La herencia del vencido

 
    
    Aquella mañana de octubre, mientras escuchaba las noticias, María se acordó de su padre. En parte el hecho no tenía nada de excepcional. Desde hacía tres meses, era ese momento, el del desayuno, cuando ya Antonio se había ido y se había llevado a los chicos, el más vulnerable al recuerdo y al dolor. Estar allí sola, bebiendo su café con el rumor de fondo de la radio, le hacía pensar sin poder evitarlo en que desde hacía tres meses, los mismos que llevaba muerto su padre, estaba también sola de otro modo. Sola en el mundo, definitiva e irrevocablemente adulta, a los cincuenta y tres años. Ante ese pensamiento, María solía sentir una especie extraña de anulación. Un “ya está, ya llegó el día”, contra el que no se sublevaba porque sabía que no servía de nada sublevarse. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas como el riachuelo se desliza montaña abajo. Con naturalidad, sin protesta alguna. Añoraba la mirada serena de su padre, en la que solía refugiarse en momentos de zozobra. Ahora esa mirada no existía y en la zozobra tendría que volverse al espejo o a la nada. Pero así era la vida, y no podía lloriquear. Una hija de su padre debía mantener a todo trance la entereza. A él le había visto llorar, cuando la muerte de su madre, con un llanto abundante y silencioso. Lloriquear, en cambio, era algo que se salía por completo de lo admisible. Por no oírle, ni siquiera le había oído nunca quejarse de que le hubieran hundido la vida a los treinta y seis años. Era algo que estaba ahí, simplemente. Algo que había que soportar.

    Aquella mañana, sin embargo, María lloraba como nunca lo había hecho antes, y se sentía en la necesidad y el derecho de llevar su llanto hasta el extremo, hasta la histeria, hasta el grito incluso. Era el suyo, aquella mañana, un llanto demasiado mezclado y caótico para mantenerlo encerrado en los límites de la circunspección que su padre le había inculcado, como la regla primera para transitar entre la iniquidad insaciable y la frecuente insensatez del mundo. Lloraba por una amargura como jamás había sentido. Pero también lloraba de alegría. En la radio sonaban ahora unas voces grabadas durante la madrugada en las calles de Madrid: “Hemos ganao, hemos ganao, los del equipo colorao.” Dios, y por sólo tres meses él no había vivido para oírlas. Para algunos aquello era una desgracia. Para otros era indiferente. Pero para un hombre que había vivido despojado cuarenta y tres años, habría sido una reparación. Y aquel hombre, su padre, después de tanto sufrir, después de tanto callar, la había merecido.

    Sus lágrimas cayeron en el café y María, con un suspiro, se las bebió, como desde pequeña le habían enseñado que había que hacer.

    Evocó la primera imagen que recordaba de su padre. En Melilla, una mañana soleada de diciembre de 1932. Volvía a ver la luz impetuosa que entraba por todas las ventanas y dibujaba en colores vivos, ante sus ojos de niña, a aquel personaje que después adquiriría rasgos fabulosos, la criada mora que le enseñó a nombrar en chelja las cosas de su pequeño universo infantil. Qué habría sido de ella, de Aixa. Había olvidado las recias palabras bereberes, pero no el timbre de su voz.

    De la mano de Aixa, precisamente, había salido aquella mañana de 1932 a la puerta de la casa para despedir a su padre y grabar para siempre en su memoria la estampa: el erguido capitán de Infantería en uniforme de gala, con el pecho enterrado bajo las medallas ganadas en las agrestes montañas del Rif, donde apenas hacía seis años había habido una guerra feroz de la que él no hablaba ni hablaría nunca. Era el día de la patrona, y antes de ir a la celebración castrense, su padre la había cogido en brazos, la había estrechado contra sí y la había besado con fuerza en la mejilla. Podía sentir aún el tacto de la curtida piel de soldado, recién rasurada, el olor a colonia fuerte; podía todavía percibir el tintineo de las medallas entrechocándose y su frío metálico apoyándose en sus piernecitas desnudas de niña. Después su padre se había ajustado la gorra y ella le había visto irse, las botas brillando al sol, la espalda desafiando la gravedad. Ahí cesaba la imagen. Los recuerdos infantiles tienden a ser así, impecables  y sumarios. Puros, si es que tal puede ser un recuerdo.

