Un asunto conyugal

 

 

1. Un pésimo augur.

El verano siempre me provoca sentimientos contradictorios. Pero no me refiero al verano en general, sino a esa parte de él, el mes de agosto, en que se deja sentir un cierto abandono del mundo corriente: cuando las ciudades y las oficinas están vacías, los periódicos son escuetos y apenas informan (incluso aunque alguien tenga el mal gusto de iniciar o sostener una guerra) y la gente parece abdicar, cuando no renegar, de su vida cotidiana. A mí me gusta la vida cotidiana, y me desasosiega la excepcionalidad. Lo que en cierto modo resulta una paradoja, teniendo como oficio fisgar en la vida de los demás cuando les sucede lo más excepcional de todo, que es dejar de vivirla. Pero así es, y por eso prefiero pasar la mayor parte de agosto trabajando, cosa que mi antigüedad me permitiría evitar, y que casi nadie comprende.

Aquella mañana de agosto, mientras iba en el metro invariablemente atestado (cada vez somos más los parias, y menos holgados los medios puestos a nuestro servicio), me encontré con una noticia que indicaba que había gente para la que aquel mes resultaba aún más desagradable. Según decía el periódico, la víspera una mujer había sido asesinada a hachazos en un pueblo de Toledo. Con la delicadeza habitual en estos casos, el periodista no se privaba de detallar, a todas aquellas personas a las que pudiera dolerles saberlo, que la crueldad ejercida sobre ella había sido tan brutal, y el arma empleada tan poderosa, que uno de sus brazos había quedado separado del tronco, y la cabeza, apenas unida por unas hebras de tendones, músculo y cartílago intervertebral. También contaba que el marido de la fallecida estaba detenido, como principal sospechoso del crimen. Vagamente se hacía alusión a un historial de malos tratos y amenazas; en fin, la historia tantas veces repetida que, como sucede con cuantas tragedias se exponen con cierta reiteración al sobrealimentado homo sapiens telespectator, ya no conservaba la capacidad de impresionar a nadie. Prácticamente no habría habido noticia de no haber sido por lo cruento del procedimiento exterminador, que sin duda por eso quedaba descrito con tanta minuciosidad y truculencia.

Al llegar a la unidad me tropecé con sus dos miembros más madrugadores. El taciturno alférez Gracia, que exploraba con ahínco un listado de llamadas de teléfono móvil, y mi usual compañera de fatigas, la cabo Chamorro, que estaba colocando en un expediente el resultado por ahora fallido de unos perfiles genéticos. Los habíamos pedido en relación con uno de esos muertos que suelen darnos, una muchacha que había aparecido descuartizada tres años atrás en una cuneta de una población turística de Alicante. Algún día, sostenía desafiante Chamorro, a todos los hombres nos obligarían a depositar nuestro perfil genético en un ordenador, para poder cruzarlo al instante con cualquier resto de semen encontrado en cualquier víctima o lugar de un crimen. Pero mientras la sociedad no adoptara tan juiciosa y útil providencia, nos veíamos forzados a buscar a tientas, a localizar a algún tipo que pudiera ser el propietario de la basurilla seminal y a conseguir que se le sacara el material biológico pertinente con mandato de un juez, si no acertábamos a hacerlo con astucia. Luego tocaba pedir al laboratorio que hiciera el cruce con la muestra original, procedimiento lento y costoso que la mayor parte de las veces, como había sucedido con aquellos análisis, resultaba negativo. Pero en fin, ése era nuestro negocio, y nuestra obligación, no desanimarnos aunque no se vislumbrara ninguna perspectiva.

–A tus órdenes, mi alférez –le dije a Gracia, que me respondió con un murmullo inaudible, quizá el mismo bisbiseo con que iba señalando ciertos números en el listado; y mirando a Chamorro, le anuncié, al tiempo que le tendía el periódico–: Página 19, nuevas razones para el exterminio de todos los individuos con cromosoma XY, salvo unos pocos seleccionados genéticamente y recluidos en granjas para usarlos sólo como material reproductor.

Chamorro me buscó recelosa los ojos. Su cerebro, aunque ya bien despierto, procesaba aún mi rebuscado comentario. Y lo hizo bien, como de costumbre. Sin alterar el gesto, declaró:

–Nunca he propuesto que se haga eso. Bastaría con amputaros los brazos a todos al nacer. Y a algunos, otra cosa.

–Cada día estás más intuitiva, Virginia –observé–. Léelo, porque la cosa va de amputaciones, precisamente.

Chamorro dejó lo que estaba haciendo y, muy ceremoniosamente, cogió el periódico, buscó la página que le había indicado y leyó en silencio la noticia. Conocía su velocidad de lectura, por lo que deduje que se había quedado mirando la fotografía de la víctima un rato después de haber concluido con el texto.

–Sandra Navarro –dijo–. Treinta y cuatro años. Hace sólo quince, creería en que viniera un chico bueno, fuerte y guapo a hacerla feliz. ¿En qué punto del camino se encontró con esto y se dio cuenta de que ese personaje no era de su cuento sino de otro?

–Chamorro, no seas melodramática. Ni la vida de Sandra ni la tuya ni la mía son un cuento. La vida es mugre, cosas a medias y gente que no sabe estar a la altura. Lo malo es cuando a alguien se le va la olla y decide rebasar el nivel de mugre habitual.

–Aquí lo dice –siguió Chamorro, como si no me hubiera oído–. Mira, llevaban seis años casados. ¿No se supone que es a los siete cuando se os pelan los cables y os volvéis bobos?

Me quedé un instante meditando. Chamorro conocía mi historia particular. No en detalle, porque de ciertos asuntos no hablo más de lo que me parece que es imprescindible hacerlo, pero sí lo suficiente como para que su pregunta pudiera tener segundas o terceras lecturas. Sin embargo, hace muchos años que adopté como regla creer en principio en la buena fe de la gente, aun estando siempre preparado para descubrir que cualquier ser humano que me cruzo pueda carecer, eventual o permanentemente, de ese atributo. Y de mi compañera me constaba la bondad por muchos casos y razones que no es el momento de recordar.

–No sé, Virginia, yo siempre he sido bobo y mi matrimonio duró ocho años. Supongo que soy una de esas rebabas de la estadística que sirven para compensar otras rebabas para que al final salga el promedio. Así que sólo puedo hablar de oídas. En todo caso, si éste fuera un asunto que por la razón que fuera nos cayese en suerte, que ya me imagino que no, porque el tipo habrá confesado y para eso no necesitan a dos comemierdas como nosotros, no diría yo que tu actitud es la que se espera de una buena profesional. Estás reduciéndolo todo a una caricatura. Deberías tenerle a esa muerta el respeto de contemplar la posibilidad de que su vida haya acabado prematuramente por razones complejas.

