Sigurd, el elegido

 

 

Aunque apenas queda tiempo, aunque se me ha racionado el espacio, tengo que contar la historia, bien y completa, sin que me estorbe la fantasía ni me desanime la fatiga, sin que mi pluma, al hacer de aquellos hechos estas palabras, suplante lo que fue por un bosquejo voluntarioso de lo que ya no podrá ser. Esta vez no valen inexactitudes, porque ahora no me ampara la irresponsabilidad con que erré los adjetivos en los versos que compuse por ocio. Me incumbe, por el contrario, sortear la culpa terrible de incurrir en desfiguraciones al extender para vosotros el inventario de las andanzas de Sigurd, a quien me atrevo a llamar el elegido.

 

Sigurd nació entre las brumas del remoto Norte, según le obligaba su estirpe y confirma su nombre, pero los dioses no quisieron para él las limitaciones que quieren para los otros. Aunque su tez era fría y translúcida, Sigurd habría de conocer la furia y la extenuación del Mediodía, los días cálidos y las noches bruscas bajo las que gimen los jazmines.

Antes de viajar, Sigurd hubo de recibir el legado de sus antepasados. Aprendió a orientarse en la niebla, a mirar la lluvia y a caminar sobre la nieve. Supo cómo y dónde buscar leña y plantas medicinales, y a qué edades y en qué estaciones se podía explotar la riqueza de los animales de grueso cuero de su tierra natal. Cuando se sintió seguro sobre el continente, fue instruido en las artes que permiten perpetrar contra el terrible dios de los océanos el sacrilegio de la navegación. También recibió la lengua, y en ella las tradiciones de su pueblo, y con una y otras el entendimiento para empezar a descifrar el mundo. El mismo entendimiento que, años más tarde, le hizo capaz de advertir la iniquidad en las tradiciones y las perniciosas insuficiencias de la lengua.

Antes de abandonar a los suyos en pos de un destino más vasto, Sigurd conoció y prefirió el incierto amor de las muchachas. Anheló con temor los dorados cabellos de una virgen huidiza, y cuando al fin ella se acercó a él, rehusó usarla con la suficiencia y la frialdad que exhibían muchos otros. Así la perdió, o fue porque nunca la quiso. Hijo de padres viejos, vio morir a su madre y fue desheredado por su progenitor, a causa de querellas cuya verdadera razón ninguno de los dos llegó a entender nunca. Cuando partió, a Sigurd no le quedaba nada por hacer en su patria, y su patria podía olvidarle como olvidaba a los traidores y a los difuntos.

Como todos los fugitivos jóvenes y sin hogar, Sigurd hubo de elegir entre ser malhechor o soldado. Aunque las extensas llanuras a que llegó al comienzo de su peregrinación fueran menos ásperas que las de su país, y aunque los habitantes hablaran un idioma no muy distinto del suyo, se sabía extranjero y dudó de su soltura para dedicarse al crimen. Se enroló como mercenario y contendió en las guerras de religión. Durante la lucha mató a otros soldados, quemó herejes, y al final se hizo hereje él mismo. Tras abrazar en el fondo de su alma la herejía, siguió obedeciendo durante un tiempo las órdenes de exterminar a quienes ahora eran sus semejantes, y de esta forma comprobó que no es siempre imprescindible que el hombre viva de acuerdo con sus creencias. Después de no pocas zozobras, desertó para unirse a los heterodoxos. Con ellos convivió hasta que un día, mientras avanzaba al mando de un pelotón de iluminados, se sorprendió odiando a todos y renegando de cualquier fe cautiva de los hombres. Al fin logró escapar a territorio neutral. Allí, entre la indiferencia de quienes le rodeaban, consagró sus esfuerzos al desprestigio de la religión, en cuyo nombre había visto proliferar la crueldad y el desastre. Pero pronto comprendió que la utilidad de perdonar no es la absolución del pecador, sino la extinción del pecado, y que el pecado, a partir de cierto instante, sólo subsiste en el rencor del ofendido. Enterró su pasado de soldado y siguió viaje en busca de los tesoros de la vida que no es preciso arrebatar a nadie.