    Por mucho que lo intentaba, no conseguía, sin embargo, recordar nada de aquel día que iba a marcar su vida, como la de tantos otros. El 18 de julio de 1936 había cogido a su familia en Madrid, donde vivían desde hacía dos años. Su padre estaba destinado en el Ministerio de la Guerra, junto a Cibeles. Muchas veces se había preguntado María qué habría podido suceder si el destino de su padre en aquel momento hubiera sido otro. Fue en función de ese simple azar, dónde se encontraban el 18 de julio de 1936, como se había decidido la suerte de muchas personas. Si su padre hubiera estado en Melilla, tal vez se hubiera unido a los sublevados, pese a no simpatizar con aquella rebelión protagonizada por sus antiguos compañeros. Puestos a elegir entre sus camaradas de África, se sentía más próximo a aquel impulsivo Fermín Galán, con quien había estado en el Tercio, y que en 1930 se había levantado en Jaca contra el rey para exigir la instauración de la República. Como él, creía que el ejército debía estar al lado del pueblo, de los campesinos y los obreros que en definitiva lo nutrían y que habían dado su sangre en aquella miserable guerra africana, y no al lado de los caciques y los emboscados que siempre habían tenido la boca ancha del embudo, en la guerra y en la paz. Por eso le emocionaba pensar en su amigo Fermín Galán, gritando ¡Hasta nunca! ante el pelotón de fusilamiento. Pero de aquel malogrado revolucionario le alejaba la imprudencia irreflexiva que le había conducido a un sacrificio inútil. Aunque María nunca había hablado con su padre de esa hipótesis, no lo veía oponiéndose al alzamiento en Melilla, para no ganar nada más que convertirlas a ella en huérfana y a su madre en viuda antes de que amaneciera el día siguiente.

    Si la guerra les hubiera sorprendido en Melilla, pues, acaso habría sido hija de un vencedor y andando el tiempo de un general. Su padre habría tenido que tragarse algún que otro sapo, como ver a los curas y a los señoritos pavoneándose, pero quizá habría alegado ante su conciencia que la República en la que creía había fracasado. Habría encontrado razones para hacerlo, tal vez, porque no era hombre a quien gustara tampoco el desbarajuste. Pero el 18 de julio de 1936 su padre estaba en Madrid, y como Madrid mismo, permaneció leal al Gobierno. Por eso a María le había tocado ser la hija de un rojo, de un presidiario y de un apestado. De un vencido, en suma. Y por eso su padre no había tenido que vivir el resto de su vida sintiendo la culpa de no haberse dejado matar el 18 de julio o de haberse convertido en un represor del pueblo. En su lugar, le había tocado pasar tres años sosteniendo aquella causa legítima que se desmoronaba, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo, y luego otros cuarenta arrastrando el despiadado estigma que los vencedores le habían de imponer.

    De aquellos tristes, oscuros tres años, recordaba al principio el ruido amortiguado de los aviones en lo alto y el estruendo de las bombas, que le hacía retemblar las costillas. Pero sólo había pasado unos meses en Madrid. Una noche habían venido unos hombres de la FAI a ver a su padre. Habían empezado a hablar algo tensos, y pronto los gritos llegaron hasta su cuarto. Finalmente, se oyó la voz de su padre imponerse. Todavía podía repetir las palabras exactas, una frase llena de misterio para la niña de siete años: “Si vuestros jefes piensan que con un puñado de bocazas y de matones van a ganar esta guerra, estamos listos.” Después los echó a la calle. Al día siguiente las envió a ella y a su madre a Murcia, donde vivían sus abuelos y donde permaneció hasta el 1 de abril de 1939, un día que sí recordaba bien. Su padre se había reunido con ellas apenas un par de días antes. Le había impresionado verle llegar, con barba de varios días, enflaquecido, ojeroso, y decirle a su madre: “Ya está, ya no hay nada que hacer. Todas las ratas abandonan el barco.” El 1 de abril, su padre no pronunció una palabra. Aguardó el momento en que vendrían por él y cuando ese momento llegó, antes del anochecer, se dejó detener sin oponer resistencia. “Quedaos aquí”, le pidió a su madre. “Aquí, por lo menos, siempre tendréis algo que llevaros a la boca.” Su abuela, que sujetaba a María por los hombros, lloraba sin atreverse a hacer ruido.

