Muerte en el reality show

 


 

1. El flautista catódico.

Al cabo de sólo seis semanas de emisión, el ‘reality show’ Pareja abierta había pulverizado todos los records de ‘share’ en la historia de la televisión patria. Las dos galas semanales, en el disputado ‘prime time’ de los lunes y los jueves, andaban por una cuota de pantalla promedio del 63 por ciento, con puntas del 86 por ciento. Los resúmenes diarios, emitidos en horario de tarde y noche, no bajaban del 50 por ciento. Y el éxito del invento era tan arrollador que había llegado a inundar con sus imágenes, cotilleos e historias todos los sumideros de telebasura que salpicaban profusamente la parrilla de programación de las diferentes cadenas, tanto públicas como privadas. Tertulias, ‘zappings’, parodias, programas de debate, guiñoles, ‘late nights’, todos habían sucumbido con una velocidad meteórica al empuje del espectáculo. Los columnistas políticos enjuiciaban la labor de los distintos miembros del gobierno, así como los percances de la oposición, con continuas referencias a los personajes y avatares del engendro televisivo (guiños estos, y bien lo sabían los columnistas, que hacían las delicias y arrancaban las sonrisas más espontáneas de los lectores, por sesudos que fueran). Un diario nacional había llegado, incluso, a crear una sección fija de una página entera dedicada al programa y a la fauna vinculada con él. Ésta, por otra parte, cada día era más nutrida: al principio sólo la formaban los concursantes, pero en cinco semanas ya incluía a una pléyade de personajillos paralelos, adyacentes y conexos, desde hermanos o ex cónyuges de los susodichos hasta esteticistas, fisioterapeutas y ginecólogos que aireaban frenéticamente las más íntimas y sórdidas miserias de quienes ya acaparaban todas las portadas de las revistas del corazón.

Cuando se desplazaban fuera del inmenso decorado en el que se desarrollaba el programa (una especie de mansión de ‘atrezzo’ con todos los alardes de lujo imaginables, desde suntuosas alcobas con gigantescas camas redondas hasta un delirante ‘jacuzzi’ de 5 metros de diámetro), ya fuera para dar una rueda de prensa, promocionar una marca de azulejos, o firmar en unos grandes almacenes ejemplares del ‘libro’ que con toda presteza ya se había elaborado sobre el fenómeno, los concursantes debían viajar en potentes todoterrenos con los cristales tintados, escoltados por motoristas de la policía y acompañados por una legión de gorilas cuadrangulares para contener a las hordas de televidentes enfebrecidos que los aguardaban allí donde iban. No faltaban quienes protestaban por la bajeza moral o la insignificancia intelectual del programa, pero sus chirriantes vocecitas de aguafiestas quedaban aplastadas por el bramido ensordecedor de una audiencia que noche a noche, como conjurada por un inapelable flautista de Hamelin catódico, acudía a rendir pleitesía al portento, a sus estrellas y en suma a la productora audiovisual que, tras haber urdido el uno y escogido a las otras, veía merced al masivo éxito multiplicarse su facturación hasta situarla en dimensiones siderales.

Y lo grande del asunto era que la idea resultaba tan sencilla que sorprendía que no se le hubiera ocurrido a nadie antes. Lo que hacía Pareja abierta era explotar, de frente y sin remilgos, aquello que de forma oblicua había constituido el principal gancho de los ‘reality shows’ precedentes. Sus creadores habían constatado que lo que le gustaba a la gente era el sexo (mejor ilícito), la violencia (verbal ante todo, pero sin descartar algún mamporro) y la promiscuidad entre famosos ‘fetén’ y don nadies que se ‘famoseaban’ en ese roce, aportando al soso Olimpo tradicional el encanto de su vulgaridad y la espontaneidad de su lengua sin pelos.

Quizá una de las pocas personas que no estaba familiarizada con los detalles del indiscutible triunfador de la temporada televisiva era la que cargaba sobre sus hombros con la responsabilidad del juzgado de primera instancia e instrucción número 2 de la población de la periferia norte madrileña donde tenía su sede el programa. Se apellidaba Tortosa, tenía 26 años y provenía de Tarragona. Y tenía demasiado trabajo pendiente, herencia del anterior titular del juzgado, para ver la televisión. Tampoco sabía mucho del asunto otra persona, de apellido Fonseca, 46 años de edad y con la función de dirigir el grupo de homicidios de la jefatura superior de policía de Madrid. Pero para su mal, según juzgaron ambos, iban a tener que acabar sabiendo más que nadie.

En la madrugada del miércoles de la última semana de mayo, con pocos minutos de diferencia, ambos recibieron una llamada telefónica que les anticipaba la noticia que poco después correría como un reguero de pólvora por todo el país. Uno de los concursantes de Pareja abierta había muerto en los estudios en los que se grababa el programa. Y no cabía ninguna duda de que no había sido por causas naturales, ni tampoco un accidente, aunque ésa, en los primeros momentos de confusión, fuera la versión que prefiriera ofrecer la productora. No. Alguien se lo había cargado.

 

El lector decide:

1. El juez Tortosa es un hombre, y el inspector Fonseca, mujer.

2. El juez Tortosa es mujer, y el inspector Fonseca, un hombre.

 

 

2. Diferencia de potencial.

La escena del crimen resultaba tan impactante que, de haberse podido mostrar (y no hay que descartar que los responsables del programa tuvieran la tentación de hacerlo, ya que una cámara estratégicamente situada permitía recogerla en toda su amplitud), habría disparado la audiencia de Pareja abierta hasta cotas inverosímiles. El cadáver, en un estado horroroso, yacía recostado en la vasija del ‘jacuzzi’. Alguien, con los nervios del momento, la había vaciado de agua, infringiendo así el deber de conservarlo todo lo más intacto posible hasta la llegada de la autoridad judicial. Sobre la plataforma que rodeaba los bordes de la vasija, delatando igualmente la ligereza de otro u otra que había tocado lo que no debía, descansaba el discman que había provocado la catástrofe. El aparato había sido desenchufado de la toma de corriente de la pared, pero esto cabía entenderlo, frente a lo anterior, como una juiciosa medida de precaución para evitar más disgustos.

