La Justicia en la ficción literaria

  

1.      “Sr. Juez”: la ausente presencia del juez en las ficciones.

 

Creo que podría decirse que la figura del juez o del funcionario judicial no ha tenido demasiado éxito en la historia de la literatura, contrariamente a lo que sucede con alguno de sus presuntos auxiliares (el policía, por ejemplo) o con su más rotundo antagonista (el criminal, convertido con frecuencia en centro y protagonista de ficciones). El juez dista de despertar esa “fascinación” que parece un presupuesto del personaje literario, cuando no suscita el rechazo de los narradores. Y si se me permite la irreverencia, diré que de este rechazo hay testimonio ya en una obra “literaria” tan antigua como el Evangelio según san Mateo, que contiene cierta declaración a la que quizá pueda achacarse no poca parte del infortunio del juez como personaje en la literatura occidental: “No juzguéis, si no queréis ser juzgados; pues la misma medida que apliquéis a otro, a vosotros se os aplicará.”

Sobre esta premisa, al juez le ha tocado ser mucho más a menudo un secundario que un personaje principal. Pero un secundario de muy escasa envergadura, reducido estrictamente a su función jurisdiccional, sin apenas rasgos propios. El ejemplo más tópico es ese “Sr. Juez” al que van dirigidas las confesiones de los suicidas, a menudo utilizadas como artificio literario: un “señor juez” que no es nadie, que ni siquiera aparece, y cuya lectura o interpretación personal nada nos importa. Se asume que hará con la carta del suicida lo que a él le toca, instruir unas diligencias y cerrarlas, pero eso no es lo que interesa nunca de la historia. Más bien es la antítesis de lo que interesa.

Otro tanto puede decirse de ese otro frecuente artificio ficcional, la confesión del delincuente capturado. También ahí el juez es un mero oyente, del que no se espera que aporte nada al sentido de la historia. Es el encargado de aplicar las monótonas y aburridas consecuencias que la ley prevé a esos hechos que en boca del delincuente se convierten en una narración apasionante.

En el mismo género podríamos incluir otra clase de ficciones, más cinematográficas o televisivas que literarias, a las que sobre todo los anglosajones nos han acostumbrado en las últimas décadas. Me refiero a la clásica película de juicios. En ella, si uno se fija, el juez no es casi nunca un personaje, propiamente dicho. Es poco más que un pasmarote que se sienta en lo alto y que deniega o admite protestas. Los protagonistas vuelven a ser los imputados, a los que se suman en ocasiones los testigos y, sobre todo, en los filmes norteamericanos,  los abogados y fiscales. De nuevo, la función jurisdiccional carece de gancho: los que atraen la atención son los que contienden, los que arriesgan, los que osan plantear iniciativas improcedentes que rechaza el figurón de la toga.

Naturalmente, podríamos encontrar ejemplos de una presencia distinta de los jueces y de lo judicial en la ficción literaria. Rebuscando, siempre se saca algo. Por no salir de la literatura española de este siglo, puede recordarse el Pascual Duarte de Cela o La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza, donde parte de la acción se narra en forma de diligencias judiciales. Pero ni siquiera aquí tenemos al juez como personaje de cierta trascendencia. Hay una novela muy reciente de Juan José Millás, No mires debajo de la cama, donde la protagonista es una juez que mantiene un romance con un forense. Pero es un caso ciertamente singular y hasta diría que un tanto exótico.

Volviendo por un momento al cine, que es un vehículo tan válido de ficción (y a veces de ficción literaria) como la literatura, podemos traer a colación un par de casos en los que sí nos encontramos al juez como protagonista absoluto. Pero son dos casos que más bien vienen a acreditar la imposibilidad del juez como personaje principal. Me refiero a dos películas tan dispares (en intención y calidad) como El juez de la horca y la mucho más reciente Juez Dredd. Aquí sí, aquí el juez es el centro. Pero si observamos bien, comprobaremos que no por ser juez. En El juez de la horca el juez es también asesino o verdugo (dos tipos por los que el narrador de historias siente una acreditadísima debilidad). En Juez Dredd, viene a ser más que nada un superpolicía, es decir una hipérbole de ese otro personaje al que en la ficción siempre se le ha hecho un hueco generoso. Ellos, el verdugo y el superpolicía, son los protagonistas. Lo de llamarles jueces, es un simple pretexto

Como punto de partida, pues, podríamos resumir la situación de la figura del juez en la ficción (literaria o no) con esta fórmula contradictoria: una ausente presencia.