    Después de eso, empezaba el túnel. A su padre, africanista indigno de esa condición, y por aquel entonces teniente coronel del ejército republicano, no podía corresponderle otra sentencia que la de muerte. El juicio fue rápido, pero la ejecución se demoraba. Durante esas semanas de espera atroz, su madre se consumió como una vela. Todavía habría de vivir algunos años más, pero María no podía dejar de pensar que el frío de la muerte se le había metido en los huesos entonces, condenándola a abandonar la vida antes de tiempo, como a su marido le condenaba aquella sentencia que finalmente fue conmutada. Lo que salvó al padre de María fue una combinación que los desvelos de su abuelo lograron hacer efectiva: la del viejo afecto de un par de compañeros de África, ahora jefes importantes del ejército triunfador, con el testimonio de unas monjas a las que su padre había salvado del linchamiento en Madrid. Como pudo probársele esa buena acción, amén de algunas otras, y ningún delito en particular, los vencedores reconsideraron su caso y determinaron que sólo merecía cumplir cadena perpetua. Lo enviaron a Burgos, donde tendría que resistir quince inviernos.

     En Murcia, por lo menos, no hacía tanto frío. Pero fueron tan miserables aquellos años que a María todavía le encogía el alma evocarlos. La pobreza podía soportarse, el hambre no llegó a ser extrema. Lo verdaderamente duro era crecer a la vida y a la conciencia viendo que su madre no sonreía nunca, sabiendo que su padre estaba preso, esperando la noche, una al mes, como poco, en que la policía vendría y pondría patas arriba la casa, por nada, únicamente para que ellas, la familia del rojo, no dejaran de sentir el desprecio y el terror. Y los viajes a Burgos, para ver al hombre envuelto en el abrigo raído, con los guantes de lana agujereados. El hombre al que había visto bañado de sol y reluciente de medallas en aquella Melilla de su infancia, tan remota como un sueño. El hombre a quien la desventura había chupado la carne, vaciado los ojos y doblegado la espalda antaño altiva, pero que torcía para ella, para los pocos minutos que les dejaban a través de una valla, la cara en una sonrisa que a María le dolía como si le clavaran una aguja en el corazón. El hombre que era su padre, roto.

    Le faltó el padre, a lo largo de todos aquellos años. Le faltó cuando cumplió quince, veinte, veinticinco. Hubo de vivir sin su protección, en un mundo en el que tanto se echaba de menos el amparo del hombre cuando no se tenía. Una mujer sin hombre era una desgraciada, un ser disminuido. Lo decretaba la educación ancestral y lo remachaba la convicción implacable de la gente, forjada en la contemplación del infortunio de tantas viudas y de tantas mujeres de rojos, como su madre. Una mujer sola estaba expuesta al escarnio, al abuso. Y una mujer de rojo o una hija de rojo lo merecían. En 1945, cuando le quedaba apenas un año, a María la expulsaron sin ninguna explicación del colegio religioso en el que había sido admitida, de caridad, por recomendación de una de las monjas que le debía la vida a su padre. El coraje de aquel hombre, al contener al mando de un pelotón de soldados a la turba que en el exaltado Madrid de 1936 pretendía asaltar el convento, había tardado apenas cinco años en quedar olvidado. El pecado de haber contemporizado y colaborado, por creerlo su deber, con la horda marxista, había en cambio que recordárselo sin clemencia a aquella aterrada y escuálida muchacha de quince años que llevaba su sangre y su apellido. Para que no volvieran a tener siquiera la tentación, como les decía el cura, justo después de la lectura de los Santos Evangelios, en la misa que se oficiaba en el colegio cada día.

    Pero era fuerte, él le había enseñado a serlo, y estaba decidida a probarlo, dentro del margen angosto que se le ofrecía. Se juró que sobreviviría y ayudaría a sobrevivir a su madre, que cosía día y noche por una miseria para no tener la sensación de ser sólo una carga para sus suegros. En aquella época, una mujer joven tenía pocas opciones, pero María encontró una. Se hizo maestra de escuela. Para ello tuvo que salvar todos los recelos, hacerse la violencia de memorizar los principios y la jerigonza abyecta y ridícula del enemigo, hasta despuntar como nadie en los exámenes en que la interrogaban sobre el disparate que llamaban Formación del Espíritu Nacional. Se blindó como un galápago, aprendió a cantar sus canciones sin oírlas, a rezar sus oraciones sin sentir nada, a mirar el retrato del Caudillo y ver en su lugar la pared desnuda.

    En 1950, un hombre con una fila de hormigas alineada sobre el extremo del labio superior le entregó su título. La destinaron a un pueblo de los Pirineos.
   
