Un asunto familiar



 

1. Uno de ellos.

Chamorro miró a la mujer a los ojos. Luego le cogió la mano, agrietada y endurecida, y con todo el oficio que le proporcionaban más de tres años de tratar con homicidios, y toda la dulzura que era capaz de hacer fluir de su corazón, le dijo:

-Siento mucho tener que responderle esto. Según el informe del forense, sí, hubo agresión sexual.

La mujer cerró los ojos, pero me pareció que se limitaba a encajar lo que ya sabía. La áspera vida que había debido de llevar desde la infancia, en aquellos montes de León, la había convertido en una estoica. Con apenas cuarenta años, aparentaba cincuenta. Su marido, en cambio, rompió a llorar. Era un hombre corpulento, de enormes manazas. Verlo temblar y oírlo gemir, mientras se tapaba la cara con ellas, le dejaba a uno sin saber qué hacer. Puse mi mano en su hombro, temiendo que me la apartase de un codazo, porque en momentos así todo es posible. Pero el hombre siguió sollozando, mientras murmuraba, con un hilo de voz:

-Mi niña, mi niña...

A veces resulta difícil encontrar las palabras apropiadas. Si es que las hay. Miré a Chamorro. El eufemismo que había empleado, "agresión sexual", era seguramente el mismo que yo habría elegido. Permitía velar los actos concretos, sustraerlos a la sensibilidad de los parientes, incluso les daba la oportunidad de representarse la ofensa de la manera menos brutal posible. Pero por otra parte, también les dejaba imaginarse cualquier cosa, ir más allá de lo que en realidad había pasado. Si no fuera por lo atroces que pueden llegar a resultar los detalles, quizá deberíamos haberles dicho a aquellos dos padres que a su hija la habían penetrado por vía vaginal, con toda probabilidad una sola vez, y que tras una eyaculación seguramente precoz habían pasado a estrangularla sin más trámite. Al menos, les habríamos proporcionado el alivio de saber que su hija sólo había sufrido durante unos pocos minutos. Si es que eso podía aliviarles de algo. Pero no preguntaron nada más, que es algo que sucede a veces, y nada más les dijimos.

Tampoco les dijimos que, dentro de la cautela que siempre se impone, éramos optimistas respecto a la posibilidad de atrapar al responsable. Era a todas luces un aficionado, ni un violador curtido ni mucho menos un asesino diestro y capaz. Había dejado la firma en el interior de la chica, y había escondido el cadáver lo bastante mal como para que apareciera a los dos días del crimen, cuando todavía podía contarnos mucho acerca de cómo habían ocurrido los hechos. En pleno agosto, aunque allí, en lo alto de los montes, no hiciera tanto calor como en el llano, habría sido suficiente con dejar corromperse el cuerpo durante un par de semanas para que todo se nos hubiera puesto mucho más difícil. Pero la torpeza del homicida nos permitía partir con muchas bazas. Teníamos muestras de su semen, sabíamos el tamaño aproximado de sus manos por las marcas del cuello, y podíamos asegurar que no había encontrado apenas resistencia por parte de la víctima. La chica no presentaba ninguna herida de defensa ni el más mínimo vestigio de ropa o tejidos del agresor bajo sus uñas. O bien la había intimidado completamente, o bien ella se había sometido a él por otras razones. Pero una posible relación consentida no excusaba la conducta del individuo, ni aun en el caso de que se hubiera abstenido de matarla luego. Según nos acababan de confirmar sus padres, aquel septiembre, de haber seguido viva, Camino Gutiérrez Expósito habría cumplido tan sólo doce años.

Abrigábamos esperanzas de resolver el caso pronto, en efecto, pero teníamos al menos dos motivos para no contarles muchos pormenores: por un lado, a nadie con los nervios y los sentimientos a flor de piel se le deben crear ilusiones que luego puedan verse defraudadas; y por otro, en cualquier investigación más vale andarse con cuidado para no darle al malo la posibilidad de saber hasta dónde y cuánto sabe uno. No es que pensáramos, que no lo hicimos en ningún momento, que los padres de Camino tuvieran que ver con el crimen. Pero aquél era un pueblo muy pequeño, y cualquier cosa que les dijéramos podría llegar en seguida hasta el último rincón, o lo que es lo mismo, hasta el rincón donde estuviera agazapado el hombre a quien buscábamos.

Ya que mi compañera había asumido un trago desagradable, me pareció que yo debía asumir el otro. Tomé pues la palabra y les planteé la cuestión que, pese a todo, no debía omitir:

-Me hago cargo de que éste no es el momento más adecuado, y entiendo que tal vez no puedan decirme nada. Pero me gustaría que pensaran si se les ocurre quién puede haberlo hecho.

-¿Cómo dice usted? –preguntó el padre, desconcertado.

-Digo que traten de pensar. Tal vez haya alguien en particular que les parezca sospechoso. Por ejemplo, alguien que hubiera molestado antes a su hija, o a otra chica.

-Y cómo vamos a saber nosotros quién lo hizo –se revolvió-. Eso tendrán que averiguarlo ustedes, que para eso son los policías, o los guardias, o lo que carallo sean. ¿No le parece a usted?

-Desde luego –traté de apaciguarle-. Y puede estar seguro de que haremos todo lo que sea necesario para dar con el culpable y hacerle pagar por esto. Pero cualquier idea que puedan darnos, cualquier detalle que les venga a la memoria, puede ser el hilo que nos lleve hasta el objetivo que perseguimos.

-Hay que joderse –bufó-. O sea, que no saben ni por dónde tirar. Así les marcha a los hijos de puta en este país. A saber cuántas habrá hecho ya éste. Irá por ahí, tan campante, y en cuanto se tropieza con alguna... Y mientras, aquí están ustedes, preguntando tonterías a la familia. No, si ya se ve que no se dan cuenta de dónde tienen la mierda hasta que la están pisando. Me c...

La voz se le quebró. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Chamorro y yo asistimos en silencio a su dolor. No es común que los familiares reaccionen con hostilidad hacia los policías, por lo menos no al principio (otra cosa es cuando van pasando las semanas sin que el caso se resuelva). Pero alguien que está bajo los efectos de la desesperación puede salir por cualquier sitio, y hay que estar preparado para bregar con lo que se presente.

-Yo sí tengo algo que contarle, sargento –intervino entonces la mujer. Su voz era pasmosamente serena y firme.

No sólo nos sorprendió a Chamorro y a mí. También su marido la miró con asombro. O quizá con algo más.

-Él no se lo dirá, porque es un cagado y porque es su familia. Pero yo sí sospecho de alguien.

El hombre, ahora supe lo que era, miraba a su esposa con terror. Y el terror lo había paralizado, pero de algún sitio sacó fuerzas para reaccionar. La conminó, de malos modos:

-Cállate y no vengas ahora con tus idioteces, que no tienes conocimiento. ¿No te das cuenta con quién estás...?

Me volví hacia él. Enfrenté sus ojos. Los bajó.

-No le haga usted caso, sargento –me pidió, pero mucho menos aguerrido que antes-. No está bien de la cabeza.

Continué observándole durante unos segundos. No añadió nada más. Busqué de nuevo los ojos de la madre. Ella no rehuyó los míos. Podía ser porque iba a decir verdad, o porque estaba loca, como sugería su marido. O quizá por ambas cosas. A menudo, hace falta estar loco para atreverse a afrontar la verdad.