Su señoría, aunque jamás había visto un cuerpo en semejante condición, ni disponía de los conocimientos médicos precisos para inferir a partir de las lesiones el agente que las había producido, poseía la intuición suficiente para imaginar cómo había acontecido la desgracia. Aquel ser vivo había dejado de estarlo por obra y gracia de una diferencia de potencial de aproximadamente 220 voltios (porque exactas en la vida hay pocas cosas, y tampoco lo era la tensión que daba la compañía responsable del suministro eléctrico en aquella zona). El modo en que el fatídico fenómeno físico se había desencadenado también saltaba a la vista para un observador sagaz: en algún momento, por alguna causa, el discman que estaba utilizando la víctima, mientras disfrutaba de un baño relajante, había caído al agua, arrastrando el cable de alimentación y exponiéndola, a través de éste, a la severa descarga que había ocasionado su muerte por electrocución. Lo más fácil era pensar que hubiera sido la propia víctima la causante, por negligencia, del fatal desenlace, acaso al remolcar involuntariamente el discman hasta el borde de la vasija. Ésa, según le dijeron a su señoría los policías que allí se hallaban, había sido la hipótesis inicial. Pero entonces uno de los agentes reparó en la pequeña cámara de televisión que vigilaba la habitación, y preguntó dónde estaba la cinta en la que se registraba lo que la cámara captaba. Se recuperó la cinta, y fue al ver lo que en ella había, o mejor, lo que no había, cuando se fraguó en la mente de los representantes del orden la certeza de que se enfrentaban a un homicidio. Su señoría, sacudiéndose aún el sueño, y sin poder apartar de sí la sensación de estar viviendo una pesadilla estrafalaria, asentía con gesto ausente ante las explicaciones que le iban dando los policías.

El crimen, puesto que como tal debía considerarse, había sido obra de alguien muy intrépido o muy insensato. Hacía falta desfachatez y cuajo para matar a alguien en un lugar infestado de cámaras de televisión. Pero lo cierto, como en seguida supo su señoría, era que todo había resultado pasmosamente simple. A partir de las tres de la mañana, y hasta las ocho, los concursantes, con arreglo al contrato que los ligaba a la productora, podían tapar el objetivo de la cámara que espiaba sus dormitorios, a fin de procurarse un pequeño intermedio de cinco horas de intimidad. Todos hacían uso de su derecho, por lo que en ese lapso sólo operaban las cámaras situadas en las zonas comunes, entre ellas la que habría podido registrar lo ocurrido. Pero ni ésta, ni la del corredor que unía la sala del ‘jacuzzi’ con la zona de dormitorios, habían llegado a grabar nada, por la sencilla razón de que alguien se había molestado en cubrir sus objetivos con sendos pegotes de plastilina (tomándose además buen cuidado de aplastarlos luego con un objeto liso para borrar cualquier resto de huellas). El técnico que dormitaba frente a los monitores, porque a esa hora no había emisión, no reaccionó hasta que por los auriculares le llegó el sonido de la tragedia. Para cuando quiso avisar, todo se había consumado y el responsable ya se había escabullido.

-En fin, que parece evidente que aquí algo huele mal –observó su señoría, mientras contemplaba el pegote aplastado que uno de los policías le mostraba en su correspondiente bolsita de plástico.

El inspector que se ocupaba hasta ese momento de las diligencias asintió gravemente, y a renglón seguido dijo:

-Hemos avisado a los especialistas. Deben de estar al llegar.

-Bien –repuso su señoría-. Ahora, si pueden ustedes, me van a hacer dos favores. Uno: no dejen salir a nadie del edificio hasta que hayan recogido el nombre y la filiación hasta del último perro y el último gato que se encuentren. Y otra cosa: ¿alguno de ustedes podría explicarme, así un poco por encima, en qué consiste este circo? Porque, honradamente, tengo una idea bastante remota, y me temo que voy a tener que situarme antes de continuar.

En ese momento, Fonseca entró en la habitación. Sus ojos soñolientos se encontraron con los de su señoría, y a qué negarlo: no tuvo, a bote pronto, la impresión de que le fuera a caer bien.

 

3. El soberano capricho.

Después de las presentaciones de rigor, y de reconocer Fonseca que no era la persona más adecuada para instruir a su señoría acerca de los pormenores del concurso, tuvo lugar una escena que cabría calificar de surrealista, de no ser porque todo lo que allí sucedía se situaba en un plano de ultrarrealidad que dejaba estrecho el adjetivo. Quienes aleccionaron a su señoría, y de paso, a Fonseca, acerca de las reglas, filosofía y vicisitudes de Pareja abierta fueron uno de los policías y el visiblemente nerviosísimo productor ejecutivo del programa, allí presente. Los componentes del improvisado dúo se alternaban de manera más bien desordenada en el uso de la palabra y no paraban de corregirse el uno al otro. En algún momento su señoría tuvo la tentación de recurrir a su autoridad para obligarles a hablar por turno, pero por lo general se cuidaba mucho de observar una actitud demasiado imperativa, ya que siempre temía que por su relativa juventud esto fuera interpretado como signo de inmadurez o inexperiencia. Aguantó pues con estoicismo el barullo de la explicación conjunta, y trató de sacar en claro lo que necesitaba para hacer su trabajo.

En resumen, lo que entendió fue que Pareja abierta era el último hito, la vanguardia en el galopante proceso de basurización de los ‘reality shows’ televisivos. Pero esa noción, que de forma vaga ya se hospedaba en su cerebro por las referencias que había pescado aquí y allá, se fue concretando en los mecanismos particulares del artilugio. Supo así que en el concurso participaban doce personas, seis hombres y seis mujeres, agrupadas en seis parejas. Al principio dedujo que se trataba de seis parejas de hombre y mujer, pero entonces le explicaron que no, que eso habría sido poco representativo de las opciones sexuales existentes en la sociedad (y por tanto en la audiencia que se pretendía que se identificase con el programa); en consecuencia, cuatro de las parejas eran mixtas, otra era de mujeres y la sexta de hombres. Las parejas lo eran en sentido estricto, es decir estaban formadas por personas que mantenían una relación afectiva y convivían antes y fuera del programa. Ahora bien, todas ellas participaban asumiendo que el juego consistía, precisamente, en renunciar a exigir fidelidad a su pareja y exponerse a que fuera seducida por cualquiera de los restantes concursantes. Para no colocar en desventaja a los integrantes de las parejas homosexuales, todos los miembros de parejas heterosexuales declaraban no tener escrúpulos en mantener relaciones con personas de su mismo sexo, y por otra parte, tanto la pareja de chicas como la de chicos habían sido seleccionadas atendiendo al hecho de que no se tratara de homosexuales rigurosos.

