Un asunto rutinario


 

1. Apagando fuegos

El policía municipal alzó la mano para darnos el alto. Era un muchacho de buena planta, llevaba un uniforme impecable y en la cara el gesto de gravedad que la situación requería. El coche patrulla junto al que vigilaba, y que mantenía con las luces azules encendidas a la entrada del campo deportivo, era nuevo y se veía impoluto. El conjunto formado por agente y vehículo transmitía una agradable sensación de pulcritud y prestancia.

Todo lo contrario que Chamorro y yo, en nuestro Toyota Celica negro con spoiler trasero y rayajos surtidos. Por un momento, el policía municipal debió de pensar que éramos un par de macarras que nos habíamos equivocado de fiesta. No sabía que nuestro parque móvil, merced a la providencia del legislador y la penuria de nuestro presupuesto, procedía de los bienes incautados a narcotraficantes y otros delincuentes, y que no éramos en absoluto responsables de la elección del modelo ni del color. Conducíamos aquello que se ajustaba al gusto de nuestros enemigos, lo que contribuía al incógnito, sin duda, pero también tenía múltiples inconvenientes. Aparte de vernos obligados a viajar en un coche negro en el sofocante julio de Madrid, no podíamos cumplir con las revisiones ni arreglar cada desperfecto de chapa. Los concesionarios de Toyota, y no digamos otros, pedían por ambas operaciones mucho más de lo que la unidad estaba en condiciones de pagar.

No iba a explicarle todo esto al municipal, porque no le importaba y porque por otra parte Chamorro y yo llevábamos prisa. Así que saqué la identificación y se la metí debajo de las narices.

-Ah, pasad, pasad –dijo, un poco azorado.

Vi con el rabillo del ojo cómo Chamorro inclinaba la cabeza y le sonreía. Si lo hacía movida por una ironía maliciosa, o porque el chico le resultaba atractivo, no intenté averiguarlo.

Guié el Toyota hasta el centro del campo deportivo, levantando una considerable nube de polvo. Allí, más o menos alineados, estaban la ambulancia, el Nissan de los nuestros y otros dos coches. Por lo que se veía, no había llegado aún el juez.

-Soy el sargento Bevilacqua, de la unidad central –le dije al guardia que estaba de plantón. Apenas miró el carnet, ocupado en saludarme. Luego se volvió y señaló hacia donde se hallaba un grupo de seis hombres: tres de civil, agachados sobre un bulto, y un par de los nuestros y otro municipal, observando.

Los que estaban inclinados sobre el cadáver eran el médico forense y dos de policía científica de la comandancia. Conocía de otras veces a uno de los científicos. También él me conocía a mí.

-Coño, mi sargento, cuánto honor –dijo, interrumpiendo su tarea. El cabo y el guardia que le miraban trabajar adoptaron una breve posición de firmes y saludaron. No así el municipal.

-Menos cachondeo, Ormaza –le advertí.

-En serio, ¿qué haces aquí? Esto no es nada, un horterilla al que le han dado plomo por pagar mal o cortar demasiado el polvo. Mira –añadió, mostrándome un par de papelinas-. Una farlopa de lo más floja. Si éste era su género, hasta se comprende.

Chamorro buscó mi mirada. A pesar de su impropia y ruda conjetura, Ormaza tenía razón. Aquél no era un asunto para nosotros. Se suponía que estábamos para los casos difíciles, los que se ponían cuesta arriba o los que por la razón que fuera tenían mayor entidad. A veces la razón que fuera consistía simplemente en que los periodistas le cogieran querencia a la historia. Pero ni aquello parecía nada del otro mundo ni en principio cabía esperar más que una noticia a dos columnas, a todo tirar.

-Estamos apagando fuegos –expliqué, de mala gana-. Parece que los vuestros tienen prevista hoy una función con todos los actores y nos han pedido que cubramos este asunto.

-Ah, claro, lo de los rumanos –recordó Ormaza-. ¿Dónde tendré la cabeza? Entonces, ¿vais a ocuparos vosotros?

-En principio.

Eso era lo que me había dicho mi jefe, el comandante Pereira. Los del grupo de delitos contra las personas de la comandancia de Madrid tenían pringados a todos sus efectivos en una operación contra unos rumanos que habían cometido dos robos con homicidio en urbanizaciones de la sierra. Llevaban semanas preparándola, y no podían aplazarla. Entre otras cosas, su coronel se había comprometido ante el delegado del Gobierno a darle el paquete bien atado y envuelto para que se lo vendiera a toda la prensa, con el objetivo de acallar la alarma que la actividad de los rumanos había producido entre los pudientes (y en algún caso, influyentes) vecinos de aquellas urbanizaciones. Y justo entonces, en el momento más inoportuno, aparecía aquel cadáver en el campo deportivo de un pequeño municipio del sureste. El coronel había llamado a Pereira para pedirle el favor, y Pereira no tenía por costumbre negarles favores a los coroneles. Aunque en la unidad central tampoco nos faltaba el trabajo. Así había tratado de hacérselo ver a mi jefe, con la prudencia y la humildad aconsejables, pero su respuesta me había disuadido de insistir:

-Por lo que me dicen, huele a ajuste de cuentas. En dos o tres días os lo cepilláis y de paso nos deben una. Venga, Vila, tómatelo como un paréntesis. No tenemos nada que nos queme.

Así que allí estábamos Chamorro y yo, apartados por orden superior de los asuntos en los que aún seguían enfrascados nuestros cerebros, y encarando resignados la perspectiva de tener que descubrir cuanto antes cómo, por qué y a manos de quiénes había perdido la vida aquel varón de poco más de cuarenta años, cabello oscuro, y alrededor de uno ochenta de estatura.

El cabo nos facilitó algunos datos complementarios. El muerto tenía encima la documentación. Se trataba de Marcos Jesús Larrea Rebollo, nacido en 1959 en Lorca, Murcia, y residente en El Ejido, Almería. Habían hecho ya la comprobación de antecedentes: dos detenciones por delitos contra la salud pública, eufemismo legal para el tráfico de drogas, pendientes de juicio.

Ormaza y el forense, mientras lo iban viendo, nos completaron el cuadro. La muerte parecía imputable a un solo balazo en la nuca. A la espera de extraerle el proyectil, sólo podían decir que era de buen calibre, un pildorazo mortal de necesidad.

Observé al muerto. Siempre que surge la ocasión (no siempre, o más bien rara vez asisto al levantamiento de los muertos de los que tengo que ocuparme), procuro tomármelo con un detenimiento especial. No sólo por lo que el cadáver dice de cómo fue el homicidio, cuestión de la que además siempre le informan a uno mejor los expertos, como el forense y Ormaza; sino sobre todo por lo que puede indicar de quién era la persona cuando estaba viva. La gruesa cadena de oro, la camisa de seda desabrochada hasta mitad del pecho y los pantalones de Marcos Larrea justificaban hasta cierto punto el calificativo que le había adjudicado Ormaza. En cuanto a su rostro, descompuesto por el rictus de la muerte, sólo transmitía una muda sensación de horror.

Entre las pertenencias del muerto se contaba un teléfono móvil. Lo habían encontrado en la chaqueta. El compañero de Ormaza, por indicación mía, se lo tendió a Chamorro. Mi ayudante, tras calzarse los guantes, hizo una rápida comprobación.

-Es un modelo barato –dijo-. De los que suelen comprarse los chavales para usar con tarjeta prepago. Vaya, hombre, qué mala suerte. Sólo guarda el último número marcado y no tiene registro de llamadas entrantes. Bueno, menos da una piedra.

