Mamá abrió la puerta y encontró al otro lado a
Will Smith caracterizado como el cazaextraterrestres de Men in
Black. Traje negro impecable, camisa blanca, corbata negra,
gafas oscuras. En la mano, alzándola como si no pesara, la aparatosa
y plateada desintegradora de alienígenas. Cualquier otra, más
impresionable, o que no acabara de ver mirándose en el espejo a
Tommy Lee Jones, igualmente pertrechado y vestido, hubiera dado un
grito de espanto. Pero mamá, que siempre ha sido bastante socarrona,
y detallista hasta fastidiar, tan sólo observó:
-Coño, Jonathan, tendrías que haberte pintado las
manos. Así eres el negro más increíble que me he echado a la cara.
No pude ver la expresión de Jonathan, porque no
me encontraba cerca y porque carezco de la agudeza visual necesaria
para distinguir unos ojos a través de un par de pequeños orificios.
Mamá tampoco debió de verla, pero en seguida añadió:
-Eso sí, debo admitir que tienes buena planta de
sobra como para que lo demás resulte bastante convincente.
Y como si en ese momento intuyera que yo lo
necesitaba, o quizá por seguir riéndose de nosotros, se volvió y me
dijo:
-Tú tampoco quedas mal, Tommy Lee. Con esas
pintas y la artillería, vais a hacer que todas se desmayen a
vuestros pies.
Como de costumbre (salvo en lo último, que no lo
había dicho en serio) mamá tenía razón. Jonathan estaba demasiado
pálido para aspirar a dar el pego mientras llevara las manos
desnudas, por muy lograda que estuviera aquella careta (como lo
estaba la mía de Tommy Lee, dicho sea de paso). Pero en verdad mi
amigo tenía tan buena planta como Will Smith, si no mejor; un mérito
que le reconozco sin mezquindad porque somos de la misma estatura y
semejante complexión, lo que implica que al ponderar su apostura
pondero de paso la mía propia.
-Ya te vale, mamá -dije, aunque sabía que era
como no decir nada. Nunca acertaba a responderle en condiciones
cuando se burlaba de mí, y Jonathan, que era menos desenvuelto y
ante ella sufría el lastre añadido del respeto debido a la madre del
colega, ni siquiera consideró la posibilidad de replicar.
-Qué tal, tío –murmuró bajo la careta,
dirigiéndose a mí y omitiendo, más por azoramiento que por
descortesía, cualquier forma de saludo a quien acababa de abrirle.
-Bien –informé lacónicamente-. Pasa, que estoy
terminando.
Jonathan entró y se vino conmigo hacia mi
habitación.
-Jesús, qué hoscos sois los adolescentes –opinó
mi madre, mientras nos miraba alejarnos por el pasillo, aunque a los
veintiún años que tanto yo como Jonathan contábamos, el término
"adolescentes" no era sino una forma más de zaherirnos.
Estuvimos en mi habitación durante un cuarto de
hora, preparando el plan de ataque. Aproveché también para buscar y
prestarle a Jonathan un par de guantes negros de cuero con los que
subsanar la deficiencia que mamá había detectado en su
caracterización. Luego nos deslizamos hasta la puerta y,
aprovechando que ella andaba ocupada en la cocina, nos despedimos
desde el umbral y cerramos sin darle tiempo a infligirnos otra de
sus ocurrencias. No quiero que se me malinterprete, aunque éste
pueda ser un aspecto marginal del relato: nos caía bien mamá, tanto
a mí como a Jonathan, y quizá por el hecho de ser tan joven (aún no
había cumplido los cuarenta) y haberme tenido soltera, mostraba una
comprensión que me hacía sentir afortunado entre mis amigos. Las
demás madres, mucho más añosas, tendían a considerar a la gente de
mi generación, salvo raras excepciones, como una manada de
psicóticos abúlicos y delincuentes en potencia de los que cabía
esperar cualquier desmán. Pero por muy enrollada que fuera mi
progenitora, a nadie le hace demasiado feliz que le tomen el pelo o
le saquen los colores, aunque lleve una careta para ocultarlos. Y
ella tenía una propensión irresistible a tomárselo todo a
cachondeo, además de ingenio sobrado para pinchar siempre donde
dolía.
