III. Ante la ley . El individuo ante el Derecho.
Esta pequeña parábola apareció en vida de Kafka en el
volumen de relatos titulado Un médico rural. Tras su muerte, se
publicó inserta en el capítulo noveno de El proceso. La parábola
puede resumirse así:
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta a
él y solicita que le deje entrar, pero el guardián contesta que por
ahora no puede. El campesino se asoma a la puerta de la ley, que está
como siempre abierta. El guardián, al verlo, se ríe y le dice que puede
probar a entrar si quiere, pero que recuerde que él, con ser poderoso,
es sólo el ultimo de los guardianes; entre salón y salón hay más. Ya el
tercero es tan terrible que ni el mismo guardián puede soportar su
aspecto. El campesino no había previsto estos problemas, él creía que la
ley debía estar siempre abierta para todos. Pero observa el porte
temible del guardián y se persuade de que conviene más esperar. El
guardián le deja un taburete para que se siente. Allí espera el
campesino días y años, a menudo conversa con el guardián, sobre temas
sin importancia, y también intenta sobornarle. El guardián acepta las
dádivas, para que el campesino no crea haber omitido nada, dice, pero no
cambia su actitud. Durante muchos años el hombre observa casi
continuamente al guardián, maldice su mala suerte, al final su vista se
debilita y todo se vuelve oscuro. En medio de la oscuridad distingue un
resplandor que surge de la puerta de la ley. El campesino sabe que va a
morir. Llama al guardián, y le formula una pregunta que antes no le
había formulado: si todos quieren acceder a la ley, ¿como es que en
todos aquellos años nadie más que él ha pretendido entrar? El guardián
comprende que el hombre está expirando, y para que pueda oírle bien le
dice con voz poderosa: "Nadie podía pretenderlo, porque esta puerta era
solamente para ti. Ahora voy a cerrarla."
En la obra de Kafka aparecen con insistencia tres
conceptos fundamentales, que se erigen en otros tantos paradigmas que
tienen constante reflejo en sus narraciones. El primer paradigma es el
de la culpa; el segundo, el de la búsqueda de la redención (o la
acogida); y el tercero, el de las construcciones o, más propiamente, el
de la construcción. A la culpa se vinculan obras como El proceso
o La condena, a la construcción todo el ciclo de fragmentos
relacionados con la muralla china, y a la búsqueda de la acogida El
castillo y este breve relato que ahora nos ocupa. La relación entre
estos tres ejes se expresa en que la culpa agudiza el ansia de ser
admitido, de modo que se establece entre ambos elementos una
interdependencia recíproca; el paradigma de la construcción puede
tomarse como una reflexión sobre las características del orden que rige
la situación de la que los otros dos impulsos son consecuencia.
Naturalmente, es posible hallar otros ejes en la obra kafkiana, y
establecer otras relaciones. A los efectos del análisis aquí perseguido,
no obstante, nos centraremos en los tres indicados, dada su
potencialidad para caracterizar el fenómeno jurídico en sus diversas
facetas. Y podemos retener un primer y trascendental dato: la visión
kafkiana de la realidad no se atiene puramente al objeto en sí, sino que
lo toma como un elemento que sostiene una dialéctica con el individuo
cognoscente, en una línea que no está lejos del existencialismo. Al
enfocar su pensamiento a lo jurídico obtendremos una relevancia del
individuo como referente epistemológico (aunque curiosamente, he aquí su
crítica, aquél venga a ser al final un protagonista negado)
infrecuente en los sistemas iusfilosóficos clásicos, siempre tendentes
al abstractismo impersonal de la pregunta: "¿Qué es Derecho?"