-Dígame usted, señora –la invité-. Sin miedo, aunque le parezca que puede equivocarse. No se preocupe por eso. Para averiguarlo y para comprobarlo ya estamos nosotros.

-No tengo miedo a equivocarme –repuso-. Algo me lo dice aquí dentro. Ha sido uno de ellos. No sé cuál, pero uno de ellos. Todos son iguales. Todos la miraban como no se debe mirar a una sobrina. Y todos son unas malas bestias, capaces de hacer eso y más. No vaya a pensar que él es mejor, pero no creo que tuviera la sangre tan podrida como para hacerle eso a su propia hija.

-Me cago en la hos... –saltó el padre-. En qué maldita hora me crucé contigo, tú sí que tienes la sangre envenenada, so...

Había que impedir que la situación se desmandara.

-Señor, comprendo cómo se siente, pero si no es capaz de contenerse le haré salir para poder hablar a solas con su esposa.

Mi advertencia logró aplacarle. La mujer, impasible, agregó:

-Pregúnteles a ellos, a los hermanos de éste. A los tres. Pregúnteles qué pasó con mi Camino. A ver cómo le responden.

 

 

2. Pararse y templar.

Antes de dejar marchar al matrimonio, hice un discreto aparte con la madre de Camino Gutiérrez. Me pareció que era oportuno, cuando menos, preguntarle si no le preocupaba cómo podía reaccionar su marido tras haber dirigido ella nuestras sospechas hacia sus hermanos. La mujer sacudió la cabeza y respondió:

-No tiene huevos. Ya intentó ponerme una vez la mano encima y lo paré en seco. A éstos no hay que perderles nunca la cara.

La observé con una irreprimible curiosidad. Tenía buena envergadura, y unos brazos fuertes curtidos por el trabajo en el campo y con los animales. Pero su marido debía de sacarle veinte centímetros de estatura y cuarenta kilos de peso, por lo menos. Me preguntaba cómo habría sido capaz de disuadirle.

-Me pegará unas voces –explicó-, pero eso no me importa, ya no las oigo. A más no se atreve. Sabe que si me toca tendrá que acabar la faena. Porque si me deja viva, entonces lo mato yo.

Según parecía, aquella investigación nos iba a poner en relación con un paisanaje nada banal. Tengo la teoría de que el interés que puede despertar una persona depende mucho de la profundidad con que se cala en ella, porque mirados bien a fondo todos somos más o menos anormales y más o menos vulgares. Pero siendo ésa mi creencia, no la llevo al extremo de ignorar que hay a quienes la personalidad les aflora más que a otros. Por mi trabajo tengo que tratar con mucha gente, y es inevitable desarrollar la costumbre de comparar y destacar a algunos sobre el resto. Aquella mujer era de las que llamaban la atención; tanto, como escaso resultaba a primera vista su marido. Confié en que ella hubiera medido bien las fuerzas de ambos, pero por si acaso no dejé de anotarle mi número de teléfono móvil, con una recomendación:

-Si en algún momento teme algo, llámeme.

Los vi marchar, poco después, con ese raro paso unísono que en medio de la más absoluta gelidez afectiva son capaces de mantener las parejas que llevan el suficiente tiempo juntas. Los dos subieron al coche y sin que hubieran abierto la boca el hombre maniobró y enfiló la calle principal hacia la salida del pueblo.

Era un buen momento para recapitular. Llamé a Chamorro, que intercambiaba impresiones con dos de los guardias del puesto, y le propuse dar un paseo mientras ordenábamos las ideas.

-¿Un paseo? –titubeó mi compañera.

-Sí. Así nos despejamos y exploramos un poco el lugar.

-¿No deberíamos, más bien...?

Conocía lo bastante a Chamorro, y ella me conocía lo bastante a mí, como para que no necesitara terminar la frase. Era una trabajadora diligente, a la que le costaba demorar una tarea si tenía claro que debía hacerla. Y era evidente que había unas cuantas tareas que debíamos acometer en un futuro inmediato. Pero yo, por el contrario, creo que a veces hay que pararse y templar. No estoy seguro de que en el curso de una investigación la línea recta sea siempre el camino más corto entre dos puntos. Y tenía otra razón, puramente táctica, que no me privé de compartir con ella:

-Quiero darle tiempo.

-¿Para?

-Para que los avise, si es que le da por ahí.

Chamorro me miró, tratando de adivinar mi intención.

-Si no es ninguno de ellos, no pasa nada –dije-. Si es alguno de ellos y tiene la sangre fría, nos esperará igual. Y si no la tiene, hará alguna idiotez. Supón que hiciera la peor, salir corriendo. Sabemos cómo es, nos lo ha dejado escrito en la pobre chica. Le cogemos en dos días, si no se entrega o no se pega un tiro antes. Y a riesgo de parecerte incorrecto, ahora que no nos oye nadie, ninguna de esas hipótesis me produce la menor inquietud.

-Muy sobrado te veo hoy, mi sargento –bromeó Chamorro-. Ayer estabas mucho más tenso, si puedo hacértelo notar.

-Ayer no teníamos autopsia, y sobre todo, no me había resignado todavía a la perspectiva de pasarme una semana aquí. Pero ya me he puesto el chip de comer marrones. Y una vez que lo hago, querida, soy una máquina implacable. Además, ahora que lo veo, este sitio no está tan mal. Me apetece conocerlo mejor.

-Desde luego, desisto de entenderte. ¿Cómo me dijiste aquella vez que se llamaba lo tuyo en jerga psicológica?

-Personalidad levemente ciclotímica. Aunque nunca dejaré que me lo mire un psiquiatra, porque supongo que hablaría de trastorno bipolar y me drogaría hasta reducirme los sesos a pulpa.

Chamorro rió de buena gana.

-Eres muy gracioso cuando hablas de esas cosas.

La miré con ternura. Su comentario revelaba hasta qué punto su mente estaba sana y a salvo de cualquier perturbación.

-Es que son cosas muy graciosas –admití-, hasta que dejan de tener gracia. Por eso comprendí que nunca valdría para la práctica profesional de la Psicología y decidí guardar el título en el fondo del armario. Y es que, puestos a escoger, prefiero este negocio de los muertos. Tampoco se consigue arreglar nunca nada, pero por lo menos tienes datos concretos sobre los que trabajar, y a veces puedes llegar a estar medianamente seguro de algo.

-Vaya, veo que vuelves a ser tú –opinó Chamorro-. Por un momento me pareció que te dejabas arrastrar por la euforia.

-Bueno, olvídalo. Vamos a dar esa vuelta, anda.

Ni ella ni yo, para ser sinceros, habíamos acudido allí con un entusiasmo desbordante. Y me parece que era más bien comprensible. En primer lugar, por la índole del caso. Todas las muertes son deprimentes, pero cuando se trunca una vida joven, después de usarla para realizar deseos sórdidos, cuesta mucho encontrar la manera de volver a creer en los semejantes. Por otra parte, agosto es el mes en que andamos más cortos de efectivos en la unidad, o lo que es lo mismo, más sobrados de trabajo, porque la clientela no descansa y porque siempre hay tareas pendientes del curso anterior que intentamos concluir. Y por si faltaba algo, estábamos también en el mes sin noticias por excelencia, lo que movía a todos los medios a ocuparse con amplitud de aquella muerte. Nos gustase o no, ya podíamos contar con trabajar todo el rato con el aliento de la prensa en el cogote, y prepararnos para que a nuestros jefes les entrasen los nervios y la impaciencia por poder dar alguna información. Justo lo último que un investigador juicioso desea hacer, hasta que no tiene atados todos los cabos.