 

2.      La justicia en la literatura occidental. Un ejemplo clave: Kafka y El proceso.

 

Todo lo dicho anteriormente tiene una formidable excepción, a la que creo que merece la pena dedicar una atención especial. Se trata de un libro y de un autor también excepcionales, para los que la justicia y los jueces pasan a ocupar un notorio primer plano, bien que como probable metáfora de otras cosas. Pero al hilo de esa metáfora, algo queda dicho sobre la organización judicial. Me refiero a Franz Kafka y a una, quizá la más lograda de sus novelas inconclusas: El proceso.

Confieso que la obra de Kafka, y ésta en particular, es un asunto que me interesa desde muy antiguo. No sólo desde que la leí, con apenas dieciséis años, sino también, y en relación con el Derecho, desde que como alumno de último curso de carrera osé hacer un modesto trabajo sobre la posible filosofía del Derecho que subyacía a las ficciones kafkianas. En parte recupero aquí algunos de los análisis que hacía allí, y entre ellos el de comenzar reconociendo que el valor de la obra de Kafka es más metafísico (y quizá sociológico) que jurídico. Pero ello no quiere decir que su obra carezca de interés alguno en relación con el Derecho. Más bien al revés: en primer lugar porque aún en lo que aborda de forma lateral, el genio de Kafka es capaz de llegar mucho más allá que otros; y en segundo lugar, porque Kafka, que era doctor en Derecho, también era un buen conocedor de la realidad jurídica y judicial de su época. Durante un tiempo trabajó en los juzgados de Praga, y el resto de su vida profesional, como abogado de una institución pública, siguió vinculado al mundo jurídico.

En El proceso, que como es sabido nos cuenta las tribulaciones de un ciudadano, Josef K., que es procesado por un crimen que desconoce, Kafka reflexiona sobre la culpa, sobre la indefensión del individuo ante el poder, pero también sobre el poder mismo, y en concreto sobre el poder judicial. Es una reflexión sin duda marcada por la fisonomía del poder judicial que él conoció, el del Imperio Austrohúngaro en su fase terminal. Un poder judicial esclerótico, que en el ámbito penal (en el que se mueve la historia) seguía aferrado al viejo proceso inquisitivo, sin garantía alguna para el justiciable. Parte de lo que Kafka refleja, por tanto, carece de correlato en nuestra realidad actual. Pero el fondo de sus apreciaciones, y es algo que quizá debería alarmarnos, no ha perdido toda su vigencia.

No es éste el lugar de proceder a un examen minucioso de esta obra. En otro lugar, con esa inimitable audacia de la juventud, lo he hecho y no creo que pudiera superarlo aquí. Resumiendo mucho, diré que en mi opinión El proceso es una de las obras literarias en las que con mayor penetración y coraje se retrata el mundo de la justicia, y una de las pocas en las que, aunque el punto de vista sea siempre el del acusado y los jueces nunca lleguen a aparecer, se otorga a éstos y a la administración judicial el estatuto de realidades literarias de primer orden. Josef K. se interesa primordialmente por conocerlos, por saber quiénes son y cómo puede persuadirse a esos hombres que le persiguen por un delito ignoto, cuando él no cree haber hecho nada malo. Y sus intuiciones, sus hipótesis, sus reflexiones al respecto, son todavía hoy de una estremecedora validez, aunque los jueces que conoció Kafka ya no existan. El proceso no sólo es lectura obligada para cualquiera a quien le interese la literatura, sino también para cualquier jurista. A uno de los mejores profesores que tuve en la facultad, Ignacio Borrajo, le oí una vez una afirmación que me devolvió una parte de mi por aquel entonces muy maltrecha fe en la docencia del Derecho: “La lectura de El proceso es pieza esencial en la formación de un jurista occidental. ” La suscribo al cien por cien. Y aún diría más: creo que ganaría mucho la formación de nuestros juristas (y también de nuestros jueces) si el tiempo que se malgasta en nuestras facultades en memorizar el régimen de la enfiteusis o de los censos reservativos (o la Ley de Minas o el contrato de fletamento, igual me da) se dedicara a una lectura detenida de esta novela.