Con Ante la ley nos situamos en el paradigma de
la petición, de la súplica de acceso. Aunque no es cronológicamente lo
primero (la culpa es previa), el sujeto en el mundo kafkiano encara la
realidad objetiva desde esta postura de solicitación, hallando sólo la
negativa a acogerle de aquello ante lo que suplica. Es lo que sucede en
esta parábola. El campesino juzga que la ley debe estar abierta para
todos, pero la experiencia le demuestra que no es así. El traslado de
este esquema a lo jurídico, que nos viene sugerido por la misma elección
del símbolo ley, se traduce inmediatamente en la pretensión del
individuo de algo que entiende que le debe ser concedido (en cierto modo
lo denota el que la puerta de la ley esté físicamente abierta, aunque
luego no resulte esto más que una apariencia engañosa), pero que la ley,
por mediación de uno de sus ejecutores, le niega. La ley aparece como
una sucesión de guardianes de aspecto crecientemente temible, de
obstáculos que desprecian al individuo y ante los que éste no puede
responder sino con la resignación y la espera. La ley se rodea de todos
los ornamentos del poder y el individuo es un campesino, palabra
en la que no es difícil encontrar resonancias nada respetuosas con su
entidad. En una primera aproximación, pues, el individuo es
caracterizado frente al Derecho como algo insignificante, subordinado,
desprovisto de eso de lo que el mismo orden jurídico se supone que ha de
ser fuente: el derecho subjetivo. El gusto kafkiano por la paradoja
tiene aquí un ejemplo notorio. Ahora bien, no se agota en este enunciado
el mensaje sugerido por la parábola. Hay en ella otros elementos, que a
primera vista pudieran parecer desdeñables, como una simple burla del
portero (y de la ley misma) hacia el hombre: esa revelación final de que
la puerta estaba reservada exclusivamente al campesino. Aquí resulta de
interés referirse a la larga exégesis que el propio Kafka nos ofrece de
la parábola en las líneas que la siguen en El proceso. Benjamin
ha llegado a ver en esta novela un mero desarrollo de la inicial
parábola del portero, un desarrollo que no tiende a procurar al lector
"el placer de extenderla hasta que su significado sea llano por
completo", sino más bien a lo contrario. Este autor detecta entre la
obra literaria de Kafka y su posible teoría acerca de la realidad una
relación similar a la de la Hagadah con la Halakkah (la
mitología y la ley sagrada, respectivamente, en la religión judía). Pero
el modo en que el mito nos transmite en este caso el logos
proporciona una posibilidad de enriquecimiento de la impresión inicial
que es preciso describir con detalle siguiendo el hilo de la
argumentación kafkiana.
En el capítulo IX de El proceso, mediante un
diálogo entre Josef K. y el sacerdote que le relata la parábola, se
realiza un minucioso análisis de la misma. Cuando el sacerdote termina
su narración, K. deduce: "O sea, que el guardián engañó al
hombre." El sacerdote le insta a que no juzgue precipitadamente la
historia; existiría una posibilidad de afirmar el engaño si existiera
contradicción entre lo que el guardián dice al principio y lo que revela
al final. Pero el guardián no habla nunca de que el acceso a la ley esté
definitivamente vedado al campesino. Únicamente dice que por
ahora no puede entrar. Incluso, interpreta el sacerdote, podría
sostenerse que el guardián se extralimita en sus funciones en un sentido
favorable a las esperanzas del campesino, porque su misión no es otra
que la de cerrarle el paso. Lo invita en broma a que entre, hasta le da
un taburete para que se siente y se muestra compasivo, permitiéndole que
maldiga en su presencia la circunstancia en que el guardián le ha
puesto. K. pregunta al sacerdote si éste cree que el campesino no fue
engañado. El sacerdote responde: "Me limito a exponerte las opiniones
que existen al respecto. No debes confiar demasiado en unas opiniones.