Chamorro apuntó el número que le mostraba la pantalla del aparato y luego lo metió en una bolsita de plástico.

Media hora después, apareció su señoría. Era un juez sustituto y nunca antes había levantado un muerto, pero gracias al oficio del forense y de Ormaza la diligencia pudo acabarse decentemente. Cumplido el trámite, se llevaron el cuerpo y cada uno volvió a su olivo. En el pueblo había el lógico revuelo y ya se habían presentado cinco o seis periodistas, de esos jóvenes, inexpertos y mal pagados que tienen en prácticas en casi todos los medios durante el verano. Los esquivamos sin mayor dificultad.

Lo primero que comprobamos al llegar a la unidad fue aquel último número que habían marcado en el teléfono móvil de Marcos Larrea. Correspondía, inesperadamente, al cuartel de la policía municipal del pueblo donde había aparecido su cadáver.

 

2. Un ladrillo

Según pudimos averiguar, aunque nos costó conseguir que nos lo confesaran, al policía municipal que había llegado el primero al campo, alertado por los chavales del equipo de fútbol, no se le había ocurrido nada mejor que utilizar el teléfono móvil del muerto para avisar a sus compañeros. Por no volver hasta el coche, y por los nervios del momento, admitió. Era el joven apuesto que nos había echado el alto a nuestra llegada. No quise hacer sangre, porque no tenía ninguna utilidad y porque todos somos alguna vez en la vida novatos y metemos la pata hasta la ingle.

Así las cosas, y en espera de la autopsia y otros datos del laboratorio, no disponíamos de muchos elementos para iniciar nuestra investigación. Pero eso no significaba que no hubiera material que remover. En primer lugar, profundizamos un poco acerca de los antecedentes de Marcos Larrea. Las dos veces le habían cogido con cantidades dudosas, de esas que siempre se puede alegar que son para consumo propio. No podía descartarse que el juez fuera comprensivo y considerase que el acusado no intentaba traficar, sino que sólo había acaparado un poco para no sentir la angustia de quedarse sin combustible. Por lo pronto, Larrea había logrado que le pusieran en libertad, a la espera de que salieran los dos juicios. Sin embargo, no dejé de anotar que la segunda vez le habían pillado con más gramos que la primera. También me apunté, por lo que pudiera valer, el nombre del individuo junto al que le habían detenido en aquella segunda ocasión. Se trataba de Raúl Castro Castro, residente como él en El Ejido, con seis antecedentes por drogas y tres por utilización ilegítima de vehículos a motor. Era obvio que Marcos no andaba en buenas compañías.

Mientras yo me ocupaba de fisgar en el pasado delictivo del difunto (o presuntamente delictivo, ya que nunca había sido condenado en firme), le encomendé a Chamorro la labor más ingrata. No sólo porque para eso están los galones, sino porque a ella se le daba mucho mejor aquel menester. A mí nunca deja de resultarme violento llamar a la mujer de alguien por teléfono para decirle que su marido ha aparecido panza arriba en un descampado. No puedo evitar pensar que es una noticia que siempre debería ir uno a dar en persona, para ofrecerle el hombro a la viuda, si hay necesidad de ello. Pero las cosas son como son, y cuando la interesada vive a seiscientos kilómetros, ni tenemos tiempo ni dinero para ir hasta allí, ni es siempre fácil arreglar que vaya otro.

Después de hablar con la viuda, por espacio de unos quince minutos, Chamorro vino a darme su informe.

-Larrea salió para Madrid anteayer. Según su mujer, para tratar unas cuestiones de negocios. Se dedicaba a la venta de coches. Nuevos y de segunda mano, importados de Alemania. Se dejaba caer por aquí con relativa frecuencia, por lo visto.

-¿Cómo se ha tomado la noticia?

Chamorro me observó fijamente. ¿Un reproche? Quizá.

-Bueno –dijo-, he tenido peores experiencias. La primera reacción ha sido el no puede ser, más o menos lo normal. Después, un silencio espeso, mientras lo asimilaba. Y el resto de la conversación, una voz débil entrecortada por el llanto.

-¿Le has dicho dónde está?

-Sí, y ya viene. En cuanto deje colocados a los niños.

-¿Cuántos?

-Dos. Uno de nueve y otro de once.

-Mala edad, para quedarse sin padre.

-¿Y qué edad es buena para eso?

Miré a Chamorro. Me gustaba cuando se ponía cáustica.

-Ninguna –admití-. Puestos a no valer, ni siquiera vale que el viejo fuera un hijo de perra. Es inevitable echarlo de menos.

Por una vez, sabía de lo que hablaba. Allá por los seis o siete años dejé de verle la cara a mi padre y así he vivido hasta hoy. Pero no era momento para nostalgias. Le conté a Chamorro lo que yo había descubierto y, con aquellas pocas piezas, la reté:

-A ver, Chamorro, hazme una hipótesis.

Mi ayudante solía aceptar con cierta reticencia aquellos desafíos. Por un lado era demasiado cautelosa para precipitarse en sus suposiciones. Por otra, parecía intuir que en mi actitud había una dosis improcedente de juego y pasatiempo a su costa. En lo que debo confesar que no iba del todo descaminada, aunque también tenía otro aliciente: me gustaba cómo discurría. Mostraba un rigor analítico que yo nunca he podido desarrollar.

-Pues me temo que no tengo ninguna idea muy original –reconoció-. Como dijo Ormaza, parece lo de siempre. Y encima, el negocio de los coches de importación. Más manido, imposible.

Era verdad que un porcentaje elevado de los delincuentes que nos tropezábamos decía dedicarse, o se dedicaba de veras, al trapicheo de coches de segunda mano; especialmente desde que en Europa no había fronteras y podían llevarse y traerse sin trabas, transportando de todo en los bajos o en el maletero.

-¿Y en cuanto al escenario del crimen?

-Puedo equivocarme, pero me sospecho que es el típico muerto escupido. Vete a saber dónde lo mataron, en realidad.

También de eso tenía toda la pinta. En Madrid, aunque la jurisdicción del Cuerpo se limita a la zona rural, una buena parte de los muertos que le tocaban a nuestra gente los hacían en las ciudades, o en éstas había que buscar las claves para resolver el caso. Es un fenómeno común a todas las grandes zonas urbanas. Los cadáveres los escupen a la periferia. O bien se prefiere el campo para consumar a placer el delito, o bien se va allí para deshacerse con mayor seguridad del cadáver y despistar un poco.

-Eso sí, el lugar es rarito –siguió razonando Chamorro-. Aunque el campo no tenga ninguna valla, y aunque de noche debe de estar bastante poco concurrido, no veo para qué meterse hasta allí con el coche, dejando además marcadas en la arena las huellas de los neumáticos, que siempre pueden servirnos para algo.

-Depende de la escenificación que quisieran hacer –dije.

-De todos modos no lo entiendo.

-También pudieron cargárselo allí. Si alguien oyó el tiro, pensó en un petardo. Y en cuanto al coche, vete a saber de quién es.

Ese detalle lo cerramos un poco más tarde. Por el ancho del neumático y la marca que indicaba el dibujo, era uno de los que solían montar de fábrica, entre otros, el BMW en el que la víctima se había desplazado a Madrid. Según nos informaron, había aparecido carbonizado, esa misma mañana, en la cuneta de una carretera secundaria a unos diez kilómetros del pueblo.

