Por un puñado de euros...

 

Para Noemí Salas, que era una chica bastante perspicaz, estuvo muy claro desde el principio lo que significaba ser una becaria. Se lo mostró sin tapujos el redactor jefe del semanario, durante la rápida y desganada entrevista de selección. Un par de ojeadas distraídas a su expediente académico, y cuatro o cinco preguntas difusas y apenas masculladas, que fueron todo lo que de profesional tuvo el encuentro, poco o nada pudieron decidir. Cuando recibió la llamada con la que le comunicaron su contratación, Noemí no pudo dejar de acordarse del indisimulado placer con que el redactor jefe se había entregado a la contemplación de su escote; un placer cuyo disfrute el individuo había prolongado, impertérrito, aun después de que ella le hiciera la señal inequívoca de sujetarse con la mano el cuello de la blusa y protegerse con el brazo. Pese a todo, la oportunidad era demasiado buena para una estudiante de último curso de Ciencias de la Información, y Noemí ya había aceptado algunos años atrás, cuando la Naturaleza le había manifestado con cierta generosidad sus dones, que aquellas miradas indeseadas eran un problema con el que tendría que lidiar durante una buena temporada, siempre que hubiera varones en sus proximidades.

En los dos meses que habían transcurrido desde entonces, Noemí había tenido que enfrentarse a otros muchos inconvenientes aparejados a su condición de becaria. Bien pertrechada con la convicción de estar realizando un sacrificio transitorio y una inversión de cara al futuro, había arrostrado todas las miserias que le habían ido correspondiendo con mansedumbre y un inquebrantable espíritu deportivo. En definitiva, así era como estaba la cosa en el bendito siglo XXI; todos habían de pasar por allí y ella tenía tanto aguante como el que más, si es que alguien se había permitido dudarlo.

Pero aquella mañana de enero de 2002, lacerada inoportunamente por una de sus dolorosísimas menstruaciones, y reciente aún en su memoria la apocalíptica discusión mantenida con su novio a propósito del plan de Nochevieja (cuestión en la que, una vez más, había acabado cediendo como una imbécil), Noemí estuvo a punto de sublevarse. Lo único que le faltaba, a la sazón, era que el redactor jefe se acercara por su mesa y, sin privarse de aprovechar el desnivel (ella sentada, él de pie) para su solaz particular, le dijera:

-Noemí, bonita, me vas a mirar una historia. Un dulce, para que luego no se diga que aquí a los becarios sólo los tenemos picando o haciendo fotocopias.

El bonita, el tonillo sarcástico y el recordatorio de su estatuto de paria ya eran suficiente para hacerle hervir la sangre. Pero a continuación, el redactor jefe, con toda parsimonia, obligándola a sostener la sonrisa pese a que el dolor le estaba rompiendo las entrañas, descendió a explicarle en qué consistía el presunto dulce.

-Acabamos de estrenar el euro –le informó, como si fuera lo bastante necia, sorda y ciega como para no haberse enterado-, y se me ha ocurrido que podríamos averiguar cuál ha sido el primer robo que se ha cometido en nuestro país en la nueva moneda. Seguro que ha sucedido ya, porque los choris no descansan y la poli ya se sabe que últimamente anda a por uvas. Así que métete en las agencias, tócame juzgados, gabinete de información de la dirección general, los municipales, todo lo que se te ocurra. Una investigación en condiciones, no me digas que no es un trabajo de puta madre.

Noemí, apretando los dientes, asintió.

-Y para que veas cómo me fío de ti, te dejo incluso que lo escribas –añadió el redactor jefe-. Un breve, no más de quince líneas. Si te queda lo bastante bien como para meterlo, hasta lo firmas.

Ahí fue donde a Noemí empezó a olerle a chamusquina. Dejar que el trabajo de un becario apareciera firmado en la revista era algo completamente inusual. Con una espantosa sensación de pereza, la becaria trató de imaginarse cuáles serían los siguientes movimientos del redactor jefe, y en cuál de ellos se vería obligada a decirle que se comprara una muñeca hinchable y por tanto a dar por prematuramente terminada su colaboración profesional con el semanario.

-Llamo tu atención sobre un pequeño detalle –concluyó el redactor jefe, sacándola de estas incómodas cavilaciones-. Cerramos mañana a las tres. Así que necesito poder leerlo antes de la una.

Noemí volvió a asentir, implorando para sí que aquel degenerado se largara de una vez. Por fortuna, el redactor jefe ya debía de haber saciado aquello que buscaba saciar y emprendió la retirada hacia su cubil. Sin deshacerse, eso sí, de aquel gesto de profesor campechano tutelando a una colegiala despistada pero prometedora.