La escritura es invariable y las opiniones no son con frecuencia más que
la exprestón de lo desesperante que ello resulta. En este caso, existe
incluso una opinión según la cual el engañado es precisamente el
guardián." A requerimiento de K. el sacerdote explica esta sorprendente
opinión, que se basa en la simplicidad del guardián. El guardián
desconoce el interior de la ley, sólo sabe del cometido que se le ha
encomendado ante su puerta, en la zona más exterior de la ley. Las ideas
que tiene sobre el interior de la ley son infantiles, con su miedo a la
cadena de guardianes terribles que del texto se infiere que son todo lo
que conoce de aquello cuya puerta guarda. Yendo aún más lejos, el
guardián está subordinado al campesino, y también esto lo ignora. El
guardián está sólo para vigilar la puerta destinada al hombre, desde
antes de que éste acuda. El campesino es libre, nadie le obliga a ir
hacia la ley, mientras que el guardián está encadenado a ella por una
obligación cuya finalidad se ordena hacia aquél a quien está reservada
aquella puerta. El campesino, al final de su vida, ve el resplandor que
emana de la ley, un resplandor al que el guardián da la espalda y que
por tanto ignora. La superioridad del campesino sobre el guardián se
plasma pues en la ventaja del hombre libre respecto al sujeto a un
deber, y en su logro del conocimiento, así sea como atisbo, frente a la
inconsciencia perdurable del guardián. Ante esta singular
interpretación, K. contraargumenta al sacerdote que no queda refutado
por ella el que el campesino haya sido engañado, como propusiera al
principio. Puede ser que el guardián no sea entonces un falsario, pero
sí un simple que merece ser expulsado de su puesto por los perjuicios
que causa al campesino. En este punto, el sacerdote aduce otra versión
que tiene trascendentales consecuencias: "Hay quien dice que la historia
no da derecho a nadie a emitir un juicio sobre el guardián. Cualquiera
que sea la opinión que nos merezca, es un servidor de la ley, o sea que
pertenece a la ley y escapa al juicio humano. Tampoco hay que creer que
el guardián esté subordinado al hombre. Cumplir un servicio que le ate a
uno a la ley, aunque sólo sea a la puerta de la ley, es algo
incomparablemente superior a vivir libre en el mundo. El hombre del
campo no hace más que llegar a la ley, el guardián ya está en ella. Ha
sido llamado por la ley a cumplir un servicio, dudar de su dignidad
equivaldría a dudar de la ley." K. contesta: "Estoy completamente de
acuerdo con esta opinión, porque si uno se adhiere a ella, debe
considerar cierto todo lo que dice el guardián. Pero tú mismo has dado
razones detalladas para creer que esto no es posible." El sacerdote
corrige a K. con una sentencia cínica: "No, no hay que creer que todo es
verdad; hay que creer que todo es necesario." K. concluye: "Una opinión
desoladora, la mentira se convierte en el orden universal."
Hayman realiza una interpretación mística de
esta escena que puede ser útil para elaborar posteriormente un
enfoque de la misma desde la perspectiva del Derecho. Según él,
puede insertarse la parábola en la tradición cabalística: "La
Torah (la ley cósmica para el Judaísmo, preexistente a la
creación del mundo) vuelve una cara especial a cada uno de los judíos,
exclusivamente reservada para él y únicamente aprehensible por él, y,
por ende, un judío sólo cumple su verdadero destino cuando llega a ver
esa cara y puede incorporar la a la tradición" (citado por Hayman de G.
Scholem, On the Kabbalah and its Symbolism). Aquí Kafka se
encuentra con Kierkegaard, quien en Temor y Temblor asegura que
la relación con el Absoluto ha de ser personal y única.
Teniendo presentes estas implicaciones, apreciamos que
el juicio inicial de que la ley rechaza al hombre, de que la revelación
final de que la puerta le estaba sólo destinada a él entraña una burla,
queda afectado por toda una variedad de nuevas sugerencias. En el
comentario que Kafka hace sobre su propia parábola se ponen de
manifiesto numerosos datos con un interés jurídico: los ejecutores de la
ley como meros apéndices ciegos de ella, desconocedores de su finalidad
o motivación inspiradora; la ley como realidad orientada hacia el
sujeto, pero entorpecida por una pluralidad de barreras distorsionantes,
como la propia ineptitud de sus servidores; y finalmente, la
consideración de la preeminencia absoluta de la ley, que niega incluso
el derecho de su destinatario a enjuiciar sus inmensas deficiencias. El
hombre que es exaltado como libre frente al guardián obligado, que
incluso percibe el resplandor que el guardián nunca vislumbra, siente en
definitiva frustradas sus aspiraciones. Se dice que nada le forzaba a
acudir a la ley, pero resulta evidente que el hombre padecía necesidades
que le abocaban a impetrar su tutela, necesidades tan obvias que ni
siquiera es preciso detallarlas. La ley, con toda su organización, sus
poderosos centinelas, fracasa en su finalidad, y decimos esto porque ha
de recordarse la frase del guardián: "Esta puerta era sólo para ti." El
sacerdote exculpa incondicionalmente a la ley alegando que no importa la
verdad, sino lo que es necesario, pero ni siquiera esta
justificación queda adecuadamente sustentada. La única reflexión que K.