Por no prolongar la ponderación ni la exégesis más allá de lo pertinente, creo que cumplo mejor la finalidad que me anima al traer aquí a colación la obra de Kafka leyendo un fragmento de este libro. Corresponde a la conversación que el acusado sostiene con un abogado que le explica el funcionamiento del tribunal. Tras explicarle que ante todo reina un prolijo formalismo, la inercia de la organización judicial y la rigidez de sus jerarquías, realidades resignadamente aceptadas por los letrados, el abogado pasa a describir, en tono despectivo, lo que sucede en cambio con los acusados como Josef K., que a menudo tienden a sublevarse contra ese estado de cosas:

 

En cambio, -y esto es muy significativo- casi todos los acusados, incluso los más lerdos, se ponen a urdir propuestas de mejora en el mismo momento de iniciarse el proceso, y así gastan a menudo un tiempo y unas fuerzas que podrían emplear mucho mejor en otras cosas. Lo único acertado es adaptarse a las condiciones existentes. Aunque fuese posible mejorar algún detalle -lo cual es una suposición estúpida-, uno obtendría, en el mejor de los casos, alguna mejora para los procesos futuros, pero se habría perjudicado incalculablemente a sí mismo, puesto que habría atraído la atención del cuerpo de funcionarios, siempre sediento de venganza. ¡Lo importante era no llamar la atención! Obrar con calma, aunque esto fuese contra los propios deseos. Intentar darse cuenta de que aquel inmenso organismo judicial se encuentra, en cierto modo, en una posición eternamente vacilante, y de que, si uno cambia algo por su cuenta y desde su puesto, la tierra desaparece bajo sus pies y él mismo puede despeñarse, mientras que al gran organismo le resulta fácil encontrar otro lugar en sí mismo -puesto que todo guarda relación- para reparar la pequeña alteración, efectuando las sustituciones necesarias y permaneciendo inalterable, si no resulta que todo se vuelve, cosa aún más probable, mucho más cerrado, más vigilante, más rígido, más maligno.[1]

 

Este fragmento es una buena síntesis de la visión kafkiana de la ley y del tribunal: un ente ajeno a los ciudadanos, por encima de ellos, que anteponiendo sus propios intereses y prescindiendo de la realidad del individuo, se convierte en instrumento de maldad y de injusticia. La misma visión está en otro fragmento kafkiano, la parábola Ante la ley, en la que un guardián impide, mediante añagazas, el acceso de un campesino al reino de la ley, que en realidad le estaba destinado.

Es una visión ciertamente negativa y radical, pero quizá el arte deba ser radical y la pesimista visión de Kafka también tiene un valor positivo. Nos advierte a todos, y en especial a quienes imparten justicia, de dónde surge el fallo que vuelve perverso al sistema. Todo se corrompe cuando el juzgador olvida que antes que ejercer un poder sobre sus conciudadanos, es o debe ser su servidor. Cuando el juez se cree miembro de una casta cuasi sacerdotal que está por encima del resto, que no responde ante la gente corriente de sus errores y que se abisma en su liturgia inaccesible y misteriosa. Se me dirá que el vicio estaba más extendido en el Imperio Austrohúngaro que en nuestra sociedad. Sin duda. Pero no nos vayamos a dormir tan tranquilos creyendo que lo hemos desterrado del todo.

 

3.      El interés del juez y de la administración judicial como sustancia literaria.

 

Declarada mi admiración por Kafka, y mi adhesión a su visión radicalmente crítica de la realidad, en tanto que eficaz sacudidora de conciencias, me toca aclarar que la aproximación kafkiana al funcionario judicial como personaje literario, animada por una intención simbólica y un tanto extrema, no deja de parecerme una aproximación bastante parcial y por ello insatisfactoria.