-Consumidito hasta el chasis –fue la manera en que lo describió Bermúdez, el cabo de la comandancia de Madrid, adscrito al grupo fiscal y antidroga, que nos llamó para hacérnoslo saber.

-¿Lo han retirado ya? –le pregunté.

-Todavía no.

-¿Te importa que quedemos para ir a verlo?

-Para nada –repuso Bermúdez-. Los de personas nos han pedido que os echemos un cable. Y que os transmitamos sus disculpas por el embolado. La verdad es que andan de culo, los pobres. Esto está ahora mismo lleno de malos, y sólo hay una traductora rumana. Ya sabes cómo es la empresa para estas cosas.

Lo sabía, y lo había padecido a menudo. Incluso había tenido que pagar una vez a una intérprete moldava muy poco bilingüe con parte del dinero que le había intervenido a su sospechoso compatriota. Era ilegal, claro, pero el interrogatorio me urgía.

Cuando llegamos al lugar que nos había indicado, Bermúdez nos estaba esperando dentro de su Fiat Coupé amarillo.

-Hola –dijo, apeándose del coche-. Estaba aprovechando un poco el aire acondicionado del carro. Hace un calor insoportable.

Tenía razón. Eran las cuatro y media de la tarde y el aire abrasaba. La visión de lo que quedaba del BMW de Marcos Larrea hacía aún más intensa y penosa la sensación de calor.

-¿Lo has registrado ya? –le pregunté.

-Yo no –se encogió de hombros Bermúdez-. El fuego acaba con cualquier rastro de mi negocio. Os lo dejo a vosotros.

En el maletero quedaban algunos residuos ínfimos de ropa y de una maleta (los cierres, un asa que no había ardido del todo). En el resto del coche, lo único que encontramos fue un ladrillo.

-Ostras –exclamó Bermúdez, al verlo -. Ya sé de qué va la vaina.

 

3. Como un primo

-Es un truco que se ha puesto bastante de moda en los últimos tiempos –explicó Bermúdez, mientras se secaba el sudor de la frente-. Algún listillo se dio cuenta de que si se coge un ladrillo hueco como ése, se lo envuelve con papel un poco basto y se forra todo con cinta adhesiva, el resultado tiene más o menos el peso y la consistencia exterior de un paquete de droga.

-¿Y? –preguntó Chamorro.

-Y ya sólo queda encontrar al capullo que se lo crea.

-Pero el engaño no puede durar mucho –dedujo mi ayudante-. En cuanto se abre el paquete, da la cantada.

Bermúdez sonrió.

-Ahí está el quid. En no dejar que la víctima lo abra. Unas veces, se aprovecha la confianza que se ha creado antes. Otras, el ladrillo sólo sirve para hacerle enseñar el dinero al cliente. Y en cuanto el timador tiene la pasta en las manos, el incauto está listo.

-¿Crees que eso es lo que ha pasado aquí? –pregunté.

-Me encaja. El amigo Larrea viene de Almería a hacer una compra. Exige ver la mercancía. Le sacan el ladrillo forrado. Se fía de los proveedores, o no se atreve a abrirlo porque es un pardillo y no está muy acostumbrado a hacer esta clase de transacciones. Trae el dinero y entonces firma su sentencia de muerte. Pum. No será la primera vez que haya pasado algo similar.

Siempre es una gran ayuda, poder echar mano de un tipo con experiencia como Bermúdez. En el trabajo policial, como en la vida, sirve mucho más lo que has visto que lo que eres capaz de ver. Ya que estaba allí, traté de sacarle el máximo partido posible.

-¿Y quiénes crees que lo pudieron hacer?

Bermúdez se rascó la mejilla. Tenía barba atrasada.

-Gente violenta, sin ningún respeto por la vida –dedujo-. Hace falta ser así, para redondear un engaño con un balazo. No engañan para ahorrarse hacer daño, sino para rematar la faena con la máxima ventaja. Y una vez hecho, fuera testigos. Lo más probable es que vengan de un país donde la vida no vale mucho. Ya sabes cuáles son ésos, y que ahora no nos faltan visitantes.

Sabía, y me fastidiaba. Suele ser mejor que el homicidio lo cometa alguien integrado en la sociedad, a quien siempre se puede llegar a través de diversos caminos, desde el contrato de la luz hasta el recibo de la contribución o el impuesto de circulación de su coche. Tener que buscar entre extranjeros sin papeles es siempre una dificultad añadida, aunque haya formas de solventarla.

-Ciérrame un poco el abanico –le pedí a Bermúdez-. ¿De qué país te parece a ti que pueden ser?

-Bueno, por los modos, y pensando en que iban por ahí de mayoristas de cocaína –razonó Bermúdez-, lo más probable es que sean sudacas. Colombianos, venezolanos, bolivianos... Pero no puedes descartar que sean turcos, o búlgaros, o vete a saber.

-O españoles –intervino Chamorro.

Bermúdez asintió.

-Claro. Tarados y cabrones nacen en todas partes. Pero los de aquí no suelen matar si pueden ahorrárselo. Saben que estamos nosotros, y que cuando hay un muerto nos lo curramos. En Bogotá o en Caracas los entierran y se olvidan. Suponiendo que no ande metida la propia policía, que también sucede. Esto no lo digo yo –alzó las manos, como disculpándose-. Es lo que me cuentan los angelitos que me dan de comer todos los días.

Nos hicimos cargo del ladrillo y le dimos las gracias a Bermúdez. Prometió estar a nuestra disposición para todo lo que necesitáramos y hacernos saber cualquier cosa que llegara a su conocimiento y pudiera ayudarnos en nuestra investigación.

Por la tarde nos personamos en el anatómico forense. Teníamos dos razones para ello. La primera, el resultado de la autopsia, no se apartó mucho de lo previsto. Marcos Larrea había muerto por una herida de bala con orificio de entrada en la región occipital. El proyectil, que había quedado alojado en el cráneo, era de calibre 38. En su sangre se habían encontrado restos de cocaína.

La segunda razón apareció a eso de las ocho. Venía cansada, tras el viaje de seiscientos kilómetros, aunque el Audi A6 que tripulaba dispusiera de argumentos para atenuar la fatiga conductora. La mujer de Marcos Larrea encajaba con él. Muy bronceada, con escote generoso y pantalones ceñidos. Debía de haber sido atractiva, en una región imprecisa entre los dieciocho y los treinta y tantos años. Ahora empezaba a estar un poco pasada.

-¿Señora Ramírez? –la abordé.

-Sí –repuso, desconcertada.

-Soy el sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil. O el sargento Vila, si se le hace más fácil. Me ocupo del caso.

-Ah, mucho gusto.

Me tendió la mano. La tenía algo sudorosa.

-Tendrá que identificar el cadáver. ¿Se encuentra con ánimo?

-Qué remedio.

Ángela Ramírez se comportó en la identificación como se habría comportado cualquier otra persona con un dominio normal de sus emociones. Se esforzó por permanecer entera, se llevó la mano a la boca cuando vio el rostro sin vida de su marido y, al cabo de unos segundos, se derrumbó. Chamorro la sostuvo y la sacamos al pasillo. Dejamos que se calmara antes de interrogarla.

Lo que nos contó entonces sirvió para ampliar y precisar lo que le había dicho a Chamorro durante la conversación telefónica. Su marido tenía aquel negocio de compraventa de coches desde hacía siete años. Les había dado mucho dinero, pero en los últimos tiempos empezaba a flojear. Había aumentado la competencia, y en El Ejido la gente andaba lo bastante sobrada como para preferir coches nuevos, que dejaban menos margen. Usó esa concreta expresión, menos margen, lo que demostraba que no era ajena a las interioridades del negocio de su marido. Tampoco parecía una persona demasiado instruida. Supuse que era una de esas que desarrollan una astucia natural cuando se trata de dinero.

