en
que el sargento Molina consigue que un oficial, irritadísimo por las
trapisondas del mono Luisito, no dispare al macaco; en esta intervención
se revelan algunas cualidades del personaje: su sensatez, la autoridad que
emana de su porte, de su modo de ser y de hablar, su interés por los
hombres a su cargo, su comprensión del otro, su humanidad. Otro ejemplo de
esta técnica lo hallamos en el capítulo 7, cuando Molina elimina de un
plumazo la corruptela de los soldados que pagan a sus camaradas para
evitar salir en misión de aguada, demostrando así otro rasgo clave de su
carácter, como es su innato sentido de la justicia, su energía para
enfrentarse a los abusos. Y aunque el personaje se defina más a partir de
sus acciones que de sus palabras, pues es hombre cauto y reservado, sus
escuetas declaraciones siempre se caracterizan por su buen sentido; a este
respecto, hay dos frases que resumen perfectamente su talante, ambas en la
página 71: "no se puede abusar de quien es más débil. Quien hace eso o lo
consiente, ensucia el mundo"; "las perras corrompen, pero la miseria
corrompe más. Ésa es la mala ley de la vida".
No hay duda de que el sargento Molina es un magnífico
personaje. Acaso el único reproche que se puede hacer al autor con
respecto a su protagonista es que resulta tal vez demasiado entero,
demasiado "bueno", para un escenario tan desdichado y negativo como el que
en la novela se describe. Su honradez e integridad, sus reticencias ante
la oficialidad (en las que subyace un evidente conflicto de clase que
también alienta en otros personajes de la novela, como el anarquista
Andreu o el ugetista Amador)4,
incluso su capacidad de ver más allá de las circunstancias estrictamente
militares para cuestionar la política colonialista en el norte de África
(por cierto, no es el único suboficial que comparte este planteamiento,
como pone de relieve la conversación entre el contramaestre Duarte y el
alférez Veiga en el capítulo 3), dibujan el perfil de un personaje que,
sin abandonar del todo ciertas características del clásico héroe épico
–véase, por ejemplo, su valerosa actuación, de un heroísmo inaudito, en
los capítulos 13 y 15, que narran el asalto y la retirada de Afrau–, tiene
además muchos puntos de contacto con el modelo del héroe "a su pesar",
característico de muchas novelas bélicas5.
Al comienzo de esta reseña hacíamos algunas
consideraciones sobre el sentido de la novela y sobre su condición
ideológica. Querría aclarar ahora que, en mi opinión, y a pesar de que el
autor no oculta en ningún momento la crítica hacia el estamento castrense,
no creo que debamos considerar El nombre de los nuestros como una
novela antimilitarista. Es cierto que entre los mandos militares que
aparecen en ella abundan las conductas de criminal incompetencia –la
infravaloración de la capacidad combativa del enemigo, la asunción de
riesgos tácticos y estratégicos innecesarios, la descoordinación, el
desprecio por las vidas de los reclutas, que más bien semejan corderos
destinados al sacrificio, tal como pone de relieve el ya mencionado
episodio inicial del soldado Pulido– y también las muestras de un
comportamiento despreciable: generales arrogantes como Fernández
Silvestre, oficiales señoritos y chulescos, investidos de un prejuicio de
superioridad no sólo respecto a "los moros", sino a sus propias tropas,
cabos y suboficiales embrutecidos por el alcohol, el desarraigo y la
corrupción.
Pero frente a ellos, también contemplamos a militares
dignos, como el coronel Morán (que parece estar basado en un oficial real
caído en el desastre, el coronel Morales), el alférez Veiga y, sobre todo,
el sargento Molina, en el que se ejemplifican virtudes militares que
indudablemente el autor admira: el sentido del deber, la lealtad, la
camaradería, el estoicismo. Y aunque el heroísmo irracional,
característico de los hechos de guerra, está contemplado a través de un
prisma de escepticismo crítico, el escritor no llega a condenarlo del
todo: incluso algunos oficiales que destacan por sus baladronadas y su
altivez alcanzan en el momento del combate cierta dignidad inesperada, que
procede de un coraje primitivo, enloquecido, y de una voluntad de
sacrificio que no por absurda resulta menos impresionante; así ocurre por
ejemplo en el capítulo 10, que narra el asalto a Talilit, cuando el
teniente artillero, protegiendo el repliegue de sus soldados, se enfrenta
con valentía suicida a la embestida de la harka. Silva llega incluso a
proponer una interpretación del desastre bélico en términos de experiencia
iniciática, de acontecimiento íntimo, capaz de transformar el carácter de
los supervivientes –véanse las reflexiones que realiza el alférez Veiga a
propósito de la aniquilación de los soldados españoles, en la página 157–,
que aunque pueda ser discutible desde perspectivas ideológicas tiene sin
embargo una indiscutible carga emotiva.