    Los años en la montaña, al evocarlos, le producían una sensación contradictoria. Por un lado el aire puro, la calma, la ausencia súbita de su pasado, que allí nadie conocía, y que le permitía vivir menos oprimida que hasta entonces. Por otro, la sordidez tediosa de su vida, en aquel mundo estrecho y ruin que era la España rural de los cincuenta. Los monótonos ritos una y otra vez repetidos, en los que, como maestra nacional y, por tanto, una especie de sacerdotisa laica del régimen, se veía obligada a tomar un papel activo frente a aquellos pobres niños que tenía a su cargo. Llevaban flores a la Virgen en mayo, conmemoraban el día de la Raza, el de la Victoria, el Corpus, todo el calendario jalonado de sus mitos y de sus signos y de su Dios vengador. Hasta en los dictados tenía que cantarles a los chiquillos las excelencias de José Antonio y el genio militar del Generalísimo, y lo hacía, sin pensar nunca en sabotear frontalmente aquella educación aberrante y mutilada que la forzaban a impartir. Se sublevaba de otra manera, dentro de lo consentido: leyéndoles pasajes de Quevedo o del Lazarillo de Tormes, para que pudieran reír alguna vez en medio de tanta necia solemnidad, o poemas de Garcilaso, para que supieran de la belleza y del amor y tuvieran alguna oportunidad de no sucumbir a aquel odio vil que les daban disuelto en la leche.

    De todos modos, en  aquel destino pirenaico su vida había mejorado mucho. Al cabo de dos años se llevó con ella a su madre. En el pueblo podían vivir de su sueldo, aunque fuera corto, y su madre podía dejar de gastarse los ojos cosiendo en las madrugadas bajo una bombilla anémica. Apenas recordaba María a la mujer joven y optimista que su madre había sido un día, antes del desastre. Siempre que pensaba en ella veía a la mujer encorvada encima de la máquina de coser, bajo aquella bombilla que ahora, en 1982, nadie utilizaría ni en una lámpara de adorno. Desde que se la llevó consigo, por lo menos, su madre no había tenido que volver a coser. Pero tampoco había vuelto a recobrar la alegría. Y es que la principal ventaja que tenía para ella aquel pueblo de Huesca, cerca de la raya de Navarra, era que estaba mucho más cerca de Burgos, donde seguía preso, más de catorce años ya, el hombre del abrigo raído.

    María le había visto envejecer así, envuelto en el abrigo, al otro lado de la verja. Le soltaron en 1954, gracias a que uno de sus mejores amigos de África, que había alcanzado el grado de general de división y un gobierno militar, tuvo la osadía de interceder por él y la buena mano suficiente para hacer que su intercesión prosperara.

    Cuando le liberaron, tenía cincuenta y un años, dos menos que ella ahora, pero aparentaba más de sesenta. Había hecho dos guerras, había pasado quince años en la cárcel y salía a la calle con una mano delante y otra detrás. Al otro lado del muro, le esperaban una mujer que se había acostumbrado a vivir como su viuda y otra mujer que cuando él había entrado en la prisión era una niña de diez años. Le habían robado la vida entera, por el solo delito de haberse quedado del lado que le dictaba su sentido del deber, de la dignidad y del honor. Y ahora le soltaban por compasión, como un favor que no merecía y que se vería obligado a agradecer. Abrazó a su mujer y luego a su hija. Pero ninguno de los tres pudo sentir la menor felicidad. Las dos mujeres lloraban y él les limpiaba las lágrimas, meticuloso. Nadie enjugaba las suyas.

      Tras salir de la cárcel, su padre se había llevado a su madre a Madrid, donde, de nuevo gracias a un favor, pudo acceder a un modesto puesto de almacenero en un depósito de Intendencia. Le humillaba sin duda, como oficial y como militar, verse a sus cincuenta y un años trabajando como mozo a las órdenes de sargentos o tenientes veinteañeros. Pero más le habría humillado vivir en el pueblo de Huesca a costa de su hija, que tenía derecho a su propia vida. Eso era, desde que había recobrado la libertad, si es que aquello podía llamarse así,  lo que le decía a ella, una y otra vez: “María, tú no dejes que te agache mi desgracia. Tú tienes todo el mundo por delante.” Le insistía con tal ansiedad que a María le parecía que su padre, que ya había renunciado a su propia suerte, sólo pensaba en que no se malograra también la de ella.

    En 1956, una calurosa mañana de julio, enterraron a su madre. María recordaba a su padre ante la fosa, tan tieso en su traje oscuro como lo había estado siempre en el uniforme que ahora le prohibían vestir. Miraba bajar el ataúd como si lo llevara esperando desde hacía tiempo. Como si fuera la vuelta de tuerca que le faltaba.

    Le recordaba también en el metro, de vuelta a casa, empapado en sudor, sin quejarse. María le dio un pañuelo para que se secara la frente y él la miró a los ojos. “Mi niña”, murmuró, con una sonrisa infinitamente cansada.

