Operación Termópilas

 

 

 

Die Wahrheit ist eben kein Kristall, den man in die Tasche stecken kann, sondern eine unendliche Flüssigkeit, in die man hineinfällt. (1)

ROBERT MUSIL, Der Mann ohne Eigenschaften

(1) La verdad no es por cierto un cristal que uno pueda guardar en el bolsillo, sino un líquido infinito en el que uno cae.

 

1. La visión

 

Soy un hombre gordo. Y no me engaño al respecto.

Un momento, parece que no me ha entendido bien. Antes de que siga mirándome así, se lo explico. No insinúo que el dato de mi gordura pudiera llegar a cuestionarse. Cuando tu perímetro abdominal supera en treinta centímetros a tu perímetro torácico, hace falta estar muy atontado para poder sustraerse a la evidencia. Y me he acusado de ser gordo, no imbécil.

A lo que me refiero es a que nunca me he engañado respecto de la clase de gordo que soy. Quizá no se haya parado a pensarlo, pero hay varias clases de gordos. Está, por ejemplo, el gordito feliz, ese que anda siempre con un trotecillo ligero, el culo respingón y la barbilla adelantada, como si la panza tirara de él hacia algún sitio. Está el gordo bondadoso, ese que sonríe a todo el mundo y deja que los niños se suban a él, para disfrutar de la cálida envoltura de su cuerpo mullido y acaso mearle encima. Está el gordo atribulado, ese que camina despacio, bamboleándose de un lado a otro, siempre resoplando y con cara de conflicto interior. Pero yo no soy ninguno de ésos. De todos los gordos posibles, yo encajo en el prototipo que menos adhesión suscita. Soy sin duda alguna, y lo admito sin tapujos, un gordo repugnante.

Creo que en esto de los gordos (y disculpe si le aburro, pero es un asunto sobre el que he reflexionado mucho, por serme de tan directa incumbencia) el quid de una correcta clasificación no está, por cierto, en el calibre corporal ni en el aspecto del individuo. El calibre puede variarse en poco tiempo con una dieta drástica, y el aspecto depende mucho de la indumentaria, el corte de pelo y otros detalles puramente contingentes. Uno no es, por tanto, un gordo repugnante en función de su tamaño o de su circunstancial falta de lustre. Observe que yo visto bien y estoy bastante aseado. Tampoco se trata de una cuestión de actitud, es decir, que no por ser más simpático se pasa a ser una especie menos abominable de gordo. Todo el mundo es alguna vez simpático, siempre que se relacione con alguien de quien espere algún beneficio. En mi opinión, la clave del tipo de gordo ante el que nos hallamos está, por encima de otros factores, en el origen de su gordura.

Yo soy un gordo repugnante, ante todo, porque el origen de mi gordura es repugnante. Y eso no puedo cambiarlo haciéndome los trajes a medida en Londres, a trescientas mil la pieza, ni observando un comportamiento exquisito, ni siquiera encontrando entre los endocrinos de esta ciudad a algún taumaturgo que me ayude a bajar cuarenta kilos y veinte centímetros de tripa. Mi gordura es el fruto de mis pecados, y los pecados, aunque uno sea capaz de creer en un Dios que se los perdone, dejan en la memoria de quien los cometió una huella irreversible. Sobre todo si son tantos, tan sórdidos y tan reiterados como los que yo he cometido. Ahora sé, o sé desde hace tiempo, que estoy condenado a morir siendo un gordo repugnante, y que cada día que me levante y me ponga desnudo ante el espejo miraré y veré en él, chorreando de mis michelines, la repulsiva sustancia de mi gordura.

Veré los kilos y kilos de foie que pasaron por mi estómago; los cabritos, los cochinillos, los chuletones de buey semicrudos que fueron trizados por mis mandíbulas; los litros y litros de coñac francés, whisky escocés y vino de Ribera que obligué a filtrar a mi hígado; las tartas, las trufas, las frambuesas y la nata con que me relamí, tras arrancarlas de cucharillas de plata, en el sopor de tantas sobremesas sobre manteles de hilo blanco.