Podemos preguntarnos si es que el juez carece de interés para el narrador de ficciones. Y a mi juicio, la respuesta es claramente negativa. Acepto que no es un personaje demasiado romántico. Acepto, también, que desarrolla esa antipática función de sentenciar lo que los demás hacemos bien o mal. Acepto, finalmente, que el juez sirve al orden establecido, y que el arte gusta de ser revolucionario. Pero creo que la labor del novelista es un poco más amplia que el territorio que delimitan las anteriores consideraciones. El novelista no sólo retrata seres adorables o heroicos, ni siquiera simpáticos. Al novelista, tal y como entiendo el oficio (otros lo discutirán), le interesa toda la realidad y todos los personajes, en la medida en que puedan justificar, o contribuir a justificar, una buena historia.

El juez, como personaje, tiene rasgos que le dotan de innegable interés literario: ejerce poder sobre los demás; padece de cierta soledad en sus decisiones; resuelve acerca de lo que es justo e injusto (o más bien acerca de lo que es legal o ilegal, pero eso siempre tiene un sustrato de juicio moral, aunque sea mediato); le toca bregar con las insuficiencias de una sociedad; y es expresión y administrador de uno de los medios más contundentes que tiene esa sociedad para atacar tales insuficiencias. Pero al mismo tiempo es una persona con todas sus limitaciones, lo que le convierte en un ser paradójico. Sentencia y corrige, sí, pero desde su propia e inevitable imperfección.

Todas estas realidades son profundamente literarias, y a las pruebas me remito. En cuanto al poder, siempre ha atraído al narrador: baste como ejemplo la ya amplia nómina de novelas en español sobre tiranos, subgénero que ya casi roza la categoría de género, desde el Tirano Banderas de Valle-Inclán hasta la última y reciente La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa. La soledad, que padece como pocos el juez a la hora de tomar una decisión, es uno de los rasgos más clásicamente distintivos del héroe. En cuanto al conflicto moral, la disyuntiva entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, me parece que no está ausente de una sola novela que merezca alguna estima. Y la administración de la fuerza legal, el ser expresión institucional del orden vigente, tampoco deja de tener su morbo, un morbo del que se beneficia holgadamente la policía, como antes se indicó, y escasísimamente el poder judicial.

Pero a mi juicio lo que dota de complejidad y verdadero interés, un interés singular, a la figura del juez como personaje, es la conciencia que cualquier persona sensata que ejerza la jurisdicción se ve obligada a desarrollar: la conciencia de que se le faculta para impartir justicia, imponerla por la fuerza y ejercitar de este modo uno de los poderes más drásticos del estado, sin ser (porque nadie lo es, y menos frente a realidades problemáticas) capaz de discernir siempre con acierto. Tampoco aplica el juez leyes perfectas, ni dispone de todos los medios que serían precisos, ni trabaja en una organización judicial idealmente estructurada. Es decir, el juez sabe que muchas veces se equivocará y será injusto, y una sola injusticia, por lo atroz que puede llegar a resultar para quien la padece, es un daño que a cualquier persona de buen corazón le abruma causar. Es pues el juez un personaje paradójico: desencadena acciones absolutas sobre realidades que sólo puede apreciar de forma relativa.

Ser juez creo que sólo puede entenderse desde dos perspectivas: la de la inconsciencia o la de una poderosa vocación. Los inconscientes pueden lidiar con cualquier problema o cualquier paradoja, por abstrusos y penosos que sean. Los ignoran y ya está. Pero para gestionar la responsabilidad que juzgar encierra, afrontándola de veras, es preciso tener un fuerte sentimiento de que eso hay que hacerlo, de que uno puede hacerlo mejor que otros y de que por tanto merece ocupar el puesto y vestir la toga. Hay que estar dispuesto, en suma, a ganarse el título día a día, en el servicio a los demás.

La riqueza del asunto, y su profundidad, sin duda que dan para hacer literatura.

Por otra parte la propia administración judicial, como organización, dice mucho de la organización de la sociedad en la que se inscribe. También sobre esto hay teorías, pero la mía es que la literatura encuentra su mejor y más poderoso material en la realidad de la sociedad donde vive quien la produce. A mi juicio, es conveniente y necesario que el escritor se atreva con la realidad, y dentro de ella está, qué duda cabe, la realidad del poder judicial. Hablar del poder siempre es incómodo, pero es una incomodidad que, a mi juicio, el literato debe asumir. Es muy difícil retratar cabalmente una sociedad sin aludir a cómo están organizados en ella los centros de poder. Y la justicia es uno de ellos.