    Quiso trasladarse a Madrid, para estar más cerca de él, pero otros muchos codiciaban ese destino y todo lo que pudo conseguir fue que la enviaran a Segovia. Por lo menos podía acercarse a verle algunos fines de semana. Él la recibía en su austero piso de viudo del barrio de Chamberí, siempre limpio y ordenado como si fueran a pasarle revista. Comían y luego salían a dar largos paseos. Su padre nunca soltaba prenda de lo que a ella, pese a todo, más curiosidad le inspiraba. Ni de la guerra, ni de la cárcel. Y ella no se atrevía a preguntar. Así que nunca hablaron de ello. La conversación giraba en torno a aquella Melilla que los dos añoraban, la de los cortos tiempos felices, y también en torno al futuro de ella. Venciendo el pudor que el asunto le inspiraba, le preguntaba cada fin de semana a María si ya tenía novio. Y cuando ella le decía que no, la regañaba, meneando la cabeza: “Pues deberías, pues deberías.” A veces, ella se atrevía a bromear: “¿Es que tienes ganas de nietos?” Y él, muy serio, replicaba: “Pues claro. Pero lo que más me preocupa eres tú. Que puedas tener una vida entera.” Su padre no lo decía jamás, pero María adivinaba el resto: “No como yo.”

     Había otra cosa que  María recordaba de aquellos paseos y aquellas conversaciones con su padre. Él nunca había intentado inculcarle las ideas que le habían llevado a hacer la guerra con los perdedores y a la cárcel tras la derrota. Era como si creyera que no tenía derecho a legarle ese lastre para enfrentarse al mundo en el que le tocaba vivir. Pero no podía renunciar a transmitirle su actitud ante la vida, los principios que tenía arraigados aún más adentro que aquellas ideas, y que le habían conducido a ellas. No eran muchos. Que una persona decente nunca podía decidir su lugar sólo en función del beneficio, que era indigno ayudar al fuerte a abusar del débil y que el sacrificio
valía siempre más que la ventaja y la molicie. Que había que mantener la espalda derecha y la vista arriba, aunque la vida te golpeara. Sobre todo entonces.

    Cuando María le oía decirle esas cosas, pensaba que le tocaba ocupar el lugar del hijo que él no había tenido, al que acaso estaba destinado aquel manual de conducta que no era sino su sencilla filosofía de soldado. Pero no le importaba. Ella era quien estaba allí, y quien guardaría la herencia. Durante toda su vida, hasta aquella mañana de octubre de 1982 en que le recordaba ante la taza de café vacía, la había guardado y se había esforzado día a día en honrarla, con sus palabras y sus hechos.

    Había sido en Segovia, justamente, donde había conocido a Antonio. Ahora que había pasado el tiempo y era una mujer madura y sin aprensiones innecesarias, María constataba con toda tranquilidad que lo que más le había atraído de aquel joven grave y cauteloso era lo mucho que tenía en común con su padre. Lo había conocido paseando junto a la catedral, y se habían visto varias veces antes de que él hiciera un avance significativo. Había sido esa tarde cuando él le había dicho, con una especie de orgullo infantil, que era teniente de Artillería. Por un momento, a María se le había quedado la boca seca. Los uniformes, que habían sido en su infancia un paisaje acogedor y familiar, eran ahora el símbolo de los vencedores contra cuya saña había tenido que subsistir. Quizá por aquella sensación entremezclada y confusa, o quizá porque aquel hombre le gustaba de veras, reaccionó con brusquedad y le dijo que ella también era hija de militar, pero de un militar rojo que había estado en la cárcel.

    Tras esa revelación, Antonio se quedó quieto, mirándola, durante unos segundos inacabables. Nunca le había preguntado a su marido lo que le había pasado por la cabeza durante ese tiempo. El caso es que al fin rompió el silencio y dijo, con voz nerviosa: “Bueno, no me parece que eso tenga ninguna importancia.”

    María supo así la importancia que eso tenía. Y supo que se casaría con él.
     
    Pero todavía tuvo que sufrir una última humillación. Antes de que un militar contrajera matrimonio, se solía investigar si la novia era una persona lo bastante irreprochable. A aquellas alturas, en 1958, con el régimen dando sus primeros pasos hacia una relajación de sus costumbres, el trámite tenía mucho de rutinario. Pero hubo que dar explicaciones, y hubo que conseguir que alguien en el depósito de Intendencia dijera que aquel ex rojo se había sometido y no causaba ningún alboroto. La maestra tenía además un expediente modélico, y sus vecinos la consideraban una persona de orden. Se podía permitir, pues, que desposara a un guerrero del glorioso ejército español.