Salimos pues a la calle con una sensación de
liberación, mientras desde lejos nos llegaba, apenas audible, el
"tened cuidado" que mi madre, pese a todo, no podía dejar de
proferir. Estábamos en carnaval, llevábamos dos disfraces cojonudos,
y teníamos todas las bazas para ser la sensación allí donde
entráramos. Jonathan cargaba con una provisión de hachís y yo con la
petaca de whisky de malta. Mucho tenían que complicarse las cosas
para que no fuera una noche memorable. Y aquí debo decir que lo fue hasta extremos
que entonces no podíamos sospechar.
Y eso que los comienzos fueron más bien vulgares.
Por la calle nos fuimos tropezando con la fauna de siempre. Frente a
sus colores chillones, y sus maquillajes exagerados, nuestra negra
sobriedad suponía un contrapunto de casi insoportable elegancia.
Frente a sus aspavientos, sus contoneos y sus burdas imitaciones de
otros carnavales, ya fueran tropicales o venecianos, nuestro
contenido hieratismo de liquidadores nos otorgaba un aire de
originalidad y singularidad que ni los más descacharrados y horteras
podían dejar de notar con admiración.
Como de costumbre, nos fijamos en lo que nos
interesaba. Al lado del payaso disfrazado de carioca,
inevitablemente, iba una payasa disfrazada también de carioca. Pero
así como el payaso era siempre un payaso a secas, la payasa tenía a
veces un bonito ombligo, una pechuga contundente, o un cuello airoso
que la desnudez permitía valorar y disfrutar en toda su extensión y
sazón. Y también junto al arlequín veneciano solía haber una
arlequina, pero asi como el tipo no parecía más que un tontaina
amanerado y cursi, a la chica la parafernalia arlequinesca de pronto
le confería un misterio que, aunque rudimentario y consabido, no
dejaba de tocarnos esas fibras que entrelazadas formaban el
recóndito tejido de nuestra debilidad viril.
Luego estaban los otros, la chusma de los
disfraces groseros, donde se contaban todos los que se cubrían con
caretas de políticos o de cantantes pop, los hombres vestidos de
mujer, los palurdos disfrazados de hortalizas, monstruos, animales o
personajes televisivos. Formaban una turba entre la que discurríamos
impertérritos, acatando tan penosamente como quizá en ninguna otra
ocasión la regla de convivencia que exige sufrir la presencia de los
demás aunque ésta sea insufrible.
Con la ayuda de algún canutito, que íbamos
fumando mientras caminábamos, con gestos tan austeros y precisos que
nadie habría sospechado lo que se incendiaba entre nuestros dedos de
no haber sido por el inconfundible olor, llegamos hasta la primera
estación de la noche: el Iguazú. No es un sitio cuyo paisanaje suela
gustarnos demasiado, pero la decoración con cascadas que resbalan
sobre los espejos de las paredes siempre nos resultó agradable. Allí
pedimos los primeros gintonics, escuchamos la primera música y nos
marcamos las primeras exhibiciones en la pista, abriendo amplios
círculos entre los danzantes con nuestras cromadas armas, que
centelleaban al reflejar las luces del local. Estuvo bien y nos
divertimos bastante hasta que uno de los asesinos búlgaros que hacen
de porteros se acercó a nosotros y nos hizo con el pulgar una seña
difícil de malinterpretar. Habríamos podido desoírla, naturalmente,
pero estábamos en carnaval y nos sabía mal que la familia del
búlgaro recibiera en tan festivas fechas la noticia de que Dmtri (u
Oleg, o Luboslav) había sido desintegrado por dos
cazaextraterrestres. Así que nos echamos nuestras armas al hombro y
salimos de allí, con paso firme y en absoluto apresurado, aunque sin
perder de vista el rictus del búlgaro por si el sentido común
aconsejaba inopinadamente alguna súbita pérdida de la compostura.