Sin ir más lejos, quien quiera retratar la realidad española de hoy, encontrará un buen conjunto de síntomas esclarecedores en la observación de la situación y el funcionamiento de nuestra administración de justicia. Una situación que sólo un optimista incombustible calificaría de buena, y un funcionamiento que sólo alguien muy complaciente consideraría eficaz. Pero baste con apuntar esto, porque no quisiera invadir aquí espacios que corresponden a otras sesiones de este curso.

 

4.      Pero, ¿quiénes son los jueces?

 

El escritor que decida abordar la realidad judicial como sustancia literaria, debe indagar en esta realidad con carácter previo, y sobre todo preguntarse: ¿Quiénes son los jueces? Porque a quien construye personajes no le interesa sólo el cometido de las personas en la sociedad, su actuación de cara al exterior. Le interesan las personas mismas. Cómo son. De dónde vienen. Por qué asumen ese papel. Qué persiguen al desempeñarlo. Qué satisfacción o insatisfacción íntima obtienen de su tarea.

La respuesta a la pregunta varía de un lugar a otro. Los jueces no son los mismos en Europa o en América, en los sistemas de código civil o de common law.  En cuanto a la diferencia más notable entre los jueces americanos y los europeos, podemos decir que en el primer caso suelen ser jueces de empleo, y normalmente personas más bien experimentadas, mientras que en Europa (salvo el Reino Unido) tienden a ser más jueces de carrera, y no necesariamente juristas con experiencia. Basta con sacar una oposición y pasar una breve formación de carácter más o menos selectivo. La diferencia entre los jueces de países con Derecho codificado y los de países de common law es ante todo mental: aplican sistemas con filosofías muy diferentes (aunque la internacionalización de la economía los vaya aproximando). Podría decirse que los vinculados a los códigos son más tradicionales (no en vano el código es un invento decimonónico), más refractarios a la innovación. También tienen menos poder para ello, por la menor capacidad de creación judicial del Derecho que les está reconocida; pero por otra parte pertenecen a organizaciones judiciales más potentes y cohesionadas, y pertenecen de por vida, lo que es una nada desdeñable ventaja y un factor de poder indirecto muy importante.

Por no extenderme demasiado en este punto, me limitaré a reflexionar brevemente sobre el juez en nuestra realidad más cercana, es decir, la española y la europea. Es triste comprobar cómo en alguna de las pocas obras de ficción en las que se aborda, casi siempre de pasada, la realidad judicial de nuestro país, el autor tiene más presente el ejemplo de los telefilmes norteamericanos que el dato verdadero e inmediato que tiene a su disposición, si se toma la molestia de acudir a alguna audiencia pública de las que se celebran todos los días en nuestros juzgados y tribunales. Quien suscribe ha podido leer en una novela supuestamente localizada en España que el abogado defensor “se levantó del asiento y se acercó a interrogar al testigo”. Obviamente, quien eso escribió, no sabe ni dónde se pone el abogado ni dónde el testigo en un juicio, ni cuáles son las reglas a que se someten ambos. En Madrid o en Murcia, quiero decir. Porque en Connecticut o en Alabama, sí que lo sabe.

A fin de no incrementar demasiado el grave pecado de subjetividad en que viene incurriendo esta conferencia (vicio por lo demás previsible, en un literato), se me permitirá que en este apartado me sirva de alguna opinión ajena que procuraré que sea también caracterizada.

Sobre el juez en Europa, resulta interesante la teoría que expone el profesor danés Lando, autor de un trabajo para la Unión Europea sobre la unificación del Derecho contractual europeo. Uno de los presupuestos de la posible creación de ese Derecho contractual único es la convicción de quienes habrían de aplicarlo, esto es, los jueces. Por ello, el profesor citado considera que debe tenerse en cuenta el factor del que él llama el homo iudicans europeo, al que describe así:

Un tercer factor es la actitud de los jueces, que tienen una ideología y un comportamiento común. El entorno en que han crecido y viven hoy día es básicamente el mismo. Muchos de los defensores de nuestra ley y de nuestra justicia crecieron en acomodados hogares burgueses de valores tradicionales. En la escuela y en la Universidad el futuro juez era un buen y relativamente virtuoso estudiante con fuertes vínculos a su hogar. Normalmente, de ideas conservadoras. En el tribunal ha mantenido su actitud burguesa y ha conservado su tradicional forma de ver la vida, que fomenta el escepticismo frente a las nuevas ideas y tendencias. Los jueces de los tribunales superiores son hombres o mujeres mayores, y la gente mayor tiende a ser más conservadora que la gente joven. Tales factores han dado lugar a una peculiar especie: el juzgador (homo iudicans).[2]

 Ya supongo que esta clasificación “antropológica” del juez como “homínido” despertará la oposición, si no la irritación, de quienes siendo jueces no se sientan encajados en el arquetipo o lo consideren poco atractivo. Pero creo honradamente que, con la multitud y variedad de excepciones que se quiera, el diagnóstico del profesor Lando es en sustancia correcto, y además coincide con la percepción que tienen los ciudadanos de quienes les administran justicia, lo que no es dato baladí.

 ¿Y el juez español? Dentro de la simplificación que supone de por sí este tipo de ejercicios universalizadores, aunque se practiquen con un colectivo reducido como es el de los jueces, creo que resulta interesante la opinión que al respecto nos ofrece el profesor Jiménez asensio, que por serlo de la Escuela Judicial, puede tener el especial valor de un conocimiento directo. Medita este profesor, en particular, sobre el sistema de selección, que en definitiva es el que decanta, entre todas las posibles, qué personas de las que en nuestra sociedad viven se convertirán en jueces. Y parte su reflexión del Libro Blanco de la Justicia, cuyo modelo selectivo critica en buena medida:

 Al disponer de un sistema corporativo-burocrático, el juez que ingresa en la carrera se inserta en una organización en la que prestará servicio durante toda su vida profesional. El reclutamiento de malos jueces (…) provoca que la sociedad tenga que pechar con tales individuos durante nada más y nada menos que cuatro décadas. De ahí la trascendencia que tiene la función de reclutamiento, pieza central si se quiere asentar una justicia de calidad en España. Pues bien, el sistema actual de oposición dudo (…) que se aproxime a un modelo de selección razonablemente bueno. Es un modelo tributario de la tradición, defendido como sistema de excelencia (…) por los propios miembros de la carrera, y que se asienta esencialmente en la superación de una prueba teórica selectiva de contenido (…) exclusivamente memorístico, que no viene acompañada por ningún otro requisito adicional, superada la cual el juez, aun siéndolo en prácticas, ya es en la práctica juez (…). La corporación le arropa, la corporación le acoge y la corporación le mima (…). Cabría preguntarse si ese modelo selectivo garantiza los principios de mérito y capacidad. El mérito, al menos desde el plano formal, sí que ha sido acreditado a través de este disparatado modelo de reclutamiento, dudo más que en cambio, el sistema acredite o muestre capacidades para el (importante) ejercicio de la función de juzgar. Si a ello añadimos algunas perversiones propias del sistema: ¿Qué tipo de familia puede soportar que su hija o su hijo, tras la licenciatura universitaria, dedique varios años a preparar oposiciones? ¿Qué función social cumple esa rancia figura de los preparadores, que hunde sus raíces en el túnel del tiempo? (…) ¿Puede defenderse cabalmente que las personas que superan la oposición son las mejores? ¿No es un dato objetivo que hay personas que se han quedado por el camino que pueden realizar igual o mejor la función de juzgar?[3]   

No quiero adoptar un tono apocalíptico, ni establecer un retrato tan demoledor del estamento judicial español como el que parece desprenderse las palabras que acabo de transcribir. Pero de ellas sí comparto dos ideas: una, que el juez español, ante todo (y como requisito calificador o descalificador, según se mire), es una persona que ha acreditado su capacidad para someterse, durante largo tiempo, a la recia disciplina de un aprendizaje memorístico; y dos, que se inserta en una corporación de orientación general conservadora y tradicional, nutrida, principalmente, con personas procedentes de familias con un cierto desahogo económico. Ni yo, ni muchos de mis compañeros de facultad, pudimos permitirnos ser jueces, lo hubiéramos querido o no. No podíamos ser una carga para nuestras familias durante más tiempo, ni podíamos tampoco exigirles que financiaran una larga y costosa oposición. Hay excepciones, ya lo sé. Pero la mayoría es la que es. Y no digo que eso sea ni bueno ni malo. Es.