Pero en fin, con esos mimbres había que hacer el cesto, y no era inusual que las cosas nos rodaran así. Si estábamos nosotros allí para ocuparnos de las pesquisas, se debía en parte a que gracias a los permisos veraniegos la unidad de policía judicial de la comandancia competente estaba en cuadro, pero también a que el caso había adquirido demasiada notoriedad. Ya era un valor entendido que a los de la unidad central se nos movilizaba cuando el asunto, por la razón que fuera, presentaba mal aspecto.

Nos despedimos de la gente del puesto, que nos observó, o eso creí, con cierto recelo. Sobre todo Sandoval, el sargento primero que estaba al mando, con el que ya la víspera, cuando nos habíamos conocido, no había establecido una buena química. Él me parecía a mí demasiado cuadriculado y yo a él debía de parecerle demasiado informal. Pero uno no puede ir por ahí enamorando a todo el mundo, tampoco iba a suicidarme por eso.

Era mediodía y el cielo estaba nublado. Aquella luz gris, pero intensa a la vez, le sentaba bien al paisaje. A lo lejos se veían valles de oscuro y cerrado verdor. Mientras bajábamos por una de las callejas empedradas del pueblo, le consulté a Chamorro:

-¿Qué te parece la teoría de la mujer? Con lo que sabemos.

Chamorro alzó las cejas.

-No me parece incoherente. Cuadra con algunos detalles importantes. El hecho de que la cría no se resistiera, o la falta de habilidad para esconder después el cadáver. Cabe pensar en un asesino al que le estorban el raciocinio fuertes remordimientos. Como los que tendría alguien después de matar a su sobrina.

-Entonces estamos de acuerdo en seguir esa pista, mientras no haya otra. ¿Qué te han contado de nuestros tres sospechosos?

-Edades: José, treinta y tres; Samuel, treinta y siete; y Marcos, treinta y nueve. Todos trabajan y están casados. Ninguno, según me dicen los nuestros, se ha metido nunca en líos.

-Muy bien. ¿A cuál atacamos primero?

-Igual me da –contestó Chamorro, encogiéndose de hombros.

 

3. El benjamín.

Antes de abordar al primero de los hermanos, repasé con Chamorro lo que sabíamos de las horas finales de la víctima. La última vez que la habían visto viva había sido el día de su desaparición, a las cuatro y media. A esa hora, sus padres, que iban a hacer la compra del mes al hipermercado más cercano, a unos cincuenta kilómetros, se habían despedido de ella y la habían dejado en la casa familiar, viendo en la televisión un programa de cotilleo. Los animales estaban atendidos, aunque le encomendaron que se diera una vuelta a media tarde por los establos para comprobar que todo seguía como debía. Camino, que había echado los dientes entre las vacas, era perfectamente capaz de hacerlo.

Nadie la vio después. Cuando regresaron los padres, encontraron la casa vacía y la televisión encendida. La puerta de la casa estaba cerrada, pero sin llave. Tampoco esto resultaba demasiado significativo. Era una comarca tranquila y no tenían por costumbre asegurarse siempre de cerrarlo todo a cal y canto.

Dos días más tarde, el perro de un excursionista encontró el cuerpo de Camino a unos treinta metros de una carretera secundaria, semienterrado en un hoyo de no mucha profundidad y cubierto con ramas y hojas. Estaba completamente desnuda. Veinte metros más allá, aparecieron restos de sus ropas. Las habían quemado, pero no del todo. Una chapuza precipitada y grotesca.

El primero al que llamamos de los tres hermanos fue el benjamín, José. Estaba en casa, como nos suponíamos. Era la hora de la comida. Después de identificarme, le formulé mi invitación:

-¿Le importaría pasarse por aquí a eso de las cuatro y media?

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.

-Yo, esto... –habló al fin-. Verá usted, la verdad es que tengo mucho trabajo pendiente, con todo el follón de los últimos días. Si pudieran venir ustedes por el taller...

En condiciones normales, habría accedido sin más a lo que me pedía. Aunque ya sé que no es el talante de todos los funcionarios públicos (entre los que quizá abundan más de la cuenta los que creen ostentar la propiedad de una canonjía de la que nadie puede hacerles responder una vez ganada la oposición), yo asumo que estoy para servir a los ciudadanos honrados (y también, de un modo diferente, a los criminales) y que sólo debo causarles en ese servicio las molestias imprescindibles. Nada me autorizaba a pensar que José Gutiérrez no fuera un ciudadano honrado, así que en principio me sentía inclinado a proporcionarle todas las comodidades que pudiese requerirme y estuviera en mi mano concederle. Pero se trataba de un sospechoso al que me urgía confirmar o descartar como tal (en parte por su propio interés), y para ello me resultaba mucho más útil obligarle a desplazarse.

-Lamento muchísimo molestarle de este modo –dije-, pero espero que se haga cargo. Se trata de una investigación muy delicada, tenemos que interrogar a varios testigos en poco tiempo y por otra parte debemos dejar constancia documental de sus declaraciones. Aquí es donde tenemos los medios para eso.

-Si no hay más remedio...

-Se lo agradezco mucho, señor Gutiérrez.

-¿A las cuatro y media, entonces?

-Bueno, la verdad es que si pudiera ser a las cuatro, mucho mejor. Tenemos otros testigos programados para esta tarde.

-Está bien, como usted diga –se sometió.

-¿Y eso último? –preguntó Chamorro, cuando colgué.

-No sé, se me ocurrió sobre la marcha –respondí-. Le quito media hora de reflexión y le hago saber que voy a hablar con otros. Eso me ayudará a meterles la inquietud en el cuerpo.

-También cabe que sean inocentes –me reprochó mi compañera.

-Bueno, según las teorías modernas, los daños colaterales son inevitables, en cualquier operación de restablecimiento del orden. Yo procuro no causarlos gratuitos, ni irreversibles.

José Gutiérrez se presentó en la casa-cuartel a las cuatro en punto. Daban las señales horarias en el transistor que estaba encendido a medio volumen a la entrada. Chamorro y yo le acompañamos al cuarto que nos habían facilitado al efecto. Mi compañera se sentó al ordenador y yo frente a él. No teníamos necesidad de apuntar todo lo que dijera, ni mucho menos, pero era por crear un poco de atmósfera. Y funcionaba. José, un hombretón todavía más grande que su hermano mayor, parecía intimidado.

-¿Quiere tomar un café? –le ofrecí.

-No, muchas gracias, ya he tomado.

-¿Agua?

-Tampoco.

-¿Un cigarrillo?

-No, muchas gracias.

-Vaya, sí que va a salirnos barato –bromeé-. Ande, tenga, acépteme por lo menos un chicle. Es sin azúcar.

José cogió el chicle. Se lo metió en la boca y empezó a mascarlo despacio. Para ir preparando el terreno le hice las preguntas más o menos generales. Mientras él las respondía, Chamorro tecleaba en el ordenador. Le toqué luego el asunto familiar:

-Así que tiene usted dos niños, ¿de qué edades?

-Cinco y siete.

-Estarán graciosísimos, ¿no? Es la mejor época. Luego, en seguida se hacen mayores y les entran ganas de volar.

-Sí –admitió José, sin demasiado énfasis.

Era el momento de entrar en harina.

-Voy a preguntarle una cosa y quiero que piense bien antes de responder –dije, mirándole a los ojos-. Que haga memoria y que me cuente cualquier idea que se le ocurra, por insignificante o improbable que le parezca. ¿Tiene usted alguna sospecha de quién pudo forzar y asesinar a su sobrina?