Aunque estos detalles le fueron explicados a su señoría de modo un poco más largo y penoso que como quedan transcritos, su mente analítica pudo ir ensamblando las piezas en un conjunto más o menos inteligible. Otro dato de cierta relevancia era la procedencia de las parejas. Al parecer, tres de ellas, dos heterosexuales y la de chicos, estaban formadas por personas célebres con anterioridad a su reclutamiento, pero cuando su señoría preguntó por sus nombres, y se los dijeron, fue incapaz de reconocer uno solo, circunstancia que ante la extrañeza de casi todos los circunstantes hubo de achacar a su ignorancia y no a que le hubieran mentido. Las otras tres parejas, dos heterosexuales y la de chicas, estaban formadas por personas totalmente desconocidas antes de incorporarse a la aventura, aunque ahora, al cabo de seis semanas, sus nombres anduvieran en los labios de millones de televidentes. También era digno de anotarse el rango de edades de los participantes: entre los diecinueve y los treinta y cinco años.

Fue en este momento de las explicaciones cuando su señoría, presa de una súbita y comprensible curiosidad, preguntó:

–Bueno, y con todo esto, ¿de qué va el concurso? ¿Qué hacen aquí dentro? ¿Cómo se sabe quién gana y quién pierde?

De las tres preguntas que acababa de encadenar, sólo la última tuvo una respuesta precisa, a cargo del productor ejecutivo: se seguía el clásico sistema de eliminación por la audiencia. Precisamente el luctuoso suceso se había producido en vísperas de la primera de las votaciones. El espacio estaba programado para once semanas: seis de convivencia de todos los concursantes y cinco de expulsiones, hasta elegir a la pareja ganadora. Porque no se eliminaba a los concursantes uno a uno, sino junto a su pareja. ¿Qué criterio se seguía para las expulsiones? El soberano capricho de la audiencia. Se suponía que el público dirimiría así, al final, cuál era la pareja que había llevado su estancia en la casa, infidelidades incluidas, del modo más simpático e imaginativo.

–Ajá –trató de asimilar su señoría, arrojándose a unos segundos de meditación que los demás rodearon de respetuoso silencio.

–Señoría, si no le parece mal… –intervino Fonseca, con la cautela que los años de oficio le habían inculcado ante los jueces.

–Sí, prosigamos –volvió en sí su señoría, y señalando a la muerta inquirió–: ¿Dónde está el novio? Bueno, o la novia.

 

 

4. Una pandilla de tarados.

El inspector jefe Fonseca se inclinó sobre el cadáver. No era su primer electrocutado, e incluso recordaba algún otro que se había quedado frito del mismo modo que aquella chica, merced a la inmersión de un pequeño electrodoméstico. No era agradable, pero había muertos mucho peores. Miró el DNI de la interfecta. Nacida en 1974. Junto a su nombre, María Hortensia López Rodríguez, vio un rostro espantado. Tampoco eso le sorprendió mucho. Sabía que era el gesto que solía poner la gente ante el fotomatón.

–¿Quién tiene esos pegotes de plastilina? –preguntó, tras comprobar que el cadáver no iba a decirle mucho más.

Un subinspector le acercó las dos bolsitas de plástico. Las examinó detenidamente, procurando no deformar su contenido. La plastilina, de color azul, había adquirido forma circular y el relieve del objetivo de la cámara que con ella habían cegado. Fonseca trató de localizar algún resto de huella dactilar, sin éxito. Un crimen sencillo, pero eficaz; un criminal poco sofisticado, pero atento a tomar las mínimas precauciones. El inspector jefe sabía que esas dos circunstancias eran desventajosas para él. Miró de reojo a la juez Tortosa; ligeramente apartada de donde trabajaban los policías, charlaba con el secretario. Tampoco ella le parecía una baza a su favor. Devolvió al subinspector las dos bolsitas.

–Al laboratorio, corriendo –le ordenó–. Que los miren bien con el microscopio y si Dios está de buenas y es posible pillar algún resto biológico o alguna fibra, pues ya sabes lo que toca.

De pronto entró en la sala un tipo alto y guapetón que se sorbía los mocos ruidosamente. Tendría veinticinco años. La juez le indicó a Fonseca con una seña que se acercara. El productor ejecutivo del programa se sintió en el deber de presentar al recién llegado:

–Danny Trobajo, el compañero de Shania.

–¿De quién? –preguntó la juez.

–Quiero decir, de María Hortensia –balbuceó el productor–. Shania es, bueno, como la conocían casi todos.

–Ah –dijo la juez–. Muy bien, señor Trobajo, en primer lugar, mis condolencias. Sé que ésta es una situación muy dura para usted y procuraremos no agravársela más de lo indispensable.

–Gracias –gimoteó Danny–. ¿Tú quien eres?

–Yo soy la juez de instrucción. La que está a cargo de esto.

–Ah –dijo Danny, ausente–. Mucho gusto. ¿Y ahora qué pasa?

–Antes de nada –repuso la juez–, nos gustaría que nos dijera si reconoce a su compañera sin ningún género de duda; vamos, si está seguro de que es ella la que está ahí, en la bañera.

Danny miró hacia el jacuzzi. Luego cerró los ojos.

–Sí, es ella. No tengo ninguna duda.

El secretario iba levantando acta, con una letruja tan apresurada como ilegible. La mirada de la juez se cruzó entonces con la de Fonseca. El policía esperaba algo. La juez no lo demoró.

–Éste es el inspector Fonseca –informó a Danny–. Él va a llevar la investigación desde el punto de vista policial. Le ruego que responda a todas sus preguntas. Cuando quiera, inspector.

Fonseca no contaba con que le dieran entrada tan pronto. Tardó unos segundos en reaccionar, y no lo hizo con mucha soltura.

–Esto, señor Trobajo, verá, estamos tratando de interpretar los datos, y en fin, no descartamos nada aún, pero, bueno, debe usted saber que creemos que podría no haber sido un accidente.

El inspector jefe deploró tener la mente tan espesa. Notaba sobre sí la mirada de la juez, observaba el semblante bovino de Danny y sentía una incomodidad impropia de su veteranía.