Cuando se hubo quedado sola, Noemí clavó la mirada en la pantalla de su ordenador con una sensación que tendría ocasión de repetir muchas veces, en los años venideros, frente a otras pantallas de ordenador, en otras redacciones y finalmente en algún despacho. Por qué, para qué estaba allí, si lo que en realidad quería era pasear mojándose de lluvia por un parque, tumbarse en el césped o simplemente meterse en un bar a tomar un café olvidada de todo. Y como luego haría muchas otras veces, para alejar de su mente esa pregunta y todo lo que implicaba, al instante asió el ratón del ordenador y se dispuso a abstraerse en la tarea que tenía ante sí.

Hizo lo que le había pedido el redactor jefe. Buceó en las agencias, en las ediciones electrónicas de los diarios, incluidos los regionales y locales, anotando datos, sumando historias y descartándolas, localizando los huecos y pensando en cómo podría rellenarlos. Dos meses atrás, cualquier laguna la habría agobiado hasta lo indecible. Ahora sabía que no había casi nada que con unas cuantas llamadas telefónicas y un poco de desparpajo no acabara por saberse con razonable aproximación, o por lo menos con la aproximación suficiente para escribir quince líneas. Sin embargo, el redactor jefe le había pedido que contara el primer robo en euros, y el asunto resultaba fastidiosamente concreto. Si elegía uno y luego aparecía otro anterior, quedaría desacreditada como periodista antes de haber podido considerarse como tal. Por eso se trilló a conciencia todo lo que el ordenador podía facilitarle, y después se lanzó a hacer llamadas a diestro y siniestro. Cruzó los datos que había sacado de sus indagaciones con los que le fueron dando sus interlocutores, y poco a poco fue cercando la presa que le habían ordenado perseguir.

La primera historia que se le presentó como una sólida candidata a protagonizar su trabajo había ocurrido a las 7.55 del día uno, en un hipermercado de la periferia de Madrid. Los responsables del centro, aprovechando la circunstancia del día festivo, que les sugería una mayor seguridad, habían dispuesto para entonces el transporte de billetes y monedas para la dotación de las cajas al día siguiente. Los empleados de la empresa de seguridad se habían tropezado con los atracadores (por el acento, presumiblemente colombianos), a la entrada misma del centro. Había habido un tiroteo, un vigilante y un atracador heridos, y los asaltantes habían huido con un botín de 20.000 euros. La policía trataba de averiguar cómo habían podido tener noticia los ladrones del transporte de efectivo, porque el modus operandi acreditaba una cuidadosa planificación.

Noemí pensó que era una buena historia. Con violencia, con sangre, con el elemento pintoresco de los maleantes colombianos, genuinos representantes del Tercer Mundo, apoderándose a tiro limpio de la nueva divisa de los opulentos europeos. Pero mientras intentaba contrastarla, se le cruzó otra. Cuando vio de qué se trataba, quiso que no fuera verdad, que aquel portavoz policial hubiera sufrido una confusión o no recordase bien. Sin embargo, pocos minutos y un par de llamadas después, se veía obligada a rendirse ante la simple contundencia de aquellos nada estimulantes hechos.

Eran las 0.05 del día uno. Ramón R., un ingeniero de treinta y tres años, soltero y residente en Barcelona, reparó mientras se dirigía a una fiesta de Nochevieja en que no andaba sobrado de dinero. Vio desde el coche un cajero automático y detuvo el vehículo en doble fila. De fondo todavía sonaban los petardos con los que la gente festejaba el cambio de año. Ramón R. introdujo su tarjeta en el cajero y comprobó con sorpresa que las cantidades disponibles se le mostraban en euros. “Coño, euros”, debió de decir, y a continuación, después de echar cuentas mentalmente (no le costaba mucho dividir por seis) pidió que la máquina le dispensara ciento cincuenta. Observó con curiosidad los billetes, siete de veinte y uno de diez, y antes de haberlos guardado se encaminó de regreso hacia su vehículo. Fue entonces cuando un individuo de unos veinticinco años le salió al paso esgrimiendo una navaja. Ramón R., sin ofrecer resistencia, le entregó el dinero. Temió que el atracador le hiciera sacar más, pero la agilidad mental del delincuente no le permitió percatarse de que aquella suma en euros no agotaba el límite de la tarjeta, o ya tenía bastante y no quiso arriesgarse para aumentar el botín.