puede hacer ante el panorama que contempla es la desoladora de que "la
mentira se convierte en el orden universal."
No cabe duda de que la visión expuesta, en Kafka, se
asienta sobre el hecho básico de la culpa, del que nos ocuparemos más
adelante y que proporciona cierto cimiento (bien que un cimiento no
sostenido en argumento alguno, sino en una intuición sustancial) para
todo el sistema. Centrándonos en lo que ahora interesa, la posición del
individuo ante el Derecho tal y como desde este texto puede comentarse,
hay que concluir que, pretendiéndolo o no, en la parábola se contiene
una agria crítica que no hay por qué considerar inofensivamente recluida
en el ámbito de lo mítico. Las metáforas de Kafka, por su pulcra
urdimbre, ofrecen posibilidades que desbordan las causas de su
alumbramiento. Aplicando las conclusiones extraídas de Ante la
ley a la realidad jurídica se obtienen resultados de cierta validez
empírica, que bien podrían responder (sea o no eso lo fundamental) a la
experiencia que el escritor tuvo de la acción del Derecho en la sociedad
y ante el individuo en las instituciones a las que perteneció. Con el
estudio de los otros textos escogidos se avanzará en las proposiciones
aquí apuntadas. Baste anotar por ahora que frente a toda una
plusbimilenaria tradición occidental del Derecho como razón, en la
caracterización kafkiana se opta por un voluntarismo descorazonador: la
ley tiene su fuerza por su sola naturaleza de ley, sin otro respaldo;
pese a ser ineficiente, pese a constituir, incluso, "un orden universal
de mentira."
Interesa no obstante hacer una observación adicional,
que da prueba de la ambivalencia de las alegorías kafkianas y que se
relaciona con las resonancias religiosas y cabalísticas antes reseñadas.
Si el Derecho se manifiesta ante el individuo como un orden cerrado e
infranqueable, casi absurdo en su vocación hacia él que coexiste con una
infinidad de trabas intrínsecas, el individuo tiene un deber hacia el
Derecho más allá del Derecho mismo; un deber, por así decir, moral.
Jurídicamente, el campesino es libre, carece de las obligaciones que el
guardián como siervo de la ley tiene. El desamparo del hombre por el
Derecho se corresponde con esa libertad, que se aúna al conocimiento (el
campesino ve la luz que sale de la ley). En la aserción final del
guardián parece sugerirse en qué consistía el deber moral del campesino:
haber aprendido que la ley era para é1, haber sabido ganarla pese a las
dificultades, o expresándolo en términos místicos, haber desentrañado su
camino personal hacia el Absoluto. No sólo la ley pone las barreras,
también éstas nacen de la resignación y la falta de curiosidad del
campesino. El individuo libre tiene que buscar su modo de entrar en la
ley, el rostro que la Torah sólo le vuelve a él, en
términos cabalísticos.
En El proceso Kafka revela la otra cara de la
moneda: cuando el hombre ya no es libre, porque pesa sobre él la culpa,
y la ley no es ya una puerta abierta que se hace de rogar y se abstiene
de llamarle, sino un aparato implacable que comienza a cargarle con sus
imposiciones. La crueldad de la visión kafkiana estriba en considerar la
culpa algo originario (en la línea de la concepción hebraica del pecado
original). ¿Es posible, en estas condiciones, tomar las anteriores
alusiones a un estado de libertad como algo más que una representación
puramente especulativa?