El largo adiós

 

 

"La primera vez que posé los ojos sobre Terry Lennox, él estaba borracho en un Rolls Royce Silver Wraith, frente a la terraza de The Dancers… Tenía un rostro de aspecto juvenil, pero su cabello era de color blanco hueso." Son las palabras del narrador, el irónico y sentimental detective Philip Marlowe, al comienzo de esta admirable novela, acaso la más lograda de su autor y también, pese a la obcecación de esos atrabiliarios mandarines culturales que le niegan al género policial cualquier estatuto de respetabilidad literaria, uno de los libros más conmovedores y poderosos del siglo XX.

 

Uno lee esas primeras palabras y ya sabe que la relación entre Philip Marlowe y Terry Lennox no va a ser trivial. Pero, ¿quién es Terry Lennox? Una buena parte de la gracia de esta novela estriba en que nunca se termina de averiguarlo del todo. Al principio no es más que un alcohólico, casado con una casquivana millonaria que lo trata como un pelele y cuya tiranía él acepta mansamente. Pero tiene maneras distinguidas, su trato resulta agradable y establece con Marlowe, que lo recoge del suelo en medio de una de sus formidables melopeas, una sintonía inmediata. Es imposible no simpatizar con Lennox, porque hay en él algo que inspira ternura, porque parece indefenso y a la vez fuera del alcance de todos. A fuerza de ir juntos al Victor’s, un bar semivacío donde siempre beben lo mismo, gimlet, Marlowe y el borracho acaban por tomarse afecto.

 

Todo cambia cuando la mujer de Lennox aparece muerta en la casa donde solía encontrarse con sus amantes, con el rostro reducido a una pulpa sanguinolenta. Terry acude a Marlowe y le pide ayuda para huir a México. Marlowe, sin hacer preguntas, le lleva en su coche al otro lado de la frontera. Poco después, se entera de que Lennox se ha suicidado. Pero antes de matarse, su amigo tuvo tiempo de enviarle una carta, y con ella un ejemplar de un raro billete: uno que lleva un retrato de Madison y vale 5.000 dólares. En la carta, Terry le dice adiós y le pide que vaya al Victor‘s a tomarse un gimlet en su memoria. Marlowe, cómo no, cumple el encargo.

 

A partir de aquí, y esto sucede antes de completar el primer tercio del libro, Terry Lennox está ausente, y sin embargo sigue teniendo un protagonismo intenso en la historia. Por creer en su inocencia, Marlowe inicia una tortuosa investigación que le depara mil sinsabores: la policía le detiene y le golpea, un mafioso local le amenaza y el opulento padre de la difunta, que no quiere escándalos, le sugiere que más le vale abandonar sus indagaciones. Pero también conoce a una criatura de ensueño, la ausente rubia de ojos violetas Eileen Wade, ante cuya apabullante aparición el detective improvisa una teoría sobre las rubias sencillamente antológica.

 

Al paso, Chandler va trazando un vivo retrato de la sociedad californiana de su tiempo y una demoledora descalificación del american way of life, ahora felizmente exportado, con la potencia redoblada de la revolución tecnológica, a todo el planeta. Una civilización de brillantes envoltorios que principalmente contienen basura, en las palabras del magnate Harlan Potter, tan vigentes ahora como en 1953 (si no más). Hay siempre en Chandler el afán de construir una narración eficaz y realista, noble empeño que hoy le costaría el denuesto de ciertos literatos a la violeta. Allá ellos.

 

A lo largo de su investigación, Marlowe conocerá a otro Terry Lennox: su pasado oscuro y trágico, la verdadera índole de sus sentimientos y de su carácter. Pero eso queda para que lo descubran los lectores que el libro merece. Llegados a esta altura, corresponde detenerse un instante en el propio Philip Marlowe: un tipo indócil, cáustico, íntegro y leal. Acaso tiene un punto de inmadurez adolescente, pero quizá haga falta tenerlo para conservar la decencia en este mundo: para desairar al poderoso, para no venderse nunca por dinero, para honrar a todo riesgo la amistad y para atenerse a las propias reglas aunque eso le acarree a uno la persecución de la ley, la mofa de los satisfechos y los golpes de los canallas.

 

Marlowe, como Chandler, es un humorista inteligente y emotivo. Es ingenioso, pero también llega al corazón. Por eso resulta mejor que otros: porque sabe ser vulnerable y porque su escepticismo nunca es ese desasimiento estúpido al que se arrojan algunos por parecer más listos. Cuando murió su mujer, Cissy, que le sacaba casi dos décadas, el romántico Chandler escribió: "Durante treinta años, ella fue la luz de mi vida. Todas las demás cosas que hice fueron sólo la hoguera para que ella se calentase las manos".

 

En suma, un escritor y un libro de cuerpo entero: una lección sobre cómo contar una historia, una galería de personajes plenos y seductores, instantes para la risa y para la emoción y, sobre todo, una mirada moral sobre el mundo. No se puede pedir más.

 



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