Hipótesis libre sobre la muerte de BenedictoXIII, papa

 

 

Sé que ella estará ahora en la sala grande, tendida en el jergón a la menguante luz de la claraboya, en la misma postura que desde hace tres días se niega a deshacer, imponiéndome su espera como la prueba inflexible de mi obligación. Atardece sobre el mar, que sigue siendo, como siempre, una posibilidad sin límites; pero el agua, abajo, al pie del acantilado que las olas lamen hoy sin violencia, se me muestra teñida de un gris casi pardo, que se oscurece mientras yo busco en sus ondulaciones, infructuosamente, el azul que guardaba en la memoria y mañana ya será tarde para recobrar. Porque debe de estar escrito: "Y sucumbió al tercer día". Y si no está escrito, lo exige ella, con esa mirada imperiosa que yo soy incapaz de rebatir.

Al principio –y al decir al principio me refiero a los tiempos en que el mar no había cambiado de color–, sólo los miembros de la curia, la servidumbre y la guardia me acompañaban dentro de estos muros. Consciente de estar sitiado sin remedio –ya entonces las tropas de mis enemigos obstruían el istmo, aislando del continente la exigua península en la que hombres de otro mundo erigieron esta fortaleza–, me asistía, no obstante, el consuelo de ser libre ante el horizonte sobre el que vivía suspendido. Podía volver la espalda a las playas donde ellos levantaron sus campamentos, y atender a las gaviotas que se internaban en el firmamento o rasaban el mar inacabable, porque entre ellos y yo había una muralla no sólo materialmente inexpugnable para sus máquinas de guerra, sino también lógicamente irrefutable para sus entendimientos y para el mío. Gozaba del aislamiento como de un privilegio que la Providencia me concedía, y en el estandarte que clavé en lo más alto de la muralla, allí donde nunca llegaron las flechas de sus mejores arqueros, mandé bordar la media luna no sólo como una provocación, sino también como la insignia de mi soledad y de mi orgullo. Muchas cosas se han envilecido, de allí a esta parte. Entonces el castillo era blanco, y la roca de que lo hicieron deslumbraba cuando caía sobre ella la luz del mediodía. En los salones inferiores, en el aljibe, en el establo mismo, la penumbra era fresca y reconfortante, aun en lo más ardiente del verano. Ahora, la piedra de los muros se ha vuelto ocre y el agua del aljibe está corrompida; los soldados han desertado y los lacayos y mis acólitos les han imitado porque la atmósfera es irrespirable en sus alojamientos.

Natura non facit saltus, eso afirman, piadosamente, ciertos ignorantes. Para mi desdicha, no puedo describir un proceso paulatino que determinase estas transformaciones. He pasado años acomodado sin perturbaciones al ritmo apacible del asedio, contemplando cómo en las playas se retiraban y volvían a plantar las tiendas: cambiaban los ejércitos, cansados de intentar o diferir el asalto, pero el cerco era el mismo y mis provisiones se mantenían copiosas. Considerando que ya era un anciano cuando me refugié aquí, tenía la certeza de que no vería el momento de la capitulación. Pero Dios no previene gratuitamente contra la soberbia. Quizá, si fuera joven, diría que el modo en que todo se vino abajo tiene mucho de extraño. En coherencia con mi edad, únicamente digo que ocurrió hace un mes y que fue una mutación brusca e infortunada.

El primer signo fue que el sirviente no acudiera a despertarme a la hora habitual, sino que fuera la luz del alba la que me sacara del sueño. El segundo, que ninguno de mis ayudantes me aguardara en la antesala de mis habitaciones, como estaba prescrito. El tercero, que a mis gritos encolerizados no se presentase el oficial de la guardia. Recorrí el castillo de punta a punta, y en ningún sitio encontré a nadie. Se habían ido, todos, hombres, mujeres y bestias, de la noche a la mañana. Cuando acepté esta idea absurda, empecé a darme cuerna del resto. Noté los cambios en el mar, en el castillo, y desde el pabellón superior pude comprobar que las playas estaban igualmente desiertas.

