Como cada mañana...

 

Como cada mañana, la primera sensación que obtengo al despertar es el olor acre que sube desde mis axilas. Es el lado malo de llevar tanto tiempo sin lavarse, aunque también he descubierto, cosa que no imaginaba al principio, que la circunstancia, en todo caso ajena a mi elección, tiene algunos efectos beneficiosos. Desde que mi piel no recibe más que de vez en cuando el agasajo del agua y el jabón, los eczemas que antaño me atormentaban han mejorado mucho. Eso puede ser una razón para concluir que cada forma de vida tiene sus contraprestaciones, y que no necesariamente la privación, como uno tiende a creer, representa una calamidad que deteriore la existencia. Pero siempre que mi cerebro produce razonamientos de este tipo, acaba asaltándome la misma sospecha: estoy buscando consolarme. El hombre es una máquina de encontrar consuelo, no importa cuál sea la circunstancia.

Esta mañana hace frío. He aprendido a valorar la trascendencia de la temperatura exterior. Dispongo de mantas y ropa de abrigo, pero ahora me doy cuenta de qué pobre es esa defensa. Las mantas exigen inmovilidad, y la ropa de abrigo estorba para muchas acciones necesarias. Pienso en una de ellas. Si quiero tomar un desayuno caliente, tendré que ir a buscar leña. Puedo tirar de lo que me queda de madera dentro de la casa, como he hecho en alguna otra ocasión, por comodidad, pero ya he entregado a la hoguera los enseres más o menos superfluos y soy consciente de lo estúpido de ponerme a astillar la mesa en la que como, la silla en la que me siento o el aparador donde guardo los víveres. Así pues, me abrigo, pese a la pereza, y salgo a la intemperie.

El bosque no está cerca. Tampoco está lejos. Pero ambos conceptos han pasado a tener dimensiones diferentes y en todo caso desfavorables. La cercanía supone tiempos y caminatas antaño desconocidas. La lejanía, pura y simplemente, imposibilidad. A veces pienso en los contornos de mi mundo, ahora. Los confines de la normalidad abarcan un radio de unos cinco o seis kilómetros, que es lo que puedo recorrer en una hora de ida y otra de vuelta. Los días extraordinarios puedo ampliar ese radio hasta los quince o veinte kilómetros, siempre suponiendo que disponga de agua y comida en cantidades por encima de lo habitual. El extremo de mi intrepidez, asumiendo un cierto riesgo de pérdida de todo cuanto tengo, este lugar para vivir y los medios para prolongar mi existencia, no supera los cuarenta kilómetros. Pero sólo he asumido una vez una expedición de esa magnitud. Confieso mi miedo a lo que implica: un día de ida y otro de vuelta, un agotamiento que me haría más vulnerable y dormir una noche en paraje ajeno y por tanto peligroso. En cuanto a lo que hay más allá, fuera de ese círculo de cuarenta kilómetros, sencillamente no existe. Es como Marte o la galaxia de Andrómeda, algo que puede preocuparme en un nivel especulativo, pero que no forma parte de la realidad que me es dado vivir. A veces vienen de allí seres y contratiempos, pero su llegada no me transporta a esa realidad inasequible. Simplemente tuerce (o en contados casos ameniza) mi propia realidad, lo único que he aprendido a aceptar que me importe, porque la supervivencia impone tales restricciones. En estos años, la práctica de la abstracción es algo que he abandonado casi por completo. Ha dejado de ser rentable, y mis recursos vitales son exiguos. No puedo dilapidarlos en esfuerzos sin un fruto claro e inmediato.