–Eso no hace falta que me lo descubras tú –respondió Danny, con una súbita y amarga contundencia–. Que se la ha cargado uno de estos cabrones o una de estas putas ya te lo digo yo.

La juez dio un respingo.

–Disculpe, ¿a quién se refiere?

–A esta gentuza con la que en mala hora nos encerramos aquí dentro –explicó Trobajo–. Shanny era una gran artista de lo suyo, y yo he desfilado en Milán, en Nueva York, en Londres… No sé por qué nos mezclamos con una pandilla de tarados.

–Calma, Danny –le pidió el productor-. No sabes lo que…

–Usted cállese, por favor –le cortó la juez–. O mejor, salga y espere ahí fuera a que le llamemos –y dirigiéndose a Danny, advirtió–: Acaba de hacer usted una afirmación muy grave. ¿Tiene usted algún indicio, alguna sospecha de alguien en particular?

Al rostro de Danny asomó una sonrisa enajenada.

–Sospecho de todos, su excelencia jueza o como se diga, porque todos están como cabras. Todos, se lo juro. Y si ya estaban mal cuando entraron, en estas semanas han ido a peor. Son unos yonquis paranoicos, y las tías, unas brujas ninfómanas todas.

–Bueno, vamos a ver –templó Fonseca–. Vayamos por partes.

El lector decide:

1. A Shania la mató una mujer.

2. A Shania la mató un hombre.

 

 

 

5. Algún roce.

La juez exhaló un largo suspiro. Casi maldecía el día en que había pedido ir destinada a aquel juzgado para estar más cerca de su novio, a la sazón médico residente en Madrid. Resignada, se encomendó a Fonseca, aunque hasta ese momento no le había parecido un sabueso demasiado despierto. Quizá fuera por lo intempestivo de la hora. El inspector jefe arrancó entonces a hablar con voz pausada, mirando muy fijo a los ojos de Danny.

–Veamos, señor Trobajo –dijo–. Conste ante todo que me pongo en su lugar, que comprendo su irritación y hasta que le cueste controlarse. Pero quisiera explicarle algo. Se trata de ir poco a poco centrando nuestra investigación de manera que podamos dar con el que hizo esto. Si usted se empeña en jurar que puede haber sido cualquiera, no nos aporta nada, lo descartamos como posible testigo y lo interrogamos sólo en calidad de sospechoso.

Danny no parecía captar el matiz entre los vocablos "testigo" y "sospechoso"; al menos, no causaron en él ningún efecto visible. Fonseca comprendió que tenía que ir más despacio:

–De acuerdo. Intentémoslo de otro modo. ¿Sabe si su compañera tuvo algún roce con alguien durante su estancia aquí?

–¿Roce?¿De qué tipo? –preguntó Danny.

Fonseca deploró la polisemia de la palabra. Fue flexible:

-De cualquier tipo que a usted se le ocurra.

Danny hizo memoria. Se había secado los ojos pero seguía de vez en cuando sorbiéndose los mocos con violentas inspiraciones.

–Pues mire, roce así como de pelearse –dijo–, que yo sepa se peleó con todas las tías. Y además, no me hará contárselo, ¿no? Si lo sabe toda España. ¿De qué país se ha escapado usted?

Fonseca sintió en la axila el peso de su pequeño revólver. Imaginó que si lo sacaba y se lo ponía en la boca a Danny, aparte de traicionar su natural pacífico y respetuoso, aquella adusta joven que era la autoridad iba a regañarle y todo se complicaría.

–Hágase a la idea de que donde yo vivo no pasan su programa –sugirió-. Y tenga la bondad de darme nombres, para que pueda apuntarlos. Tráteme como si fuera tonto, no le importe.

–¿Nombres? Se los doy todos, si quiere. Pues mire, primero está la histérica esa de Sandra Torrado, con la que Shanny se peleó en la cocina mientras preparaban espaguetis. Después, la Susi Bernal, que la enfiló desde que entramos aquí porque a ella le infló las peras un veterinario bizco y le tenía una envidia cochina a Shanny, que se lo hizo un cirujano argentino de primera. Luego la Tatiana Berdugo, porque su novia dejó de verla cuando conoció a mi chica, lo que sólo quiere decir que la pobre, después de todo, tiene gusto. O esta otra tortillera, la Nayara, porque mi Shanny le dio unos calabazones más grandes que ella, que es un tapón. Y si quiere todo, pues cuente también a la moraca, la Leila no sé qué, por haberle dicho clarito cómo se llama en lo que trabaja.

La juez Tortosa bajó la barbilla, cerró los ojos y se pasó repetidas veces las yemas de los dedos por el entrecejo. Para qué iba a amonestar al testigo. Sólo deseaba que la diligencia acabara. Fonseca, aparentemente impasible, copiaba nombres en su libreta.

-Y entre los hombres, ¿chocó con alguno?

–¿En qué sentido? –volvió a preguntar Danny.

–En sentido chungo, de bronca –aclaró Fonseca, paciente.

–Pues con las locas, nada, aunque eso no quiere decir que ellos no la odien, que esa gente es muy retorcida, y estos dos además le dan a la farlopa como si fueran un par de osos hormigueros.

La juez, aquí sí, no pudo evitar intervenir:

–Le ruego que se abstenga de hacer comentarios ofensivos sobre las personas o sus circunstancias, sean las que sean.

–Vale, perdone su eminencia, pero es fox populi.

–Me da igual lo que sea. Limítese a los hechos.

–Recibido –asintió Danny, poniéndose circunspecto-. Okis, ya me muerdo la lengua. Bueno, pues me quedan los otros tres: el Brad, el windsurfero, que en realidad se llama Manolo, ya sabrán, y que está con la Sandra; el Arni, el cubano de la Susi, este que dice que canta, aunque para mí que ni en la ducha; y el Borja Navalón, el maromo de la Leila, y que yo me pienso que también es el que la… Me callo la palabra, no vayan a enfadarse conmigo otra vez. Que yo sepa, Shania sólo se peleó con Borja, cuando le dijo que nones, que ella con chuloputas… Osti, ya se me escapó.

–Vale, no hemos oído –le quitó importancia Fonseca–. Si no le importa, veamos el asunto más delicado. Que usted conozca, ¿con quién Hortensia, es decir, Shania, tuvo roce… de otro tipo?

–No me creo que no lo sepa. Si está en todas las revistas. Pues con los que quiso. Brad, Arni y Leila. En fin, le iba lo moreno.

