El sabor del aire

 

Conocí al hombre en un burdel de Marrakech. Si alguien espera que le dé aquí cuenta de mis costumbres y de por qué las tengo, es decir, que le explique qué hacía yo aquella noche de jueves en aquel lugar, va listo. Digamos que allí estaba y que allí le conocí, y punto.

Coincidimos en la sala de espera, mientras aguardábamos a que vinieran las chicas. Aquella casa tenía una bien merecida fama. Material de lo más variado, y siempre de primera calidad. Había, sobre todo, un buen surtido de frutos de la tierra, aunque en los últimos tiempos, y contra mis preferencias personales, la abundancia de clientes extranjeros había movido al dueño a completar el repertorio con un cierto número de francesas, alemanas y europeas del este. Por si de repente a alguien le entraba la nostalgia y deseaba sensaciones más familiares, o una clase diferente de exotismo. Todas estaban bien pagadas, alimentadas y vestidas, y en consecuencia todas se hallaban allí de buen grado. Esto último resulta fundamental, por no decir imprescindible, para sacar adelante un prostíbulo decoroso. Sólo los degenerados y la chusma se avienen a yacer con prisioneras. Y uno acaba siempre teniendo la clase de clientela que su producto merece. Es una ley infalible, que se cumple en cualquier actividad comercial.

Mi compañero de espera, sin duda, respondía al perfil del cliente de Chez Abdelkrim (o "La casa del siervo del Generoso", que es como podría traducirse el nombre de aquel modélico establecimiento). Era un hombre que pasaba de los sesenta, pero bien conservado. Nada de desmoronamientos físicos ostensibles, ningún rastro fisonómico de indisciplina moral o de costumbres. Se mantenía erguido, estaba limpio y su indumentaria era la de un caballero, elegante sin ostentación. Tenía el cabello bien cortado y cepillado, entrecano, algo más blanco ya que de su color original, una especie de castaño oscuro. Olía bien, a una colonia que evocaba hierbas aromáticas, tenue. Siempre me fijo en ese detalle. La gente que se permite oler a cualquier cosa inadmisible, ya sea a sudor o a colonia de chulo barato, es gente que se ha perdido el respeto a sí misma y que por tanto está naturalmente incapacitada para tenérselo a los demás. Es gente a la que conviene evitar, y en circunstancias excepcionales, abatir.

El olor de aquel hombre, sin embargo, me inspiró en seguida confianza. Hasta tal punto que, transcurridos los primeros y forzados momentos de silencio, consideré oportuno dirigirme a él. Eludí, naturalmente, todas las frases estúpidas que nunca deben pronunciarse en un lugar como aquél, y que sin embargo son las que con desdichada frecuencia uno tiene ocasión de escuchar. Ya saben, frases del estilo de: "¿Viene usted muy a menudo por aquí?".

-Diríase que este año el Ramadán está haciendo sus efectos –dije.

El hombre me dedicó una reflexiva mirada. Tenía los ojos pequeños, de un gris acerado, profundamente tristes y sin embargo penetrantes.

-Cierto –respondió, sin dejar que el espacio entre mis palabras y las suyas se prolongara un segundo más, ni menos, de lo que la urbanidad prescribía-. Normalmente, debería verse esto más concurrido.

-A lo mejor asistimos a un resurgir de la fe -supuse-. Las prédicas de los fundamentalistas deben de estar haciendo mella en la población.

Aquí el hombre me observó con una reprobación apenas perceptible. Bien encubierta, con estilo, pero no tanto que yo no pudiera advertirla. Mi oficio consiste en unas cuantas tareas de menor cuantía y una sola de verdadera trascendencia: tratar de calar en los deseos y los pensamientos de las personas.

-Yo diría que la fe no es una cuestión de fundamentalismo, sino de supervivencia –declaró, con una amable lejanía.