Del Iguazú nos fuimos al Saratoga. Un sitio de
bastante mal gusto, si había que juzgarlo sin indulgencia, pero
donde solían recalar numerosas jovencitas de estimulante variedad
étnica. Con los aparejos carnavalescos, la profusión de máscaras y
demás zarandajas, costaba apreciar aquella noche los matices de
muchas de ellas, pero también la atracción está hecha de aquello que
oculto se intuye, se adivina, o se imagina libremente. Otro
canutito, otras dos rondas de gintonics, y algunas libaciones de mi
petaca, nos pusieron en el tono justo para desencadenar la ofensiva.
Seleccionamos objetivos, nos dividimos e iniciamos las respectivas
maniobras de aproximación. Para que no se diga que soy un cronista
complaciente o sospechosamente ditirámbico, anotaré que pinchamos en
hueso, y unas cuantas veces. Es lo que tiene atacar con audacia, que
a menudo te lleva a morder el polvo. Jonathan, entre otras, lo
comprobó con una suculenta mulata. Parecía estar sola, pero en el
momento más inapropiado, justo cuando mi compadre se contoneaba ante
ella (piernas flexionadas, la espalda hacia atrás e imitando con el
arma un movimiento de subebaja bastante significativo), regresó del
servicio el hermano mayor de Mike Tyson, que era al parecer el
propietario de la bella. Aunque venía disfrazado de Piolín, ello en
absoluto disminuía su capacidad intimidatoria, porque la máscara era
sólo de medio rostro y dejaba ver una mandíbula que sólo habría
podido erosionar un mazo de picapedrero.
Mi suerte no fue mejor. Dos o tres me miraron de
arriba abajo e incomprensiblemente (mi terno era impecable, mi
arquitectura de torso perfecta, mi arma una pasada) se mostraron
indiferentes a mi reclamo. La única que entró en la red, una
sugerente magrebí, aunque lo bastante poco imaginativa como para
disfrazarse de Scherezade, empezó a los dos o tres segundos de
tenerla abrazada a gritarme al oído (el volumen de la música imponía
esa forma de comunicación) una historia terrible que iba a
desembocar, a los pocos minutos, en un ofrecimiento de matrimonio.
Desposándola, me aseguró implorante, le haría el favor de sacarla de
aquel infierno que acababa de describirme. Es verdad que a cambio
prometía fidelidad perruna, obediencia ciega y abstenerse de
reivindicar ninguno de los derechos que las mujeres occidentales dan
hoy día por supuestos, cosa que aún en mi mocedad e inexperiencia
pude columbrar que no dejaba de resultar un valor codiciable. Pero
qué le vamos a hacer, yo era aún demasiado joven e irresponsable
para comprometerme y tampoco me atraía tener que lidiar con sus
presumibles hermanos o primos, así que apenas vi un resquicio salí
de estampida.
Me reuní con Jonathan y sincronizamos nuestros
relojes. Eran las dos y veinte y no estábamos, ni mucho menos,
satisfaciendo las expectativas. Se imponía empezar a apostar fuerte,
echar el resto, jugarse el todo por el todo. Nos fumamos otro
petardo a la puerta del Saratoga, admirando la limpieza de la noche.
Acto seguido, sin movernos de allí, y sin dejar de escudriñar el
firmamento, con nuestras armas siempre prevenidas, vaciamos lo que
quedaba en la petaca. Respiramos hondo, carraspeamos, y al cabo de
unos segundos de reflexión fui yo el que propuso (pero Jonathan
estaba pensando lo mismo):
-Vamos a dejarnos de memeces. Al Mercury.