A Chamorro se le endureció un poco el semblante. Pero quizá no era contra mí, sino contra sí misma. Por haberme puesto en disposición de afearle algo que sabía que a mí podía complacerme afearle y que a ella, en cambio, le reventaba que le imputaran. Con todo y estas reyertas dialécticas matinales, Chamorro y yo, al cabo de los años de patear caminos y calles, dormir poco y tratar con homicidas, nos habíamos cogido cariño. Aquello era una especie de gimnasia, como la de esa gente que justo después de despegarse del lecho, incomprensiblemente, se pone a hacer flexiones.

–En todo caso –rompí aquel tenso silencio–, tampoco tiene mucho sentido que le demos vueltas, porque ésa nunca va a ser nuestra muerta, ya te digo. Aunque los colegas de Toledo tengan a más de la mitad de la unidad de vacaciones, que la tendrán, esta noche le están poniendo al cafre entre las manos al juez. Orden de prisión incondicional y a esperar al jurado dentro de un añito. Una valerosa abogada de oficio se fajará ante el tribunal, y la chica saldrá en la tele local unos días, para orgullo de su mami, porque sea cual sea la razón, a una madre siempre la enorgullece que su hija salga en la tele, pero no conseguirá nada más que un veredicto unánimemente condenatorio, y a otra cosa mariposa.

–¿Por qué abogada? –preguntó Chamorro, con cierto mosqueo.

–Ahora todo son abogadas. O juezas, o fiscalas. Para trabajar con leyes hay que saber leer textos largos, y la mayoría de los varones de las nuevas generaciones ya sólo sabe leer cosas cortas, como el nombre de Raúl en la parte posterior de la camiseta.

Siempre he sido un pésimo augur. Justo entonces entró el capitán y, sin pararse a darnos los buenos días, dijo:

–Vila, Chamorro. Venid a mi despacho. Os vais a Toledo.

 

2. Carpintero, no leñador.

Con el comandante Pereira de vacaciones, el capitán Rosell hacía de jefe de grupo y repartidor de juego. A él le había llegado la llamada del coronel muy de mañana, y ahora, según la prerrogativa de su rango, le estaba pasando a la tropa, o sea, nosotros, la patata ardiente y pringosa que había que comerse. No es que Rosell fuera, por cierto, el típico señorito. Más de una vez lo había tenido a mi lado en el coche, hincándose una madrugada de mierda frente a la casa de un sospechoso, y por eso me sabía cosas como que le gustaba King Crimson, que de chaval era un as cascando peonzas y que había perdido la virginidad a los quince años con una primita de moral endeble, tres años mayor que él y que respondía al desconcertante nombre de Eduvigis. Pero aquel agosto hacia de jefe de la tienda, y era su derecho y su deber seguir allí mientras nosotros cogíamos carretera y manta. Antes de despacharnos, de todas formas, nos instruyó sobre el caso, hasta donde le era posible con la información de que disponía.

–Bueno, pues parece que hay un poco de mal rollito, pese a lo que habréis pensado leyendo los periódicos –explicó–. Fue el maromo el que dio el aviso. Y cuando se presentaron los del puesto, se lo encontraron arrodillado al lado de la difunta. La había tapado con una manta y miraba el bulto con aire ausente. Parecía haber echado alguna lágrima, pero entonces no estaba llorando. Sólo la miraba. Les costó despegarle de allí, y también que empezase a hablar. Y aquí viene el principio del problema. En ningún momento se confesó culpable. Les dijo, y es lo que sostiene después de toda la noche dándole caña, que volvió del trabajo y se la encontró así. Que la tapó y marcó el 062, y que eso es todo lo que sabe. Que no tiene ni idea ni de quién lo hizo, ni cómo.

–Vaya, eso no es muy común en este tipo de crimen –opiné.

–¿Por qué crees que estamos hablando tú y yo de esto, mi perspicaz sargento Bevilacqua? –tomé nota, Rosell no solía usar mi apellido completo–. En lo que va de año, llevamos 69 mujeres asesinadas. Ésta hace la 70, y además le llega a la gente mientras está en la playa, para agriarle la paella y la sangría. Yo creo que eso contribuye a que nadie le preste mayor atención, pero los hombres sabios de arriba piensan de otra manera y no les hace mucha gracia que encima de tener otra mujer muerta, lo que ya nos desacredita y denota que no somos capaces de cuidar a la ciudadanía, tampoco podamos llevarle al juez al tipo bien jodido y casi sentenciado, como procede en estas historias. Porque hay otro detalle antipático. No tenemos el arma homicida. Por el aspecto de los tajos y la potencia es un hacha de mango largo y hoja respetable. Pero no ha aparecido, ni en la casa, ni en contenedores de basura, ni tampoco en la carpintería que regentaba el marido. Y él dice que ni siquiera tiene hacha. Que es carpintero, no leñador.

–Bueno, eso es una respuesta ingeniosa –aprecié–. Por lo menos no se trata del típico mastuerzo apaleamujeres.

–Pues oye, si te divierte –advirtió el capitán–, vas a tener ocasión de disfrutar de su ingenio en vivo y en directo.

–Ya me voy haciendo a la idea.

–En el periódico dice que la mujer había denunciado amenazas y malos tratos en el pasado –apuntó Chamorro.

–Y el periodista tiene buena fuente. Exactamente diecisiete denuncias. Y una hospitalización. Eso lo pone todo más chungo.

–O sea que, ingenioso o no, como mastuerzo y apaleamujeres si que está acreditado –dedujo mi compañera, mirándome.

–Pues sí. Y el brigada del puesto, ya te puedes imaginar el marrón, dice que tramitaron todas las denuncias y que él fue personalmente al juzgado a pedir que le metieran algo de presión al tío, porque por su cuenta, y con los métodos tradicionales, no conseguía nada. Confidencialmente, asegura que una noche, en el puesto, le amenazó con molerlo a hostias si volvía a pasar.

–¿Edad del brigada? –inquirí.

–Cincuenta y cinco.

–Ah, los bellos viejos tiempos. Bendita inocencia, en el fondo. Si se las hubiera pegado, él sí estaría encerrado en un castillo.