Aquello era un desafío, o una prueba, o las dos cosas. Cuando en el curso de una conversación casual, de circunstancias, uno de los interlocutores decide de pronto apuntar a una cuestión profunda y se descuelga con una afirmación sobre la existencia como la que el hombre acababa de soltar, el otro debe constatar que las reglas del juego acaban de sufrir una alteración, que se le invita a un territorio muy diferente, y decidir si le merece la pena o no emprender el viaje. Por lo común, en esas situaciones, rehúyo el esfuerzo. Nadie posee material de verdadero valor acerca de los problemas esenciales de la vida, y quien se entrega a escuchar las meditaciones vitales de los demás tan sólo suele cosechar un manojo de lugares comunes, lecciones mejor o peor aprendidas de maestros más o menos incompetentes y algunos balbuceos personales que raramente tienen alguna gracia y casi siempre carecen de la mínima coherencia necesaria para servir a nadie más que a su propietario. Pero hay veces en que uno, aun a sabiendas de que el ejercicio no puede ofrecer demasiado fruto, siente el antojo de probar. Depende del contrincante, naturalmente, y aquel hombre, no sé por qué, me parecía un oponente prometedor. Así que acepté el reto:

-Perdone, pero no sé si le he entendido.

Una sonrisa condescendiente asomó a su semblante.

-Digo que la fe es una cuestión de supervivencia –repitió-. Que sin fe no se puede vivir. O quizá le diría más: que sin fe no se debe vivir.

Asentí, sin prisa, meditando lo que iba a responder. Cuando uno entra en harina, hay que jugar en serio. Si no, más vale quedarse fuera.

-Ya veo -dije-. Si no le entiendo mal, el hecho de no tener la afición de prosternarme cinco veces al día de cara a La Meca, ni tampoco la de acudir los domingos a comer una galleta de manos de un tipo con sotana, por poner un par de ejemplos, me coloca en la penosa obligación de pegarme un tiro.

Mi interlocutor bajó prudentemente la mirada.

-Es usted un hombre joven -repuso, sin alterarse-. Y acaso también un hombre al que hasta ahora le ha favorecido la suerte. Disculpe la impertinencia de arrastrarle a esta conversación tan inadecuada.

Debo reconocer que en ese momento me desarmó. Completa y absolutamente, como hacía mucho tiempo que no me desarmaba nadie. No sólo por inutilizar con su suave disculpa mi briosa estocada, aunque ése es el tipo de cosas que más detesto, que me dejen en escorzo haciendo el ridículo de golpear al aire. Lo que más me hirió fue que con su cautelosa maniobra me provocaba todavía más que con su observación anterior acerca de la fe. Me expulsaba a un limbo vergonzoso, el que habitaban todos los que desconocían, o no conocían tanto como él, el misterio de la adversidad. Eso era tanto como despertar en mí el deseo irrefrenable de acceder a su experiencia de tal misterio, y de paso me abocaba a doblegarme para poder abrigar la más mínima esperanza de satisfacer mis apetencias. No sé qué era lo que yo perseguía hasta entonces, pero lo que a partir de aquel momento quise, por encima de todo, fue averiguar qué le permitía a aquel hombre humillarme con aquella dulzura. Y comprendí que no podría conseguir mi objetivo por la fuerza, sino con una claudicación convincente.

-La suerte siempre es algo más bien relativo -argumenté, procurando resultar torpe tanto en en el fondo como en la forma-. Mal puedo contradecirle, sin saber cuánto y cómo le ha maltratado a usted. E intuyo que me interesaría mucho oírlo, pero imagino que mi juventud le parece una tara irremediable.

Se rió, comedidamente. Había entendido. Había visto la bandera blanca y, como un general triunfador, ahora debía decidir si despachaba a un subalterno a tomar posesión del fuerte (es decir, si me largaba alguna evasiva) o si se avenía a estrechar mi mano tras recoger de ella mi sable inútil. Estaba claro que yo lo sujetaba por la hoja y le tendía a él la empuñadura. Predisponiéndome con ello a su favor, tomó el camino de los vencedores generosos:

-Su juventud es su privilegio y mi envidia, naturalmente. Cualquier otra apreciación por mi parte le serviría a usted para extenderme un certificado inmediato de incapacidad mental. Pero no puedo creer que le apetezca sacar de esta velada el relato de las amarguras de un viejo. No es éste lugar al que suela acudirse para salir cargado con esa deslucida mercancía.

-Toda mercancía que uno adquiere queda deslucida al instante por ese solo hecho -aprecié, cediendo por un momento a la tentación de resultar ingenioso-. Sin embargo, nunca se puede poseer el dolor. Me fascina todo lo que hace sufrir a los seres humanos, porque es lo único que los engrandece. Esas amarguras que estima en tan poco, o pretende, para despistarme, estimar en tan poco, empiezo a atisbar que para mí resultarían muy valiosas. El placer, en cambio, sólo produce la especie menos indeseable del hastío. Da igual lo que me trajera aquí hoy. Consideraría un inmenso honor que me confiase su historia.