En la ciudad había muchos sitios, pero el Mercury
era el sitio. Allí se juntaban el mejor ambiente, el mejor
equipo de sonido, la mejor música, el mejor alcohol, las camareras
más potentes y, por si todo eso fuera poco, o precisamente como
consecuencia de ello, la clientela más sofisticada y selecta. Allí
uno no se encontraba niñatos ni niñatas (bueno, aparte de nosotros
mismos, cuando nos dejaban entrar), sino gente con una soltura y un
savoir faire que eran requisito para que se te franqueara el
paso. Por eso, lo admito, estábamos un poco tensos cuando nos
acercamos a la entrada, mientras escrutábamos los rostros
impenetrables de los dos gorilas que estaban de plantón. Pero en
ningún momento dudamos, ni por un segundo aflojamos la marcha;
avanzamos hacia ellos como si no estuvieran allí, y a la vez sin
rehuir sus miradas. Pudo ser esta determinación (o quizá el hecho de
que fuéramos vestidos como ellos, que debió de excitar en sus
oscuros e impredecibles cerebros alguna simpatía) lo que les movió a
apartarse discretamente a nuestra llegada. Aunque uno de ellos,
mientras nos dejaba pasar, no se privó de advertir:
-Los bazookas los dejáis en el guardarropa.
Se estaba portando bien, y no era cosa de
estropear la fiesta por una nimiedad, así que no le aclaramos que no
eran bazookas, sino desintegradoras de alienígenas, y atendimos su
sugerencia. Se las dejamos, contra entrega de las correspondientes
fichas, a la chica soñolienta que atendía el guardarropa.
Entramos en la sala mientras sonaba, qué mejor
recibimiento habría podido imaginarse, la versión de Sweet Dreams
de Marilyn Manson. Entre las luces, los acordes de la música, y el
tentador bullicio multicolor que formaba la concurrencia, Jonathan y
yo sentimos un simultáneo subidón de optimismo.
-Aquí triunfamos, tío –dijo Jonathan.
-Sip –asentí-. Pero vamos a hacer algo para que
cambie la onda. Algo que nos haga entrar con otro pie.
-¿Cómo por ejemplo?
-Cambiémonos las caretas.
No sé por qué se me ocurrió esa chorrada, ni
mucho menos por qué creí que ello pudiera mejorar nuestra suerte.
Pero se me ocurrió, lo dije, y Jonathan, que estaba tan colocado
como yo, lo encontró gracioso, así que se arrancó la jeta artificial
que tapaba la suya auténtica, se sacó los guantes que disimulaban su
ascendencia aria, y medio minuto después yo me convertía en Will
Smith y él en Tommy Lee Jones. Así permutados, y por mi parte,
estúpidamente animado por el cambio que suponía mi migración racial,
nos acercamos a la barra a pedir los que iban a ser, esta vez sí,
los últimos y definitivos gintonics de la noche.
Los vaciamos en apenas tres o cuatro tragos, nos
miramos y nos internamos con decisión en la pista. Estábamos en el
lugar más complicado, allí donde la lógica decía que con mayor
motivo habíamos de fracasar si habíamos fracasado en los anteriores.
Pero a la vez estábamos tan borrachos como para creer que cualquier
acontecimiento absurdo resultaba posible, y la fe es la que consigue
que el ser humano alcance lo único que justifica su existencia:
aquello que no merece ni le corresponde.
Que nadie me pregunte cómo sucedió, porque no
sabría responderle. El caso es que pocos minutos después (que nadie
me pida tampoco que precise cuántos), Jonathan sujetaba por la
cintura a una inconcebible rubia disfrazada de valquiria, con el
rostro semioculto por un antifaz escarlata. Sumando el casco alado a
su estatura natural la chica rozaría el uno noventa de apabullante
mujerez. Yo, por mi parte, había establecido contacto visual con una
mujer también grandota y rotunda, aunque morena de cabello. Armada
con el proverbial pero siempre eficaz disfraz de madrastra de
Blancanieves (mejorado con un espectacular escote que le dejaba los
hombros al descubierto), suponía una tentación por la que al punto
me sentí capaz de llegar al crimen y a la abyección más extrema.
Pero no hizo falta, porque en seguida me demostró que se había
fijado en mí, y no sé si es que le ponía Will Smith o el traje
negro; el caso es que sin apenas preliminares se acercó con paso
resuelto hasta donde yo estaba y empezó a bailar ante mí con unas
sacudidas que hacían temblar bajo el corpiño sus pechos generosos y
volcánicos.