Su cara resulta muy elocuente. Viene a decir: "Son las tres, no he comido, ¿a qué me tortura ahora con este repertorio de delicias culinarias?". O quizá algo más simple: "¿Y qué tiene todo eso de repulsivo?" Elijo la segunda pregunta, y le contesto: lo repulsivo es la complacencia con que llegué a comer todo eso, y el tamaño que dejé que alcanzara esa complacencia frente al resto de mi vida. Lo peor de todo, a fin de cuentas, no es que me haya convertido en un gordo repugnante. Hasta cierto punto, eso sólo es un síntoma. Lo peor es la degradación en que dejé que cayera y se aniquilara todo lo que alguna vez pudo inducirme a respetarme como ser humano. O como ser vivo, simplemente.

Quiero contarle algo. Anteayer tuve una visión. Fue tan clara que por poco me deja ciego. Ocurrió en la inauguración de la exposición, un acto minuciosamente organizado para que tuviera la dimensión y el esplendor deseables. No me había encargado yo de prepararlo, pero sé cómo y dónde escoger lacayos y no abrigaba la menor inquietud sobre el particular. Para que tenga toda la información, le diré que se trataba de una exposición de fotografía, y que el fotógrafo era alguien de quien el catálogo afirmaba que poseía un ojo especial para captar la esencia de los paisajes naturales, el pulso febril de la ciudad y el alma profunda de los hombres y mujeres sobre los que apuntaba su objetivo. Con algo más de conocimiento de causa que el gilipollas muerto de hambre que escribió el catálogo, yo puedo decirle que las fotografías eran una birria, chapuzas hechas al azar o al paso en vacaciones apresuradas, sin arte ni intención. Puedo juzgarlo porque en mi juventud fui muy aficionado a la fotografía, y hasta llegué a hacer algo interesante. Puedo certificárselo porque el desaprensivo que hizo las fotografías de la exposición fui yo mismo.

Allí estaban todos. Me refiero a todos los que esa noche habían calculado que era una buena ocasión para lamerme el culo. Llegué con mi mujer, una persona siempre malencarada y áspera (aunque hace treinta años era una jovencita deliciosa), y apenas entramos todos empezaron a ponderar sin pudor lo guapa que iba. Ella se dejó hacer, mientras me vigilaba con el rabillo del ojo. Yo me puse a departir con los que anduvieron más diligentes, Honrubia y Sáez-Torres, dos tipos listos e ingeniosos que saben cómo adularte sin que resulte demasiado burdo. Me apetecía.

Fue muy poco después, mientras oía el laudatorio discurso del profesor de la facultad de Bellas Artes comprado para la ocasión, cuando tuve la visión que le digo. Vi el desaliño, la torpeza de aquellas fotos, y de repente, no sé por qué, me acordé de otra: de una que había hecho de joven en Lisboa, frente al Tajo, una tarde de tormenta. Aquélla sí que era una obra de arte, y nunca se había expuesto. Ahora tenía el poder de conseguir que todos se inclinaran ante mi basura, pero no el de hacer aquella fotografía. Como podía cepillarme, y me cepillaba, a las modelos más macizas y apetecibles, pero tampoco podía ya enamorar a una mujer. Me faltó el aire, sentí un vacío en el corazón. Aunque nadie lo notó, ahí fue donde supe que me había convertido en un desecho. Y desde entonces, esa conciencia es la que guía mis pasos.

Soy un gordo repugnante, sí, porque he comido como un cerdo, pero también porque para conseguirlo he obrado en contra de mis convicciones, he subsistido sin coraje, he rehuido el sacrificio y he dejado que mi existencia fuera todo lo que no había planeado el muchacho libre y generoso que algún día fui.

Ya está. Ya lo he dicho. Esto es lo importante, lo más importante de toda mi vida. Lo que nunca me había oído decir así, en voz alta, aunque lo había pensado tantas veces. Lo he dicho. Y es un alivio inconmensurable, la madre de todos los alivios. Moriré siendo un gordo repugnante, sí, pero no un impostor.

Ya, ya, comprendo su disgusto. No es esto lo que usted quiere oír. No es para esto para lo que sigue aquí, sin comer, y tiene también sin comer a la chica. Lo sé. De lo que tengo que hablar es de lo otro, del incidente. Muy bien, Señoría, acepto la carga que me corresponde. Lo mejor será empezar por el principio.