    Tenía en la cabeza esta fotografía de la boda: su padre a su izquierda, vestido de civil. Su marido a su derecha, de militar. Su padre no le dijo nada pero ella supo que en ese momento, como en pocos otros, le dolió la injusticia que la vida le había hecho y que le impedía ayudar a componer otra fotografía: la de su hija María flanqueada por dos uniformes. Después de haber vivido entre ellos toda su vida, María era consciente de hasta qué punto los militares podían ser hombres sentimentales.

    Pero su padre aguantó a pie firme la ceremonia. Sólo un minuto antes de que ella se fuera con su marido, después del banquete, le dijo: “Creo que has tenido buen ojo. Te llevas un hombre honrado.” Y añadió: “Lástima que tu madre no pueda verlo.”

     Sacó el pañuelo y ella le ayudó a secarse los ojos. Le costó dejarle allí. A los cincuenta y cinco años, pese a su férrea voluntad de lucha, era un hombre viejo.

    Después de eso vinieron, al fin, los buenos tiempos. El nacimiento de sus dos hijos, la excedencia que aprovechó, además de para criarlos, para estudiar Filosofía y Letras, rama de Historia. Recordaba los primeros años de los sesenta como un tiempo agotador, pero feliz. Se sentía llena de fuerza, capaz de sacar adelante todas las tareas que se echara a la espalda. En 1966, ganó a la primera la oposición de profesora de instituto, con tan buen número que pudo elegir destino en Madrid, donde estaba también destinado Antonio. Por primera vez en la vida, mientras veía crecer a sus hijos, ascender a su marido y a su padre disfrutar de sus nietos, pudo creer que era una persona afortunada, alguien que no tenía que contener constantemente la respiración.

    Hubo, sin embargo, revuelto con todo eso, un desagradable quiebro del destino, una especie de recordatorio extemporáneo y cruel de todo lo que quería y debía dejar atrás. En 1961, el depósito de Intendencia en el que trabajaba su padre se incendió. Había ciertos indicios de que el fuego había sido provocado, y se abrió una investigación para esclarecerlo. Una de las primeras medidas, cómo no, fue detener a su padre, a quien su pasado de rojo otorgaba, a ojos de quienes instruían el asunto, una sólida presunción de culpabilidad. Poco importaba que su conducta, en los siete años que llevaba allí, hubiera sido absolutamente intachable. Lo tuvieron detenido tres días, hasta que al incidente se le encontró otra explicación. Pero posiblemente, de no haber sido por los esfuerzos de Antonio, le habrían retenido todavía algún tiempo más.

    Fue como revivir el infierno, ir a buscarle y ver cómo salía otra vez del encierro, sin afeitar, hundido, asustado pese a todos los esfuerzos que hacía por ocultarlo. Era como una pesadilla, que sólo acabó cuando María vio a los dos hombres, suegro y yerno, abrazados, y escuchó a su padre decir: “Gracias, hijo.”

    María miró el reloj. Ya eran las nueve. Tenía la primera clase en el instituto a las nueve y media, y diez minutos de camino. Siempre empezaba puntual, y para eso siempre llegaba al menos un cuarto de hora antes de la hora. Otra enseñanza de su padre. Se puso en pie y recogió en un momento todos los cacharros del desayuno. Sólo le quedaba calzarse. Apagó la radio y fue a buscar sus zapatos.

    En la calle, la recibió el aire fresco de la mañana de octubre. Era un día soleado, y la combinación de las dos sensaciones, la luz intensa y la temperatura fresca, la despejaron instantánea y agradablemente. Mientras caminaba, como la estampa final de aquel improvisado ejercicio de evocación, acudió a su memoria la reacción de su padre el 20 de noviembre de 1975, de extraño, no exactamente dichoso recuerdo.

    “Es curioso”, dijo el viejo vencido, después de que la cara compungida de Arias-Navarro diese la noticia. “Nunca creí que fuera a sobrevivirle. Ni en Alhucemas, cuando el desembarco de 1925, ni en la guerra, ni en todos estos años. Siempre estuve convencido de que yo caería antes que él, aunque fuera más joven.”
    Eso fue todo. Su padre siempre era comedido en sus juicios políticos, especialmente en presencia de su yerno, aunque éste no fuera un fanático del régimen, sino más bien escéptico, al cabo de los años de convivencia con su hija. Pero María no estaba segura de que habría dicho mucho más si hubieran estado solos ella y él. Hasta aquel preciso día, más de medio siglo después, no había sabido que su padre había participado junto a Franco en aquel lejano y sangriento desembarco en el norte de África.