–No te creas que no lo sabe, y por eso no pasó de la amenaza. La cosa es que los del juzgado nunca se mojaron. Está en otro pueblo y ya sabes, es uno de esos civiles y penales a la vez, que lo mismo resuelve accidentes de tráfico que herencias y divorcios y problemas de lindes o de comunidades de vecinos o de letras impagadas. Además de robos, lesiones, y ahora, homicidios.

–La gloriosa organización del poder judicial, una vez más.

–Y esto para una población de derecho de cuarenta mil, y flotante en verano de otro tanto o más, con los paisanos que viven en Madrid pero que van a pasar el agosto a la casita del pueblo.

–No estaba pensando mal de su señoría, mi capitán –aclaré–. No dudo de que le sobra el trabajo, imagino que no fue por crueldad por lo que se abstuvo de proteger a esta desdichada.

–Por mí ya sabes que como si te cagas en su señoría.

Lo sabía. Rosell había estado destinado en el País Vasco y lo habían procesado varias veces por supuestas torturas. Bueno, eso nos había sucedido a casi todos los que habíamos pasado por allí, pero Rosell se lo había tomado un poco a la tremenda y desde entonces no guardaba una especial sintonía con la judicatura.

–Una preguntita, mi capitán, si te consta. ¿En la autopsia han encontrado algo, aparte de los hachazos?

–Sí, tío, como sabía que iba a encargártelo a ti y que eres un tocapelotas, he hecho los deberes. Restos de comida, espaguetis boloñesa principalmente. Una digna ración de alcohol en sangre, allá por 0,9. Y en la parte de los bajos, perdona Chamorro, eso que queda cuando alguien no se pone impermeable. Y no poco.

–Guay –dijo Chamorro–. Dios, qué asco de historia.

–En otra vida deberías hacerte galerista, o gerente de fundaciones culturales o azafata de festivales de cine –le sugerí–. Tratarás igual con un montón de degenerados, pero más vistosos.

–Vale, mi sargento. Muy ocurrente.

–Venga, dejaos de chorradas y al tajo –nos reprendió Gracia-. Al angelito lo tenemos almacenado en el puesto. Los de Toledo de policía judicial han destacado a tres elementos, que son los que hicieron el trabajo de campo. También puede que esté por allí el teniente jefe accidental, ya sabéis que en estas fechas todos los jefes somos accidentales. Y los del puesto, que andan rastreando el pueblo en busca de un hacha para talar secuoyas. Tenéis prioridad para enfrentaros al sospechoso y para todo lo que necesitéis. Si hay alguna pega, llamáis, se la paso al coronel, él llama a quien deba y al que sea le funden el tricornio. Si la pega os la pone la autoridad judicial, ya sabéis, os jodéis. ¿Alguna cosa más?

–Todo muy clarito, mi capitán –repuse–. Incluso para alguien tan lento como yo. A Virginia supongo que le sobra.

–Pues en marcha. Y no os cojáis el Laguna, que voy a salir a una gestión y tengo que dar imagen.

Ya, pensé para mis adentros. Lo que ocurría era que el climatizador del Laguna zumbaba mucho más que el del Mégane, que era lo que teníamos que llevarnos si no nos dejaba el otro. El Mégane tenía diseño, y para ser justos con él, tiraba bastante, pero en confort había un abismo. De todos modos, no hacía mucho que teníamos aquel chollo de los coches en renting, que nos permitía conducir últimos modelos y preocuparnos de esas pijadas. Recordaba aún los años en los que teníamos que ir a lomos de cualquier cosa, desde coches que casi eran de época hasta decomisados. En ese punto, los tiempos habían cambiado sin duda a mejor.

Nos pusimos en marcha, entre unas cosas y otras, a eso de las diez menos cuarto. La hora punta comenzaba a extinguirse en Madrid y salimos relativamente rápido de la ciudad. El pueblo al que nos dirigíamos estaba a unos sesenta kilómetros, no debía de llevarnos mucho más de media hora plantarnos allí.

–Ay, Chamorro –dije–, con lo bonita que podría ser la vida si la gente aprendiera a contar hasta diez algunas veces.

–A lo mejor entonces estábamos en el paro. Ni tú ni yo tuvimos mucha suerte antes de probar a entrar en esto. Acuérdate.

–Cierto. A lo mejor es que estamos predestinados. El buen Dios, que hace lobos asesinos, también ha de hacer perros policías como nosotros. El buen Dios tiende a preferir las cosas simétricas.

-¿Eres teólogo, ahora?

–No, Virginia. Voy a cumplir cuarenta. Y eso me pone místico.

 

3. Determinación de matar.

El pueblo tenía una apariencia próspera. Aunque nada en él era excesivamente bonito (ni siquiera la torre de la iglesia, que casi se salva en cualquier villorrio), se notaba que el dinero fluía, del modo en que eso suele traducirse en este país: a fuerza de ladrillos, ya fueran los de las naves industriales y los chalets levantados por particulares, o los de polideportivos y otros equipamientos (según la jerga municipal) erigidos por el consistorio. Nuestro chamizo, en cambio, era uno de esos vetustos y ajados, y al mirar las viviendas uno adivinaba que, salvo que las mujeres de los guardias (o sus parejas sentimentales estables, para ser más precisos) hubieran empleado sus mejores esfuerzos, sus condiciones de habitabilidad no debían de ser como para tirar cohetes.

El brigada Aranda, al mando de nuestro parco pero aguerrido destacamento en el lugar, nos informó de que el sospechoso dormía, después de una madrugada intensa que se había prolongado hasta las seis. Hay quienes consideran que la tortura psicológica consistente en no dejar dormir al interrogado constituye un eficaz auxiliar en la búsqueda de la verdad. Y no niego que en ciertos casos pueda serlo ni que alguna vez yo mismo la haya utilizado. Pero ni en este supuesto me parecía de especial ayuda, ni con carácter general me da otra sensación que la de estar fastidiando más allá de mis atribuciones a un ser humano y la de estar espesándole el entendimiento y devaluando tanto la calidad como la exactitud de su testimonio. Así que decidimos darle un poco más de cuartelillo y, aprovechando el tiempo, desplazarnos al lugar del crimen para verificar una somera inspección ocular.