–Gracias. Nos ha sido usted muy útil –opinó Fonseca, mientras repasaba sus notas-. Una última pregunta. ¿Qué hacía usted esta madrugada, mientras su compañera estaba aquí?

–Sobar –hipó Danny- Anoche me pillé un pedal que te cagas.

 

6. Escrito en un guión.

Una vez que acabaron con el inefable novio de la difunta, el locuaz y caótico Danny Trobajo, el inspector jefe Fonseca y la juez Tortosa creyeron llegado el momento de hacer una breve puesta en común. Fue ella quien propuso el receso, pero el policía se sometió de buen grado. Entre tanto, y una vez que su señoría había otorgado la autorización pertinente, el cuerpo había sido retirado y conducido al instituto anatómico forense para practicarle la autopsia. Cuando se quedaron los dos solos, preguntó la juez:

–¿Cómo cree que debemos seguir con esto, inspector?

Fonseca se pasó varias veces los dedos por su arrugada frente.

–Pues verá, señoría –repuso–. Tal y como se plantea el asunto, me parece que no debemos precipitarnos. Son las cinco de la mañana, estamos hechos polvo y todo sugiere que vamos a tener que interrogar a una buena cantidad de gente, que si es como lo visto hasta ahora, nos va a dar tarea. Por otra parte, hasta dentro de unas cuantas horas no empezarán a decirnos nada del laboratorio ni tendremos resultados de la autopsia. Mi propuesta es que los dejemos dormir un rato, descansemos también un poco nosotros y volvamos aquí mañana a primera hora. A las diez o así.

–Mañana tengo vistas señaladas –recordó la juez–. Pero bueno, las suspenderé. Me gustaría asistir, al menos, a las primeras diligencias. Mucha gente va a estar pendiente de esto.

Fonseca enarcó las cejas. No era muy frecuente que los jueces quisieran mezclarse demasiado en el sucio trabajo policial. Se notaba que la muchacha era novata, pensó, pero tan sólo dijo:

–Usted manda, señoría. Por nosotros, encantados.

–De acuerdo. Supongo que ya han tomado todas las huellas y todas las fotografías que debían tomar, ¿no?

–En principio, sí. Pero un par de chicos de policía científica se quedarán dando unas vueltas más, por si pillan algo.

La juez asintió.

-Haremos como dice. De todos modos, quisiera tener una charlita con el productor, ahora. Y me gustaría que se quedara.

Fonseca sopesó la propuesta. Le parecía pertinente, aunque su cuerpo le reclamaba al menos tres horas de sueño, para poder lidiar con lo que temía que le aguardaba al día siguiente.

–Como usted diga.

Llamaron al productor ejecutivo. Seguía muy nervioso, y en sus ojos había un indisimulable pánico. La juez, con esa calma solemne y un punto apabullante que le confería su oficio, inquirió:

–Bien, ¿cómo se llama usted?

–An… Antonio López Estrella –farfulló el productor.

–¿Y es el jefe de la productora?

–Nn-no. Soy el productor ejecutivo, el que está más o menos en el día a día del programa. Tengo jefes por encima.

–¿Dónde?

–En Barcelona.

–Pues cuando terminemos de hablar, los llama. Los quiero aquí mañana antes del mediodía. A alguien que pueda representar a la empresa y si es posible que tenga poderes de administración.

–C-claro, cómo no.

–Bueno, vamos a ver –prosiguió la juez, con una determinación que sorprendió a Fonseca–. Hemos estado escuchando a ese personaje que se dice compañero de la muerta, y que la verdad, no sé de qué circo lo han sacado. Lo que quisiera averiguar ahora es muy sencillo. ¿Hay algo de verdad en todos los enredos que por lo visto sucedían aquí dentro, o lo tenían todo escrito en un guión y esta gente se limitaba a representarlo? Se lo pregunto porque creo que tener esto claro nos va a ahorrar mucho tiempo.

El asombro de Fonseca fue a más. El productor palideció.

–Esto, señoría, verá, en fin, nosotros, quiero decir, somos profesionales del medio, ya sabe que la competencia está muy dura, la audiencia manda y claro, totalmente no se puede…

–No sé si me ha entendido –le interrumpió la juez-. No pierda el tiempo contándome las dificultades del medio, porque yo apenas veo televisión. Se lo diré en un lenguaje más llano: ¿amañaban las historias que había aquí o las dejaban surgir espontáneamente?

El productor bajó los ojos.

–La mayoría sí.

–Sí qué.

–Que sí estaban preparadas. Con guión. Y ellos lo seguían.

–Ya. Pues nos resulta muy útil saberlo. ¿No, inspector?

Fonseca no pudo hacer otra cosa que asentir. Aquella chica acababa de ganarse su respeto y acaso de darle una lección.

–Pues mire, yo ahora me voy a retirar –dijo la juez–. Pero me gustaría que le contase con pelos y señales al inspector Fonseca cuáles de las combinaciones, peleas y otros sucesos que se dieron en el programa venían de su guión y cuáles no. Y si le parece, puede empezar por decirle cuáles de los incidentes que tuvo aquí dentro Hortensia, es decir, Shania, los escribieron ustedes.

 

7. Figuritas de plastilina.

Por la mañana, mientras conducía de nuevo hacia los estudios de televisión donde tendría que proceder al interrogatorio de los concursantes de Pareja abierta, el inspector Fonseca repasó la conversación que antes de retirarse a descansar (es decir, hacía apenas cuatro horas) había mantenido con el productor ejecutivo del programa. Su cerebro, pese al abundante riego de café con que se había obsequiado, se mantenía bastante turbio, y le costó recordar los diversos extremos esclarecedores que de aquella tardía charla había creído extraer. El primero que le vino a la memoria fue el más absurdo; sin embargo, no era nada irrelevante: de dónde había podido sacar, quienquiera que hubiera sido, el pegote de plastilina para tapar los objetivos de las cámaras. Según le había dicho el productor ejecutivo, había provisión de sobra de ese material. Porque una de las actividades con las que mataban el rato los concursantes era el modelado de figuritas de plastilina, con las que reproducían los momentos estelares del programa. Por lo visto los resultados eran lamentables, porque ninguno de los allí alojados tenía la paciencia ni la habilidad que se requería, pero con esa tontería se distraían y se distraía también la audiencia.