Había elegido con mucho cuidado los dos verbos, forzar y asesinar. Si estaba ante el culpable, no podían dejarle indiferente.

-No tengo ni la menor idea –respondió José Gutiérrez, después de un lapso de reflexión bastante más breve que el que yo me habría tomado si hubiera estado en su lugar.

-¿No la vio nunca andar con algún chico mayor? ¿No sabe de nadie que la rondara o alguna vez se metiera con ella?

-Era una cría, sargento. Y si yo hubiera sabido de alguien que la molestara, le habría partido los morros.

Asentí un par de veces, en silencio.

-Ya, ya sé que todo esto es muy desagradable. Pero entiéndanos, tenemos que intentar saberlo todo, agotar todas las posibilidades, incluso las que pueden parecernos más descabelladas a nosotros mismos. Por las fotos que nos han dado, Camino parecía una chica bastante desarrollada, para su edad. Y muy guapa.

Dejé que la palabra guapa flotase en el aire.

-Era muy guapa, sí –confirmó José, con los ojos empañados.

-Cabe pensar, por tanto, que alguien la pretendiera, o se hubiera fijado en ella, a pesar de su juventud.

-Todo el mundo se fijaba en ella. Era bonita desde chica.

-Pero nadie mostraba un interés especial –intervino Chamorro.

-No, que yo sepa. Si lo supiera se lo diría.

-Está bien –retomé la palabra-. Ahora tengo que preguntarle algo que no es más que rutina. Se lo estoy preguntando a todo el mundo, y supongo que ya se imagina por qué y que comprende que no puedo dejar de preguntárselo. ¿Podría decirme qué hizo y dónde estuvo usted la tarde del catorce de agosto?

José Gutiérrez me miró con cara de cordero degollado.

-Estuve en el taller, trabajando, hasta las nueve y media.

-¿Con alguien?

-Con el chaval que me ayuda, hasta las seis. Luego le dejé marchar. Quería ir a las fiestas del pueblo de al lado.

Sopesé su coartada. No era, desde luego, la mejor que me habían ofrecido en mi década larga de experiencia.

-No se dejarán llevar por las bobadas que les ha dicho la loca de mi cuñada, ¿no? –dijo de pronto, con una mirada furibunda-. Pregúntenle a cualquiera. A mí se me caía la baba, con esa niña.

-Tranquilícese, hombre –repuse-. Si le creyéramos culpable de algo le habríamos hecho venir con un abogado.

Alargamos el interrogatorio media hora más. No nos dio mucha información, pero tampoco volvió a perder la calma. Antes de que se fuera, le ofrecí otro chicle. Lo tomó, y depositó confiadamente, en el cenicero que le tendí, el que había estado masticando.

 

4. El tío Samuel.

-¿Qué opinas? –le pregunté a mi compañera, mientras cogía con las pinzas el chicle bañado en la saliva de José Gutiérrez.

Chamorro, que observaba la operación con la bolsita de plástico abierta y lista para acoger la preciosa muestra, optó por hacer exhibición de su prudencia habitual:

-No creo que hayamos hecho ningún avance significativo para acusarle o descartarle. Si descontamos el chicle.

-Pero a ver, qué te parece. ¿Lo crees capaz?

-Pues claro. Todos los hombres sois capaces de cualquier burrada. Me temo que tenéis un problema a la hora de aceptar el mundo tal y como es. Y a veces se os cruzan los cables, se os nubla la vista y os da por tratar de torcer el mundo de mala forma para que se parezca a lo que a vosotros os gustaría que fuera. Por eso el impulso homicida es algo característicamente masculino.

-También matan las mujeres –objeté.

-Llevo veintiún asesinatos investigados. Una sola mujer. Veinte hombres. Echa un vistazo a tu estadística particular.

-Yo no los cuento.

-Pues calcula a bulto. La proporción te va a salir igual. Las mujeres suelen matar cuando no pueden aguantar más. Los hombres, por las razones más peregrinas y a las primeras de cambio.

La vi cerrar la bolsita y sellarla meticulosamente.

-Siento tener que darte la razón –dije.

-Sabes que la tengo.

-Lo que sucede es que en este caso tu razón no nos sirve para nada. No cabe ninguna duda de que lo hizo un hombre. Y con la teoría de que todos somos asesinos en potencia no vamos a ser capaces de distinguir al que aquí lo es efectivamente.

-Bueno, se trata de saber quién es más cafre que los demás. Si es uno de estos tres, habrá que esperar a verlos a todos.

-Puede no ser el más cafre –dije-. Puede ser el más amable.

Chamorro sonrió.

-Sí, ya sé que siempre te gusta imaginarte la historia más enrevesada. Pero ya sabes cómo suele ser la realidad.

-Tristemente predecible –reconocí-. En fin, faltan cinco minutos para que venga el tío Samuel. Y estará advertido, como su hermano pequeño, o quizá un poco más. He visto que José llevaba móvil y me apuesto todos los trienios a que le ha dado tiempo a usarlo. Así que recobremos la compostura y pongámonos serios.

Habíamos citado a Samuel a las cinco y a Marcos a las seis. Los dos habían aceptado venir a nuestro territorio, Samuel sin oponer ninguna resistencia y Marcos tras un breve tira y afloja como el que me había visto forzado a mantener con José. Había dejado diez minutos entre llamada y llamada. Eso nos permitía suponer que habían tenido tiempo suficiente de hablar entre ellos antes de que nos pusiéramos en contacto con el siguiente. Pensé que eso no les daría ninguna ventaja, sino más bien al contrario.

Samuel no vino tan puntual como José. De hecho se retrasó casi un cuarto de hora. Y no pidió disculpas por ello. Se limitó a rezongar, cuando por fin se presentó ante nosotros:

-He tenido que dejar la labor a medias. ¿Va a ser mucho rato?

-No le retendremos más de lo indispensable –prometí.

Samuel rechazó el café y el agua. En cambio, aceptó el cigarrillo, y cuando lo terminó también me cogió el chicle sin azúcar. Mientras tanto, iniciamos el interrogatorio, que no resultó nada fluido. Se notaba que a su hermano pequeño le había dado tiempo a prevenirle contra nosotros. Por otra parte, Samuel, que era el menos imponente de los hermanos que conocíamos hasta el momento, daba la impresión, en contrapartida, de ser el más huraño.

Tenía también dos hijos, bastante más pequeños que los de José, pero cuando le invité, como había hecho con el otro, a mostrar la dulzura paterna que debían de inspirarle, tan sólo gruñó:

-Es una edad asquerosa. No le dejan a uno dormir.

Crucé una rápida mirada con Chamorro. Al menos de entrada el tipo no parecía propenso a la hipocresía.

Su reacción, cuando le preguntamos, como a todos, si tenía alguna idea o alguna sospecha acerca de quién podía haberle quitado la vida a su sobrina, no fue menos destemplada:

-No tengo ni puta idea. Va por mal camino, sargento. Yo le digo que no fue nadie de aquí. Todo el mundo le tenía cariño a esa niña, y aquí no hay más que gente que trabaja para sacar adelante a los suyos. Fue algún cabrón de fuera que la vio en mala hora.

-Pero sus padres la dejaron en casa, al cuidado de los animales; no tuvo por qué salir, en principio. Más bien parece que debieron de ir a buscarla allí –pensé en voz alta-. ¿Le parece a usted que eso lo haría un forastero? ¿No es un poco raro?