Uno de los guardias del puesto nos acompañó. Los de policía judicial de Toledo se habían ido a dormir un rato, porque habían acabado tan de madrugada como el sospechoso, y tampoco me pareció elegante ni de buen compañero despertarlos. La casa a la que nos condujeron era uno de aquellos chalets nuevos que configuraban el paisaje del ensanche del pueblo. Era un inmueble aislado, con unos dos mil metros cuadrados de parcela. No era bonito, aunque tampoco del todo feo. Parecía que había sido construido de la forma más pretenciosa posible, y bajo ese criterio, lo mismo tenía unos ventanales blancos bastante finos y aparentes, que un espantoso porche con columnas en la fachada principal. Una vez dentro, mi ojo de habitante de un raquítico apartamento madrileño me permitió calcular a bulto su cabida: unos cinco apartamentos míos, es decir, alrededor de trescientos metros cuadrados. Los muebles eran buenos, casi suntuosos, y otro tanto los mármoles y los azulejos de los baños, el parquet de las habitaciones, los interruptores y apliques. La decoración, algo kitsch, no excluía figuras de esas de mujeres ligeras de ropa con chocantes rostros de cuento infantil, ni un par de piezas gordas de Lladró. En suma, que Sandra Navarro y su marido, o el uno o la otra, podían ser un poco horteras, pero tenían un buen pasar. Nada del clásico crimen cometido en un entorno cochambroso, por efecto del envilecimiento que usualmente conllevan la estrechez económica, la marginalidad social y las privaciones anexas a ellas. Eso me aportaba un primer dato contradictorio con el esquema apriorístico que, lo quiera uno o no, siempre se tiene y me había hecho también para aquel caso. No era la casa en la que suele vivir, al menos en principio, un tarugo que un buen día agarra el hacha para deforestar a su legítima. Pero lo visto tampoco suponía un impedimento definitivo a aquella hipótesis, desde luego.

Me detuve un instante a examinar las dos puertas de la casa. El marco, la hoja, la cerradura. Luego le pregunté al guardia:

–No había ninguna ventana rota o forzada, ¿no?

–Pues yo… No sé, mi sargento, creo que no.

Verifiqué por si acaso también las ventanas. Todas estaban tan intactas como las puertas. Chamorro me observó, reticente.

–Ya sé que tú vienes convencida de que lo hizo el cabrón del marido y que él tiene llaves y no necesita forzar nada –expliqué–. Pero para ser pulcros, tendremos que ir amarrando detalles. Lo que parece claro es que el que la mató podía entrar sin violencia, ya por poseer llaves o porque podía hacer que la mujer le abriera la puerta de buen grado. Eso nos permite descartar que el crimen lo cometiera un desconocido o uno de esos tarados resentidos y gratuitos de las películas de terror norteamericanas.

–Ah –dijo Chamorro-. No sabía que estuviéramos contemplando posibilidades tan extrañas.

–No lo sé, Virginia. Vivimos en un país cuyos habitantes, al llegar a la mayoría de edad, han visto dos años y medio de televisión. Eso lo hace cada vez más estrafalario e impredecible. Acuérdate del asunto de los rituales satánicos de Albacete.

Chamorro resopló. Se acordaba. Un idiota que se consideraba el vicario de Belcebú en la tierra, y que iba por ahí emporcando los cementerios de la provincia con sangre de animales, pero que por desgracia acabó convenciendo a otros idiotas, y que un día decidió que su amo pedía un sacrificio de mayor envergadura y en el delirio se llevó por delante a un chaval de trece años que tenía el mal hábito de volver solo y demasiado tarde a casa.

–Algo sí me explico ahora –apreció Chamorro–. Cómo fue posible que nadie oyera nada a las cuatro de la tarde. Porque la mujer tuvo que gritar. Pero, en este caso para su desgracia, la casa está bien aislada y tiene aire acondicionado en todas las habitaciones.

–Por lo que yo vi, puede que no le diera tiempo a gritar mucho –apuntó el guardia–. Tenía tres buenos hachazos en el pecho y otros dos en la espalda. Con el primer mandoble que le arreara debió dejarla casi lista. Fue una verdadera salvajada.

Fuimos a la habitación donde se había encontrado el cuerpo. Se trataba, significativamente o no, del dormitorio conyugal. Otro dato que respaldaba la afirmación y el buen criterio del guardia: sólo en aquel cuarto había manchas de sangre; por tanto no había habido persecución por la casa ni nada parecido. La sangre salpicaba las paredes, la colcha de la cama y algunos muebles. El cuerpo, según la marca hecha por nuestros compañeros, había aparecido entre los pies de la cama y la cómoda. Evalué la posición. Había espacio suficiente como para maniobrar con un hacha, por largo que fuera el mango, pero no llevaba más de tres o cuatro zancadas llegar desde la puerta. Probablemente la habían matado allí mismo (tampoco había, por otra parte, manchas de sangre que denotaran un traslado del cuerpo). Ya la hubiera cogido de espaldas o de frente, apenas le había dado tiempo a reaccionar.

–Hay bastantes rastros de sangre –constató Chamorro–. ¿No levantaron ninguna huella de zapato?

–Creo que varias, bueno, algunos trozos, pero eso tendréis que preguntárselo a los compañeros –informó el guardia.

–¿Y huellas dactilares?

–De ella y del marido.

–¿Y cabellos?

–Unos cuantos, pero creo que no han tenido tiempo de analizarlos mucho. También tendréis que preguntarles a ellos.

–Bueno, pues no será por falta de material –concluí–. Si a eso le sumamos los enjundiosos datos de la autopsia que nos avanzó Rosell, no puede decirse que aquí nos falte tela que cortar.

–Es llamativo que no hay nada roto –dijo Chamorro–. No le dio a ninguna lámpara, a ningún mueble, a ninguna de las figuritas de la cómoda. Todos los hachazos al cuerpo.

–¿Impresiones que eso te sugiere? –pregunté.

–El tío sabía usar un hacha. Tenía capacidad de dirigir su golpe y controlar su fuerza. Y total determinación de matar. No fue una idea que se le ocurriera de repente. Ya lo había pensado antes.

–No sé si lo llevas un poco lejos –objeté–, pero creo que puede servirnos. En fin, son las once y media. ¿Cinco horitas de sueño es cortesía suficiente o se nos quejará al Defensor del Pueblo?

–Considerando las circunstancias… –valoró Chamorro.

–Bien, pues vamos allá.

En el camino de regreso al puesto, le pregunté al guardia qué concepto se tenía en el pueblo de la pareja. De él y de ella.

–Pues, hasta que empezó a hostiarla, normal –nos dijo-. Él, un tipo que trabajaba y hacía dinero, y de buen trato. Ella, una chica tirando a alegre, maja también. Nada fuera de lo común.