-Ya ve, sólo cinco minutos, y el primer robo en euros –le dijo el portavoz policial, después de contarle el caso-. Nos preguntábamos cómo sería. Un palo de cajero. Nada apasionante, ¿verdad?

Noemí estuvo completamente de acuerdo. ¿Cómo podía contar aquella historia anodina y vulgar de un modo que resultara mínimamente interesante? Podía ir al redactor jefe y decirle: “Mira, esto es lo que hay, así que tu idea genial ha resultado ser una parida.” De hecho, estaba a punto de hacerlo, con una satisfacción que en parte la compensaba del dolor que la seguía martirizando y del trabajo baldío, cuando la asaltó una idea que la retuvo. ¿Y si el primer robo en euros hubiera ocurrido antes de concluir 2001? No era imposible, porque las monedas y billetes, aunque fuera de forma restringida, habían empezado a repartirse antes del 31 de diciembre.

A pesar del cansancio, y de que ya caía la tarde y se abría ante ella la perspectiva de tener que seguir trabajando hasta las tantas, Noemí reinició sus pesquisas con aquel nuevo planteamiento. Y no tardó en encontrar otra historia. No era espectacular, pero por lo menos tenía su gracia. Dentro de la gracia que puede tener un robo.

Manuel P., un previsor pensionista vallisoletano, se plantó puntualmente el día 14 de diciembre a las nueve de la mañana en la puerta de la sucursal de la caja de ahorros donde tenía su cartilla. Su objetivo: hacerse con uno de los euromonederos que a partir de esa fecha empezaban a distribuir las oficinas bancarias. Como llegó el primero, y los empleados le dijeron que había muchos euromonederos disponibles, decidió pedir tres. Uno para él y otro para cada uno de sus dos hijos. En total, una suma de 36,06 euros, el equivalente a 6.000 pesetas. Muy contento con su adquisición, y sin poder resistir la curiosidad, cometió el error de examinar las monedas en un banco de la plaza más cercana. Mientras se hallaba abstraído en la identificación de las diferentes piezas, se aproximó a él, sin ser percibido hasta que fue demasiado tarde, un sujeto de unos treinta años, en apariencia toxicómano y armado de una jeringuilla sucia. Sin mayores preámbulos, le exigió que le entregara todo el dinero, empezando por aquellas monedas. Manuel P., observando con aprensión la jeringuilla, le entregó los tres euromonederos y cuatro mil pesetas que llevaba en la cartera. El atracador se hizo rápidamente cargo de todo, y tal vez le llamó la atención recibir tantas monedas y que vinieran empaquetadas en bolsas de plástico. Cuando las miró más detenidamente y vio que eran euros, dudó un instante y se las arrojó de vuelta a su víctima. “Quédate con eso, abuelo”, dijo, “que hasta el día uno no me valen para nada y yo no sé si el día uno voy a estar vivo.” Y se largó con las cuatro mil pesetas, dejando a Manuel P. sumido en el lógico estado de nerviosismo y estupefacción.

Aunque estaba cansada y se sentía como una idiota trabajando a aquellas horas por las cuatro perras que le pagaban, Noemí sintió que tenía una buena historia y que había merecido la pena el esfuerzo. Se disponía a escribirla cuando le entró una pequeña duda. ¿Sería aquél, de veras, el primer robo en euros? ¿No era posible que hubiera habido otro antes? Ya se había cerciorado de que, al contrario que en Alemania, no se había registrado ninguno durante los transportes masivos de dinero, protegidos por la Guardia Civil. Pero desde comienzos de diciembre habían empezado a repartirse euros a entidades financieras y grandes superficies. No podía descartarse que en todo aquel movimiento se hubiera producido alguna incidencia. Sin dejar que la fatiga, ni su aversión al redactor jefe, ni su simpatía por el caso del jubilado la disuadiesen, Noemí sacó a relucir su fuerza de voluntad y volvió a sumergirse en la búsqueda. Y entonces, al fin, encontró su historia, la que había de escribir y la que iba a ser la primera en aparecer publicada con su nombre.