Aunque intrínsecamente fuera una chorrada, aquello de la plastilina tenía que ver con los medios empleados en el delito, lo que le confería una singular gravedad. Como grave era también constatar que casi todo lo que les había contado Danny Trobajo acerca de las peripecias de Shania con los demás participantes obedecía a un montaje organizado y calculado por la productora. ¿Por qué Trobajo lo había presentado todo como cierto? Fonseca intuía, no sin cierto pasmo, la razón: había firmado un contrato en el que se comprometía a no cantar la gallina, bajo pena de una cuantiosa indemnización por los perjuicios que pudieran derivarse de la revelación del secreto; y era lo bastante necio como para pensar que debía cumplir con ese contrato antes que decir la verdad en el curso de una investigación judicial por homicidio. O no, o a lo mejor era un listo: porque nada de lo que había declarado había dejado de ocurrir, y ante millones de testigos a través del televisor. Tan sólo omitía cómo y quién lo había cocinado.

En resumen, y según le confesó el productor ejecutivo, había únicamente tres acontecimientos relevantes (siendo un poco generosos con el adjetivo) que afectaran a Shania y que no figuraran de antemano en el guión: la pelea con Leila, a cuenta de la presunta dedicación laboral de la magrebí, que la difunta había tenido la descortesía de echarle en cara; el revolcón con el cubano Arni, que al parecer había sido un calentón incontrolable por parte de ambos; y la pelea con Sandra Torrado por el asunto de los espaguetis, que aunque había dado un juego espectacular (medio país hablaba aún de los espaguetis de la Torrado), el productor ejecutivo admitió que debía atribuirse sólo al olfato y la improvisación de ambas concursantes, y no al ingenio de los guionistas.

Lo demás, incluyendo el affaire con la propia Leila, el tórrido encuentro con el windsurfero Brad y el rollo de la lesbiana despechada, era pura ficción. El inspector tenía que reconocer que la idea de la juez la había ayudado a limpiar la pizarra. A partir de aquí, sólo había que fijar prioridades. Había pedido que le recabaran los antecedentes de todos y cada uno de aquellos freaks, no fuera a ser que alguno de ellos, antes de convertirse en rutilante astro mugrecatódico, hubiera tenido alguna actividad inconveniente. Había urgido al laboratorio para tener lo antes posible resultados acerca de los pegotes de plastilina, única evidencia material con que contaban. Y en cuanto al personal, su fría mente de policía baqueteado en mil escaramuzas, pese a la falta de sueño, le seleccionaba implacablemente a los siguientes: Danny, porque siempre hay que sospechar del que está más cerca; Leila, porque a nadie le gusta que le falten al respeto, con fundamento o sin él, y porque provenía de un país donde a la muerte no se la ignora ni se la teme como en la acomodada Europa; Susi Bernal, porque eso de que le levantasen al cubano sin que el guión lo exigiera tenía que haberle escocido; y Sandra Torrado, porque a veces las peleas nimias encubren conflictos más profundos, y porque Shania había gozado bajo los focos de los encantos de su windsurfero particular. Concluida la lista, Fonseca suspiró. Lo que había que hacer para pagar la hipoteca.

Cuando llegó, la juez Tortosa ya estaba allí. Aseada, pulcramente vestida y sin huellas de cansancio. Con una seña, le llamó aparte. Una vez solos, le pidió novedades. Fonseca le refirió lo que había averiguado, y las elucubraciones que a partir de ello había hecho. La juez asintió, reflexivamente.

–Muy bien. Seguiremos su instinto.

El lector decide:

1. A Shania la mató Leila.

2. A Shania la mató Susi Bernal.

3. A Shania la mató Sandra Torrado.

 

8. Darles gusto.

De común acuerdo, el inspector Fonseca y la juez Tortosa organizaron el interrogatorio de toda aquella fauna de la siguiente forma: ellos dos se ocuparían de entrada de quienes les despertaban más sospechas, a la luz de lo investigado hasta allí, dejando que otros miembros del equipo policial interrogaran al resto. De ese modo podían progresar más rápidamente, y además mantener bajo presión simultánea a varios concursantes, dificultando que pudieran ponerse en antecedentes los unos a los otros.

Los protagonistas de Pareja abierta, que en las últimas semanas se habían acostumbrado a ir por ahí de divos, encajaban con poco alborozo tener que hacer antesala, como la clientela de un ambulatorio cualquiera, para que aquellos estirados policías y funcionarios judiciales les tomaran declaración. Pero eso era lo que había, y se sometían con docilidad. La juez y el inspector pasaron junto a ellos sin apenas mirarlos y se metieron en uno de los despachos que habían habilitado como cuarto de interrogatorios. Acto seguido, comenzó el desfile. Fonseca le pidió a la juez que escogiera a quien llamaban primero. Su señoría, sin pestañear, dijo:

–Leila, por si pone problemas de idioma.

La juez hablaba escaldada por su experiencia con inmigrantes magrebíes: cuando llegaba la hora de tener que declarar algo en el juzgado, siempre mostraban poca capacidad para entender lo que se les preguntaba y una ineptitud para expresarse en castellano que en muchos casos le constaba que se les curaba instantáneamente en cuanto salían de allí. Pero esa experiencia, en seguida quedó patente, era inservible frente a Leila. Se presentó ante ellos altiva y entera, y en ningún momento trató de hacerse la ignorante. Era una de esas mujeres tan devastadoramente hermosas que no pueden dejar de ser conscientes del poder que eso les otorga sobre los demás, ni tampoco abstenerse de ejercerlo. Respondió sin inmutarse a todas las preguntas de rutina. Cuando leyeron su nombre, naturalmente mal, ella les corrigió, secamente:

–Leila Tufali. Se escribe Toufali para que suene u en francés.

Leila, de 26 años de edad, era ciudadana argelina, pero residía legalmente en España desde hacía tres años. Por ese lado nada que rascar. Nada con que intimidarla, se dijo Fonseca.

-Y bien, señora Tufali, ¿a qué se dedica usted? –le preguntó.

Leila los observó alternativamente. A la juez y al inspector. Fonseca pensó entonces que las dos mujeres eran justo de la misma edad. Pero qué dos vidas más distintas, qué dos seres más antitéticos. Lo que daba nacer al sur o al norte del mismo charco.

–¿No saben a qué me dedico?

–Por eso se lo pregunta el inspector –dijo la juez.

Leila se echó a reír.