Así va, siempre. Nadie es fuera de lo común. Hasta que se sale.

 

4. Solo como un perro.

La cara de los compañeros de policía judicial de Toledo era un poema. Al cabo de doce horas currando sin parar, seis de ellas trabajándose al sospechoso, y poco más de tres durmiendo, porque después de acelerarlo mucho al cerebro no se lo para ni se lo desenchufa así como así, se bebían el café con la misma ansia con que se fuma el último pitillo el condenado a muerte.

–Joder, y lo peor de todo es que teóricamente yo me iba hoy a la playa –se quejaba el sargento–. Imagínate el cuadro, con la mujer con todo preparado y dos niños de cuatro y seis años que ayer por la mañana ya estaban con los manguitos puestos.

–Lo bueno de servir a la patria aquí es que no te machacan el verano entero mandándote a Oriente a domar musulmanes –dije–. Dándose mal, pasado mañana estás en la playa, hombre.

–No tientes la suerte, que lo mismo sí nos acaban mandando.

–Todo sea por la defensa de la civilización –proclamé.

–Yo ya no me pregunto qué es lo que defiendo, tío.

–Juiciosa actitud. En fin, vamos a ver, por ir atando algunos cabos. Nos dijo el guardia que habéis cogido pelos, huellas diversas, etcétera. ¿Habéis tenido tiempo de mirar algo?

–Afirmativo, compañero –dijo–. Somos pocos pero pringados. Las huellas dactilares que levantamos, de los dos cónyuges. Bueno, habrá que mirarlas con el microscopio y eso, pero así a ojo de buen cubero, no esperes mucho más que lo que te estoy diciendo. Las pisadas, por lo menos la mayor parte, concuerdan con el calzado que llevaba ayer el marido. Hay una, parcial y muy pequeña, que nos resulta dudosa, pero eso tendrán que verlo en el laboratorio, no aseguraría nada de momento. Y en cuanto a los pelos, pues hemos hecho un análisis morfológico basto, rápido y con los ojos ya cayéndosenos. No me atrevo a sacar conclusiones.

–¿Y el pajarito?

El sargento se restregó los ojos, logrando sólo enrojecérselos un poco más. Luego, con aire resignado, declaró:

–Pues mira, así como para irse de copas con él o encargarle que te cuide a los hijos, no me parece. En su honor, que no ha intentado negar nada de las denuncias por agresiones y amenazas. Vamos, ni siquiera las agresiones y las amenazas en sí. Ya veréis, tiene una curiosa idea acerca de las relaciones entre hombres y mujeres y el papel que a cada uno le viene asignado en la vida.

–¿Curiosa? ¿De veras? –inquirió Chamorro.

–Por usar una palabra suave. Ahora bien –siguió el sargento–, en cuanto a lo que nos ocupa, se cierra en banda como un galápago. Lo hemos probado todo. Le hemos dicho que el hacha aparecerá, que las circunstancias lo dejan a los pies de los caballos, le hemos presionado, dentro de la legislación vigente, por supuesto, y hasta he intentado hacerme colega suyo. Lo único que no he hecho ha sido ponerle el culo para que me diera, que uno tiene sus prejuicios. Pero oye, como si hablara con la pared. Que no sabe. Que no ha sido. Que algo debía de haber en la vida de su mujer que él no conocía, aunque se lo olía. Pero cuando habla de esto último me parece que le patinan bastante las neuronas.

–O sea, que trata de vendernos una teoría –dijo Chamorro.

–No sé si llamarla tanto como una teoría. Es más bien una paranoia. Se le ponen los ojos desorbitados y todo. Ya la escucharéis. Al parecer tiene la idea de que su Sandra era un pendón, que le engañaba y no sé qué más, y supongo que a partir de ahí se sentía con derecho para calentarla siempre que algo se le torcía o le sentaban mal las copas que se iba a tomar después de trabajar.

–¿Alcohólico? –consulté.

–No que nos conste. Vamos, lo normal, un par de copazos para encontrar el camino de la cama, algún carajillo en invierno. Eso es lo que él dice. Por otra parte, ayer estaba sobrio, y lleva ya casi diecisiete horas sin combustible, como poco, y no ha pedido.

–¿Tenéis por ahí las fotos del cadáver?

–Y el cadáver mismo, en las neveras del depósito comarcal. Si queréis hacer la excursión, poco más de media hora.

–Pues no de momento –rehusé–. A ver luego. Pasa las fotos.

Son duras, las fotografías de cadáveres. Están como doblemente muertos. Porque si la foto siempre mata el instante que registra, en estos casos viene a ser una tétrica redundancia. Y si el difunto ha sufrido destrozos como los que presentaba el cuerpo mutilado de Sandra Navarro, la sensación resulta todavía más deprimente. Conté no menos de catorce tajos. Una barbaridad sin paliativos.

–¿Y de la autopsia, qué deduces? –pregunté a mi colega.

–¿El alcohol y el semen, dices? Pues que Sandra regó bien la comida y que tuvo sexo. Respecto de lo uno, en la basura encontramos dos birras y una botella de tinto. En cuanto a lo otro, pues ya sabes que acabaremos sabiendo si es o no de nuestro hombre.

En ese momento oímos un tumulto en el exterior del puesto. Nos asomamos. Había una concentración de probos ciudadanos indignados que, por lo que pudimos oír, reclamaban para el marido de Sandra medidas profilácticas tan ponderadas como caparlo, quemarlo, darle garrote vil o descuartizarlo con un hacha, igual que él había hecho con la interfecta. Entre ellos, algunos periodistas, un par de cámaras de televisión. En fin, el circo.

–No sé yo si Aranda no tendría que llamar al jefe de línea para considerar la posibilidad de mandarnos unos cuantos chicos de la porra –sopesó el sargento–. Yo a esa horda no trato de pararla.

–Ni ellos van a tratar de entrar –aposté–. Sólo es un acto de afirmación de su conciencia de rectitud. Vamos, Chamorro, que nos toca despertar a ese hombre. Casiano se llama, ¿no?

–Bernal Taboada –completó el sargento-. Por lo que se ve, aquí son un poco sádicos para cristianar a los hijos. Oye, que os cunda. Nosotros vamos a controlar mientras que se envíen todas las muestras en condiciones al laboratorio. Si te parece bien.

–Desde luego –aprobé-. Pero no mandes todavía los pelos, hazme el favor. Quiero verlos.

