Fábula de Polito y Gamboa

 

Vista desde lejos, la explotación agropecuaria de Gabriel no transmitía sensación alguna de eficiencia o de racionalidad productiva. Someramente descrita, constaba de un conglomerado de retales de dispares procedencias (maderas, chapa, alambre, cartones, ladrillos y otros restos de derribo) que componían entre cuatro y cinco bloques de dudosos límites y distintas alturas, donde se hacinaban en pacífica promiscuidad animales de diversas especies (incluyendo una rica gama de parásitos). Alrededor de esta masa principal se extendían un par de hectáreas de huerta, integrada por cultivos variados que subsistían a duras penas y en cuya elección y mantenimiento no había influido ningún criterio de rentabilidad, sino como mucho la costumbre y como poco la desidia. Un cercado de disposición irregular hacía las veces de frontera entre aquel reino y los de otros propietarios y completaba las instalaciones.

Cuando le conocimos, Gabriel andaba por los setenta años. Entre los de su generación, y aun fuera de ella, era un hombrón considerable; pasaba del metro ochenta y cinco y la edad apenas le había doblado el esqueleto. De su vida anterior sólo conseguimos reunir retazos aislados, con los que en alguna ocasión salpicaba sus profusas peroratas. Había nacido en aquellos montes, en mil ochocientos setenta y tantos. Se había librado de Cuba y de Filipinas por fortuna, de África por edad y de la Guerra Civil porque en los primeros días se había largado a la sierra con una mula y no había bajado hasta estar seguro de que se habían acabado los tiros entre aquellos dos hatajos de bandidos, como calificaba equitativamente a ambos bandos. Nunca se había casado, pero tenía cinco hijos, cada uno con una mujer diferente. A todos los había atendido o atendía, y para dos de ellos, que habían emigrado a Argentina y Venezuela, nos dictaba parsimoniosas misivas que nos pedía que le releyéramos luego, a fin de rectificar puntillosamente lo que no le parecía del todo redondeado. Tanto cuando repasábamos estas cartas como cuando le leíamos las de sus hijos, que guardaba con ansia de analfabeto hasta que íbamos a verle, daba a menudo en derramar copiosas lágrimas, que resbalaban rápidas por la piel dura y seca de sus mejillas.

Su filosofía de la vida no era especialmente alambicada, pero no por ello incurría en distorsiones graves de la realidad. Para él, la guerra, por poner un ejemplo, era un efecto de la escasez. Cuando el Rey veía que había ya demasiada hambre, se metía en una guerra por ahí, rebajaba el excedente de población y entonces volvía a haber pan para todos, es decir, para los que quedaban. Aplicadas a la práctica, sus teorías eran igualmente contundentes. Capaba a los gorrinos pequeños en serie, sin estremecerse, y nos los pasaba al momento para que les pusiéramos en la herida desinfectante y se la untáramos luego con limón -con lo que se conseguía que no dejaran de chillar en media hora, pero también evitarles ulteriores contrariedades-. Lo mismo, una mañana que se le atravesó la idea por la cabeza, realizó la delicada operación a un verraco de un par de cientos de kilos, que hubieron de sujetarle entre seis. Otro día fue una vacunación de gallinas. Después de haber atrapado y pinchado a casi todas, quedaban en el corral cinco que por más que se afanaba no lograba capturar.

-A éstas las voy a vacunar para siempre- resolvió al fin, y cogió una estaca y las liquidó a las cinco.

Pero Gabriel también era la cima de una variopinta pirámide social o zoológica, la que constituía su propia granja. Dentro de esta pirámide el segundo escalón venía representado por los cerdos, los más fructíferos de todos los animales; en el tercero estaban las demás especies; y en el cuarto y último, dos personajes singulares: Polito y Gamboa -por este orden-. Polito -es decir, Hipólito-, era un tonto de unos veintiocho años, que medía metro y medio de estatura y hablaba comiéndose la mitad de los sonidos. Realizaba en la explotación labores auxiliares, a cambio de comida, algo semejante a un techo y una asignación graciable -esto es, un día sí y otro no, según el humor de Gabriel- de una peseta por jornada. Polito limpiaba las pocilgas, daba de comer a los animales y labraba la huerta. Sin lugar a dudas debía su sustento a Gabriel, pero éste no se privaba de mezclar con esta obra de caridad global algunas puntuales canalladas. Por ejemplo, sabedor de la invariable fruición con que fumaba su subalterno, de vez en cuando lo llamaba y le decía:

-Polito, ven aquí. Vamos a echar un pitillo.

Polito se acercaba cabeceando y mirándole de soslayo; tomaba el cigarro que Gabriel le había liado y para encenderlo le metía una chupada en la que ponía toda el alma. Acto seguido, tiraba el cigarro al suelo y salía bufando, mientras increpaba sin el menor comedimiento a su jefe:

-Ede un hío uda, e ao en du uda ade.