Para qué iba a andarme con rodeos ni con pamplinas. Ante aquel hombre se me habían caído de un solo golpe todas las máscaras y había sentido sonar una de esas raras, arbitrarias y preciosas horas de la verdad.

-Ahora sólo falta que me pida perdón –opinó, irónico.

-Le pido perdón, por haber intentado exhibirme sin saber ante quién.

-Dicen que los jóvenes ya no respetan a nadie. Veo que no es cierto. Hasta respetan antes de poder saber si hay algo que merezca respetarse.

-No me subestime -protesté-. A pesar de mi edad, aunque por cierto he rebasado ya la cuarentena, he aprendido a distinguir el tejido de las personas entre el rumor de sus palabras. Así que apuesto sobre seguro.

El hombre meneó la cabeza.

-No sé si le entiendo bien. ¿Tanto le interesa meterse en las pesadumbres ajenas? ¿Espera quizá algo truculento, escalofriante? Se lo digo porque en ese caso me veré en la necesidad de defraudarle, salvo que le mienta.

-No aspire a entenderme -traté de disuadirle-. Soy un hombre extraño, puede que no esté en mis cabales, puede que ni siquiera lo desee. Lo único que deseo es no tener una vida demasiado llena de momentos anodinos.

-Eso es una enfermedad -advirtió, gravemente.

-No se lo niego. Vamos. ¿O necesita que le suplique?

En ese momento, aparecieron las chicas. Su irrupción resultó seguramente oportuna. Al menos, a él pareció aliviarle, y a mí me dejó tiempo para pensar. Las chicas representaron para nosotros el ritual familiar que, por no ser el objeto principal de esta narración, me permitiré omitir, y una vez cumplimentado ese trámite, mi compañero de espera y yo nos vimos cada uno acompañado por una gratificante presencia femenina. Yo elegí a Leila, una antigua conocida en quien podía confiar casi sin restricciones, y él a una tal Yvonne, una rubia vagamente centroeuropea. Me decepcionó su elección, preciso es que lo reconozca, pero todo hombre necesita un espacio de debilidad y éste suele estar asociado a sus preferencias sensuales. Nunca debe descalificarse a nadie por eso.

-Bien. Ha sido un placer conocerle y compartir la broma -dijo.

-No era ninguna broma -advertí.

-Lo sé. Era por si había cambiado de opinión.

-No suelo cambiar de opinión.

-Sería descortés aburrir a estas damas -alegó.

-Es descortés juzgarlas de ese modo.

Leila e Yvonne nos observaban con una exquisita mezcla de despreocupación y curiosidad. Su oficio, del que eran profesionales expertas, exigía no asombrarse nunca mucho de nada y no parecer nunca completamente indiferentes a nada. Quizá por eso, en Chez Abdelkrim he conocido a una buena parte de las pocas personas sabias que se han cruzado en mi camino. El asombro es la divisa de los ignorantes y la indiferencia el orgullo de los idiotas.

El hombre se colocó distraídamente la corbata. Sabía que era un acto innecesario, la prenda estaba perfectamente en su sitio.

-Creo que sólo puedo consentir con ciertas condiciones -dijo.

-Póngalas. Las acepto.

-Sólo le contaré una parte, la más reciente. A cambio usted me contará, por adelantado, las cinco cosas más desgraciadas que le hayan sucedido en su vida. Y será sincero, porque si no lo es, me daré cuenta.

-Lo sé. Trato hecho.

Meneó la cabeza, sorprendido.

-Vende barato su infortunio. Y rápido.

-No. Compro sin reparar en gastos, cuando me interesa el género.

-Eso sólo podrá juzgarlo después -bromeó.

Pedimos que nos dispusieran uno de los salones más discretos y allí nos instalamos con Leila e Yvonne. Estaban pagadas para toda la noche, que es lo que exige el buen gusto, y no tratar a una mujer como una jornalera pagándole el tiempo estrictamente imprescindible, así que se avinieron de buena gana a oficiar como testigos de nuestro trato inusual. Era difícil que una mujer como ellas viera algo que no hubiera visto antes, y el torneo de dos hombres intercambiando sus desdichas pareció interesarlas. Encargamos las bebidas, té para Leila, que era buena musulmana, vodka para Yvonne, que era atea, y dry martini para nosotros dos. Él lo pidió primero, y yo le seguí. Es bueno tener algo potente en el estómago para descender a las mazmorras de la memoria.