–Como tú digas.

Me ocupé de que Casiano tuviese, dentro de las disponibilidades, un desayuno reparador. Café con leche, un par de donuts y un zumo de naranja que le hice yo mismo con los suministros de materia prima y utensilios que le pedí a la mujer del brigada.

–En momentos como éste, alucino contigo –dijo Chamorro.

–¿Por qué? –pregunté, mientras apretaba la mitad de naranja contra el exprimidor–. Cristo lavó pies de pecadores. ¿Por qué voy a juzgar a mi hermano Casiano indigno de que yo le sirva?

–Nunca pierdas la ocasión de hacer bromas sacrílegas.

–¿Broma? ¿Sacrílega? En absoluto, creo en lo que digo. Y además me relaja. Mientras realizo este pequeño y poco oneroso esfuerzo manual, preparo mi mente para la lucha que se avecina.

–Menos mal que sé que te estás quedando conmigo –apreció Chamorro-, porque si no me vería obligada a hacer el comentario tópico sobre la gente que decide estudiar Psicología.

–Es así. La mitad estamos pirados al entrar. Y la otra mitad, al salir. Pero esto no es chifladura, sino afán de originalidad.

Chamorro meneó la cabeza y decidió no seguir dándome gusto. A veces me sentía un poco tonto, pero después de tantos años llevando asuntos tristes, había aprendido que uno tiene que mantener una reserva de humor para no perder las ganas de vivir y no tratar inhumanamente a la gente que por hache o por be se cruza en el camino de un investigador de homicidios. Una parte de ella resulta ser inocente. Y la otra siempre está muy sola.

Solo como un perro, como el perro que todos le consideraban, estaba Casiano en el cuartucho que hacía de celda en aquel puesto. Aunque las paredes habían sido revocadas recientemente, eran las mismas que podían haber visto la desesperación de los detenidos a lo largo de una pila de décadas. Casiano no dormía.

–¿Quién es usted? –preguntó al verme.

–Soy el sargento Vila. He venido de Madrid, con mi compañera, Virginia. Le traemos el desayuno.

-¿Eso es mi desayuno?

–Sí. Disculpe que no sea mejor, nuestros medios son humildes. También tenemos que interrogarle. Pero antes reponga fuerzas.

–Oiga, ¿esto qué es, para despistarme? ¿O me han echado algo?

–No. Le necesitamos bien despejado. Coma.

 

5. Su hombre para los restos.

Un buen desayuno siempre se agradece en medio de la adversidad. Lo sabía, lo había comprobado muchas veces, en carne propia y ajena, y por eso me había preocupado de facilitárselo a Casiano Bernal. Después de dar cuenta de él, los ojos que volvió en mi dirección no eran hostiles. Cansados, asustados, un poco desconcertados, pero no hostiles. Un alentador comienzo.

Repasamos, porque la repetición también es una técnica policial, aunque resulte demasiado gris como para sacarla en los telefilmes, todas las cuestiones generales. Su edad, cuarenta años; sus circunstancias familiares, ahora viudo, y sin hijos; su profesión, carpintero; sus medios de vida, un taller de carpintería en el que empleaba a cinco personas y cuya producción abastecía a varios mayoristas de muebles. Era esta industria, por cierto, junto a los albañiles y otros operarios especializados que prestaban sus servicios en Madrid, la que allegaba el grueso de los ingresos con los que se sostenía, más que airosamente, la economía local.

Desde ahí, nos metimos en terrenos más conflictivos. Como nos anunciara nuestro colega, no se esforzó en negar nada.

-Pues mire, sí. Lo mismo que mi padre alguna vez le puso la mano encima a mi madre, y eso no quita para que ella lo llorase cuando se murió. No digo que esté bien, pero tampoco es para que monten lo que están montando. La televisión y los políticos están poniendo histéricas a las mujeres. Y si te toca una un poco complicada, como me pasó a mí, pues vas y te encuentras con que un día la zarandeas un poco y se va a denunciarte. Y hasta sin tocarla. Le pegas cuatro gritos, lo que antes era un desahogo normal entre marido y mujer, y resulta que es una amenaza.

Sentía las ganas de intervenir de mi compañera. Me mantuve en silencio, para que también Casiano meditase sobre sus palabras y dudase sobre el efecto que me causaban. Preguntó Chamorro:

–Y lo que registra el parte del hospital de seis de marzo pasado, dos costillas rotas y contusiones diversas, ¿también considera usted que está en los límites de la normal relación conyugal?

Casiano enfrentó la mirada de mi compañera.

–Mire, no me lo tome a mal, porque no trato de faltarle al respeto, ya que es usted autoridad –dijo–. Pero aunque no se atreva nadie a decirlo creo que lo que les pasa a las mujeres que tienen ahora eso, autoridad, es que no han aprendido a ser lo bastante frías, que les falta costumbre y se precipitan. A lo mejor dentro de veinte años, puede ser que vayan templándose. Eso es lo malo, que mujeres así son periodistas, juezas y hasta ministras. Y todo se saca de madre y por eso ahora yo, que bastante desgracia me ha caído encima, voy a comerme este marrón siendo inocente.

–Le aseguro que me tomo esto con absoluta frialdad –dijo Chamorro-. Y con toda frialdad le pregunto: ¿Le rompió usted dos costillas, y considera que eso no tiene nada de anormal?

Casiano bajó los ojos.

–Fue una desgracia. Discutíamos en la planta de arriba. Fui así como a darle y ella se apartó y se cayó por la escalera. Le juro por mi madre que nunca pasé de chillarle o darle algún guantazo.

–¿Me permite una pregunta un poco personal?

–Usted hágala, ya que parece que es la jefa –dijo, observándome de reojo con una expresión en la que se atisbaba algún reproche.

–¿Quería usted a su mujer?

Casiano Bernal, presunto uxoricida, pensó durante varios segundos inacabables, antes de responder.

–La quería tanto –dijo, con la voz un poco quebrada– que me hacía perder la cabeza. Y voy a decirle otra cosa. Pregúntese por qué seguíamos viviendo juntos. Por qué me denunciaba, sí, pero volvía aquí una y otra vez. Podía haber pedido el divorcio, se habría quedado con la casa y con una buena pensión. Ya, ya sé que piensan que tenía miedo de que después de eso yo viniera a matarla. Pero ella sabía que yo nunca habría podido hacer eso. La razón es otra, señora guardia. Aunque le gustara putearme, aunque me pusiera los cuernos, que me consta que me los puso un par de veces, y ya ve, no la maté entonces, Sandra sabía que era mía y que no podía ser de nadie más. Que yo era su hombre para los restos. Y sobre esas cosas, ni los jueces saben juzgar ni los policías saben ver más allá de sus narices. Lo que pasa entre dos personas debajo de un techo no se sabe ni se entiende desde fuera.