Una novela de guerra como la que ha escrito Silva no
podía prescindir de la descripción realista de las condiciones de la vida
en las posiciones de vanguardia. Es un realismo que no ahorra al lector
detalle crudos y hasta brutales, imprescindibles en la tradición de los
relatos bélicos, y en el que destaca singularmente la habilidad narrativa
del autor. Las escenas de combate son rápidas, rotundas, contundentes,
llenas de terribles sucesos de una fuerza e intensidad dignas de elogio.
Se podrían multiplicar los ejemplos, pero yo seleccionaría los asaltos a
las posiciones de Talitit, Afrau y Sidi Dris (capítulos 10, 14 y 16
respectivamente), absolutamente magníficos, con su combinación de
episodios de escalofriante violencia –heridos rematados por sus propios
compañeros, soldados torturados por la sed, hombres que, al borde de
perder la razón, reservan su última bala para no caer prisioneros,
hospitales de campaña donde se amontonan los heridos en condiciones
infernales, prisioneros horriblemente atormentados por los harqueños– y
diálogos descarnados, implacables, de una expresividad que no sólo procede
de la tensión del momento, sino de su laconismo y absoluta falta de
retórica.
Lorenzo Silva hace uso de un castellano rotundo, que no
retrocede ante los tacos, las blasfemias o las rudas expresiones del argot
cuartelero. Sin embargo, también demuestra su capacidad para el interludio
lírico, generalmente asociado a la evocación del paisaje norteafricano.
Así ocurre, por ejemplo, en las páginas 74-75, en las que el sargento
Molina recuerda ante el cabo Amador la ciudad montañosa de Xauen, tan
semejante a los pueblos blancos andaluces, con su insólita judería y su
aire misterioso y embriagador. También el alférez Veiga, a bordo del
cañonero Laya, percibe la inevitable seducción del paisaje
africano:
"El contraste de luces y sombras, silencios y
estruendos, tenía para Veiga una caprichosa armonía. Durante el día, la
calima y el polvo lo difuminaban todo, pero al anochecer se producía una
transformación súbita y cautivadora. La mar, el aire, la costa misma,
todo tenía un fulgor extraño. Hasta los hombres que allí estaban
intentando matar y no morir debían sentirse sobrecogidos por la inaudita
belleza de que se revestía el paisaje africano mientras huía la luz y se
les venía encima la noche llena de incertidumbres" (p.
161).
Esta novela de trincheras, dolor y sufrimientos apenas
imaginables también reserva un espacio para otras emociones que las
derivadas de las acciones militares. En unos casos es el humor, teñido de
notas grotescas y hasta esperpénticas, como ocurre con las aventuras del
mono Luisito en la posición de Afrau (capítulos 2 y 8). En otros es el
deseo sexual, que alcanza un nivel de intensa tensión en el relato que
hace el cabo Rosales a Andreu de su encuentro con una mujer rifeña en el
recinto de un morabito (pp. 92-94, capítulo 6). Tampoco faltan los
momentos más reposados, en los que se expresa la rutina de la vida en las
trincheras y se da cauce a la revelación de la intimidad de los soldados
(véase el capítulo 5, significativamente titulado "Añoranzas nocturnas"),
o los retratos casi costumbristas, como el de los asfixiantes blocaos, con
sus interminables partidas de naipes y sus penosas condiciones higiénicas
(capítulo 6). Y me parece muy revelador que la novela, que como ya hemos
dicho se caracteriza por una violencia creciente hasta el paroxismo,
termine sin embargo con un reposado epílogo (situado seis años después del
desastre, tras el desembarco de Alhucemas), que proyecta un hermoso tono
melancólico sobre el ánimo del lector. En este capítulo final, la mirada
del narrador pasa ágilmente desde el acorazado donde presta servicio el ya
oficial de marina Veiga hasta la recién creada ciudad en la que el
sargento Molina asiste en posición de firmes a la revista real de las
tropas españolas, finalmente vencedoras. Las emociones de ambos,
distantes, escépticas, proporcionan un adecuado contrapunto melancólico,
un adagio tan emocionante como desengañado, al agotador frenesí de los
combates. Los dos soldados comprenden cómo su heroísmo ha sido manipulado
y ha sido transformado en un acto inútil, pero se dan cuenta también de
que nunca podrán olvidar lo que han vivido. Y así su recuerdo pasa a
formar parte de nosotros, los lectores, para quienes Veiga, Molina,
Amador, Andreu o Haddú llevan ya, desde el mismo momento en que cerramos
la cubierta de esta emocionante novela, "el nombre de los nuestros".
Notas
1.