  Expuesto lo anterior, que es por supuesto discutible y estoy dispuesto a discutir, el escritor se tropieza en seguida con una limitación: no se puede construir un personaje en función de una tipología general, acertada o errónea. Un personaje es un individuo, un sujeto que cumplirá la regla o será una excepción. Lo mismo da. Como individuo es necesariamente singular y como tal hay que tratarlo.

   

5.      Técnicas para la construcción del juez como personaje literario.

 

Las técnicas de un escritor son forzosamente personales. Pero en este punto me permitiré exponer las mías, sobre una premisa que sí creo de general aplicación. La tarea del escritor, al “ficcionalizar” la realidad, se basa en tres pilares: observación, comprensión (lo que lleva consigo el respeto a la realidad reflejada, y en cuanto a los personajes, una dosis de afecto) y sentido crítico.

Para crear un personaje literario, no sirve leer a los teóricos, ya sean éstos profesores de Derecho o de Sociología. Para crear un personaje literario hay que saber observar a las personas. Y observarlas si se puede de cerca. No es fácil observar a un juez de cerca, porque suele aparecer revestido de su imperium, simbolizado por la toga y por la altura de su sillón, y porque parte de su papel, y también de su función, se basa en establecer cierta distancia. Pero al menos en España, ser abogado, como lo es quien les habla, tiene la ventaja de que te sientas a la misma altura, y entiendes (más o menos) el lenguaje incomprensible para los demás mortales con que escriben y hablan los jueces. También se tiene ocasión de visitar su hábitat, los juzgados y tribunales, y de apreciar con cierto conocimiento de causa las insuficiencias de la administración judicial. Pero sobre todo, uno se ve cara a cara con las personas. Puede mirarlas a los ojos. Puede intuir, de su desempeño dentro y fuera de la función jurisdiccional, cómo son. Puede, a la hora de crear un personaje como escritor, hacerlo creíble. La observación es un ejercicio infinito, inagotable y siempre imperfecto. Pero se nota su presencia y también se nota su falta. No sé lo acertado o desacertado que he podido ser al retratar alguna que otra vez a funcionarios judiciales en mis ficciones, pero algo sí puedo asegurar. Lo poco (a veces muy poco) que digo sobre ellos, está precedido de una intensa observación y de una reflexión sobre lo observado.

La observación arroja, como uno de sus primeros y más valiosos frutos, la percepción de esa singularidad de cada individuo y de la falsedad sustancial de todas las caracterizaciones genéricas. En los jueces que he conocido he podido apreciar a veces, en mayor o menor medida, el efecto de su formación memorística o la influencia de su extracción social, los rasgos genéricos que antes indicaba. Eso puede tener su importancia a la hora de construir un personaje de ficción. La tiene, qué duda cabe. Pero valen más otras cosas. Vale más tratar de captar si el sujeto encara su profesión con un sentido de sacrificio o de aprovechamiento, si se siente contento o frustrado, si se esfuerza por ser justo o se abandona a la inercia del sistema. Y cuando uno no trata con abstracciones teóricas, sino con personas, ve que es muy difícil etiquetarlas en negro o en blanco. He conocido jueces ejemplares y jueces que no merecían serlo, pero entre medias, he podido tratar con una gran masa de personas corrientes; a veces eficaces y a veces no tanto, a veces abnegados y a veces cómodos, a veces exquisitos en el uso de su poder y a veces bordeando la fina línea que separa del despotismo. Pero en la mayoría he observado una razonable convicción moral en el ejercicio de su función, y una razonable conciencia de servicio a los demás. He percibido también un fuerte sentido del esfuerzo personal, esa gravedad que proporcionan los años de resolver las disputas de los demás y una sincera preocupación por las deficiencias de la justicia. Lo que no quiere decir que todo eso se percibiera desde fuera.