-No lo sé. Yo no soy policía. No sé cómo pudo pasar. Eso tendrán que averiguarlo ustedes, que son los que conocen a los delincuentes. O eso es por lo menos lo que se supone.

-Los delincuentes son gente como usted y como yo –dije, mientras observaba el gesto de Chamorro, que se mantuvo tiesa e impenetrable-. Hacen cosas que a usted y a mí nos parecen impensables y espantosas, pero actúan de un modo relativamente lógico. El asesino, salvo raras excepciones, suele conocer a la víctima, y busca la mejor ocasión para atacar. Comprendo que se esfuercen ustedes por pensar bien de sus vecinos. Pero los indicios apuntan a que el culpable vive en el pueblo y tenía cierta familiaridad con la chica, y si todos se empeñan en sostener esa teoría del forastero malvado, me temo que no van a ayudarme mucho.

Creo que Samuel no advirtió hasta qué punto había calculado cuanto acababa de decir. Le estaba enseñando un trapo rojo, y en vez de mirar a otro lado, decidió embestirlo:

-Mire, sargento, no sé por qué da todas esas vueltas. ¿Por qué no me lo pregunta ya, de frente, y sin más rodeos? Mi cuñada le ha metido un disparate en la cabeza y usted se lo ha creído. Y a lo mejor espera que yo acuse a mis hermanos, o que confiese que maté a mi sobrina. Pero está usted equivocado. Digo yo que antes de dejar hacerles ese trabajo deberían enseñarles a distinguir de qué personas pueden fiarse y de cuáles no. Mi cuñada nunca tuvo los sesos muy en su sitio, y ahora se le han alborotado del todo. No digo que no lo comprenda, porque no hay nada más duro que perder a un hijo, pero lo que no entiendo es que ustedes, que se dedican a esto, se traguen sin más sus chaladuras.

-Ya que lo plantea de esa manera, permítame preguntarle dónde estuvo usted la tarde del catorce de agosto –dije-. Y le ruego que se haga cargo de que sólo cumplo con mi obligación.

-Válgame Dios –meneó la cabeza-. De verdad que no me explico cómo tengo que estar respondiendo a esta pregunta. Pero bueno, usted manda. Estuve trabajando en mis tierras hasta las seis, y luego fui a dar una vuelta por el monte con mi hermano Marcos. Volví a casa a eso de las ocho y media y ya me quedé allí.

-¿Tiene quien pueda confirmarlo?

-Mi hermano. Mi mujer. Y los que me vieran pasar cuando iba de un sitio a otro. Pero si no le vale, póngame las esposas.

Me tendió las muñecas. Las observé durante un par de segundos, o mejor dicho aproveché para observar sus manos. Eran grandes, como las de todos los hermanos. Como las del hombre que le había arrancado la vida a la pequeña Camino.

-No le acuso de nada, Samuel –dije-, ni mucho menos voy a ponerle unas esposas. Tengo un trabajo antipático. Me obliga a comprobarlo todo. No se lo tome como una ofensa personal.

Samuel me observó aún con su gesto iracundo, pero a partir de ahí se amansó un poco y el trato con él fue menos rudo. Aproveché, entre otras cosas, para hacerle hablar de su sobrina.

-Verá usted, yo he tardado mucho en tener hijos –nos explicó, en cierto momento, con las mejillas bañadas en lágrimas-. Durante todos estos años, mientras no terminaban de llegar, siempre he querido a Camino como si fuera mía. Sé que a mi cuñada la molestaba, sobre todo porque la niña era muy cariñosa conmigo. Puede que sea por eso por lo que se le han ocurrido las sandeces que les ha contado. Yo no soy un hombre muy efusivo, ya me ven, pero por esa cría, desde que nació, he tenido debilidad. Si ustedes la hubieran conocido. Era tan simpática, la pobrecilla...

Antes de despedirnos, le tendí a Samuel el cenicero.

-Tenga, eche ahí el chicle, que ya se le habrá pasado el sabor.

Y allí lo escupió, sin más, mientras se secaba los ojos.

 

5. El más simpático.

Teníamos ya dos chicles, dos salivas, dos bolsitas que enviar al laboratorio. Pero sobre todo habíamos tenido tiempo para escuchar a dos hombres, que habían clamado su inocencia y derramado ante nosotros sus lágrimas, sincera o insinceramente.

Resulta incómodo buscar la verdad cuando sientes que alguno la está ocultando, cuando te consta que la verdad incuestionable no existe y cuando sabes que la que elijas creer y en su caso sostener tendrá consecuencias desagradables para alguien. Por eso, cuando interrogo a un sospechoso, incluso cuando creo que debo presionarlo, me esfuerzo por no olvidar la gravedad de lo que estoy haciendo. Entre otras cosas, intento recordar en todo momento que sólo estoy autorizado a hacer sufrir a aquel que me miente, si es que para provocar algún sufrimiento puede uno considerar que tiene permiso. Y procuro no emplear más violencia verbal ni psicológica de la estrictamente necesaria, que no suele ser mucha, si sabes hacer bien tu trabajo. Pero a veces uno pierde el control, o tiene un mal día, o está más torpe de lo que debiera, y comete el error de infligirle a alguien un daño inútil.

No diré que no me ha pasado, alguna que otra vez. Y nada me avergüenza más. No me gusta, ni siquiera por una presunta buena causa, sumarme al club de los que abusan de sus semejantes. Contra ese club, en todas sus formas, es contra lo que lucho, en el trozo de trinchera que me toca defender. Sé que hay muchos que creen que he elegido un mal trozo de trinchera, muchos que me miran con recelo o desprecio cuando me presento ante ellos. No me importa, porque sé que ninguna posición te redime, sino que uno enaltece o corrompe el lugar que ocupa según cómo y contra quién combate. De niño no soñaba con estar aquí. Pero aquí estoy. Y teniendo en cuenta las circunstancias, ni me avergüenza ni me quejo de mi suerte. La mayoría de los días puedo irme a dormir tranquilo. No siempre, porque ése es un privilegio reservado a los imbéciles. Pero sí más a menudo de lo que me iría si estuviera en el lugar de muchos que me juzgan con condescendencia.

A veces pienso todas estas cosas, como cualquier ser humano con conciencia y entendimiento, y si me permito apuntarlas aquí no es porque sean indispensables para esta historia, aunque tampoco le sean ajenas, sino por si pueden ayudar a disipar la bruma pertinaz que enturbia algunas mentes, las de aquellos que asumen que por razón de mi oficio sólo puedo ser un perro de presa entrenado para ladrar y morder. La ignorancia, junto a la indiferencia, es la madre de casi todas las injusticias. Reducirla no es sólo una empresa pedagógica, sino un acto de higiene moral.

Y hablando de higiene, Marcos, el mayor de los tres tíos de Camino Gutiérrez, resultó ser con mucho el más atildado y el más simpático de los tres. También el menos dócil. Al final, tuvimos que ir a verle al pequeño negocio de ultramarinos que regentaba en la plaza del pueblo. Llamó a última hora diciendo que se le había puesto enferma la dependienta y que no podía abandonarlo. Me pareció excesivo amenazarle para hacerle ir a la casa-cuartel por narices, así que nos resignamos y a eso de las seis y veinte nos personamos en su tienda. Estaba solo y nos recibió como si, en vez de los guardias que iban a interrogarle en relación con el asesinato de su sobrina, fuéramos la visita que esperaba para ayudarle a sacudirse el aburrimiento. Tratando de hacerle ver el cariz oficial de la entrevista, le enseñé antes de nada mi identificación:

-Soy el sargento Vila, y ésta es mi compañera, Virginia. Trataremos de robarle el menor tiempo posible.