2. La idea

No sé, Señoría, si usted valora en mucho o en poco la eficacia terapéutica del sueño nocturno. A mí siempre me pareció inmensa, insustituible, sobre todo en el orden moral. Tras una jornada desalentadora o aciaga, mi único remedio solía ser derrumbarme sobre la cama y dejar que el sueño borrara las nubes del horizonte. Nunca he creído que uno pueda encontrar ayuda en los demás, porque los demás nunca aciertan a entender debidamente nuestros problemas ni, en el fondo, tienen otra aspiración que mantener indemne su propia vida. Quizá por eso preferí confiar siempre en ese tipo que llevamos dentro y que toma el mando durante las horas de inconsciencia. A él me encomendé, con una vieja cobardía, cuando llegué a casa tras la inauguración de la exposición. Pero por alguna razón infausta mi salvador habitual estaba aquella noche abocado a fallarme, o acaso había sido él mismo, y ésta es una hipótesis que he considerado con aprensión, quien harto ya de socorrerme había decidido enviarme una señal de asco ante la ostentosa exhibición de mis bodrios. En cualquier caso, lo cierto es que el sueño no reparó en absoluto mis heridas. Al revés.

A la mañana siguiente llegué a mi despacho con el cerebro embotado, los ojos escocidos y un humor de perros. Lydia, mi suntuosa secretaria, se olió la tostada al instante y procuró reducir al mínimo el contacto. Me trajo la carpeta de las firmas, los diarios de la mañana ya explorados y la agenda de la jornada en un pulcro folio impreso en color. Acto seguido desapareció, dejándome envuelto en un jirón del costosísimo aroma francés que le sufrago, como sufrago su ropa de alta costura y sus productos hidratantes. La presencia de Lydia es un elemento cuidadosamente calculado para proporcionarme confort. Pero aquella mañana su mirada ausente me produjo un violento acceso de acidez.

Mientras devanaba el vago pensamiento de ponerla en la puta calle, porque a fin de cuentas Lydia ya ha cumplido los treinta y comprarme otra más joven que estuviera igual de buena supondría un gasto irrisorio, aparté la carpeta de las firmas y manoseé mecánicamente los diarios. Mis dedos toparon con uno en el que había una página marcada con una pestaña adhesiva de color rosa. Tiré de ella y apareció ante mis ojos algo que me puso el estómago del revés. Bajo una inmensa reproducción de la más tosca de las fotografías de mi exposición, podía leerse a cuatro columnas una reseña del magno acontecimiento. Conocía a quien la firmaba, por supuesto. Uno de esos vagos inmundos que no saben hacer nada útil y que con tal de no trabajar maniobran como anguilas, bajo coartada de sus presuntos saberes, para acumular canonjías confortables. El individuo en cuestión hoza a mis expensas como director de una de las fundaciones culturales que instituí para disfrazar gastos y ahorrar impuestos. Yo no le había pedido que escribiera aquello, pero él sabía que acaso lo esperaba y se había apresurado a alumbrarlo y hacerlo publicar.

Me precio de tener buena memoria, y no es vana presunción. A esa facultad debo mi brillante expediente académico y no pocas de las ventajas de las que he disfrutado en la vida. En este caso, me vale para algo mucho menos provechoso: para acordarme palabra por palabra de lo que escribía, con la más jabonosa de las intenciones, aquel docto soplapollas. Le citaré el comienzo.

Para quienes ya conocíamos a Roberto Viana como poeta (recordemos su celebrado Las aristas de la esfera), ensayista (de obligada cita su crucial El mono perplejo - Sobre la trascendencia en la sociedad postmoderna), dramaturgo (con aquella pieza memorable, La claudicación de Angus) y artista plástico polifacético (con numerosas y variadas exposiciones en su haber), no constituye en el fondo una sorpresa asistir al sutil despliegue de talento y observación de la realidad que representa la exposición fotográfica retrospectiva (1980-2000) inaugurada ayer en la sala de la Fundación Marga Sarabia de Viana. Aproximándose al ideal de hombre total de Leonardo, este notable artista e intelectual, a la vez que conspicuo empresario, nos muestra en el centenar de fotografías que reúne la exposición que, al margen del medio elegido, la única sustancia artística de primer orden es la mirada que hay detrás de la obra. No carece desde luego Viana de la pericia técnica que inexcusablemente exige la empresa de convertir en instantánea el objeto de su observación; pero por encima de todo impresiona y conmueve…

Para qué seguir. El resto puede imaginarlo, supongo. Lo que quizá no imagina es el sentimiento que me produjo su lectura. Se lo diré: furia. Una furia encendida, enorme, ominosa.