Nunca olvidaré ese instante. Sonaba a todo
volumen Das Modell, en la versión de Rammstein, mientras
aquella proa impúdica surcaba el aire viciado del Mercury,
alborotándose con cada golpe de la percusión. Su sonrisa se dibujaba
en rojo en el hueco que la máscara le dejaba a la boca, y las brasas
de sus ojos ardían bajo las finas cejas de la bella madrastra. Me
producía una rara sensación, como si la conociera de siempre. Lo que
quedó claro fue que aquella mujer era mía, si la quería, y vaya si
la quería. Todo el alcohol y todo el deseo acumulado de la noche se
agolparon en mis zarpas y la aferré por el talle. Como yo había
esperado, como ya sabía, ella se dejó hacer, echando la cabeza hacia
atrás, colgándose de mis brazos y abandonando su equilibrio a la
fuerza con que la sujetaban mis dedos.
No tardamos en encontrarnos los dos solos en uno
de los reservados del Mercury. Fue una conjunción salvaje, por su
parte no menos que por la mía. Nuestros cuerpos chocaron, nuestros
labios se atornillaron, nuestros dientes hicieron saltar chispas. Yo
maniobraba bajo su falda, ella, bajo mi pantalón. Gemidos animales
escapaban de nuestras fauces. Aunque las dos máscaras permitían
acceder a la boca, pronto se hizo evidente que iba a ser muy
incómodo seguir besándose así. No me lo pensé ni un segundo y me
arranqué el careto de Will Smith, he de confesar que sin ningún
pudor y con un hondo alivio.
-Deja que te quite la tuya –jadeé, en cuanto lo
hube hecho.
Entonces ocurrió algo que no esperaba. La
madrastra de Blancanieves denegó violentamente con la cabeza y se
sujetó la máscara. Traté de arrebatársela, pero sus dedos la asían
con fuerza sobrehumana. "Qué demonios", me dije entonces, "si no
quiere que la vea, no la veré, lo que yo quiero es cepillármela". Y
olvidándome de la careta, reanudé el ataque. Pero noté que de pronto
tampoco estaba por la labor, con incógnito o sin él. Sus piernas se
cerraban, el brazo con el que no apretaba contra su rostro la faz
postiza de la madrastra me rechazaba y trataba de impedirme que la
abrazase. Pero calculaba mal sus fuerzas, y calculaba mal también
acerca de lo borracho, desesperado y enardecido que yo estaba. No
voy a contarlo como una hazaña, porque sé que no lo es. Mientras
sonaba Zan, de Dir en Grey, una música que ya difícilmente
podré olvidar, vencí la fuerza de su brazo, abrí sus piernas, e hice
con ella lo que a aquellas alturas sólo a tiros habrían podido
impedirme hacer. Mientras yo iba y venía, enfebrecido, ella
temblaba, sollozaba, gemía; en fin, tantas cosas que desde este
instante de frialdad en que lo recuerdo sólo pueden producirme, como
imagino que al lector, una impresión ominosa. Pero cuando acabé,
ebrio de lujuria y placer, aún cometí con ella una postrera
indignidad. Quise terminar de poseerla, acaso de humillarla,
arrancándole la máscara, robando no sólo el sabor de su carne que
había rendido a la mía, sino también aquella identidad que ella
deseaba mantener oculta.
Tiré con todas mis ganas, y la desenmascaré al
fin. Y ahí fue cuando sucedió algo que me dejó sin habla. Bajo las
facciones implacables y extrañas de la madrastra de Blancanieves,
apareció el rostro atormentado y familiar de mamá.
Desde entonces, se han enrarecido mis relaciones
con las dos personas a quienes más quiero, mi amigo Jonathan y mamá,
cuyos cuerpos se habrían encontrado en aquel u otro reservado del
Mercury, no sé si felizmente o no, pero sí sin causar tan inmenso
estropicio, si a un imbécil que yo me sé no se le hubiera ocurrido
proponer un inoportuno cambio de caretas.