-No se apure. Estoy a su disposición, sargento –dijo, borrando la sonrisa de su rostro pero sin perder por ello la cordialidad.

Recorrí la tienda de una ojeada.

-¿El negocio es suyo?

-Sí –respondió-. Sólo da para ir tirando, pero por lo menos me defiendo. No me arrepiento de haberme gastado en ponerlo la indemnización que me dieron cuando cerraron la mina.

-¿Era usted minero?

-Sí. El peor trabajo que hay. No lo echo de menos. Y eso que me metí ahí porque no me gustaba el trabajo del campo. Ya ve. A veces uno sale de Málaga para meterse en Malagón.

No sé si fue por el clima relajado que la aparente bonhomía de Marcos contribuía a crear, o si me dejé llevar por el cansancio que me producía la repetición. El hecho es que decidí no merodear con él como lo había hecho con sus hermanos:

-Bien, señor Gutiérrez. Supongo que a estas alturas de la tarde ya sabe lo que vamos a preguntarle.

Marcos esbozó una sonrisa triste.

-Alguna idea tengo.

-¿Y qué tiene que decirnos?

-Que me hago cargo. Vienen ustedes de Madrid, a un pueblo pequeño donde han matado a una cría. No tienen ninguna pista, y la madre de la pobre chica les da una, que además les encaja con la idea que se hacen en la capital de la gente de los pueblos. Todos somos unos animales, y no es de extrañar que nos dé por matarnos dentro de la familia, con motivo o sin motivo.

Le observé con interés. No sólo parecía tener mucho más mundo que sus hermanos, sino también bastante más ingenio. Suele ser laborioso interrogar a alguien así, aunque si el ingenio no va acompañado de aplomo, lleva en seguida a despeñarse. Pero tampoco de aplomo parecía que Marcos anduviera falto.

-Es la primera vez que venimos a este pueblo –admití, tratando de resultar conciliador-. Pero no es la primera vez que tenemos que movernos en un ambiente como éste. De hecho, todos los crímenes que resolvemos tienen que ver de una u otra forma con el medio rural, que es el que a nosotros nos toca. No le digo que no tengamos algún prejuicio, pero le aseguro que ése que menciona no lo tenemos. Procuramos guiarnos por la información que encontramos, y cuando nos falta, buscarla. Por eso estamos aquí. Y eso es lo que queremos de usted. Información.

-Pregunten lo que quieran y yo les responderé lo que sepa.

Saqué el paquete de chicles y me metí uno en la boca. Antes de guardarlo, le tendí uno. Mientras lo hacía, trataba de imaginar cómo me las iba a arreglar para recuperarlo cuando lo hubiera mascado. Pero no me dio tiempo a profundizar mucho en estas cavilaciones. Marcos rechazó mi ofrecimiento.

-No, gracias, no me gustan.

Volví a guardarme los chicles. Me contrariaba un poco el fracaso de mi treta, para qué lo voy a negar, pero ni mucho menos me daba por vencido. Todavía me quedaba mi último recurso.

-Supongo que usted tampoco tiene ninguna idea de quién pudo hacerle eso a su sobrina –recobré el hilo.

-No la tengo, no –respondió Marcos, sosteniéndome la mirada-. Lo único que puedo pensar es que tuvo la desgracia de encontrarse con un mal nacido. De dónde salió él, no lo sé.

Yo sabía que su hipótesis, la misma que sostenían todos, era harto improbable. Una niña de doce años es lo bastante mayor como para no irse con el primer extraño que la invite a acompañarlo, y lo más normal es que oponga resistencia si intentan llevarla por la fuerza, lo que me constaba que no había sucedido. Pero Marcos podía creer de buena fe en aquella conjetura. No tenía los datos de que yo disponía para afirmar su inconsistencia.

-Le digo lo que les he dicho a sus hermanos –advertí-. Si eso es todo lo que me cuentan, y si seguimos como hasta ahora, es decir, sin un solo testigo que viera a su sobrina la tarde en que desapareció, nos dejan desarmados. Nos volveremos a Madrid y empezaremos a mirar fichas de violadores, a comprobar quiénes estaban en libertad condicional o habían salido con permiso de la cárcel, etcétera. Un camino largo, difuso y muy poco esperanzador. Por eso les insisto en que traten de pensar y nos den algo con lo que trabajar. Aunque sea una tontería, eso ya lo comprobaremos nosotros. ¿Es que no hay nadie que se les ocurra que pudiera ir esa tarde a casa de su hermano y sacar a la niña de allí?

-Nadie. O cualquiera, sargento. Aquí nos conocemos todos. No creo que mi sobrina hubiera dejado de abrirle a nadie del pueblo. Pero de verdad que no se me ocurre quién de aquí pudo ser.

Crucé una mirada con Chamorro. La invité a que siguiese ella. Con un candor casi virginal, le preguntó a Marcos:

-¿Podría decirnos qué hizo usted la tarde del catorce de agosto?

 

6. Un papel de laboratorio.

La coartada de Marcos Gutiérrez era la que cabía prever. Hasta las seis y algo había estado en la tienda. Luego había venido a buscarle su hermano Samuel para dar una vuelta por el monte. Y a las ocho y media estaba recogido en su casa. No me cabía duda de que se había preocupado de acordar la historia con su hermano. Sobre todo porque era curioso que llegara a su casa justo a la misma hora que Samuel nos había dicho que había llegado a la suya, cuando antes Marcos había tenido que pasarse por la tienda para hacer la caja, según él mismo nos contó. Pero que se hubieran concertado para decirnos lo mismo no quería decir que mintieran. No a los efectos que a nosotros nos importaban.

También Marcos, antes de marcharnos, nos dejó patente el cariño que sentía por la pequeña Camino. No lloró, como sus dos hermanos, pero quiso que supiéramos hasta qué punto mantenía una relación estrecha con su sobrina:

-Muchas tardes venía a la tienda y me ayudaba. Era muy dispuesta y tenía mucha gracia con las clientas. Lo que son los críos. Se sabía todos los precios de memoria. Dios, qué perra vida.

Marcos salió a despedirnos a la puerta de la tienda. Con la luz que había en la calle, pude observar con ventaja sus hombros. Por fortuna, tengo buena vista, y Marcos Gutiérrez tenía el mismo problema que la mayoría de los hombres de su edad.

-Le ha caído algo ahí –dije, mientras hacía como que le limpiaba el hombro-. Ah, no es nada, un poco de polvo.

-Gracias –dijo Marcos, con ese azoramiento que siempre le produce a uno que otro le descubra alguna mácula en su aspecto.

Para entonces, tenía ya bien aferrado entre el índice y el pulgar un cabello de nuestro sospechoso. Siempre le queda a uno esa posibilidad, cuando falla el chicle. Sólo es necesario que el cabello esté entero, hasta la raíz. Como sucede con los cabellos desprendidos o con los que uno pueda arrancar. Esto último es más difícil y violento, pero siempre cabe decirle al tipo que tiene algo en la cabeza y sacárselo así. Puedo atestiguar que es factible.

-Bolsita –le dije a Chamorro, cuando estuvimos aposentados en el interior del coche.

-¿Lo conseguiste?

-¿Acaso lo dudabas?