A esto es a lo que me refiero cuando hablo de comprensión. No puede crearse un personaje literario consistente sin comprenderlo, en sus carencias y fortalezas. No puede, hacerse, aún diría más, sin llegar a desarrollar un cierto afecto por él, a compartir aunque sólo sea por un segundo su visión del mundo. Por difícil que sea, o por distante y abrumador que parezca, como el juez, en ocasiones, nos lo parece. Nadie, visto desde dentro, es totalmente noble ni totalmente vil. Adquirir esa “perspectiva interior” es la que distingue al creador de personajes del creador de muñecos.

Hablé de tres herramientas: observación, comprensión y sentido crítico. Me queda la tercera.

Una vez que el escritor ha conseguido desarrollar esa comprensión del personaje que está construyendo, pero no antes, y no sin ella, creo que está justificado, incluso es un deber, plantear su retrato con una intención crítica, en el más genuino sentido de la palabra. No le toca al escritor prestar un simple asentimiento a la realidad establecida, sino cuestionarla y hacerlo allí donde resulta más necesario. Ha de apuntar a donde está la insuficiencia (en la percepción del autor, claro está, que puede ser errónea pero no debería ser deshonesta) y a donde ésta más daño causa y más difícil es de extirpar. La literatura, que nunca resuelve nada, tiene al menos el deber de la osadía, a la hora de mover a la reflexión al lector y a la hora de medirse con la realidad circundante. Y como la osadía a veces lleva al desatino, nada mejor que partir de un respeto mínimo hacia lo que se critica. El escritor podrá así ser tachado de necio, pero no de desaprensivo. En esos términos, creo que el juez y la administración de justicia, pueden y deben ponerse en cuestión por el escritor, como cualquier otra realidad del mundo que nos rodea y muy en particular, cualquier realidad que constituye un poder.

La crítica, el inconformismo, son atributos irrenunciables del artista y valores eternos del arte como factor dinamizador de la sociedad. De lo único que conviene cuidarse es de incurrir en denigración gratuita; y no por reverencia, sino porque rara vez es eficaz la brocha gorda.

 

6.      Conclusiones.

 

No es muy apropiado al tono ni al contenido de esta intervención, ni tampoco a la condición de quien la sostiene, establecer conclusiones sobre los aspectos que han venido siendo objeto de reflexión, más caótica que sistemática, en los apartados que preceden. He procurado aportar ideas, desde la muy personal e intransferible óptica de un creador, y suscitar cuestiones que puedan tener alguna relevancia en ese debate sin duda trascendente que consiste en tratar de determinar qué justicia queremos.

Terminaré pues como literato, que no como jurista, que lo soy poco o menos, aventurando una última hipótesis sobre las razones por las que la figura del funcionario judicial no ha tenido ni mucho ni muy feliz reflejo en la ficción literaria. Mi hipótesis, que formulo con prudencia y que espero que no se juzgue una desconsideración, pues no pretende serlo, es que al margen de la negligencia y la incompetencia de los escritores (que pueden llegar a ser inmensas) buena parte de la responsabilidad incumbe a los propios jueces. Por haber preferido, en muchas ocasiones y en muchos casos (afortunadamente no en todos), parapetarse tras su poder y su corporación para afirmarse frente al resto de los ciudadanos. Por marcar distancias, más que hacer sentir su compromiso y su proximidad a la sociedad. Uno no puede pasar como héroe al imaginario popular (y la literatura es expresión de eso) si no es percibido como algo cercano. Si no es ni siquiera comprendido. La mayoría de las personas que conozco son incapaces de entender una sentencia judicial. Hay que traducírsela, y a nadie parece preocupar esto, que para mí es un desastre clamoroso y ni mucho menos inevitable. 

En definitiva, solventar la “ausencia” del juez como personaje en la ficción literaria exige algo previo y más importante: solventar la “ausencia” (y la distancia) del juez frente a sus conciudadanos.

 

 

         San Lorenzo de El Escorial, 3 de agosto de 2000



[1] Kafka, Franz. El proceso. Bruguera, Barcelona, 1983.

[2] Lando, Ole. El Derecho contractual europeo en el tercer milenio. Revista de Derecho de los Negocios. La Ley, Madrid, Mayo 2000.

[3] Jiménez Asensio, Rafael. Abogados y jueces. Actualidad Jurídica Aranzadi. Editorial Aranzadi, Madrid, 18 de mayo de 2000.

 



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