Gabriel había tenido, una vez más, la ocurrencia de liarle un pitillo de tabaco con pimienta.

El último miembro de aquella comunidad, jerárquicamente hablando, era Gamboa. Con independencia de su posición inferior, se trataba de un personaje notable por otros muchos conceptos. Gamboa era un mastín descomunal, con la alzada de un mulo, una cabeza del tamaño de la de un toro y unas mandíbulas en las que en cierta ocasión, justo antes de que Gabriel comprendiera que semejante bestia debía estar permanentemente encerrada y atada, había llevado a un hombre sin más esfuerzo que el que a un lobo le supone arrastrar a un conejo. De su situación en el último escalón de la pirámide no podían caberle dudas a lo que tuviera de cerebro dentro de aquel cráneo inmenso, habituado como estaba a recibir abundantes demostraciones. Una de ellas se producía cuando Gabriel, después de que se hubiera dado de comer hasta a las gallinas, tomaba un mendrugo de pan, grande apenas como un puño pequeño, y se lo arrojaba diciendo:

-Toma, Gamboa, cabrón, que tú no trabajas.

El mendrugo desaparecía en las fauces del perrazo, que lo tragaba sin masticar y se quedaba tan quieto como estaba siempre, sabiendo que aquél era todo el alimento que se le proporcionaría a lo largo del día.

Precisamente una de las cosas que más llamaban la atención de aquel bicho, pese a resultar una consecuencia lógica de su régimen de vida, era su impasibilidad. Estaba siempre tendido, inmóvil; miraba con ojos bovinos lo que pasaba por delante de él y no ladraba nunca. Ello no quería decir, como había exhibido con el incauto que traspasando la alambrada había determinado su reclusión perpetua, que careciese de ferocidad. Una noche le vimos levantarse de pronto, deslizarse con sigilo y dar un salto de pantera hasta el filo superior de su jaula, por el que un gato estaba cometiendo la imprudencia de pasearse. Cuando cayó tenía el gato entre los dientes, y cinco minutos más tarde lo había devorado casi totalmente. En otra ocasión, una mujer a la que Gabriel engordaba un par de puercos fue a visitarle acompañada por un chucho chico. El chucho andaba suelto, husmeando arriba y abajo, mientras Gabriel le observaba de reojo. Al cabo de unos minutos le comentó sin mucho énfasis a la dueña:

-Tenga usted cuidado con el perrillo, que a lo mejor el otro le hace algo.

Reiteró la advertencia por segunda vez minutos después, pero la despreocupación de la dueña del chucho no cosechó una tercera, porque antes de que transcurrieran dos minutos más, el animal, que se había acercado demasiado al cubil de Gamboa, era un amasijo rosa de pelo, carne y sangre entre sus maxilares de acero.

Nadie, por consiguiente, ni nosotros, ni el propio Gabriel, se atrevía a aproximarse a menos de un par de pasos de Gamboa. Nadie salvo, curiosamente, Polito. Sin que se supiera a ciencia cierta la razón, Gamboa le tenía auténtico pánico. Verle y esconder la cabezota entre las patas era todo una. Polito entraba en su jaula, lo apartaba a patadas y le daba la espalda para limpiarla, o le metía la mano en la boca, sin inmutarse y sin que Gamboa alzara en todo el rato las orejas. Una posible explicación -en la que se confundía la causa con el efecto y que por ello nunca aceptamos, quedándonos en la incertidumbre- existía la tentación de hallarla en las noches que Polito cobraba. Para celebrarlo, se iba con su peseta a una especie de taberna que había por allí cerca, en la que a cambio de todo su jornal le daban una botella de litro llena con los restos que quedaban en los platillos que ponían debajo de los grifos de las barricas. Oscurecido y espoleado por aquella mezcla diabólica de blancos con tintos y finos con dulces, regresaba dando tumbos y se iba directo al sitio de Gamboa. Sin mediar palabra por su parte ni provocación por parte del aterrado monstruo, cogía un garrote y apaleaba al mastín hasta quedar exhausto. Ignorando por qué Gamboa consentía sin resistirse que aquel hombrecillo tambaleante lo machacase, como de hecho lo ignorábamos, el misterio, lejos de esclarecerse, se volvía más profundo.

Polito vivía en un chamizo de cañas que él mismo se había construido, junto al corral. Según mi padre, que fue el niño que conoció todo lo que acabo de referir, Gamboa y el tonto dormían allí en el invierno, apretándose juntos contra el frío y la lluvia. Cuando los imaginaba así, compartiendo en la oscuridad del chamizo su sueño irracional e intermitente, siempre me asaltaba la idea de que aquello era una metáfora, tan tierna como malvada, de las causas por las que a veces dos seres asumen un destino común en la vida.

 

 

 

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