Servicio de clientes

 

        

    Nunca debió haberse dejado tentar por aquella oferta. Su difunta madre, que en gloria estuviera, se lo decía una y otra vez: lo barato acaba saliendo caro. Y lo peor de todo era que en los demás ámbitos de la vida se jactaba de no reparar en gastos, para eso tenía un trabajo bien remunerado y ningún escrúpulo a la hora de emplear el dinero en aquello que le apetecía.
    Por qué demonios, se maldecía ahora, había picado y había atendido el reclamo del anuncio que le ofrecía banda ancha de Internet (más las llamadas locales y ya ni recordaba qué otros beneficios) por la mitad de lo que le venía costando la conexión. Una suma para él irrisoria, que habría podido seguir satisfaciendo mes a mes sin despeinarse. Por ahorrarse un mísero puñado de euros, por el prurito estúpido de no sentirse un pringado que pagaba por algo el doble que otros, ahora se veía como se veía. No sólo no le funcionaba la conexión, ni ancha ni estrecha, sino que ni siquiera podía hacer llamadas telefónicas. Tras diez costosas y exasperantes conversaciones a través del móvil con otros tantos operadores de diversos acentos, tres números de reclamación anotados, e incluso un número de reclamación sobre las reclamaciones, el problema ni siquiera tenía visos de solución. Tres días sin teléfono y sin Internet, viéndose obligado a meterse en cibercafés para atender su correo electrónico, le habían ido acercando al límite de su poca paciencia. Siempre tenía la desagradable sensación de que el ocupante del puesto contiguo leía de reojo los mensajes que recibía o que mandaba, y eso era algo que en su oficio no se podía permitir. A los adolescentes junto a los que se sentaba no les importaría que cualquiera fisgara en sus banales comunicaciones (no había más que ver cómo contaban sus intimidades a voces por el móvil), pero él era un profesional riguroso que manejaba información confidencial, y le ponía fuera de sí tener que consultarla en público.    
    Había decidido darles una última oportunidad. Esta vez, se dijo, hablaría con un responsable, y le exigiría que le atendiera como es debido. Si no, se ocuparía de hacérselo lamentar. Inició por undécima vez el penoso trayecto que ya había recorrido en todas las demás llamadas: dar sus datos personales completos, volver a explicar el problema, recitar los números de reclamación que hasta allí le habían asignado, etcétera. Su insistencia y el tono imperioso de su voz acabaron obrando el milagro: al otro lado apareció un interlocutor sin acento, que parecía poder hacer algo más que atenerse al argumentario estándar con que hasta ese momento le habían venido despachando. Le trasladó su queja por el pésimo funcionamiento del servicio, lo amenazó con acciones legales por los perjuicios que se le estaban ocasionando y exigió una respuesta inmediata. Al otro lado de la línea se hizo un silencio y finalmente se le dio una explicación:
   –La red de su zona no soporta la demanda actual. Se ha solicitado la ampliación, pero es un problema del proveedor de red, que no nos da la capacidad que le pedimos. 
La pregunta le pareció tan obvia como obligada. Y la hizo:
    ­–Entonces, ¿por qué venden el servicio, si no disponen de la capacidad de prestarlo? Es una estafa, ¿no se da cuenta?
    –Lo siento, pero eso tendrá que plantearlo al servicio de clientes. Le transfiero la llamada. Presente una reclamación.
     –Ya he presentado tres. Espere, quiero hablar con…
No le dio tiempo a decir más. Sonó un clic en la línea, entró la musiquilla de la campaña publicitaria de la compañía y un par de segundos después irrumpió una voz melosa:
      –Hola, buenos días, servicio de clientes, le atiende Aleida Muñoz, ¿en qué puedo ayudarle?
Colgó. Ya no aguantaba más aquel cachondeo. Nadie se reía de él impunemente. Desde joven, siempre que alguien había intentado reírse de él, se había ocupado de hacérselo pagar. Él solo, sin pedirle ayuda a nadie. Sin demora. Sin piedad.
   Sabía cómo hacerlo, normalmente. Pero en aquella coyuntura a la que el destino había tenido la crueldad de arrojarlo, no sabía por dónde hincar el diente. Estaba descartado, desde luego, recurrir al tortuoso camino que emprendían los ciudadanos probos y pusilánimes: poner una denuncia ante las autoridades o meterse en un pleito. Él no iba a dejar que sus asuntos vegetaran durante meses o años, mezclados en un pilón de papelote con las cuitas de una legión de infelices. Él era un buscador de atajos, un amante de la inmediatez y la contundencia.
Pasó toda la tarde devanándose los sesos. No durmió esa noche. Por la mañana, se levantó, se dio una ducha rápida y sin desayunar se fue al cibercafé para buscar la dirección de la sede de la compañía telefónica. La anotó con mano frenética en un Post-it. Salió de nuevo a la calle y paró el primer taxi. Al llegar al pie del edificio, se dirigió sin vacilar hacia la entrada y se plantó con gesto desencajado ante el mostrador de recepción.
    Tenía buena memoria. En su oficio era importante. Pidió ver al hombre que le había atendido en la última llamada. Era lo más parecido a un culpable que podía identificar. O por lo menos, alguien en quien podría tener sentido dar un escarmiento. La recepcionista le preguntó quién era y de dónde. Aquí dudó por primera vez. No tenía un plan claro. Y eso también era importante, en su oficio y en la vida en general. Improvisó una mentira. La recepcionista le pidió que aguardara mientras hacía una llamada. Al cabo de veinte segundos, se acercaron por su espalda dos hombres uniformados. No reaccionó con la frialdad que por su experiencia se le suponía. Y los tipos eran fuertes.
   Otro error: llevaba encima el arma que había utilizado en sus últimos trabajos. Los periódicos titularon así la noticia: “Un sicario buscado desde hace meses por la policía, detenido cuando iba a reclamar furioso por un problema con el ADSL”.
    Leerla fue un consuelo para miles de clientes humillados.


 

 



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