Noviembre sin violetas,
Madrid, Ediciones Libertarias, 1995, reeditado en Destino (Col. "Destino
Libro"); La sustancia interior, Madrid, Huerga y Fierro, 1996,
reeditado en Destino (Col. "Áncora y Delfín"), 1999; La flaqueza del
bolchevique, Barcelona, Destino (Col. "Áncora y Delfín", 779), 1997,
reeditado en Booklet, 1998 y en "Destino Libro", 2000; El lejano país
de los estanques, Barcelona, Destino (Col. "Áncora y Delfín", 812),
1998 [premio "El Ojo Crítico" de narrativa]; El ángel oculto,
Barcelona, Destino (Col. "Áncora y Delfín", 844), 1999; El
urinario, Valencia, Pre-Textos (Col. "Narrativa", 10), 1999; El
alquimista impaciente, Barcelona, Destino (Col. "Áncora y Delfín",
890), 2000, reeditado por Planeta y Círculo de Lectores (2000); El
nombre de los nuestros, Barcelona, Destino (Col. "Áncora y Delfín",
919), 2001; El cazador del desierto, Madrid, Anaya (Col. "Espacio
Abierto"), 1998 [novela juvenil]; Algún día, cuando pueda llevarte a
Varsovia, Madrid, Anaya (Col. "Espacio Abierto"), 1998 [novela
juvenil]; La lluvia de París, Madrid, Anaya (Col. "Espacio
Abierto"), 2000 [novela juvenil]; Viajes escritos y escritos
viajeros, Madrid, Anaya (Col. "Punto de referencia"), 2000) [libro de
viajes]. «
2.
La isla del fin de la suerte, que
así se titula la novela interactiva, se aloja en la web del Círculo de
Lectores. Esta no es la única relación del novelista con Internet, pues
también ha elaborado una web donde ofrece información de gran interés:
noticias biográficas, extractos de las críticas recibidas por sus novelas
y una completa bibliografía, textos inéditos muy representativos de sus
inquietudes y aficiones; todo ello, en http://www.lorenzo-silva.com/. «
3.
La novela de Lorenzo Silva se ha
publicado apenas un año después que Una guerra africana, Madrid,
Ediciones SM (Col "Gran Angular", 195), 2000, de Ignacio Martínez de
Pisón, novela juvenil cuya acción transcurre con posterioridad a los
sucesos del desastre de Annual. Aunque inferior en calidad a El nombre
de los nuestros y muy diferente en su planteamiento argumental (pues,
a pesar de lo que sugiere el título, su centro de gravedad no es tanto la
campaña militar cuanto el relato de una poco creíble peripecia sentimental
que se desarrolla sobre el fondo de la contienda africana), la novela de
Martínez de Pisón comparte con la de Silva unos cuantos rasgos comunes: no
sólo las inevitables referencias al marco histórico, sino también la
focalización del relato en torno a un suboficial de baja extracción social
(el sargento Medrano, escéptico ante la guerra y al mismo tiempo entregado
a su deber), que tiene numerosos puntos de contacto con el sargento Molina
de El nombre de los nuestros. La novela de Silva guarda también
algunas conexiones con la famosísima Morirás en Chafarinas, de
Fernando Lalana, no sólo por su ambientación norteafricana y por algunos
detalles de los protagonistas (soldados de reemplazo), sino también por la
insistencia en las notas de escepticismo y desarraigo que en ambas novelas
aparecen.
«
4.
A este respecto resulta muy
ilustrativo el capítulo 5, donde el cabo Amador y el sargento Molina
charlan sobre el sentido de la guerra y su propia intervención en ella.
Molina revela en esta conversación uno de los rasgos fundamentales de su
personalidad: el sentido del deber, el compromiso nacido de un
convencimiento personal que se impone por sobre las comodidades y los
intereses mezquinos, hasta el punto de que Amador, el sindicalista de la
UGT opuesto a la guerra y a sus enemigos de clase, acaba comprendiendo las
intenciones y motivos de su superior, que en principio le parecían
inaceptables. «
5.
Estas características no son
insólitas en los personajes de Lorenzo Silva. De hecho, buena parte de
ellas pueden advertirse en el sargento Rubén Bevilacqua, protagonista de
El lejano país de los estanques y El
alquimista impaciente. Y aunque el sargento Molina haya sido
forjado a partir del recuerdo de un hombre de carne y hueso, no es menos
cierto que sus rasgos distintivos –el sentido del deber, la rectitud, la
solidaridad con los hombres bajo su mando, el distanciamiento frente a la
oficialidad– se insertan en la tradición de los relatos bélicos
contemporáneos. Cómo no pensar, por ejemplo, en el personaje del sargento
primero Milton Warden de la espléndida novela de James Jones De aquí a
la eternidad (1951) luego llevada al cine por Fred Zinnemann (1953).
«
Copyright, Eduardo-Martín Larequi García, 2001. |
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