Cumplí mi parte del trato. Sin ningún ánimo de competir, porque ya sabía que no iba a poder batirle. Esas cosas uno las nota desde el principio. Todo lo que intenté fue persuadirle de mi sinceridad. Expuse ante él, y ante Leila e Yvonne, que me escucharon en un reverente silencio, todos los contratiempos más o menos severos que la existencia me había deparado, y el modo en que eso me había minado la moral o me la había deshecho, dependiendo de los casos. Rehuí cualquier tinte melodramático, fui sucinto y a la vez exhaustivo. No voy a repetir aquí nada de lo que dije, porque no es ni el lugar ni el momento. Pero anotaré que tan pronto como terminé debí hacer una constatación ominosa: no podía aducir ningún impedimento serio a la inercia de seguir viviendo. Lo leí en los ojos de él, eso ya lo esperaba, pero también en el rostro de Leila, cuya sonrisa mientras acariciaba el dorso de mi mano, una vez concluida mi relación, me hizo sentir tan insignificante como nunca antes me había sentido.

-Le agradezco muy de veras que haya tenido la deferencia de contarme todo esto -dijo el hombre, cuidando la solemnidad de su discurso-. Ahora me siento no sólo autorizado, sino obligado a contarle mi caso. No es un caso excepcional, no lo es más que el de cualquier persona que se haya quedado sin tiempo ni sitio para seguir escondiéndose, y por ello le ruego que no le conceda la menor importancia. Se lo ofrezco porque me comprometí a hacerlo, y porque para mí sí que es importante. No vale mucho una gota de aceite, salvo para el mosquito que queda atrapado en ella. Yo soy el mosquito, y ésta es mi gota de aceite.

Sentí celos. Al verlas, a las dos, a Leila y a Yvonne, escucharle, antes de entrar en materia, con la unción con que a mí no me habían escuchado ni siquiera al final de mi relato. Era un sentimiento irracional, pero inevitable. No podemos consentir que otros seduzcan más que nosotros. Y menos a dos mujeres bellas, una con el bronce del sol en la piel y la otra con el azul del cielo en la mirada. Él reinaba sobre ellas, y estaba hecho a aquella sensación. Se dejó ir por la cuesta abajo de su historia con esa maestría sencilla e irresistible del que es consciente de todos los matices de su poder sobre los demás.

-Antes, cuando estábamos en la sala de espera -comenzó-, le dije una cosa pretenciosa, por la que me disculpará. Le dije que sin fe no se debía vivir. No se lo propongo como regla. Es mi experiencia, simplemente. Hace tres meses que perdí la fe, y desde entonces siento que usurpo todas las cosas que tengo. Usurpo ahora su atención, usurpo la mirada y el silencio de estas dos damas encantadoras, usurpo esta ropa, la comida que cada día digiere mi estómago.

Tomó aliento. Parecía faltarle, no era una simulación en busca de simpatía. Sabía que no tenía que hacer ningún esfuerzo para conquistarnos.

-Hay otra cosa que voy a decirle, y que le ruego que tampoco interprete más que como lo que es, una convicción personal. De hecho, no quisiera creer que nadie deba andar por la vida con semejante convicción, porque el mundo sería un lugar mucho más desagradable de lo que ya es. Pero nada me ha causado más tormento que unir mi suerte a la de otra persona. Hay momentos en los que la maldigo por eso, por atraerme, por rendirme, y por no haber resultado ella ser alguien a quien la suerte estuviera dispuesta a favorecer. Las desgracias de uno no son las más temibles, porque en todas hay algo de expiación, y la expiación duele y desahoga a partes iguales. Las desgracias más horrendas son las que destruyen ante nuestros ojos a las personas de quienes dependemos.

Si en ese momento Leila o Yvonne se hubieran vuelto hacia mí, no habría tenido más remedio que taparme la cara con las manos para ocultar mi sonrojo. Mi inventario de presuntas desgracias se ajustaba sin excepciones a un patrón: se trataba de dolencias, desaires y frustraciones que me incumbían a mí y sólo a mí. Con ello demostraba algo que en el pasado me habría enorgullecido, y que frente a aquel hombre, en cambio, me avergonzaba profundamente: había llegado a desasirme de todas las personas que habían cruzado por mi vida, hasta el extremo de permanecer insensible, en el fondo, a todas sus calamidades. Pero el hombre apenas me dio tregua para profundizar en mi bochorno.