El paseo hasta el bosque es uno de los esfuerzos admisibles. Me lleva veintidós minutos de ida y veintiuno de vuelta (el regreso es cuesta abajo). Ahora ya no puedo medirlo con tanta exactitud, pero me acostumbré a hacerlo, con este trayecto como con los demás que solía hacer, cuando aún duraba la pila de mi reloj. Supuse que me sería útil contar con esas referencias, para administrar mi tiempo y mis fuerzas en el futuro próximo. Y lo es, pero sólo hasta cierto punto. Debo suponer, por razones astronómicas difícilmente mudables, que los días siguen durando veinticuatro horas. Pero mi percepción actual les confiere una extensión más difusa, y está además supeditada al ir y venir de las estaciones. Lo que ahora cuenta para mí es el lapso de longitud variable que abarcan las horas de sol. La noche me sirve para muy pocas cosas, como no sea para dormir (ocupación conveniente) y pensar o recordar (ocupaciones crecientemente inconvenientes). Antes me forzaba a leer, pero mi vista se ha ido deteriorando más de lo deseable para seguir descifrando renglones a la luz de las velas. Por otra parte la reserva de éstas con que aún cuento resulta escasa, y la verdad es que no me apetece mucho la lectura. Tampoco mi biblioteca es ya lo que era: más de una mañana y más de una noche (de nuevo la pereza de caminar hasta el bosque) el fuego lo alimentaron los libros que no consideraba indispensables y que acabaron siendo casi todos. Los tres que me quedan, El proceso de Kafka, los poemas de Cavafis y Toda la belleza del mundo, de Seifert, me los sé ya casi de memoria, y de hecho sólo me conforta releer el último. Las memorias fragmentarias de ese anciano que se resiste a perder la sonrisa han sido en muchas noches y muchos días oscuros un buen tablón al que agarrarse en el naufragio que, mirándolo mal, es ahora mi vida, sin que me quepa ni siquiera el paliativo de la singularidad, porque náufragos son todos aquellos con los que me encuentro, y con los que con frecuencia lucho. O quizá debería decir, me encontraba y luchaba. Hace ya muchas semanas que no viene nadie. La epidemia debió de ser demoledora.

Al pensar en esto, en la lucha y en la epidemia, mientras sostengo la brazada de leña en mis brazos y camino de vuelta hacia la casa donde él ya no está, no puedo evitar acordarme de Rashid. Hoy hace un mes que lo enterré en el jardín. La verdad es que no deja de ser una ironía que fuera yo quien lo sepultara, y no al revés. Siempre se burlaba de mi torpeza para las muchas tareas que bajo las nuevas reglas exigía y exige la supervivencia, y en las que él era ducho porque había sido educado desde pequeño en la carencia y la astucia y la abnegación para paliarla. Por el contrario a mí me habían formado en la disponibilidad y la ambición de disponibilidades mayores, favorecida por el hábito de consumir recursos ilimitados. Mientras le recuerdo, con su mirada penetrante, su sonrisa de zorro, su sentimentalismo desbordado y su apasionamiento que la soledad y la piedad me llevaron a dejarle desahogar, comprendo que sin él, sin su destreza en el combate, de inestimable valor a la hora de enfrentar y abatir a los saqueadores, y sin sus conocimientos sobre cómo movilizar a favor de uno a la naturaleza inerte e indiferente, no habría vivido hasta este día gris que se ilumina poco a poco sobre mi cabeza. Un día gris como tantos otros, pero tan milagroso y distinto de los que viví durante mis primeros cuarenta años de existencia.

Fue el mejor trato de mi vida: cuando apareció al otro lado de la cerca, con mirada de animal asustado, y en lugar de dispararle, como fue mi impulso primero y tantas veces hice, antes y después, con otros hombres, le dejé acercarse. No lo hice por un arrebato de comprensión, sino por los dos bidones de gasolina que traía consigo, robados Dios sabe dónde. Con mutuo recelo arreglamos un intercambio de comida por combustible, que ejecutamos sin que yo dejara de vigilarle y apuntarle con mi arma. Aún no sé cómo advirtió y aprovechó mi mínimo descuido. Su instinto de animal acuciado desde chico, supongo. El caso es que de pronto me vi en el suelo y le vi a él apuntándome. Todo podría haberse acabado ahí, pero Rashid, entonces, empezó a explicarme el otro trato que me proponía, el que iba más allá de la comida y los bidones de líquido inflamable, y que yo tenía a la sazón pocos argumentos para rechazar. Lo acepté entonces, para salvar el pellejo a corto plazo, y lo honré en lo sucesivo para seguirlo salvando en un horizonte temporal más dilatado aunque necesariamente incierto. Cuando le dije que estaba de acuerdo, Rashid me devolvió el rifle, en gesto de buena voluntad. Por fortuna, no supe ser ruin y valerme de la ventaja que me restituía. Desde ese día estuvimos juntos para compartir esfuerzos, recursos, habilidades y esperanzas de salir adelante. Vino oportunamente, porque en las semanas siguientes se me fueron agotando las reservas de todo lo que había conseguido cargar en el coche, cuando decidí abandonar la ciudad y venirme a mi solitario y apartado refugio del campo.