De los problemas de su marido con la justicia sabía, claro. Había tenido que contratar al abogado e ir a sacarle las dos veces. Pero Marcos no era un camello, afirmó, sólo se había habituado a consumir en la época de bonanza, para relajar la tensión, y al complicarse las cosas había empezado a tomar más para ahuyentar las preocupaciones. Ya debíamos de saber cómo iba eso.

Lo sabíamos, naturalmente. En este punto, me pareció demasiado preparada. Intenté apartarla un poco del guión:

-Y usted, ¿consume también?

Me miró un par de segundos, dudando.

-Alguna vez –titubeó-, bueno, una raya que otra, sí, pero... No, no estoy enganchada, como estaba él.

-Tenemos razones para pensar que su marido no sólo estaba enganchado –dije entonces-. Traficaba. Y había venido a Madrid a comprar género. Una buena cantidad.

Ángela Larrea se quedó sin habla.

-Yo –repuso, a duras penas-, yo no quise saber... Las cosas no iban bien, había un par de trampas, y Marcos... En fin, qué quiere que le diga, no puedo discutirle eso. Puede que sí, que...

-¿Y no sabe usted a quién le compraba, habitualmente? –preguntó Chamorro-. ¿A quién vino a comprarle esta vez?

-No, yo de eso no sé nada, se lo juro. No quería saber.

-Y a un tal Raúl Castro, ¿le conoce?

Ángela Ramírez abrió unos ojos como platos. ¿Cómo habíamos avanzado tanto en tan poco tiempo? Su mente se aceleró.

-Sí, a ese Raúl lo conozco, sí –decidió sincerarse-. Ha venido por casa alguna vez. Siempre le dije a Marcos que se mantuviera alejado de gente así. ¿Tiene algo que ver con esto?

-Es pronto para saberlo –dije-. ¿Tiene idea de por dónde anda?

-Pues por El Ejido, supongo. Hace poco salió de la cárcel.

Parecía claro por dónde seguía nuestro camino. No había que exprimir mucho más a la viuda, de momento. Le pedimos que estuviera a tiro de teléfono y le ofrecimos nuestras condolencias.

Antes de separarnos, Ángela Ramírez nos preguntó:

-¿Cómo lo mataron? ¿Por qué?

Le expusimos lo que por el momento era nuestra hipótesis, sin entrar en demasiado detalle ni hurtarle lo esencial.

-Ya veo –dijo, meneando la cabeza-. Siempre quiso creerse más listo que los demás. Y al final, ha muerto como un primo.

 

4. Un cajero automático

Le propuse a mi comandante desplazarnos hasta Almería para buscar a Raúl Castro e interrogarlo en persona. Con el Toyota Celica, y si lo localizábamos sin muchas dificultades, podíamos ir y venir en el día, aunque nos diéramos una paliza mediana. Alguna ventaja tenía que tener el conducir un coche de chulo de putas.

-En condiciones normales, te diría que sí –respondió mi superior-. Pero con la mitad de la unidad de vacaciones, prefiero que lo subcontratéis con nuestra gente de allí. No vaya a pasar algo imprevisto y nos quedemos en cuadro.

En otra vida, me gustaría ser capaz de comprender a los jefes. Un día les sobran efectivos para prestárselos al primero que se los pide y al día siguiente les faltan para lo indispensable.

Llamé a Almería, qué remedio. Hablé con el teniente López, de la unidad orgánica de policía judicial de la comandancia.

-El Ejido no es nuestro, sino de la pasma –me dijo-. Ha crecido mucho en los últimos tiempos. Pero bueno, nos arreglamos.

Y se arreglaron, efectivamente. Apenas dos horas después, me llamaron por teléfono.

-Vila, soy López. Tenemos al sujeto. Acojonadito vivo, dicho sea de paso. ¿Qué es lo que quieres que le hagamos confesar? Si te aprovechas, podemos cargarle cualquier muerto que tengáis podrido por ahí.

Tampoco era cuestión. Le di unas pistas para el interrogatorio.

Una hora más tarde, López volvió a llamar.

-Oye, un tipo majete, este muñeco tuyo –observó, ufano-. Y ya me extraña, porque tiene el historial suficiente para que se le hubiera retorcido el colmillo y nos hubiera enredado más. Eso sí, te tengo que anticipar que no se ha confesado autor de nada. Pero su cuento tiene cierta consistencia y puede interesarte.

El cuento de Raúl, en resumen, era como sigue. Conocía a Marcos Larrea desde hacía dos o tres años. Le había pasado coca alguna que otra vez, naturalmente en plan colega, y el otro se había ido aficionando al asunto. Luego a Larrea le había empezado a ir chungo en el negocio de los coches, y se había ido metiendo poco a poco en el tráfico, para tapar agujeros. Primero a pequeña escala, y después, a medida que le iban creciendo los problemas, en mayores cantidades. Había entrado en contacto con gente de Madrid, para comprar más mercancía. Por lo que Raúl Castro sabía, hacía un par de días había quedado con unos sudacas que vendían ya volúmenes importantes. Importadores, decían; material muy puro y de garantía total. Marcos le había ofrecido a Castro venir con él y ayudarle a colocar el género repartiendo las ganancias. Pero a Castro, según sus propias palabras, le daba yuyu ir a mayores. Pasar un poquito aquí y allá, cuando había necesidad, vale. Pero subir de nivel era también aumentar el peligro. Había conocido en la cárcel a alguna gente del escalón superior, y con ésos no tenía ninguna gana de jugarse los cuartos. Así que había preferido no acompañar a Larrea. Y eso que el otro le había insistido, y hasta le había llegado a dar todos los detalles de la cita. Había quedado con los sudacas en una pizzería de un pueblo de esos que hay alrededor de Madrid. Recordaba perfectamente la cadena a la que pertenecía la pizzería y el nombre del pueblo, Getafe. Desde el día anterior por la mañana, tenía mal pálpito. Si todo hubiera salido bien, Larrea le habría llamado en seguida. Cuando había visto a los guardias llamando a su puerta, se había temido lo peor. Al contrario que Ángela Ramírez, no le extrañaba que fueran por él. Sabía que en nuestros archivos constaba que había sido detenido una vez junto a Larrea. Y se maliciaba que si no cantaba todo lo que sabía, podía tener que comerse el marrón. Así que no tenía nada que añadir. Eso era todo lo que podía decirnos y si se le ocurría algo más que pudiera interesarnos nos llamaba inmediatamente y nos lo contaba, faltaría más.

-Y bien, ¿qué quieres que hagamos con él? –dijo López.

-¿Qué opina usted, mi teniente?

-Creo que es mejor soltarle y darle carrete, mientras comprobáis la película. Si se la ha inventado, lo veremos por su reacción.

-De acuerdo. Aunque no estará de más tenerlo controlado.

-Descuida.

Eran las doce y media. El día estaba cundiendo, y si nos dábamos prisa podíamos sacarle todavía más partido de allí a la hora de comer. En cuanto colgué el teléfono, le pregunté a Chamorro:

-Chamorro, ¿te gustan las pizzas?

-Pues no especialmente.

Le tiré las llaves del coche.

-Toma, conduces tú. Vamos a probar cómo las hacen en Getafe.