    De aquellos últimos años, María guardaba una imagen más apacible, más serena que nunca de su padre. Cuando en las conversaciones de sobremesa María discutía con su marido si había que liquidar el régimen o reconvertirlo y ella apostaba por soluciones tales como meter a todos los ex ministros de Franco en la cárcel, su padre, buscando el momento justo para intervenir, decía: “No metas a nadie más en la cárcel. Para qué.” Y ella le miraba, y por un momento se sentía fuera de juego. Pero luego se ratificaba y le decía: “Nada de perdonar, papá. Ellos no perdonaron.” Su padre meneaba la cabeza, en silencio, o se encogía de hombros, y bebía un sorbo de vino.

    Podía imaginar lo que habría sido para él aquel día de octubre de 1982, al recordar lo que había sido para él el día en que Tierno Galván ocupó la alcaldía de Madrid. En las elecciones de 1977 había votado por él, como María y como su marido y como la mayoría de los militares progresistas que conocían. El PSOE les parecía entonces una opción menos fiable, y Felipe González un jovenzuelo ambicioso e impulsivo. Tierno, en cambio, era un socialista veterano y sensato. Un hombre cabal, como le calificaba su padre, y además, aunque esto no lo decía, alguien con quien compartía la experiencia de haber sido despojado de una dignidad por la que había luchado y que se había ganado legítimamente. También representaba todo aquello que tal vez le había faltado a la República para perdurar. Prudencia, rigor y sentido común.

    El día que Tierno llegó a la alcaldía, aunque fuera pactando con los comunistas, de los que no guardaba demasiado buen recuerdo, su padre dejó que la alegría asomara a su rostro de anciano y lo convirtiera en el de un niño. “Por lo menos, el jefe del cementerio donde me van a enterrar será un viejo socialista”, dijo, “y no un camisa vieja. Por lo menos, la vida me ahorra ese insulto.” Aquél fue el lamento más explícito a propósito de su suerte que María había oído y oiría a su padre.

    Por lo demás, se cumplió su augurio. En julio de 1982, veintiséis años justos después que a su mujer, lo enterraron junto a ella, en aquella tumba del cementerio municipal de la Almudena. Dios o quien fuera, que tan mala vida le había dado, le dio una buena muerte. Se apagó mientras dormía, sin haberse sentido enfermo, a los setenta y nueve años. María no podía dejar de pensar que, sin todas las penalidades que había tenido que soportar, la derrota, el frío y la prisión, aquel roble habría pasado de los cien años. Otro expolio, aquellos veinte años menos, para añadir a la lista.

    Se acercaba al instituto, y jugó a prever la conversación que tendrían sus compañeros. El tema sólo podía ser uno. Mayoría absoluta. La UCD, aquel invento para controlar el suave desinflado del régimen, barrida. La derecha, condenada a actuar de simple comparsa. El mañana era suyo, de quienes nunca había sido. Nunca, en cientos de años, porque la República, los hechos lo demostrarían, había sido un experimento vigilado estrechamente por los perros de siempre. Por supuesto ella, como su marido, como todos los demás, había votado al PSOE. Habían seguido a Tierno, qué remedio, en su incorporación al proyecto más grande, al que tenía expectativas. Y en los últimos tiempos, sería para consolarse, veía más aplomo, más solvencia en aquel Felipe González que antes le había parecido un poco charlatán y un poco tahúr. Una sensación que acrecentaría semanas más tarde, cuando a los pocos días de tomar posesión como Presidente del Gobierno, fue a visitar la División Acorazada y María le vio en correcta posición de firmes, envuelto en un abrigo oscuro, rodeado de uniformes caqui. Su padre habría aprobado aquella compostura, y ella la aprobó por él.
    Pero nunca había dicho nada, en el instituto. Era hija y mujer de militar, y los militares no podían exhibir sus ideas políticas, ni debían sus mujeres, aunque legalmente pudieran, expresar las suyas para dar pistas sobre lo que votaba el marido. Así era la disciplina, que ella acataba como la que más. Algo que la reventaba era que se pensara que el monopolio de la disciplina y el honor lo tenían los fascistas. Había recibido durante cincuenta y tres años el ejemplo del militar más disciplinado y honorable, un antifascista ferviente que había pagado por ello como muchos de los que ahora se subían alegremente a la ola no podían ni siquiera imaginar.