Había perdido a los míos, pero también se habían esfumado quienes me hostigaban. Aun sin entender, tuve la tentación de ignorar las alteraciones indeseadas y celebrar aquella aparente exacerbación de mi estado anterior, aquella impresión pura de existir desnudo ante el espacio no ya en una, sino en todas las direcciones posibles. Cuando iba a abrazar esta interpretación, de pronto, y mientras me estremecía como si me hubiera rozado la nuca el aliento helado de Satanás, la divisé en el centro del patio, envuelta en su hábito negro, con la cabellera agitada por la brisa y esa expresión obstinada en los ojos que no apartaba de mí. Pronto averigüé que su presencia no sólo impedía la euforia precipitada a que me disponía a darme, sino incluso la subsistencia de aquella ilusión de estar solo que había conservado invulnerable a despecho de los rezos, los cuidados o los ejercicios marciales de quienes habían habitado el recinto durante los largos años que esa mañana habían concluido.

Desde aquel momento casi no he dejado de verla. En los primeros días se me aparecía siempre lejana, en lo alto cuando yo descendía hacia el patio, abajo cuando subía a la torre. Poco a poco se fue acercando, aunque siempre permanecía inmóvil, observándome. Hace cuatro días, al fin, entró en mi estudio. Estaba sentado, hojeando sin atención un manuscrito cualquiera, y hube de aguantar el miedo mientras ella se deslizaba silenciosa, adelantando un poco los hombros, hasta la mesa que se interponía entre ambos. Seguí el curso que describió con lentitud la uña de su dedo índice, a través de la madera hasta el pergamino, y ya sobre éste, sinuosa y desafiante, entre las líneas paralelas de los textos sagrados. Mi mano imaginó el contacto, pero su dedo, al llegar al borde inferior de la página, se detuvo.

No hubo palabras, porque ella no las precisaba para descubrirme y porque yo comprendí sin que las pronunciase. Desde luego, si es que algo recuerdo de lo que en mi juventud aprendí al respecto, dista de ser una mujer hermosa. Su gesto es desabrido, tiene la barbilla angulosa y la nariz afilada, y sin que sus rasgos sean toscos, el conjunto de su cara resulta más bien desagradable. Pero el hecho es que su singular fealdad, en aquella proximidad inédita, me sedujo como nada femenino creía ya que pudiera hacerlo, y ella lo percibió desde el primer instante. Tampoco hube de revelarle que nunca la amaría, porque hacía años que había arrancado de mí la afección desviada a que habría debido recurrir para conseguirlo. Lo supo, y yo, por mi parte, me percaté de que ella venía a destruir mi soledad no porque nada la atrajese, sino para dar cumplimiento a otro designio que nos sobrepasaba a ambos. Por él debía estar dispuesta a asumir cualquier sacrificio, incluso el de entregarse a mí.

Desde hace tres días me espera, en la sala grande. No me retienen los votos, porque aparte de mi conciencia, no hay nada que no haya traicionado, y me cuesta concebir desde aquí que esas nimias ligaduras puedan continuar razonablemente vigentes. No me resisto por tibieza; la anhelo sin entusiasmo, sin lujuria, pero con convicción. Y ya no la temo, porque he acariciado sus mejillas y no dudo que en el rito que hemos de celebrar juntos, aunque todo haya de suceder al margen de su voluntad, será apasionada y cálida. Lo único que ha alimentado mi reticencia ha sido mi apego a los espejismos de la memoria. Ir hasta ella y hundirme plácidamente en su seno, aunque la luz y el aire y el impulso que decidirán nuestra unión estén degradados, constituye un reclamo que sólo he podido eludir con la añoranza febril de aquella remota sensación azul de libertad, desde este mirador donde solía experimentarla y al que nunca volveré a asomarme.

Cae la noche. Ella habrá encendido los candelabros, habrá perfumado su cuerpo envenenado y paciente, aguarda mi rendición. No puedo más, la necesito, la odio. Sin embargo advierto, ahora que las tinieblas esconden el mar y borran los perfiles de la muralla, que hay una razón más crucial para lo que está a punto de ocurrir. Sí; después de todo, mi alma está arrepentida. No de lo que hice, que mejor o peor, no supuso más que una manera de llenar el tiempo; me arrepiento, y naufragando en ella voy a expiarlo, del crimen más irreparable y absoluto: haber sido.

 



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