-Me explicarás por qué, me imagino.

-Mientras vamos para allá.

En julio, el tráfico de Madrid resulta más insufrible que en ninguna otra época del año. Desde que la mayoría de los coches tiene aire acondicionado, o desde que la renta de los madrileños se ha situado en cotas europeas, la gente le ha cogido una afición a sacar el coche en verano que a llega a alcanzar tintes catastróficos. Si se le unen las obras habituales del ayuntamiento, tunelando aquí y allá, el panorama puede complicarse hasta la pesadilla.

Mientras padecíamos el atasco de salida de Santa María de la Cabeza, la calle que lleva hacia la carretera de Toledo y por tanto a Getafe, cortada por obras, Chamorro y yo hicimos una breve recapitulación de lo que habíamos obtenido hasta allí.

-Una historia bastante patética –opinó Chamorro.

-Las que nos tocan deben serlo, por definición –observé.

-Sí, pero unas más que otras. Si todo es como suponemos, me parece una forma realmente estúpida de morir.

-¿Y cuál es la forma inteligente de hacerlo?

-De viejo, digo yo.

-Sí, amargado por todo lo que ya no tienes, sorprendiendo de reojo el odio de tu nuera y el cansancio de tu hijo.

Chamorro frunció la nariz.

-Bueno, hay quien no tiene hijos.

-Tampoco mejora eso mucho las perspectivas. Menudo sueño: acabar en una residencia, jugando al parchís con viejos a los que ni habrías saludado, de tropezártelos veinte años antes.

Se rió. No hay nada como la risa de una chica, cuando sabe.

-Creo que tú harás un viejo más feliz que todo eso.

-Vaya, no sé si es un halago o es que crees que el Alzheimer me reducirá a una idiotez reconfortante.

-Es un halago. Bueno, más o menos.

Una de las cosas que he aprendido es que no deben pedirse aclaraciones a una mujer, cuando se expresa de manera imprecisa. Y menos si es la mujer con la que trabajas a diario.

Pasamos el atasco, recorrimos algo menos de diez kilómetros por la carretera de Toledo y llegamos a Getafe. Todo estaba en obras. Al parecer, construían una nueva línea de metro y una nueva carretera de circunvalación: el mundo, que seguía progresando, ajeno a la muerte de un pobre diablo llamado Marcos Larrea, con la que Chamorro y yo teníamos que bregar.

Sólo había una pizzería de aquella cadena en Getafe. La encargada era una chica de unos treinta años, que levantaba apenas metro y medio del suelo pero parecía dotada de una enorme energía. Dirigía con mano de hierro a la partida de mozalbetes, algunos casi adolescentes, que trabajaban allí.

-Un hombre alto con unos sudamericanos –hizo memoria-. ¿Y dice que vinieron anteanoche?

-Sí.

-¿Cuántos sudamericanos? ¿Cómo eran?

-No podemos decirle.

-Verá, sudamericanos vienen muchos. Aquí hay bastante población inmigrante. Quizá más magrebíes, o polacos. Pero sudamericanos hay los suficientes como para que no llamen la atención. Esto no es un restaurante. Aquí la gente entra y sale rápido, a veces. Y sólo vemos al que se acerca a pedir la comida.

La encargada tampoco reconoció la fotografía de Larrea. En fin, era frustrante, pero qué le íbamos a hacer. Como se nos había echado encima la hora de comer, pedimos un par de pizzas.

Mientras las masticábamos (no valían gran cosa, por cierto) vi que Chamorro se quedaba absorta en algo de la calle.

-¿Qué pasa? –le pregunté.

-Mira ahí.

Me di la vuelta. Estábamos de suerte. Un cajero automático.

 

5. El cariño que piden los muertos

Nunca he sentido una especial simpatía por las entidades financieras, y he de admitir que la poca que me inspiran se reduce a la mínima expresión cuando anuncian sus impúdicos beneficios. Pero hay algo que, mal que me pese, debo agradecerles: la precaución de instalar cámaras de televisión en muchos de sus cajeros automáticos. Gracias a eso, disponemos de una red de vigilancia que no hemos de pagar (si fuera así, no la tendríamos) y que permite controlar una porción nada desdeñable del país. Es verdad que los bancos no son demasiado proclives a compartir su información con la policía, en según qué casos. Pero cuando se trata de un asesinato, ofrecen razonables facilidades.

-Por supuesto que les daremos la cinta, inmediatamente –nos dijo el responsable de seguridad del banco al que pertenecía el cajero situado enfrente de la pizzería de Getafe-. Eso sí, les agradeceré que cuando puedan me traigan la orden judicial.

-Se la llevaremos –prometió Chamorro.

La cinta de vídeo respaldó el relato de Raúl Castro. A las 21.58, exactamente, Marcos Larrea había entrado en la pizzería. A las 22.12, había salido, en compañía de tres individuos de aspecto sudamericano que habían entrado a las 21.43. No eran los mejores retratos que seguramente podían obtenerse de ellos, pero daban para empezar a jugar. Llamamos en seguida a Bermúdez.

-Buf, la verdad –dijo, después de ver las imágenes-, ya me gustaría decirte que los tengo fichados, pero ni de lejos. Además, yo conozco a los narcos, y éstos son timadores y asesinos. A lo peor no han tocado un gramo de cocaína en su puñetera vida.

-Pues nos das una alegría, francamente –dije.

-Ya quisiera poder serviros de más –se disculpó Bermúdez-. Lo que sí puedo decirte, si te vale, es que así a primer vistazo no me parecen colombianos ni bolivianos.

-¿Por qué? –preguntó Chamorro.

-Los colombianos y los bolivianos suelen tener pinta de indios más o menos puros, y no son muy altos. Aquí hay un par de buena talla. Y con mezcla de negro, o mucho me equivoco.

-¿Y eso qué te sugiere?

-Coño, Vila, no soy etnólogo. Y ahora hay mezclas de cualquier cosa en cualquier parte. Pero me da un tufo.

-Tírate a la piscina, hombre, que hay confianza –dijo Chamorro.

-Caribes –apostó-. Venezolanos, por ejemplo. No te digo que no puedan ser también colombianos, de todas formas.

-Bueno, algo es algo -concluí.

Despedimos a Bermúdez con una decepción sólo a duras penas reprimida. Chamorro dio en manifestarla en voz alta:

-Bueno, mi sargento, el camino largo.

Los dos sabíamos lo que eso significaba. Empezar a repasar fichas y fichas de malvados, con el temor siempre presente de que ninguno de los que buscábamos estuviera en nuestros archivos. El trabajo tedioso e inseguro: no había nada que pudiera exasperarme más. Por suerte, tenía a Chamorro, que era paciente y sabía mantenerse despierta mientras hacía algo aburrido. La falta de esa virtud me convierte en un policía muy deficiente. Siempre intento buscar un itinerario que resulte más ameno.

-Otra posibilidad es informarnos con la policía de los sudamericanos sospechosos que vivan en Getafe –pensé en voz alta.

-¿Y por qué habrían de vivir allí? –cuestionó Chamorro.

-Bueno, es una posibilidad, ¿no?

-¿Tú quedarías con alguien al que piensas matar en el pueblo en el que vives, pudiendo elegir otro? –se burló.

-Yo nunca mataría a nadie, pudiendo evitarlo.

-Es un suponer, hombre.

-Está bien –me rendí-. Vamos, a las putas fichas.