–Cálmese, Casiano –intervine, retomando el papel de benefactor–. Le aseguro que le escuchamos atentamente y tratamos de entenderle. Acaba de decir usted, disculpe que escarbe en ello, que su esposa le había sido infiel en alguna ocasión.

–Que me la había pegado un par de veces, sí. Que yo sepa. Pero bueno, eso estaba olvidado. En su día me llevaron los demonios, y le cayó algún tortazo, que por cierto reconoció que se lo merecía. Yo no soy rencoroso. Lo que pasa es que desde hace un tiempo estaba convencido de que me la estaba pegando otra vez.

–¿Por qué? ¿Tuvo algún indicio, alguna prueba?

–No, prueba ninguna. Mire, el trabajo me sale por las orejas, y lo que no voy a hacer es estar todo el día detrás de ella para ver si… Tengo cinco personas a mi cargo, y trabajando doce horas al día aún me falta tiempo. La llamaba, eso sí, la controlaba, y eso era lo que… Bueno, que a veces, en el móvil, me sonaba rara.

–¿Y algo más?

–Y que estaba rara ella, por la noche. Me huía la mirada. Como había pasado las otras veces.

–¿No puede ser que eso se lo imaginara usted? –dijo Chamorro.

–No eran imaginaciones. Yo conocía a mi mujer. Algo había. No sé qué, ni quién. Pero algo.

La mirada de Casiano Bernal tenía ahora ese extraño brillo del que nos había hablado nuestro compañero. ¿Nos hallábamos ante un celoso obsesivo? ¿Ante un hombre que había perdido el control de sí mismo y había desarrollado su manía tras las dos infidelidades previas? Y éstas, ¿eran ciertas, o también una invención de su mente? Ah, siempre la oscuridad de la mente humana, que, también como siempre, tendríamos que tratar de iluminar desde fuera, con esos burdos rastros materiales y las pobres conjeturas que son todos los aparejos de un investigador criminal.

–Está bien –recapitulé–. Ahora, aunque sé que también se lo han preguntado ya y que le molesta que vuelva sobre ello, quiero que me diga que fue lo que hizo ayer. Desde por la mañana.

Casiano suspiró. Pero no opuso resistencia.

–Lo de todos los días. Me levanté a las seis y media. A las siete y media estaba en el taller. A las tres me fui a comer, y a las cuatro pasé por casa y me la encontré muerta. Eso es todo.

–¿No vio a su mujer entre las siete y media y las cuatro?

–No.

–Ni habló con ella.

-Eso sí, dos veces, por la mañana.

-Y qué le dijo. ¿Algo que le llamara la atención?

–No. Sólo me sonó rara, así como le dije antes, una de las veces.

–Permítame una pregunta más íntima. ¿Hizo usted el amor con su mujer en algún momento del día de ayer?

–No.

–¿Ni la noche antes?

–Tampoco.

Miré fijamente a los ojos de Casiano.

–No sé si sabe que cualquier intento de mentirnos en esto sería una chiquillada. Tenemos maneras de comprobarlo.

–No sé cómo pueden comprobarlo. Me da igual. No lo hicimos.

–¿Está usted seguro?

–Estoy seguro. La última vez fue hace tres días.

–Otra cosa –dijo Chamorro–. Su mujer, ¿era bebedora?

–Algo de vino, a veces. En la comida.

–¿Cree que pudo beberse, pongamos, media botella?

–Sólo la he visto beber tanto en alguna boda.

–¿Seguro?

–Oigan, ¿creen que no sé lo que digo?

Le dimos varias vueltas más a todo. Le preguntamos del derecho, del revés. No admitió nada, no se contradijo, no se derrumbó. La verdad es que era un marido asesino poco habitual.

Cuando acabamos, le pedí al brigada que mandara un chaval al bar y que allí largara un par de cositas. Mientras tanto, Chamorro y yo nos pusimos a mirar pelos. Hay pasatiempos mejores.

 

6. Una estúpida mirada azul.

Llegó la hora de comer e hicimos recuento de lo que habíamos recogido hasta allí. Teníamos a un sospechoso con móvil, aptitudes y sin coartada, pero por el momento, y pese a todos los esfuerzos desplegados por unos y por otros, inconfeso. Nos faltaba aún el arma homicida, porque las batidas que se habían hecho al efecto habían resultado infructuosas. Disponíamos de unas huellas dactilares que no parecían llevarnos más allá de la fallecida y de su cónyuge, y de unas huellas de calzado teñido de sangre que en principio tampoco permitían apuntar más que a Casiano Bernal. Por otra parte teníamos, extraídos del cuerpo de la difunta, los restos biológicos de alguien que había mantenido relaciones con ella poco antes de su muerte. Y nuestro sospechoso, tras ser informado del derecho que le asistía a no hacerlo sin orden judicial, se había avenido a entregarnos de buen grado una muestra de su saliva, que nos permitiría contrastar si los restos eran suyos o no. Pero eso todavía iba a llevar unos días, y como mucho podía demostrar una mentira de Casiano respecto de su vida marital, que no era ni siquiera indiciaria de su autoría del crimen.

Ah, y los pelos. Chamorro y yo nos pasamos un buen rato examinando el contenido de las bolsitas donde los habían guardado. Había una cantidad estimable, ciento y pico. El que hubiera hecho la recogida había demostrado buena vista y una gran meticulosidad. El trabajo de examinar cabellos no es el más rutilante, entre los muchos sucios que nos toca arrostrar a los de nuestro oficio, y además resulta especialmente ingrato y laborioso, pero a veces arroja sorprendentes resultados. En las bolsitas encontramos largos cabellos teñidos de rubio claro (de Sandra), cabellos cortos y algo rizados de color oscuro (de Casiano), muestras de vello púbico castaño (que adjudicamos a Sandra), casi negros (atribuidos en el acto a Casiano), uno canoso (habíamos visto canas en las sienes de nuestro hombre) y otros tres que tiraban a rojizos, que según la interpretación que se diera, a falta de hacer un análisis morfológico en condiciones, con microscopio y toda la parafernalia, podían ser tanto de uno como de otro. Tampoco eso nos daba unas pistas terminantes, aunque sembraba en mi cabeza ideas de esas que es difícil refrenar y que un buen sabueso debe aprender a dejar fermentar sin que le distraigan demasiado de su camino.