-Algún día alguien se va a dar cuenta y se te va a enfadar.

-Resolveré ese problema cuando se me presente.

-A lo mejor te mete un juicio, por asalto a la intimidad.

-No pienso utilizar esto como prueba ante ningún juez. Sólo es un atajillo para acelerar la investigación. Ya conseguiremos con mejores artes las pruebas fetén para emplumar al que sea.

Chamorro me tendió la bolsita y dejé caer en ella, cuidadosamente, el pelo que le había sustraído a Marcos.

-Deberías verte la cara. ¿Te enfadarás si te digo que a veces eres como un niño, mi sargento? –preguntó mi compañera.

-Para nada. Intento no dejar de serlo del todo. Los niños saben conservar la ilusión, en medio de este horror que es la vida.

-Salvo cuando el horror cae sobre ellos.

-Por eso tenemos que cazar a este cabrón. Siempre habrá otros, y ya sabes lo que nos encontraremos cuando lo tengamos en la jaula, a un pobre tipo que nos dará todavía más lástima que asco. Ésa es la vida. Como sabemos que no hay forma de acabar con el mal, nos consolamos desactivando a sus instrumentos más torpes. Quizá no es mucho, ni es lo mejor. Pero bueno, algo es.

Nos quedamos en el pueblo un par de días más, para que no se dijera que no nos esforzábamos. Entre los paisanos a los que entrevistamos personalmente, y aquellos otros a los que sondearon nuestros compañeros del puesto, juraría que no quedó hombre, mujer, niño, viejo ni perro al que no se le preguntase si había visto a Camino Gutiérrez la tarde del catorce de agosto. Nadie supo dar razón de ella, ni aportarnos una pista que nos condujera al asesino.

Poco a poco conseguí limar asperezas con el sargento primero Sandoval, a quien no sin ciertas dificultades convencí de que trataba con un profesional suficientemente serio y riguroso y no con el vivalavirgen por el que mi aspecto y mi discurso le habían inducido a tomarme en un primer momento. Gracias a ello, conseguí que compartiera conmigo la radiografía que, como buen jefe de puesto, le tenía hecha al pueblo. Y me enteré de alguna que otra cosa jugosa y sorprendente, pero de nada que pudiera arrojar alguna luz ni abrirme ningún camino en la investigación. Todo apuntaba a que cuando le echáramos el guante al asesino, si es que llegábamos a hacerlo, nos encontraríamos con el típico buen vecino del que jamás nadie habría sospechado que... Lo que por otra parte no debía resultarnos demasiado chocante. A menudo, ése es el patrón al que responde el delincuente sexual.

Cuando tuvimos claro que allí no había nada más que rascar, regresamos a Madrid. Antes fuimos a ver a los padres, a quienes les contamos que estábamos analizando muestras y que debíamos procesar la información que teníamos y cruzarla con nuestros archivos para poder cerrar el perfil del sospechoso y avanzar en la investigación. En fin, la clase de vaguedad que cualquier ciudadano medianamente suspicaz interpretaría como una larga cambiada. El padre de Camino no formuló la más mínima protesta. Pero la madre, con su sequedad habitual, dijo:

-Lo que tienen que hacer es apretarles más. Si les aprietan, el que sea se vendrá abajo.

-Mujer, déjalo ya –suspiró el marido, con aire desesperado.

-No descartamos ninguna pista, señora –dije-. Pero tampoco puedo ocultarle que por el momento no hemos encontrado nada que respalde sus sospechas. Y todo el mundo tiene derecho a que se le trate como inocente hasta que no se pruebe lo contrario.

-Me parece usted un poco blando, sargento –opinó la mujer-. Me da que otro un poco más recio ya lo habría conseguido.

No es agradable que una mujer cuestione tus agallas, pero la peculiar elección que hice en la vida, y el hecho de no ajustarme ni al arquetipo de guardia pegón que tiene todavía interiorizado mucha gente de pueblo, ni al de insolente sabueso norteamericano que suele habitar la mente de los de ciudad, me exponen a menudo a la desconfianza. Por fortuna, aunque sentir que no creen en ti siempre pica un poco, sólo duele las primeras veces.

Resistí pues de manera satisfactoria la tentación de redimirme a los ojos de aquella madre participándole lo que no debía contarle. Aunque me costara, preferí irme con su desdén colgado a la espalda antes que avanzarle que hacía dos días habíamos remitido al laboratorio unas muestras que nos permitirían verificar con fiabilidad casi absoluta su suposición. Sólo había que comprobar si el ADN del semen extraído del cadáver de su hija coincidía o no con el que podía obtenerse de la saliva de José y Samuel y la raíz del cabello de Marcos Gutiérrez. Llevaba un tiempo, pero cuando tuviéramos el análisis sabríamos si estábamos ante un caso resuelto, y la confirmación de sus temores, o ante unos tíos injustamente acusados y un largo futuro de quebrarnos la cabeza.

Aunque el resultado del análisis me provocaba una inevitable expectación, también tenía razones para la tranquilidad. Saliera lo que saliera, algo habríamos conseguido. Hay quien aspira, o dice aspirar, a remediar todos los males del mundo. Yo me conformo con que cada día, al levantarme, me aguarde en mi mesa un dibujo un poco menos emborronado que el día anterior.

En el pueblo, el ambiente se mantuvo menos apacible. Recibimos una llamada de Sandoval. El hermano pequeño, José, había protagonizado una agria discusión con la madre de la niña. Los nuestros habían tenido que intervenir para separarlos. Sandoval completó el informe con el laconismo que le caracterizaba:

-No se hicieron daño. Ya le he dicho a la mujer que se esté tranquila y al cuñado que no se le acerque. Veremos.

-Así que José –dijo Chamorro, cuando le conté el incidente.

-¿Crees que eso le hace más sospechoso? –le pregunté.

-Quizá no. ¿Y tú? Vamos, seguro que tienes tu candidato.

-¿Me estás pidiendo que apueste?

-Por qué no.

-No lo sé, ni quiero pensar. Prefiero que no sea ninguno. Como sea alguno de ellos no me va a dar ninguna alegría.

Esa misma tarde nos llegó el resultado de los análisis. Qué fría y parca queda la verdad, escrita en un papel de laboratorio.

7. Un asunto familiar.

En el camino de Madrid al pueblo, mientras Chamorro permanecía concentrada en la conducción, pensé largamente en la difunta Camino Gutiérrez Expósito. Su vida le había dado para conocer la luz del sol, el sabor del agua fresca o el del pan recién hecho; para admirar las estrellas en las noches despejadas, esperar ansiosa la llegada de los Reyes Magos y después dejar de creer en ellos. Y poco más. Pensé que ignoraba si había sentido el calor agridulce del arrebato amoroso, que desconocía lo que quería ser cuando se hiciera mayor, si es que deseaba algo, y que tampoco me constaba, por ejemplo, si había vivido el sobresalto de descubrirse un buen día mujer. Sólo sabía que era simpática, que todos la querían, que era una niña responsable y cariñosa. Y podía mirar a la cara que había tenido antes de que la muerte se la vaciara de luz. Me observaba desde una fotografía de primera comunión y desde otra, más reciente, tamaño carnet. Incluso en la segunda, más pequeña y borrosa, despuntaban sus enormes e intensos ojos azules. Camino había sido la típica niña rubia de aire límpido y angelical. Quizá, con el tiempo, se hubiera convertido en una de esas mujeres que saben conducir a los hombres a diversas formas de perdición. Y quizá hubiera disfrutado con ello. O quizá le hubiera servido para sufrir ella también. Pero le habían interrumpido el viaje antes de que pudiera hacer o hacerse algún mal. ¿Por qué a ella y no a quien la había asesinado? Ése es el tipo de preguntas que uno no debe hacerse nunca. Conducen a la melancolía, como también me invitaba a ella la perspectiva de tener que enfrentarme al culpable. Otros, aunque fuera brevemente, habían disfrutado de la gracia y la desenvoltura de aquella niña. A mí, que jamás iba a verla, me tocaba en cambio habérmelas con la siniestra presencia de aquel hombre lastrado por la atrocidad cometida. No es nada reconfortante comprobar que a uno le incumbe siempre eso, el lado penoso y mugriento de la historia.