-En fin, le dije que sólo le contaría la parte más reciente. Y eso es lo que haré. La parte más reciente de mi desventura, la que me ha derribado para siempre, se llamaba Anna. Un nombre tan breve, cuatro letras para encerrar demasiados significados. Era más joven que yo, más joven que usted, pero ya no era una niña. Al contrario, llamaba la atención de ella lo poco niña que era. En todas sus palabras y en todos sus actos había una madurez como nunca había conocido en ninguna otra mujer. Una madurez limpia, sin resentimiento, que la salvaba de la vacuidad adolescente sin hacerla caer en la sordidez de la comadre. No le voy a aburrir con una historia de amor, que ya sé que sólo interesan al protagonista, si es que yo protagonicé algo. Le diré sólo que en un par de meses mi vida empezó a girar a su alrededor, que se mudó a mi casa y que pronto calculé que todas las mañanas que me quedaban las alumbraría ella. Era alegre, lista, generosa. Le sacaba muchos años, así que nunca temí que pudiera tener que enterrarla. Si algo temí, fue que se cansara de soportarme. Pero ella me quería de veras, me decía que yo era lo que necesitaba, y al cabo de algún tiempo, sin presunción ninguna, llegué a convencerme de que así era y dejé de temer.

Leila e Yvonne contenían el aliento. Yo también. Mi sensación era que la historia caminaba hacia un final previsible, incluso demasiado previsible, pero que lo que importaba no era el desenlace, ni siquiera los acontecimientos (¿había contado alguno, en realidad?), sino otra cosa que sus palabras contenían y no alcanzaba a entender. Leila e Yvonne no sé que sensación tenían, sólo puedo decir que fuera la que fuese, las mantenía tan suspendidas como a mí.

-La muerte puede escoger formas piadosas -prosiguió-. Es su privilegio. Y también puede golpear con la mayor atrocidad. También es su privilegio. Tantos siglos de cultura, tanta palabrería de políticos, filósofos y demás charlatanes, nos han hecho creer que tenemos derecho a muchas cosas. Pero no tenemos derecho a nada: en cualquier momento y de cualquier forma podemos ser abolidos. Ése es el verbo. Abolir. Anna fue abolida, no se me ocurre mejor manera de expresarlo. Tal vez espera usted que ahora sea cuando le proporcione los detalles, y abrigue la esperanza de que en ellos se encuentre la justa contraprestación a lo que antes me contó usted. Pues si es así, se equivoca. Los detalles forman parte de lo único que puedo ya guardarle a Anna: la intimidad de su sufrimiento. No me pertenecen a mí, ni aun si me pertenecieran se los daría; ni por todo el oro del mundo ni por todas las miserias de su alma. Lo que le he vendido, y estoy dispuesto a darle, son los detalles de mi sufrimiento.

Estuve a punto de pedirle que no siguiera. De pronto, me pareció vil e inmoral dejar que me lo contara, cobrarle por mi historia ínfima, intercambiable e irrisoria, aquel precio sublime que él estaba dispuesto a pagar.

-Lo peor -dijo, con voz firme, como si me leyera el pensamiento- no fue presentir la soledad, ni siquiera verla desmoronarse, aunque eso fue todo lo malo que puede imaginar si alguna vez ha querido a alguien.

Leila, cruelmente, me miró de reojo.

-Lo peor -continuó- fue escuchar una y otra vez cómo me pedía que no me quedase anclado en ella, porque yo todavía era joven y la vida podía depararme algo más que ser su viudo. Ver cómo se aguantaba el dolor y me decía, sonriendo, que sabía que me gustaban otras mujeres, y que no aprobaba que prolongase más allá de su muerte aquella monogamia que practicaba con ella. Era tan insufrible ver cómo se daba por desaparecida, cómo anteponía mi miserable futuro a su propia consunción… Pero fue entonces cuando Anna quiso mostrarme algo que yo no había visto antes. Algo casi inhumano. Al ver que yo rechazaba sus sugerencias, no se contentó con tratar de persuadirme por la palabra. Sin más contemplaciones, me abandonó. Desapareció de casa, de la noche a la mañana. La busqué como loco, por toda la ciudad. No por ésta, sino por la ciudad donde vivíamos. Fueron unas semanas espantosas, hasta que di con su pista. A la sazón, y en medio de mi arrebato, me creí un hábil detective. Hoy lo que creo es que ella se encargó de facilitármela. La pista traía hasta aquí.

