Lo imposible

 

    Lo había soñado muchas veces. Los dos niños jugando a la orilla del mar, el sol resbalando sin prisa hacia la línea del horizonte. Los veía corriendo sobre la arena, al borde del agua, chapoteando cuando venía la ola. Los oía reír, llamarse, llamarla a ella. En el sueño el tiempo estaba detenido, pero no en esa espera sin esperanza que empastaba de cemento gris sus días. Era otra forma de quietud, tersa, luminosa, donde la risa de los dos niños resonaba como el conjuro que la aliviaba de todos los errores y todos los fracasos.
    Pero era sólo eso, un sueño. En la crudeza que le mostraba la realidad, lo más probable era que los dos niños nunca jugasen juntos. Que no llegasen a conocerse, siquiera. A veces fantaseaba con la posibilidad de que algún día, muchos años después, cuando los dos fueran adultos, descubrieran la historia, se buscaran y acabaran por encontrarse. Qué se dirían, qué pasaría entre ellos, si eso diera en suceder. No podía evitar pensar (aunque pudiera juzgarse una conjetura pueril, o ridícula) que acaso ellos llevaran a término lo que entre sus padres había quedado truncado, casi en su inicio.
    La hija de ella. El hijo de él. Cuando los soñaba juntos, corriendo por la playa, era sólo el rostro de la niña el que podía ver con cierta exactitud. Las facciones del niño eran algo más imprecisas, una especie de bosquejo de las de su padre. No tenía por qué ser así, se decía, cuando despertaba y recordaba el sueño desde la tristeza espesa de sus mañanas. Muy bien podía parecerse a la madre.
    Pero siempre, cuando volvía a soñarlo, lo veía parecido a él. Después de todo, aquel sueño debía de ser el homenaje masoquista de su subconsciente al edén perdido, que en su memoria y en su corazón llevaría por siempre el nombre y el rostro de él. Su hija se parecía a ella. El niño debía, pues, parecerse al padre. Así el sueño era más inequívoco, y la amargura que le dejaba, más absoluta.
    Nunca esperó nada. Vio sucederse las semanas, los meses, los veranos, con la sensación de tenerlo cada vez más lejos. Ella no podía ir a buscarlo. Él no podía venir a buscarla. Los dos niños iban cumpliendo años y el sueño se deslizaba poco a poco hacia el reino de lo imposible. Pero ella no sabía que a veces la vida da quiebros imprevistos, y que en contadas ocasiones, sólo para algunos elegidos, se complace en hacer que dos quiebros coincidan para permitir aquello que el adusto cálculo de probabilidades invitaba a descartar.
     Siete años, dicen, es el tiempo que tarda la vida en hacernos girar. De pronto, siete años después, él pudo ir a buscarla y ella pudo ir a buscarlo. Todos los océanos juntos no habrían sido barrera bastante para impedir el encuentro. Ahora los dos niños jugaban juntos, a la orilla del mar, y el sol caía despacio sobre el horizonte. Y ella supo que no había otro modo de celebrar aquella felicidad que con las mismas lágrimas con las que tanto había llorado su desdicha. Son los intervalos oscuros, había leído en alguna parte, los que nos enseñan a apreciar la luz. El llanto de aquellos siete años le había limpiado los ojos hasta hacerlos dignos de lo que al fin contemplaba. Se había creído torpe, errada, mísera. Pero ahora lo veía de otro modo: su dolor no había sido en balde, su sueño era certero.
    El niño se parecía a él.  

 



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