Por otra parte, si algún efecto había de producir la historia que a petición mía el brigada Aranda le había dicho a uno de sus guardias que contara en el bar, debíamos dejar que pasara el tiempo. No es que no pudiéramos hacer otra cosa, mientras tanto. Había otras muchas diligencias pendientes, y después de la comida, nos pusimos a ello. La parte más complicada, y menos esclarecedora, fue entrevistarse con las familias: primero con la de él, convencida de su inocencia, y encabezada por la anciana y viuda madre que antaño había sufrido a un maltratador como su hijo. Era quizá ella la más beligerante contra su nuera, a la que dedicaba, a la menor, los epítetos más demoledores. Cada cierto tiempo, intercalaba, como una letanía, esta frase casi invariable:

–Lo sabía, yo lo sabía, que esa mujer iba a ser su ruina.

La familia de ella, claro, era otra historia. Su hermano no hacía otra cosa que blasfemar y reclamar la reinstauración de la pena de muerte, cualquiera podía deducir que para serle inmediatamente aplicada a su cuñado. El padre, aunque estaba bastante hundido, salía de vez en cuando de su aturdimiento para proferir injurias que desde el presunto parricida ascendían por las diversas líneas de su estirpe. En algún momento llegó a mentar la Guerra Civil, y lo que había sido en el pueblo y el papel que había tenido la familia de Casiano, pero no fue lo bastante coherente no ya como para tenerlo en cuenta, sino ni siquiera para recordarlo aquí.

En resumen, después de calentarnos mucho la cabeza y no acertar a consolar a nadie, lo que sacamos en claro fue, por un lado, que Casiano era un buen chico que había caído en manos de una lianta, y por otro, que era una bestia condenada a serlo por los genes inmundos que le habían transmitido sus ancestros. Nada con lo que pudiéramos avanzar mucho, en rigor, a fin de formar la convicción de un tribunal; ni siquiera la de un jurado.

Era una sensación extraña, caminar por las calles del pueblo donde ya todos daban por asesino y condenado a Casiano Bernal, y ser conscientes de que no habíamos conseguido construir un aparato incriminatorio lo bastante sólido. Pero no podíamos sino seguirlo intentando. Andábamos entrevistando a los vecinos (que no habían oído nada, que estaban horrorizados, etcétera) cuando me sonó el teléfono móvil. Era el brigada Aranda.

–Vila, ven corriendo. Esto es la hostia.

Dejamos al punto lo que estábamos haciendo, porque por las cuatro palabras que había cruzado con el brigada no me parecía hombre que se impresionara por fruslerías. En el puesto, nos recibió el sargento del equipo de policía judicial de Toledo.

–He llamado a mi teniente –dijo–, y mi teniente ha llamado a la juez. Los dos estarán aquí antes de media hora. Hay que verificar una porción de cosas, pero no puedo más que felicitarte por la idea. Si esto es lo que parece, me descubro, compañero.

El hombre se había entregado hacía veinte minutos. Cuando lo vi, como suele pasar, me inspiró una mezcla de desazón y lástima. Tenía unos treinta y cinco años, cabellos rojizos y una estúpida mirada azul. Se llamaba Marcelino Carabias López, y según su propia confesión mantenía una relación sentimental clandestina con Sandra Navarro desde hacía cuatro meses. Había dicho que el hacha estaba en su casa, y también la ropa manchada de la sangre de la víctima. La juez venía de camino para proceder al registro y comprobar ese extremo. Juraba que no entendía lo que le había pasado, que no sentía que hubiera sido él, sino una especie de demonio que se le había metido dentro. Mientras lo contemplaba, mientras le oía, no salía de mi estupor. No tenía demasiadas esperanzas de que mi treta funcionara, y menos de que lo hiciera tan rápido. Cuando le había pedido a Aranda que uno de los suyos esparciera por el pueblo el rumor de que podía haber un tercero envuelto en el crimen, porque habíamos recogido huellas e indicios que apuntaban en ese sentido, no sabía a quién me enfrentaba, ni siquiera estaba seguro de enfrentarme a alguien más que a Casiano Bernal, que simplemente resistía bien los interrogatorios. Sospechaba que si era otro, y no era fuerte, podía derrumbarse al saberse perseguido, o ponerse nervioso y hacer alguna tontería. Pero entregarse esa misma tarde… Ni por asomo.

Vino su señoría, se registró la casa, se encontró el hacha, la ropa, y unos zapatos cuya suela luego se comprobaría que coincidía con una de las huellas dejadas en el dormitorio de Sandra Navarro. La juez no ocultaba su júbilo, que obedecía a varios motivos. No sólo se resolvía aquel homicidio, sino que dejaría de caerle la tormenta que aguardaba por las diecisiete denuncias recibidas y tan premiosa y negligentemente tramitadas en su juzgado. Estaba claro que haber encerrado o neutralizado a Casiano en su día ya no significaba que aquella mujer hubiera podido salvar la vida. Pocas veces me ha felicitado tan efusivamente un juez.

A la mañana siguiente puso en libertad al marido y ordenó la prisión incondicional de Marcelino Carabias. Andando los días, se demostró que era con él con el que había mantenido relaciones la difunta poco antes de morir, y que a él pertenecían los cabellos rojizos encontrados en el dormitorio. En los interrogatorios admitió que el día de autos, después de uno de sus encuentros secretos con Sandra, ésta le había dicho que no quería seguir teniendo relaciones con él. Eso le había cegado, según su versión, y había perdido la cabeza. Pero escarbándole acabó reconociendo que antes de salir de la casa de Sandra había distraído un juego de llaves, había ido a su domicilio por el hacha y se había deslizado subrepticiamente para sorprender a su víctima. Demasiado cálculo para una enajenación mental transitoria. Marcelino Carabias no sabía mucho de psicología, ni de circunstancias atenuantes.

Nunca me he considerado un poli muy listo, y no estoy acostumbrado a que mis trucos resulten a la primera. Soy más del tipo ensayo y error, y todavía no estoy seguro de que nada de todo aquello me pasara a mí. Pero por encima de todos los parabienes (felicitación del Director General incluida), nada me halagó tanto como cuando Chamorro, con su infrecuente sonrisa, me dijo:

–Vale, apúntate una. Te odio, mi sargento.

 



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