Una buena parte del trabajo policial no merece ser relatado. Ni las horas frente a la pantalla, ni el papeleo permanente. Mientras Chamorro miraba fichas, yo me encargué de documentar, para incorporarlo a la carpeta de aquella investigación, todo lo que habíamos hecho hasta allí. Me daba una pereza incomensurable, pero ya que estaba en un tiempo muerto, sabía que agradecería más adelante haberme sacado eso de encima. La experiencia, al menos, me había enseñado a sintetizar un interrogatorio de una hora en un par de folios. Prescindiendo de la hojarasca y a la vez sin omitir nada que pudiera serle útil a quien tuviera que continuar con aquella investigación, si a Chamorro o a mí nos pasaba algo, o nos metían en otra juerga, o nos íbamos de vacaciones.

Nos dieron las siete y pico. Yo ya había terminado los deberes y Chamorro estaba borracha de ver rostros torvos de sudamericanos. Me acerqué a ella y le puse la mano en el hombro.

-Déjalo, Virginia. Tardaremos un día más. Qué le vamos a hacer. Y si la faena que nos han regalado se pone demasiado pesada, le pediré a Pereira permiso para devolvérsela a sus legítimos dueños. Ya habrán acabado con los rumanos, digo yo.

Chamorro se restregó los ojos. Siempre me parecía que tenía algún leve defecto visual, una pizca de astigmatismo tal vez. Pero por mucho que le insistía, ella se negaba a ir al oculista. Por coquetería, sospechaba. Con veintiséis años recién cumplidos, Chamorro estaba todavía en edad de ligarse un buen novio.

No me parecía que yo entrara en esa categoría, ni por otras razones, entre ellas el mejor cumplimiento de nuestro deber, me postulaba para tal honor. Sin embargo, creí que podía invitarla aquella tarde a tomar algo. La jornada había sido intensa y merecíamos un respiro. A Chamorro no le pareció mal la idea.

Fuimos al lugar habitual. Por la proximidad a la sede de la empresa, estaba lleno de picolicie. Mejor, porque la abundancia de testigos acreditaba la inocencia de mis intenciones.

-Esto se nos está empantanado –juzgó, dándole vueltas a su cerveza-. Con lo bien que parecía que iba.

-Bueno, todo tiene sus aristas –dije-. Me da la impresión de que hemos pecado de optimismo. Creímos que esto estaba hecho, en cuanto nos encajaron dos piezas. Y además, tenemos la cabeza en otras cosas y queremos quitarnos ésta de encima en seguida. Es lo que espera el comandante. Mala técnica. Cada muerto quiere sus mimos. Puede que tengamos que ir a Almería, tomarnos un poco de tiempo. Y si no, más vale que lo devolvamos.

-Pereira no lo devuelve ni de coña. Ni aunque se lo pidan. Sólo lo soltará hecho y terminado. Así que ya sabes.

Lo sabía, desde luego. Y eso era lo que más me molestaba. Por alguna razón, sentía que aquel muerto no era mío. No llegaba a cogerle afecto, como me suele pasar. Pero no podía sacudírmelo de encima, así que tenía que esforzarme por aceptarlo.

-¿Adónde te vas de vacaciones? –le pregunté a Chamorro, por cambiar de tercio.

-Adonde siempre. A San Fernando, con la familia.

-¿Es bonito, San Fernando?

-Psé. A mí no me disgusta. Playas no faltan, allí o cerca. ¿Y tú?

-Yo qué.

-¿Te vas a alguna parte?

No lo había pensado. Suelo no pensarlo, hasta el final. Por eso siempre me coge el toro, y tengo que improvisar cualquier plan de emergencia. Cada año noto que me voy haciendo viejo para seguir estando solo, sobre todo en verano. Pero las veces que he intentado no estarlo siempre se ha acabado yendo todo al cuerno. El cariño y las atenciones que te piden los muertos se los acabas robando a los vivos. Tendría que cambiar de trabajo, y a estas alturas de la película no me imagino haciendo otra cosa.

-No lo sé –dije-. Creo que me iré a Ibiza, a ponerme ciego de éxtasis y cepillarme unas cuantas veinteañeras colgadas.

-Si no supiera cómo eres en realidad, diría que eres un cerdo.

-¿Y cómo soy, en realidad?

El sonido de mi teléfono móvil interrumpió aquella interesante sesión de confidencias. Era Bermúdez.

-Vila, se está poniendo de moda quemar coches –me anunció-. Acabamos de encontrar otro, pero esta vez en la punta contraria, el noroeste. Mucho menos llamativo, un Renault Laguna. Hay un detalle, quizá no signifique nada. Robado anteayer en Getafe.

 

6. Una idea perversa

El Renault Laguna carbonizado había aparecido en un camino poco transitado, en un tramo que discurría por una especie de hondonada. Golpeamos generosamente los bajos de nuestro Toyota para poder llegar hasta el lugar. Bermúdez iba delante, sometiendo a idéntico castigo a su Fiat amarillo.

-Anda, es el modelo nuevo –dijo Chamorro, mientras examinábamos el vehículo, o mejor dicho, lo que quedaba de él.

-Sí –confirmó Bermúdez-. Cómo molan los anuncios, ¿eh? Coche sin llave, a prueba de robo. Menuda parida. El único coche que no puede robar un chori con oficio es el que no existe.

Es inútil intentar buscar huellas o nada que no sea muy sólido y resistente en un coche incendiado. Por eso los queman. En aquél no encontramos más que las herramientas que su dueño llevaba en el maletero y algunos restos de las lámparas de recambio. Pero no nos desanimamos por eso. Había algo más interesante.

-Fijaos en el lugar –dije-. Apartado de la carretera, discreto y abrigado, y a la vez razonablemente próximo al pueblo.

-¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Bermúdez.

-Que quien lo trajo aquí conoce la zona –dijo Chamorro.

-Exacto. No es el sitio que descubre por azar alguien que pasaba por allí. Y hay otro detalle. Si te deshaces del coche en el que vas, y no has traído otro, tienes que volver andando.

-No podemos descartar que tuvieran otro coche.

-Bueno, es una posibilidad. Explorémosla. Si vas a ir a pie, conviene no estar demasiado alejado del lugar al que piensas dirigirte a continuación. Que puede ser, por qué no, donde vives.

-Eso es un poco imprudente, ¿no? –dudó Chamorro.

-¿Por qué? Es sólo un coche robado que arde. La policía no tiene por qué relacionarlo con un cadáver aparecido en la otra punta de la comunidad. Y tampoco va a herniarse por un coche. Llamará al propietario y le dirá "mala suerte, le tocaron unos bestias". Nadie los vio con Larrea en Getafe, o eso es lo que ellos creen. Ésa es la perdición del criminal, creer que no pueden atarse dos cabos que luego la casualidad más tonta se encarga de unir. Larrea iba solo, pero le había hablado de Getafe y de la cadena de pizzerías a su compadre Castro. Gracias a él, podemos leer la pista de este coche robado en Getafe como ellos nunca creyeron que la leeríamos.

-Bueno, promete –opinó Bermúdez.

-Promete un huevo, hombre –remaché, eufórico.

Empezaba a ponerse el sol. Era hora de dar por terminado el día, y hacer acopio de fuerzas para el siguiente.

A veces, en las investigaciones, cuando has hecho saltar la chispa decisiva, todo empieza a fluir. Es un momento delicado, porque también entonces te la puedes pegar. Procuré no olvidarlo a la mañana siguiente, mientras estudiaba con Chamorro el mapa del pueblo donde había aparecido el Renault Laguna y reuníamos los datos básicos. Seis mil habitantes, casco urbano agrupado, siete urbanizaciones. Estupendo. Con una charla con la gente del puesto, podíamos centrar el trabajo en un santiamén.