    Había callado, también, aquel día tan difícil como pocos otros, el 24 de febrero de 1981. No le había dicho a nadie que la tarde anterior había despedido trémula a su marido, que salía, de uniforme, para su acuartelamiento. No le había dicho a nadie, tampoco, que el temor a volver a vivir tantas cosas había acudido a sus labios para hacerles pronunciar las palabras: “¿Por qué vas a ir?” Ni lo que su marido le había respondido: “Porque llevo dos estrellas gordas en el hombro y alguien tiene que ayudar a que esta mamarrachada no salga.” No le había contado a nadie la noche de angustia, la sensación de que la condena volvía a caer sobre ella y sobre los suyos.

    Ahora todo quedaba, por suerte, atrás. Atravesó la verja del instituto y se dirigió hacia la sala de profesores. Eran las nueve y dieciséis minutos. En la sala encontró a dos de sus compañeros, que tenían la hora libre de clases. Los saludó cordialmente. Uno de ellos observó: “Menuda goleada, ¿eh?” Y ella asintió: “Menuda, sí.”

    Se sentó a ordenar sus notas para la clase. Historia moderna y contemporánea, la de Tercero. El imperio de los Austrias. Aquel imperio harapiento, que treinta años atrás había tenido que falsificar para un puñado de chavales de Huesca, y que ahora podía contar tal y como había sido en realidad, o como honestamente lo creía ella, que la historia siempre fue ciencia insegura. ¿Lo apreciarían en su justo valor, los alumnos a los que ahora enseñaba? Tenía sus dudas, y más dudaba que lo apreciaran a medida que pasara el tiempo. Eso la descorazonaba un poco. Había aprendido a perdonar, no del todo, más por sentido práctico que por otra cosa. Pero olvidar, no olvidaría nunca. Y sentía que había que luchar para que ellos, los jóvenes, tampoco olvidaran. Había sido tanta, la infamia, tanto, el dolor, tanto, el atraso y el tiempo perdido.

    A las nueve y veinte sonó el timbre y uno o dos minutos después empezaron a llegar a la sala los profesores que habían tenido clase a primera hora. Todos, como María había previsto, comentaban la gran noticia. Algunos, los más, con júbilo; alguno, sin atreverse mucho, dejando entrever lo que le disgustaba. Una de las últimas en llegar fue Dolores, una profesora de Filosofía, de temperamento brusco y desembarazado. Desde la puerta, en voz lo bastante alta como para que no dejara de oírse dentro y fuera de la sala de profesores, aulló: “Vaya mañana oscura para todos los fachas y para todos sus esbirros.” Y levantó tres o cuatro veces el puño. Lo hizo mirando descaradamente en la dirección en que estaba María, y ésta sintió que la sangre subía en oleadas a su rostro. Sintió ganas de gritar, de ahogarla allí mismo. Quién era aquella imbécil, a fin de cuentas. Una niñata, hija de un directivo de la Telefónica, de cuando la Telefónica, como todo, era un negociado más del Movimiento Nacional. Una cabra loca que había jugado a las asambleas y a las carreras en la Universitaria, y que un día había pasado unas horas en la DGS, hasta que papá había venido pertrechado con su carné antiguo de la Falange para sacarla de allí y pedir a sus compadres que disculparan la salida de tiesto de la muchacha, estas edades, ya se sabe. Y ahora se creía en condiciones de
impartir justicia a diestro y siniestro y darle lecciones a ella. A ella, Dios.

    María respiró hondo. No podía darle el gusto. Eran las nueve y veintiocho, y en lo que ahora debía pensar era en estar en clase cuando volviera a sonar el timbre. Recogió sus papeles, se levantó y salió, con un neutro y escueto: “Hasta luego”.
   
    De camino al aula, a María la asaltó la duda. Cuántos habría como ella, como aquella pija ignorante y arribista. Cuántos ocuparían en seguida ministerios, gobiernos civiles, direcciones generales. Qué harían con lo que después de tanto sufrimiento se había ganado. “Ya está, Mariquita la fúnebre, aguando la fiesta”, se recriminó. Pero antes de atravesar la puerta de la clase, tuvo una intuición áspera, rotunda. Pertenecía a una estirpe que jamás dominaría la tierra, ni siquiera aquel trozo que llamaba su país. Llevaba en el alma la herencia de su padre, la de la integridad, la del idealismo, la del desprendimiento. La herencia inexorable e inconfundible del vencido.

    Cerró la puerta, fue al estrado, pidió silencio. Y un día más, frente a aquellos muchachos que acaso nunca la entenderían, cumplió con su deber.



                        Getafe, 9-10 de septiembre de 2000



 



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