Rashid me lo enseñó todo. A hacer fuego y mantenerlo, a buscar comida y a cultivarla, a reutilizar cualquier desperdicio, comenzando por mis propios excrementos. Yo tenía una idea vaga de que eso podía hacerse, claro, como cualquiera, pero lo que de pronto necesitaba no eran ideas, sino técnicas concretas. Fue providencial que él viniera para enseñármelas, aunque me tocara soportar su ironía, y su ingenua interpretación de que aquello era la justicia de Alá, que nos condenaba a los infieles a vivir en la privación en que habíamos mantenido durante décadas a millones de personas en el resto del mundo, pero sin el aprendizaje de la vida que servía para sobrellevarla. Yo siempre le respondía que la teología y la política internacional de antaño no iban a ayudarnos mucho en aquel contexto, con independencia de lo que hubiera pasado entre los pueblos y las religiones en épocas pasadas, y él se reía y acababa admitiendo que yo tenía razón y que ya no había ni Alá ni infieles, porque con la muerte del hombre antiguo habían muerto todas sus categorías. Rashid se descolgaba a veces con frases como ésa para recordarme que aunque había nacido entre cabras había llegado a estudiar Filosofía en París con una beca del gobierno francés. Filosofía, becas, París, gobierno, francés. Conceptos que se habían vuelto tan irreales y fabulosos como los dragones y los genios de las lámparas. Pero también él tenía derecho a la nostalgia de su ayer. Como todos.

Rashid. Al final, después de combatir y salir adelante juntos tantas veces, lo abatieron las fiebres que a mí me respetaron misteriosamente. Pero me dio tiempo a aprender con él lo que significa la verdadera hermandad, la que nace de ser consciente de que la suerte de uno es la de los dos. Aquello que ni él, ni yo, ni tantos otros como él y como yo, habíamos acertado a sentir antes de que el mundo se volviera tan estrecho y difícil como lo es ahora para todos. Quiero decir, para los que sobrevivan. Cerca de dos meses ya sin que aparezca nadie. ¿Seré el último?

Llego a casa, hago fuego y me preparo el brebaje de achicoria tostada que Rashid me enseñó a apreciar como sustitutivo del imposible café. Como muchas otras mañanas, me lo tomo mientras veo amanecer desde el asiento del conductor de mi Volvo. Cómo me sigue gustando sentarme ahí, incluso ahora que las cuatro ruedas están pinchadas (por obra de merodeadores rencorosos a los que una vez repelimos), el depósito vacío y el motor irremediablemente muerto. También, aunque supongo que quien me viera lo encontraría estúpido y patético, me gusta coger mi ordenador portátil y apretarlo contra mi regazo. En su disco duro que ya nadie despertará, yace y permanece gran parte de lo que fui, el trabajo de tantos años. Esfuerzos, ilusiones, pesares, fantasías. En otra época yo fui escritor, y por eso cuento y me cuento, aunque ya no tenga donde apuntarlo ni nadie que me pueda o me quiera leer.

Acabo de darme cuenta. Hoy hace justamente un año. Un año que los enchufes dejaron de dar calambre. Hoy es 16 de noviembre de dos mil… Qué importa. A lo mejor soy el último hombre y mi vida ya no puede durar mucho. Daría todo lo que me queda por disfrutar, antes de que mi muerte termine de cumplirse, de una última ducha caliente.



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