-Un momento, ¿cuántos colegios? –le pregunté a Chamorro.

-Dos.

-Pues ya está. Vamos primero allí. Puede ser el mejor atajo.

-¿Los colegios?

-Los malos que buscamos tienen edad de tener hijos. Los malos sienten ese impulso, como cualquiera. Es una cosa inherente a la especie. Y una vez nacidos, ¿qué padre que tenga entrañas deja de procurar que sus hijos reciban una instrucción? Aunque se halle en situación irregular, eso no le impide escolarizarlos.

-Es una idea perversa, si te funciona.

-Virginia, son asesinos. Hay que buscarles el flanco débil.

En visitar los dos colegios, convencer a la encargada de la secretaría de cada uno de que nos dejase ver la lista de alumnos, e identificar a todos los de origen sudamericano, empleamos unas dos horas y media. Como resultado, dimos con tres venezolanos, dos colombianos, un peruano y once ecuatorianos.

-No hemos pensado en los ecuatorianos –dijo Chamorro.

-Ésos suelen venir a ganarse la vida honradamente.

-¿Y los otros no? No se puede generalizar así –me objetó.

-Joder, Chamorro, son once. No te pongas en lo más difícil.

Fuimos al puesto del pueblo, con la lista de direcciones. Nos presentamos al sargento que estaba al mando, un tal Churruca. Era de la vieja escuela, de los que tienen al pueblo entero fichado. También me pareció un pelín carca, y la distancia con la que trataba a los guardias a su cargo, y especialmente a la chica que acaso en mala hora había accedido a aquel destino, lo confirmaba. Pero en fin, no puedes trabajar siempre con gente que te caiga bien. Le pedimos que nos ubicara las direcciones que habíamos recogido, y a las familias que vivían en ellas, si le sonaban.

-A mí todos los indios estos me parecen iguales –fue su escasamente alentadora respuesta.

-Inténtalo, si no te incomoda mucho –le pedí.

Cruzó una mirada, más bien furibunda, con su subordinada, que asistía muda a nuestra conversación. Me arrepentí de haberle apretado de esa forma, no fuera luego a pagarlo con ella.

Por fortuna, los dioses parecían continuar de nuestro lado. Los tres niños venezolanos vivían en una zona apartada del centro del pueblo. Si era donde a Churruca le parecía, y debía serlo, por allí había un par de almacenes de chatarra.

-¿Puedes dejarme a un par de hombres? –le pedí-. No sé muy bien con lo que podemos encontrarnos.

-Claro –dijo, de mala gana; y dirigiéndose a la guardia, le ordenó-: Cuervo, ve tú, con Mendoza.

-A sus órdenes, mi sargento –gritó Cuervo, con un taconazo.

Cuando estuvimos en la calle, lejos de su jefe, intenté establecer alguna confianza con ella. O por lo menos aflojar la tensión.

-¿Es siempre así?

Cuervo dudó. Debía de estar bien escaldada.

-¿Puedo ser sincera, mi sargento?

-Por favor.

-Es una lástima –dijo-. Éste podría ser un sitio de puta madre. Gente normal, tranquila, a sus cosas. Incluso los indios, como él los llama. Pero éste ve fantasmas por todas partes.

-Debo advertiros que esta vez es posible que los haya.

Cuervo se encajó la teresiana a inspiró hondo.

-Bueno, para eso estamos, ¿no?

Una chica arrojada, no cabía duda. Para aquel tipo era un lujo disponer de ella. Lástima que no supiera aprovecharla.

Las dos casas estaban juntas. Ya tenían años, y a su alrededor había proliferado un sinfín de chamizos auxiliares. Había coches viejos y nuevos, restos de electrodomésticos, y en la valla de una de ellas, un letrero pintado a mano: "Se compra ierro, cobre, cinz".

Llamamos al timbre de una de las casas. Al cabo de medio minuto, largo, se abrió la puerta. Era una mujer.

-¿Está su marido? –grité.

-Momento, por favor.

Desapareció y cerró la puerta. Transcurrieron otros quince o veinte segundos. La puerta volvió a abrirse y apareció un hombre en el umbral. Consulté con Chamorro, en voz baja.

-¿Tú qué dices?

-Segura, al cien por cien –murmuró, casi sin mover los labios.

-Cuervo, preparados –ordené.

El hombre vino despacio hasta la puerta. Sonriendo.

-¿Qué se les ofrece, compadres?

No le di tiempo a reaccionar. En cuanto lo tuve a mano, le enganché la muñeca con las esposas y lo amarré a la valla.

-No digas ni una palabra –le advertí; y lo tomó en serio, porque es lo que conviene cuando tienes cuatro pistolas apuntándote-. ¿Están por aquí tus compañeros de negocio?

-Sólo uno, en la casa de al lado –musitó. Había palidecido.

En las películas a los asesinos los cazan siempre a tiro limpio, en operaciones espectaculares. Aquélla no lo fue en absoluto. Pillamos al otro cagando, literalmente. En el registro que luego autorizó el juez, intervinimos dos millones de pesetas, dos pistolas, ningún 38. Debían de haberse deshecho de él, vendiéndolo en el mercado de armas calientes.

Esa misma tarde, la gente de Churruca enganchó al tercero. Así es como rueda la bola, cuando la suerte no se pone de uñas.

 

7. Un asunto rutinario

Los interrogatorios unas veces son fáciles y otras veces no tanto. El de nuestros tres venezolanos pasó por todas las modalidades. Al principio se mostraron duros, en plan gente bragada, sin dejar de recurrir al victimismo, que también sirve. El que parecía más listo se quejaba:

-Esto es una injusticia, no se puede detener a la gente por ser de otro país, cuando uno trabaja honradamente. Ustedes los españoles son unos racistas, aunque siempre anden presumiendo de lo contrario.

-Oh, no, señor Manrique –me opuse-. Se está equivocando usted. Mi compañera tiene apadrinados a un niño peruano y a otro de Burundi y yo estoy a punto de apadrinar a uno de Kenia. Incluso pienso enviarle postales.

Se quedó descolocado. Es lo que uno debe intentar, todo el tiempo. Por eso, después de hacerle repetir por tercera vez que no conocía ni tenía puta idea de quién era Marcos Larrea, le pedí a Chamorro:

-Trae el vídeo, anda.

Le pusimos las imágenes. Las de él entrando con los otros dos en la pizzería de Getafe. Las de Marcos Larrea entrando poco después. Las de los cuatro saliendo juntos. Lo encajó en silencio, impasible.

-¿Usted y sus amigos suelen ligar en las pizzerías con hombres a los que no conocen? –le pregunté, suavemente.

-A mí no me llama maricón ni usted ni nadie –saltó.

Bien, bien. Se estaba calentando. A partir de ahí, vendría la luz.

-No digo que no le gusten también las mujeres. Uno puede hacer a todo, y no por eso ser menos hombre.

-Usted se tragará esa mierda que acaba de decir, cuando ponga el culo. Yo sólo follo con mujeres.

Meneé la cabeza.

-No hable así, por favor. Mi compañera fue a un colegio de monjas y es muy sensible. Además, a partir de ahora lo de follar se le va a poner chungo, como no cambie de apetencias. Una vez al mes, si le toca una prisión enrollada y se porta bien. Y si su mujer no le deja, claro.

Aquí, Manrique optó por callarse.