El texto le salió al primer intento. Decía así:

Quizá lo primero que hace nacer una moneda es el deseo de poseerla en aquél a quien no le pertenece. El euro está oficialmente en nuestras manos desde el 1 de enero de 2002, pero nada menos que un mes antes de esa fecha tuvo lugar el que quedará registrado para la Historia como el primer robo en euros en nuestro país. Aunque preferiríamos, por su interés noticioso, poder decir que el suceso fue fruto de la fría astucia de una sofisticada mente criminal, o consecuencia de la audacia de peligrosos malhechores, lo cierto es que se debió a la incomprensible e ingenua infidelidad de un gris y hasta entonces irreprochable empleado de banca. J.L.Z., de cuarenta y siete años, con veinticinco a sus espaldas de dedicación a la entidad, director de sucursal en Alicante, falsificó los recibos de la provisión de euros que se le había entregado el día 1 de diciembre de 2001, haciendo constar en ellos 1.000 euros menos de los efectivamente recibidos. El desfalco fue detectado por los servicios de auditoría interna del banco tan sólo dos semanas después. La razón por la que J.L.Z. decidió echar a perder veinticinco años de servicio por un puñado de euros continúa siendo un misterio.

  Releyó su trabajo un par de veces, satisfecha. Miró el reloj. Eran las doce y media de la noche. Todavía quedaba bastante gente en la redacción, como correspondía a una víspera de cierre. Pero a fin de cuentas a los otros les pagaban un sueldo más o menos digno, así que Noemí apagó el ordenador, se puso el abrigo y se encaminó hacia la salida con la conciencia tranquila. Al pasar junto a un despacho, vio al redactor jefe discutiendo con el jefe de la sección de deportes. Dejó atrás aquella escena con un profundo alivio.

Al día siguiente, tras releerlo otras tres o cuatro veces, Noemí le entregó el texto al redactor jefe. Prefirió hacérselo llegar a través de la secretaria. Aunque no habían dado las diez cuando le dejó el folio a la secretaria, el redactor jefe no vino a verla hasta las dos.

-Muy bien esta cosa, Noemí –le dijo, con la misma indulgencia que se usa para enjuiciar los palotes de un párvulo, aunque su trazo sea trémulo y sólo precariamente vertical-. Quizá un poco recargado de adjetivos, pero bueno, eso es un síntoma de juventud. Ya los irás perdiendo por el camino. Sólo quería preguntarte si te has cerciorado bien de la historia que estamos vendiendo. O sea, si estás segura de que éste es el primero, de verdad de la buena.

-Descarté otros tres antes –repuso la becaria, un poco seca.

-Entiéndeme, no es que dude de ti –trató de ablandarla el redactor jefe-. Es que debo hacer la comprobación. ¿No imaginas por qué?

-¿Por qué?

-Lo metemos. ¿Cómo quieres firmarlo?

Noemí miró al hombre que tenía ante sí tratando de dilucidar cómo debía reaccionar ante aquel anuncio que por lo visto debía causar en ella la misma impresión que la llegada de los Reyes Magos. No podía sacarse de la cabeza que no era el mérito de su escrito lo que justificaba que fueran a publicarlo (“demasiados adjetivos”, había dicho el muy cerdo, y lo peor era que tenía razón), y aquello que en condiciones normales habría debido considerar su primer triunfo periodístico le sabía de pronto a humillante fracaso.

-Noemí Salas –dijo al fin-. Así me llamo.

-Muy bien. Pues Noemí Salas.

“Noemí Salas”, leyó en voz alta Casiano Jiménez, una semana después, cuando terminó aquel breve encabezado por el aparatoso titular “EL PRIMER ROBO EN EUROS”. Entonces le asaltó una duda y fue a buscar la carpeta de las adjudicaciones. Hizo pasar las que no le interesaban, hasta que llegó a la que le había recordado la lectura del texto escrito por aquella desconocida periodista. La leyenda era tan aburrida como la de las demás: “Refuerzo del firme entre los P.K. tal y tal de la carretera tal”. Mientras seguía leyendo, recordó la cifra, 3.051.363 euros. Y al fin dio con la fecha bajo la que estaba estampada su propia firma: 26 de noviembre de 2001. Sonrió.

-Pues lo siento, Noemí Salas –murmuró-, porque no sé cuál es el primer robo cometido en euros, ni me importa tres cojones, pero desde luego no es el de ese pobre diablo que me cuentas.

El presidente de la constructora adjudicataria de aquella obra era un tipo de palabra, Casiano Jiménez lo había comprobado en otras ocasiones. Y el trato era que una vez firmada la adjudicación de los trabajos, se comprometía a reservarle el pico de 51.363 euros, que le haría efectivo a Jiménez tan pronto como cobrara la primera certificación. Aquella suma venía a ser la quinta parte del clavo que entre los dos habían decidido meterle al presupuesto de la obra. En números redondos, el 26 de noviembre de 2001 le habían robado a la Diputación 250.000 euros. Algo más que un puñado, Noemí Salas.



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