–Pues la actividad concreta ha variado según las épocas en los últimos años –razonó, exhibiendo su finura dialéctica y muy poco acento–. Pero digamos que en términos generales desde que llegué aquí me vengo dedicando a lo mismo. Y espero que no se ofendan si se lo describo con cierta crudeza. Fundamentalmente, me dedico a aprovecharme de las debilidades y de la imbecilidad de sus compatriotas. Pero como le estoy agradecida a este país por acogerme, procuro, mientras me aprovecho, darles gusto.

A la juez se le alzaron las cejas. Fonseca, merced a los años de calle que cargaba sobre sus hombros y a las horas de sueño que le faltaban, pudo mantener su gesto vagamente abúlico.

–Le agradecería que fuera más concreta –reaccionó la juez.

–Pues ahora soy famosa –repuso Leila– Bueno, lo soy desde hace un tiempo, desde antes de meterme en esta historia, aunque tengo que reconocer que con esto he avanzado mucho. Eso quiere decir que cobro mucho dinero sólo por estar. Y si alguien quiere que aparte de estar, haga algo, entonces ya cobro muchísimo.

–¿Y qué es lo que suele hacer? –consultó Fonseca, flemático.

–Depende de lo que paguen. Pero le tengo miedo a pocas cosas. He vivido en Argel, y conseguí salir de allí. A alguien como yo le cuesta mucho tomarse en serio la vida que viven ustedes. Aprovecho que estoy aquí y me divierto todo lo que puedo.

Leila hablaba cómodamente recostada en la silla, observándose las uñas, largas y cuidadas de forma primorosa. Sus ojos negros no rehuían la mirada de su interlocutor ni un momento. Cuando pasaron a las preguntas relacionadas con el programa y con la muerte de Shania, se mostró también impertérrita. Reconoció sin oponer resistencia sus malas relaciones con la fallecida, dijo estar dormida como un tronco a la hora en que se había producido el suceso y en general dio la impresión de hallarse soberanamente fastidiada por verse enredada en aquel enojoso asunto. Que alguien pensara que ella podía rebajarse a electrocutar a aquella pedorra presumida e ignorante parecía resultarle ofensivo.

La hostigaron cuanto pudieron, en vano. Se hallaban en mitad de la faena cuando les interrumpió uno de los policías.

–Fonseca, ¿puedes venir? Te llaman del laboratorio.

 

9. Restos de rímel.

Fonseca cogió el teléfono móvil que le tendía uno de sus hombres. Al otro lado estaba Peláez, el jefe del laboratorio de criminalística. Un tipo frío y eficiente, que nunca hablaba al tuntún.

-Un bombazo, Fonseca –dijo, tras los saludos-. Te voy a poner en casa, pero antes de nada vete apuntando que me debes una por abrirte este atajo tan cojonudo en ese marrón que os ha caído encima. En la puñetera plastilina había un pelo, tío. Pero no un pelo cualquiera, sino una pestaña. Y con un detallito bastante peculiar: restos de rímel. Puedes eliminar a todos los tíos medianamente viriles que tengas allí, si es que hay alguno, y te doy una esperanza: como en el pelito haya ADN bueno, que ya lo estamos mirando, acabas de solucionar el embolado de la forma más tonta.

Cuando colgó, Fonseca tenía en el rostro una sonrisa cauta. La experiencia le decía que no siempre los cabellos desprendidos proporcionaban ADN que permitiera una identificación inequívoca, pero de momento existía la posibilidad. Además, el que la asesina fuera una mujer cuadraba con varias de sus propias hipótesis, elaboradas al margen de los vestigios con que trabajaban los del laboratorio. Ya había vivido aquella coyuntura unas cuantas veces y sabía valorar su importancia. Cuando las pruebas físicas empiezan a respaldar las conjeturas del investigador, el camino hacia la solución está abierto. Ahora sólo quedaba recorrerlo.

Dio a la juez la buena noticia en el lapso que medió entre la salida de Leila y la llamada de la siguiente testigo. Su señoría no mostró una emoción visible, pero en ese instante, como el propio Fonseca, vio un tanto aliviada su sensación de estar metida en un atolladero. De pronto le parecía que aquellos policías, y el inspector que los dirigía, eran más listos de lo que aparentaban.

La siguiente interrogada fue Sandra Torrado. Con sus diecinueve primaveras, era la benjamina del pelotón. Llevaba el pelo a lo ‘rasta’ y piercings en nariz, ceja, labio y ombligo, lo que sugería una devoción por el perforado corporal que al austero Fonseca, en un momento de distracción, le hizo imaginar otros tantos adornos metálicos en ciertos lugares no expuestos. Aparte de no ser demasiado ducha a la hora de hacer espaguetis, como se había demostrado en la famosa discusión al respecto con Shania, tampoco la Torrado acreditaba una especial fluidez verbal. Respondía a todas las preguntas con monosílabos, como mucho con frases simples, y en una ocasión en que intentó construir una oración subordinada no fue capaz de acertar con los tiempos verbales ni de concordar sujeto y predicado. Era, en suma, un producto típico de la laxa enseñanza posmoderna, pensó Fonseca, que a veces tenía ese lado malévolo (o carca). La juez Tortosa, por su parte, quizá por la menor distancia generacional, y aunque Sandra no dejara de parecerle algo lerda, achacó principalmente su torpeza a los nervios. En efecto, Sandra estaba tan alterada que cuando le preguntaron qué estaba haciendo a la hora del óbito, dio en responder:

-El sexo, o sea, es que no me acuerdo cómo se dice en formal...

-¿Con quién? –preguntó al vuelo Fonseca.

-Pues con mi chico, es que lo hacemos siempre que podemos.

-Ajá, eso está muy bien –se le escapó al inspector.

Fonseca anotó el dato para encargarle a quien interrogara al fogoso windsurfero Brad que se ocupara de comprobarlo. Por lo demás, Sandra no incurrió en contradicciones. En ningún momento razonó lo suficiente como para arriesgarse a tanto.