-Vamos, señor Manrique –le apreté-, no sea chiquillo.

-No sé de qué mierda me están hablando ni pienso confesar nada. No tienen ninguna prueba. No veo en ese vídeo a nadie matando a nadie.

El mismo disco, más o menos, fue el que pusieron los otros tres, por mucho que les apretamos. Nos reunimos a deliberar.

-En una de las casas, cuando hacíamos el registro, había una mujer mayor –recordé-. Si no me equivoco era la madre de Manrique.

-¿Y? –dudó Chamorro.

-Es un macho. ¿Qué tal si le damos en el orgullo?

No fue muy difícil arreglar que Manrique estuviera en el lugar oportuno, hora y media después, para ver pasar esposada a su anciana madre. La tratamos con toda consideración, pero una madre esposada es siempre una madre esposada, y a un hijo la imagen le hace efecto.

-¿Qué coño estáis haciendo, hijos de puta? –gritó Manrique.

Diez minutos después, estábamos de nuevo con él en el cuarto de interrogatorios. No es un cuarto acogedor. Tiene la mugre y el olor de la mucha mala gente que ha pasado por allí, porque no podemos pintarlo con la frecuencia que querríamos. A Manrique, agotada la furia inicial, parecían habérsele conectado de nuevo los circuitos del cerebro. Dejé que fuera Chamorro quien acabara de traerlo al cajón.

-La verdad, señor Manrique –le dijo-, no veo cómo puede soportar la vergüenza de ver a su pobre madre aquí, por culpa de su chulería. Me parece que es usted de los que son muy hombres para largar y pegarle a una mujer, por ejemplo, pero no para dejarse volar los huevos cuando meten la pata y les pillan. Eso es ser hombre, en mi opinión. Pero usted no, a usted ni siquiera le importa que su madre pague los platos rotos.

Debo decir que oír a Chamorro emplear aquel lenguaje, al que en su conversación habitual no recurría, me impresionó incluso a mí.

-Lo que estáis haciendo es ilegal. Os denunciaré –lloriqueó el tipo.

-Denuncia, hombre –le invitó Chamorro-. ¿Qué quieres que hagamos? Registramos una casa, encontramos dos armas, ninguno de los habitantes tiene permiso. En un principio pensamos que los pistoleros sois vosotros, ya sé que es un prejuicio, pero bueno, la inercia. Y ahora resulta que nunca habéis roto un plato. Y entonces tenemos que preguntarnos: ¿Oye, no será que la pistolera es la vieja? Piénsalo, es lo lógico.

-Está bien, zorra, cállate ya –se derrumbó, al fin-. Me rindo. Pero quiero que la soltéis, en seguida.

-Eso depende de tu actuación, cariño. Y por cierto, si vuelves a faltarme al respeto te juro que mamá se pasa detenida setenta y una horas y cincuenta y nueve minutos. ¿Lo vas entendiendo?

Manrique trató de sostenerle la mirada, aturdido. Desde ese momento, me dispuse a hacer el papel de policía bueno, que es el que más me gusta. No es gratificante meterle el dedo en el ojo a nadie. Al menos no para mí. Por feo y desagradable que sea lo que haya hecho.

La declaración de Manrique fue bastante completa, y nos proporcionó un montón de detalles que, debidamente contrastados y soportados, nos servirían para empapelarle incluso aunque en el juicio, como era previsible, se retractara de su confesión. Hasta nos dijo a quién le habían vendido el revólver, lo que con un poco de suerte podía servirnos para redondear la faena más que honrosamente. En resumen, habían quedado con Larrea para timarle, sí, y ya habían asumido que podían tener que pegarle un tiro, o que eso era lo más conveniente. Le habían conocido a través de un compatriota que se dedicaba al trapicheo, y al que utilizaban para ojear primos. El intermediario conocía el montaje de Larrea en El Ejido y les confirmó que el tipo podía levantar buena pasta. En la pizzería simplemente se encontraron y le enseñaron, discretamente, sus poderes: el ladrillo envuelto para simular un paquete de droga. Luego acompañaron a Larrea hasta su coche, donde éste debía tener el dinero, y en cuanto abrió la puerta lo metieron a la fuerza en él. A punta de pistola lo llevaron a dar una vuelta; él y su compinche Heredia, el más bajo y taciturno de los tres, en el coche de Larrea, y el tercero siguiéndolos atrás con el Laguna robado. Dejaron que se hiciera un poco más de noche, con calma, asegurándole a Larrea que no iban a hacerle daño. A las once y media, llegaron al campo deportivo. Allí, sin darle apenas tiempo a quitar el contacto, Heredia le "metió plomo". Lo echaron fuera y en el coche se reunieron con el tercer socio, que esperaba en la plaza del pueblo. Juntos fueron hasta la cuneta donde quemaron el coche de Larrea. Y luego subieron los tres al Laguna y lo llevaron a la hondonada donde lo quemaron también. Un crimen sencillo, limpio, bien organizado.

-Lo que me extraña es cómo lo descubrieron, y tan rápido.

-La policía tiene todo el tiempo del mundo, Manrique –dije-, y la costumbre de registrar y ordenar la información que cae en sus manos, que no es poca. Eso es lo que olvidáis cuando decidís meterle plomo a alguien y apenas gastáis unos días en prepararlo y unas horitas en terminar el trabajo. Siempre os dejáis un montón de cabos sueltos.

-En mi país no nos habrían pillado, se lo juro.

-No estás en tu país. Hay que conocer las reglas del lugar donde juegas, antes de sacar la baraja y repartir cartas.

-Yo nací en Petare, sargento, uno de los cerros de ranchitos que rodean Caracas. Allí no hay reglas. Allí disparas y luego ni preguntas.

-Lo siento. Ojalá hubieras nacido en otra parte –dije.

Y lo deseaba de veras. Ojalá Manrique, y sus colegas, hubieran nacido en un lugar en el que la vida valiera algo más que un fajo de pesos, y ojalá al infeliz de Larrea no se le hubiera ocurrido la desgraciada idea de relacionarse con gente así, que iban a balearle la cabeza como quien pela un kiwi. Pero la vida, que sabe ser puñetera, tiene esas coyunturas, y por eso se necesita gente que haga lo que yo hago, aunque sea una labor en la que ni siquiera el éxito sirve para alegrarte mucho.

Llamamos a Ángela Ramírez. Al principio no daba crédito.

-¿Que los han detenido? ¿Ya?

Le explicamos, hasta donde podíamos, hasta donde creí que le hacía falta. La mujer, pasado el asombro inicial, sintió gratitud:

-De verdad, no sé cómo… Creí que para ustedes esto era un asunto rutinario, un camello más, muerto por meterse donde no debía. Creí que no iban a hacer ningún esfuerzo por resolverlo.

Lo malo era que en buena medida tenía razón. Era un asunto rutinario. Pereira se lo vendería al coronel de la comandancia de Madrid, y éste se lo agradecería sin mayores aspavientos.

-Para nosotros nadie vale menos que otro, señora –dije, sin embargo-. Nadie merece que lo maten y no haya quien se preocupe.

Cuando colgué, me sentí mejor. No le había mentido a la viuda. Había logrado, al fin, sentir que Marcos Larrea era mi muerto, y que me importaba haber cogido a quienes se habían desembarazado tan cruelmente de él. Si estaba en alguna parte, esperaba que el resultado final le confortara. Y que descansara en paz.

 



7

Cedido a cualquiera que lo use sin ánimo de lucro
Copyright, Lorenzo Silva 2000-2005