-¿Hasta Marrakech? -pregunté, reprimiendo el temblor de mi voz.

-Hasta Chez Abdelkrim. Se prostituía en esta casa -declaró, faltándoles por primera y última vez al respeto a Leila e Yvonne-. La enfermedad había transmutado su belleza, y había quienes la encontraban tortuosamente atractiva. La última vez que la vi fue en esa sala de espera. Salió con el resto de las chicas, y aunque la escogí ella se negó a acompañarme a una habitación. Tampoco quiso volver conmigo. Todo lo que pude arrancar de sus labios fue: "Ahora ya sabes donde habitará mi fantasma". Murió dos semanas después. La enterraron al sur, en el desierto, en un lugar que no me costó demasiado encontrar.

A mí sí que me costó, en ese preciso momento, no derrumbarme. Recordaba que hacía algo menos de cuatro meses había venido una noche a Chez Abdelkrim, y que en lugar de elegir a Leila o a alguna otra de mis amigas marroquíes, me había dado el capricho de coger a una chica nueva, de treinta y tantos años, rubia y extrañamente turbadora. Recordaba, también, haber preguntado por ella algunas semanas después, extrañado por su ausencia, y que la administradora me había contado que la pobre chica padecía una grave enfermedad y había muerto. Me acordaba, por último, de la rapidez con que había archivado en el cuarto oscuro de mi memoria aquel suceso macabro.

-Así, a primera impresión, puede parecer una tragedia un poco aparatosa, lo reconozco -dijo el hombre, como si se excusara-. Pero es una historia sencilla. Ella se fue, yo la echo de menos, aunque ella se esforzó por evitarlo, y ya no tengo ganas de vivir. Pasa a menudo. Cometió algunos excesos, y me dolieron, no voy a negarlo, pero Anna no era responsable de lo que hacía. Estaba desesperada y sólo buscaba la mejor forma de ayudarme. Por eso he estado viniendo aquí una vez por semana, sin rencor, a reencontrarme con su fantasma. El rito me aliviaba, al principio, pero ahora está empezando a dejar de aliviarme, porque cada mujer me la recuerda y a la vez me la hace añorar. En realidad, no sé si volveré a venir, porque hace poco he descubierto un rito mejor.

-¿Cuál? -preguntó Yvonne. Eran las primeras palabras que pronunciaba, y supuse que no habrían salido de sus labios si no hubiera anunciado el hombre que a partir de aquella noche podía dejar de ser cliente de la casa.

-Voy a su tumba, en el desierto -dijo el hombre, sin oponer la menor resistencia-. No la miro, no le pongo flores. Cierro los ojos y aspiro el aire que sopla por allí. No sabe a nada, el aire, es lo más parecido a la nada misma, y a la vez lo es todo. Si dejásemos de respirarlo, moriríamos en seguida. Piénselo: si hemos de reducirnos a la más pura esencia, sólo somos aire. Después de que ella se marchara, yo he quedado reducido a mi esencia, que es la suya. Quizá todo esto le parecen tonterías. Pero el hecho es que aspiro el aire sobre su tumba y siento que ese sabor a nada es el sabor de todo lo que me queda para ayudarme a vivir. He intentado creer en otras cosas, pero no lo he conseguido. Ya sólo creo en el sabor del aire del desierto donde ella está enterrada.

La última parte estaba destinada a mí, no a Yvonne. Pero hizo una pausa, por si me cabía alguna duda, y mirándome a los ojos, agregó:

-Espero que ahora entienda lo demás. Siempre resulta un poco engorroso tener que explicar todos los detalles.

Dicho esto, el hombre se puso en pie y le tendió la mano a Yvonne, que en el único fallo que la vi cometer como profesional aquella noche, se permitió dudar un segundo antes de cogerla. Salieron sin despedirse, y no se lo reprocho, porque yo no había hecho nada para merecer su atención.

 

Dos semanas después me contaron que el hombre se había pegado un tiro sobre la tumba de su mujer. Viajé al lugar, por curiosidad, e hice la prueba. Cerré los ojos y aspiré el aire. Sabía a nada, es decir, a ellos.

 

 



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