Lo que venía después era llamar a Susi Bernal, y eso fue lo que hicieron. Con ello dieron entrada a un personaje radicalmente diferente de los dos anteriores. Si Sandra era la más joven, Susi, con treinta y cinco años, era la decana del grupo. Los diversos recauchutados que cirujanos desaprensivos habían infligido a las zonas estratégicas de su cuerpo (en eso, al menos, no andaba descaminado Danny Trobajo), lejos de atenuar la impresión de veteranía, la agravaban. Susi, que hacía diez años había sido una modelo más o menos agraciada, y compañera eventual y destructora de los matrimonios de un par de sórdidos tiburones inmobiliarios, era ahora una de esas mujeres resentidas y antipáticas con las que nadie pasa más tiempo del imprescindible si no tiene razones muy poderosas para ello. Tal era, por motivos distintos, el caso de su veinteañero mantenido cubano, Arni, y también el del inspector y la juez que ahora se las veían con ella. Fonseca no perdió tiempo y clavó el puñal allí donde sabía que más dolía.

-Sabemos que tuvo una pelea con la difunta. Y por qué.

Sin ser una mujer demasiado sofisticada, Susi, eso también lo dan los años, no era de las que se venían abajo con facilidad. Miró al inspector con suficiencia y mordiendo cada palabra, dijo:

-¿Qué pasa, que ya han decidido que yo me coma esta mierda? ¿No se supone que soy inocente hasta que prueben otra cosa?

Fonseca cruzó una rápida mirada con la juez. Pero antes de que cualquiera de los dos pudiera reaccionar, algo vino a interrumpirles. Un par de golpes apremiantes, en la puerta.

 

10. Un perjudicado.

El inspector jefe leyó en silencio el fax que acababa de entregarle uno de sus hombres. Era la lista de antecedentes policiales de los concursantes de Pareja abierta. No estaba nada mal. Incluía a cuatro de los doce. Fonseca fue recorriendo los nombres y los delitos. Borja Navalón, estafa, proxenetismo y delitos contra la salud pública (o sea, tráfico de drogas). Brad, dos antecedentes por utilización ilegítima de vehículos a motor. Arni, una denuncia por malos tratos interpuesta por Gigi Cantarero, la disparatada sexagenaria que lo había importado de La Habana y que lo había usufructuado como potro antes de Susi Bernal. El cuarto de la lista era un nombre de mujer. Y al leerlo, y descubrir después la razón por la que se encontraba en los archivos de la policía, al inspector se le aceleró su por lo común contenido pulso. Ahí estaba.

Fonseca no se precipitó. Dobló el folio por la mitad, se lo guardó bajo el brazo y volvió a entrar en el improvisado cuarto de interrogatorios. Allí, donde le aguardaban la juez, el oficial del juzgado que levantaba acta y la declarante Susi Bernal, se aplicó durante los veinte minutos siguientes a rematar el interrogatorio de esta última como si nada importante hubiera sucedido. La Bernal se mantuvo igual de borde y sobrada que antes de la interrupción, pero el inspector pudo encajar sus desplantes sin inmutarse. Aunque a aquella mujer le pareciera que estaba empeñado en las preguntas que le iba haciendo, en realidad su cerebro andaba enredado en otros asuntos. Principalmente, en la estrategia que iba a seguir para provocar el derrumbamiento de la asesina.

Una vez que Susi Bernal, genio y figura, salió del cuarto contoneando sus caderas liposuccionadas, el inspector jefe Fonseca le tendió el fax a la juez Tortosa. Ésta lo examinó de forma no menos circunspecta y se detuvo, notoriamente, en el mismo nombre. Leyó y releyó aquellas líneas mecanografiadas. Al fin preguntó:

-¿Ya está?

En ese momento Fonseca recordó la frase que había tomado de una película de Nanni Moretti, y que solía utilizar en circunstancias como aquélla: "Los dos huevos no me los apuesto, pero uno sí a que..." No le pareció muy apropiada para esta ocasión.

-La mano derecha no me la juego, pero me dejo cortar la izquierda si no es ella –improvisó ágilmente-. Todo casa: la mecánica del crimen, la insignificancia aparente del móvil, por no hablar de la actitud que muestra. Y estos antecedentes.

-¿Y ahora?

-Si no estamos equivocados, tenemos pruebas físicas que pueden incriminarla. La pestaña, que morfológicamente puede identificarse con las que siguen agarradas a sus párpados, y que tendrá el mismo material genético. Pero nos ayudaría que confesara. Y visto el percal, y cómo se nos combinan las cosas, le pido permiso para acorralarla y tratar de conseguirlo ahora. Puede caer.

-¿Está seguro?

-Yo no estoy seguro ni de que la Tierra sea redonda, señoría, pero me parece muy probable. Como esto.

La juez quedó meditabunda. Era prudente, pero no pusilánime. Sabía que a veces había que arriesgar; su duda era si confiar en aquel hombre o no. Fríamente lo sopesó. Y resolvió que sí.

-Está bien –concedió-. Que la traigan otra vez.

Justo en ese momento vino el secretario a avisar a la juez de que el presidente y el vicepresidente de la productora del programa acababan de llegar desde Barcelona y pedían verla.

-Que esperen –le respondió-. Y que tengan a mano el DNI.

La escena que tuvo lugar minutos después habría debido quedar registrada por las cámaras, porque sin duda pertenecía legítimamente a los abnegados telespectadores (y por tanto, sustentadores) de Pareja abierta. El inspector tan sólo necesitó decir:

-Sabemos lo que hiciste con catorce años. Tenemos una de tus pestañas, que se quedó atrapada en la plastilina. Sé que la mataste y que no querías hacerlo. Reconócelo y podremos ayudarte.

Sandra Torrado se vino abajo. Exactamente igual que cinco años antes, cuando se la había llevado del instituto la policía después de clavarle a una compañera de clase un bolígrafo en la espalda. Los psiquiatras forenses le habían diagnosticado trastornos de la personalidad y esquizofrenia. Había mejorado después, y como el delito no era grave, y se trataba de una menor, le habían echado tierra encima. Y así había llegado allí, a hacer famosos unos espaguetis en el feroz y alucinógeno hiperespacio del prime time.

Terminada la diligencia con Sandra, la juez llamó al presidente de la productora. Cuando lo tuvo ante sí, le advirtió:

-Voy a tomarle declaración en calidad de imputado. Por estafa y por posible imprudencia con resultado de muerte.

-Oiga –se quejó el presidente-, que yo soy un perjudicado.

-Discrepo –repuso la juez, gélida-. Montaron una farsa para forrarse, y por su mala mano al escoger a los títeres ahora hay que enterrar a una mujer. ¿Trae abogado o se lo ponemos de oficio?

 



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