Avanzó con rumbo sur y cruzó países de veranos largos e inviernos súbitos, en los que el idioma no tenía nada que ver con el que había aprendido de niño y sonaba seco y decidido incluso en los labios de las mujeres. Aquella gente le observaba con desinterés, cuando no con una especie de reprobación por su origen y sus experiencias. Por primera vez en su vida, Sigurd se sintió menospreciado; y quiso sobreponerse. Volvió a conocer la ignorancia y el aprendizaje, tropezó y se desvió, padeció la cárcel y durante un tiempo la esclavitud. Vivió un invierno de la compasión de un anciano que además de darle alimento y cobijo le enseñó a leer música, ejecutar poemas y desconfiar de lo ostensible. A la muerte del anciano, sus hijos le expulsaron, pero Sigurd, que había descubierto el cálculo, maniobró cautelosamente.

Así logró el favor de los poderosos, lo utilizó y llegó él mismo, en tierra extraña, a ser el poderoso a quien se mendigaban los favores. Acechó y consiguió a las arrogantes damas que habían escupido sobre sus harapos, aguardó y recibió sin escrúpulo a las jóvenes impresionables que podían recordarle su adolescencia. Confortado por el éxito, acogió en su espíritu la indolencia y el escepticismo, la ironía y la falta de ambición. Sin administrarse, como si nunca hubiera de rendir cuentas, gustó los placeres excesivos (capitaneó orgías hasta el alba, ingirió y vomitó litros de vino, se precipitó al vértigo del ajedrez). Nada le inquietaba, y podía gobernar el tiempo y elegir a las gentes. Se desembarazó de los aduladores, encontró quien le dijera la verdad. Dio por bien empleadas todas las miserias pasadas, todas las equivocaciones cometidas, todos los extravíos sufridos.

Pero Sigurd no podría ser llamado jamás el elegido si su historia hubiera de parar en semejante complacencia. Fue necesario que lo perdiera todo, que creyera por breves temporadas recobrarlo, que volviera a caer en desgracia, una y otra vez. Experimentó la traición, fue ominoso siervo del antojo de mujeres incomprensibles, y deshizo cuantas familias intentó formar (tuvo diez hijos, no contó los nietos, todos renegaron de él). Al cabo, Sigurd se despojó de cuanto había aprendido y poseído, y embarcó una fría mañana de diciembre, sin llevar más que las ropas que le cubrían, rumbo a una isla alejada de las ventajas de la civilización.

Allí ensayó el ascetismo, mortificó su carne, se maltrató el espíritu. Durante dos años anduvo con la razón perdida; corría desnudo por la playa en la estación de las lluvias, era el hazmerreír de los indígenas. Habría podido igualmente morir loco, pero aprovechó una tregua de la demencia y se convirtió en místico. Practicó la magia, la alquimia, la astrología, la plegaria, y al final del camino, casi sin saber cómo, se tropezó con Dios; con el dios que negaba con su mayúscula la jurisdicción de todos los demás dioses. Le contempló, conversaron, y creyó en Él, por encima del borroso recuerdo de la religión que había defendido y desechado en su juventud. Aceptó la omnipotencia de Dios, la certidumbre de su castigo, la excelencia de sus recompensas. Pero Sigurd había nacido orgulloso e indómito, y prefirió honrar a los dioses innumerables de los indios y de Tales de Mileto, a los que son el sol y una piedra, el mar y la antena de una mariposa, la luna y la piel de una muchacha. Desafió a Dios y supo que Dios le vencería, pero no le importó. Comprendió que era viejo y que sólo le quedaban la memoria y el miedo.

Regresó al Norte, para morir donde había nacido. Una niña de húmedos ojos azules se enamoró atropelladamente de él y Sigurd hubo de disuadirla, temblando de gratitud. Vivió en paz el resto de sus días, espectador paciente de las brumas en la costa y del fuego en el hogar, resignado a la erosión de las enfermedades y a la pereza del cerebro.

 

Ahora puedo confesarlo. He escrito esta relación para confiároslo. Yo, Sigurd, el elegido, antes de desaparecer, he desvelado la simetría. Éste es el conocimiento que os transmito: así como a mí se me me ha permitido ser casi todos los hombres, a casi todos los hombres se les permite ser Sigurd.

Ya no tenéis excusa. Todas vuestras renuncias serán castigadas. Sigurd puede, al fin, ser nadie.

 

 



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