-Me resulta increíble –dijo de pronto Chamorro.

-¿Por qué? –dije yo, volviendo de mi ensimismamiento.

-Parece mentira que a estas alturas pase algo así. Es como si retrocediéramos en el tiempo, a la España negra de hace cincuenta años. ¿Cómo es posible que quede todavía esta clase de gente?

-No sé si tu diagnóstico es muy correcto –dudé-. Por un lado, es verdad que esto parece fruto del atraso y la bestialidad ancestral. Pero por otro, tiene una faceta desdichadamente moderna. La misma que hace proliferar a esos pervertidos que fotografían niños desnudos en las guarderías. Habría que pensar por qué el personal tiene últimamente tantos desórdenes de esa índole, y por qué es capaz de llevarlos a los extremos más inmundos.

-No irás a decirme ahora que la culpa la tiene el relajo de las costumbres –insinuó mi compañera, con espanto-. De ahí a sumarte a los que justifican la violación de cualquier chica que ose ponerse una minifalda sólo hay un paso, mi sargento.

-No, el relajo nunca daña. Al revés, me temo que el problema está en que a la gente le tensan demasiado y con demasiada frecuencia el subconsciente. Desde los que para anunciar una marca de aire acondicionado te sacan a una maciza haciendo un striptease hasta los que publican esas revistas para adolescentes con titulares tales como Veinte secretos para ponerle a cien. El inconsciente es una máquina jodida, en eso Freud tenía más razón que un santo, y no todos somos igual de capaces de mantenerlo a raya. Toda esta manía generalizada de revolucionarlo a tope para cualquier nimiedad tiene que acabar produciendo consecuencias.

Chamorro sacudió la cabeza.

-No sé que me deja más patidifusa. Si que le des la razón a Freud o esta sensación que me está entrando de que disculpas a los pobrecitos que se echan al monte inducidos por la publicidad.

Como ya temía que iba a malinterpretarme, sonreí.

-Que mis relaciones con Freud no sean cordiales no quiere decir que le niegue el pan y la sal. Y en cuanto a lo segundo, parece mentira que me conozcas tan poco. Yo no disculpo a nadie. Al revés. Creo firmemente en el pecado original. El ser humano es culpable por naturaleza, porque en la inmensa mayoría de los casos, cuando hace una canallada, también pudo elegir no hacerla. No estaba haciendo consideraciones morales, sino mecánicas. Intento comprender el mecanismo que lleva al delito, nada más.

-No sé, no sé –receló Chamorro-. Me da que tienes por ahí revoloteando una fibra cavernícola. Deberías vigilarte bien.

En fin, como uno nunca tiene la certeza de ser trigo limpio, no podía oponerme con contundencia a la conjetura de mi compañera, así que la dejé estar. Cuando llegamos al pueblo, fuimos en primer lugar a la casa-cuartel y le pedí a Sandoval un par de hombres. Podría haberme arriesgado, pero iba a detener a alguien más fuerte que yo, no estaba seguro de que se aviniera y tampoco quería a aquellas alturas exponerme a que se me escapara.

Su reacción, cuando nos presentamos ante él y le pedimos que nos acompañara, me confirmó lo acertado de no ir solo.

-Me dejaré llevar por no montar un lío –dijo, hosco-, porque a las malas los cuatro juntos no me ibais a poder.

Siguió en la misma actitud cuando Chamorro y yo, ya en la casa-cuartel, nos encerramos con él para interrogarle:

-Ni así me arranquéis la piel a tiras me vais a hacer reconocer que hice una cosa que no he hecho. Esto es una gilipollez.

Le observé. Traté de hacer el ejercicio que siempre hacía el brigada Atienza, el más antiguo de la unidad y también el interrogador más curtido: adivinar a primera vista si el detenido iba a confesar o no. Él no fallaba nunca, pero ni yo tenía su experiencia ni tampoco su habilidad para aquellos menesteres. Me limitaba a aplicar, no siempre bien, las lecciones que de él había recibido. Y tenía que conseguir que aquel hombre cantara. Todo iba a ser mucho más fácil y mucho más limpio si lo hacía.

-Tranquilo, señor Gutiérrez. Nadie le va a poner una mano encima. Ni siquiera le pienso insultar. Pensemos en lo importante.

Saqué mi teléfono móvil. Mi oponente me miró, escamado.

-A ver, deme el número de su casa –dije.

-¿Cómo?

-El número de su casa –repetí mirándole a los ojos-. Sería bueno que hablara con su mujer. Y también con sus hijos. Es bastante posible que tarde mucho tiempo en volver a verlos.

Al principio, se quedó descolocado. Luego me dio el número y, cinco minutos después, el tiarrón lloraba a moco tendido mientras al otro lado de la línea su hija le contaba lo que había hecho durante la mañana. Cuando acabó, le hice una seña a Chamorro.

-Sabemos que fue usted –dijo, con suavidad-. Y tenemos pruebas, porque dejó un rastro demasiado claro. Le aseguro que no tiene ningún sentido que se resista a hablar, a estas alturas.

-Verá, señor Gutiérrez –añadí-. Para usted esta situación es nueva. Pero mi compañera y yo la hemos vivido muchas veces. Sabemos como va esto mucho mejor que usted. Y si hay algo de lo que no debe caberle ninguna duda es que después de contarnos lo que pasó se va a sentir aliviado. Les pasa a todos.

Le costó ponerlo en palabras. Al principio usaba tantos rodeos que casi no se entendía lo que quería decir. Pero luego empezó a hablar de forma mucho más precisa, a nombrar todo, los actos, los lugares, los objetos. A partir de cierto momento, me dio la impresión de que no estaba contando algo que había hecho, sino una película que había visto. Eso le permitió proporcionarnos todos los detalles que podíamos necesitar. Tres cuartos de hora después de sentarnos con él, habíamos logrado arrancarle una confesión exhaustiva, y elementos suficientes para respaldarla con otras pruebas. Con los homicidas impremeditados, como lo era aquél, sucede más a menudo y más fácilmente de lo que se cree.

No pude odiarlo, desde luego. Estuve a punto de preguntarle por qué, pero supe que la pregunta era inútil: no había ninguna razón. Simplemente se le había desbocado el caballo, y luego había intentado ocultar los platos rotos. Es un cuento oscuro, triste y estúpido, pero se repite con recalcitrante frecuencia.

Antes de separarme de él, José Gutiérrez me preguntó:

-Sargento. ¿Es verdad que en la cárcel, a los que...?

Aquello era el remate. Incluso Chamorro bajó los ojos.

-No se preocupe –le dije-. Le darán protección.

Nunca me gustó, pero desde entonces me gusta aún menos. Por nada del mundo quiero encontrarme con un asunto familiar.

 



7

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