El hombre que pintaba en el aire

 

 

Este hombre que veis en el cuadro se llama Manuel. Ahora es un hombre viejo, pero, como todos los viejos, Manuel fue una vez un niño. Una de las cosas que más le gustaban, desde que empezó a darse cuenta de lo que había a su alrededor, eran los colores del mundo. Todos, sin hacer a ninguno de menos. Le gustaba el azul intenso de los cielos despejados de verano, pero también el marrón gastado de la madera de los bancos. Y el verde luminoso de los prados en primavera, pero también el amarillo desvaído de las hojas que se caían en el otoño. Y el rojo cálido de los atardeceres cuando empiezan, pero también el morado oscuro que se traga el horizonte cuando ya llega la noche.

Tanto le gustaban los colores, a Manuel, que con el tiempo se hizo pintor. Con sus pinceles y sus pinturas recreaba sobre el lienzo las formas y los colores que le habían fascinado desde pequeñito, y mezclando unos y otros lograba darles el tono justo de todo aquello que habían descubierto sus ojos a lo largo de los años. Tantas ganas y tanta atención le ponía a la tarea, que acabó convirtiéndose en un pintor famoso. Todo el mundo quería comprar sus cuadros, y hasta el rey lo llamó para que le retratara a él y a toda su familia. Manuel pintó al monarca y a los suyos, plasmando en el cuadro sus almas con la misma maestría con que lograba reflejar con sus pinceles el brillo del agua de un arroyo o la sombra de una senda en lo más profundo del bosque. El rey lo tomó bajo su protección, y desde entonces se convirtió en el pintor más importante del país. Todos lo envidiaban.

Pero en la vida de la gente, a veces, pasan cosas que uno no se espera. Una mañana de invierno, de repente, Manuel se sintió mal. Pronto le subió mucho la fiebre, y así, ardiendo y delirando, se pasó un par de días, hasta que perdió el conocimiento. Cuando se despertó, creyó que estaba dentro de una pesadilla. Abrió los ojos, pero no podía ver nada. Poco a poco, comprendió lo que le pasaba: la enfermedad lo había dejado ciego.

Cuando Manuel se dio cuenta de su desgracia, se sintió morir. Ahora era ciego, alguien que no podía ver nada, alguien que nunca más distinguiría los colores. ¿Cómo podía seguir siendo pintor así? Pese a todo, Manuel lo intentó. Tenía un ayudante al que le pidió que le fuera diciendo cómo mezclar las pinturas y le fuera guiando mientras trataba de pintar sobre la tela el cuadro que tenía en la mente. Pero todo fue inútil. Sin poder ver, todo lo que había aprendido sobre su arte dejaba de servirle. Pintó a ciegas un cuadro, luego otro, y luego otro. Pero al final, sus amigos le aconsejaron que lo dejara. Aquellos cuadros no se parecían en nada a los que todo el mundo había admirado, a los que había pintado cuando en sus ojos todavía había luz.

Manuel se rindió, abandonó los pinceles para siempre, y creyó que su vida ya no tenía ningún sentido. Todo lo que era, todo lo que había querido ser, estaba perdido para siempre.

Pero he aquí que un día vino a visitarle Miguel, uno de sus mejores amigos, que además era músico. Se acercó a Manuel, que estaba sentado en su sillón, silencioso y triste, y sin decirle nada, le dejó algo sobre las rodillas. A Manuel le sorprendió aquel peso sobre las piernas. “No te asustes”, le dijo su amigo. “Cógela, pasa los dedos por ella, tócala”. Lo que su amigo le acababa de dar era una zanfona, un instrumento muy extraño y antiguo, que tenía un sonido muy peculiar. Pero que muy peculiar. Miguel le guió las manos a Manuel y la hizo sonar.

A Manuel le impresionó mucho aquel sonido, que había oído alguna vez, pero nunca tan cerca, nunca vibrándole en las manos, como ahora. Miguel le explicó: “Es para que te olvides de tu pena. No es fácil aprender a manejarla, pero si te esfuerzas, lo conseguirás. Tus dedos no necesitan a tus ojos para sacarle la música que lleva dentro, y para darle forma sólo te hacen falta tus oídos. Estás ciego, pero oyes. Es más, ahora que estás ciego oyes mejor que antes, porque ahora los sonidos son más importantes para ti y te dicen muchas más cosas que cuando tenías los ojos para ver lo que pasaba a tu alrededor”.

Manuel pensó que su amigo tenía razón. Desde que se había quedado ciego, sus oídos se habían vuelto más finos y eran capaces de distinguir cosas que antes ni imaginaba. Podía identificar quién se acercaba por el sonido de sus pasos, y por el ruido de los cascos cuantos caballos tiraban de una carroza. Nunca había hecho música, pero todo era cosa de intentarlo.

Guiado por Miguel, Manuel se esforzó por aprender a tocar la zanfona. No fue nada sencillo. En realidad, le costó tanto que más de una vez estuvo a punto de rendirse. Pero un día tuvo una idea. A cada nota le puso en su mente un color. Y las cuerdas eran, también en su mente, tonos más claros o más oscuros de ese color. Así, pronto Manuel progresó y llegó a dominar aquel complicado instrumento, hasta el punto de que quienes le escuchaban se admiraban de que habiendo aprendido a tocarlo de mayor y ciego, fuera capaz de manejarlo con tanta soltura. Pero él no le dijo nunca a nadie su secreto. Nadie más que él sabía que cuando hacía música estaba dando con su mente pinceladas de amarillo, de rojo, de azul, de gris. Que la melodía que sus manos les sacaban a las cuerdas de la zanfona no era sólo el sonido que los demás escuchaban, sino la luz que sus ojos ya no veían, pero que su mente y su corazón todavía seguían recordando. Nunca más pudo volver a pintar ningún cuadro, pero no había dejado de ser pintor. Ahora ya no pintaba en las telas, sino en el mismo aire, con la música extraña de aquel instrumento que cautivaba a todos por su sonido tan peculiar...

Así que ahora que lo miráis, ya podéis ver lo que la mayoría de la gente no puede ver. Que Manuel no es simplemente un músico que toca un instrumento, por raro que sea. Que es un pintor que encontró la manera de seguir pintando en el aire, cuando la luz se había apagado para él. Y que así descubrió que nunca, por mal que te vayan las cosas, está todo perdido, si no quieres perderlo. Ahora sabéis, también, que las cosas no son siempre lo que parecen, y podéis, mirando al cuadro, escuchar la música de la zanfona. Y si cerráis los ojos, y oís esa música, podéis ver en vuestra mente el cuadro. Ahora sois, también vosotros, pintores que no necesitáis que vuestros ojos vean.

 



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