Los elogios que acabo de recordar, y los que venían después, al extender su desmesura no sólo a mis horrores fotográficos, sino a todos los demás abortos que en mi condición de hombre importante y caudaloso subvencionador de parásitos he podido hacer que me toleren y me aplaudan en los últimos años, me sonaron a lo que en el fondo eran: un sarcasmo descomunal. Como si aquel pelotillero, en primer término, y con él muchos más, encontrasen una secreta diversión a costa de que el infeliz de Roberto Viana practicara el vicio patético de darse importancia, en todos y cada uno de los campos en los que había aspirado alguna vez a ser algo y había terminado siendo un mediocre digno de conmiseración. Era como el sesentón estúpido que descubre de pronto que la chica de veinticinco años que consiente en yacer con él y llamarle cariño, en realidad lo desprecia y aprovecha cuando sale de compras con sus amigas para burlarse de los cómicos esfuerzos del decrépito tigre por parecer un amante volcánico. No me dolía ni me humillaba que se riera de mí un gusano como aquél. Lo que me daba por culo, sobre todo, era haberme colocado yo, al amparo y con el concurso de mi poder, en la situación de ser compadecido por cualquier mamarracho. Nada de eso habría sucedido si hubiera pagado a un negro para que escribiera mis poemas o le arreara al mármol. Habría sido un antojo nimio, como ir de putas o comprar un Jaguar. Lo bochornoso, Señoría, era que lo había hecho yo, y que lo había hecho con la ilusión (espuria, insostenible, grotesca) de estar cumpliendo viejas aspiraciones.

En condiciones normales, habría dado salida a mi ira aplastando como una cucaracha a quien la había desatado, con culpa o sin ella. Pero el hecho de que el firmante de aquel artículo siga siendo todavía hoy el director de la Fundación Educativa Viana, acredita que lo que me estaba sucediendo no era normal. Lo que resolví, al cabo de media hora de concienzuda meditación, fue también algo insólito; algo que tenía que ver con lo poco valioso que había poseído y extraviado por el camino. Así fue como surgió, Señoría, la idea que al final había de conducirme hasta aquí.

Llamé a Lydia y le di dos órdenes. Una, que cancelara toda aquella mierda de colores que se leía sobre el folio impoluto que me había pasado al principio de la mañana. Dos, que me localizara a Bernabé Timón y Alfonso Inurria y me pusiera a la mayor brevedad con ellos. Lydia apuntó sin pestañear el primer nombre, pero el segundo hizo que sus bien delineadas cejas se alzaran medio centímetro. Dejó pasar unos segundos y con su voz cristalina murmuró: El señor Inurria, ¿de dónde? De otro mundo, le contesté, y dejé que se jodiera. Si no era capaz de encontrarlo con esa pista, aceleraría su reemplazo por una ninfa de última generación. Ya estaba bien de darle carrete a aquella sabihonda.

 

 

3. Aquellos que fuimos

 

¿No ha querido nunca retroceder en el tiempo, Señoría? Yo sí. Hasta los treinta o los treinta y cinco lo deseaba constantemente. Oía una música de antaño, pasaba por un paraje de mi adolescencia, veía a una chica que se daba un aire a otra chica de entonces, y me entraba un ansia irrefrenable de acariciarla y de sentir la dulce impunidad de aquellos años más jóvenes. Entre los treinta y tantos y los cincuenta, dejé de sentir esta pulsión retrospectiva. Muchas cosas requerían mi atención en el presente, y muchas apetencias de juventud parecían ser realidades en mis manos. Tenía éxito, conducía buenos coches, usaba buenas mujeres. Ahora que voy a cumplir cincuenta y uno, regreso al principio. Me dejaría cortar cualquier cosa, con tal de volver a tener dieciocho años e intentarlo otra vez. Con menos suerte, con más verdad.

Bernabé Timón y Alfonso Inurria, los dos fantasmas que le había pedido a Lydia que convocara a mi teléfono, eran mis camaradas de entonces. Con ellos había ocupado un banco en la facultad, había rodado por mil tugurios, había compartido chicas estrechas y esquivado gozosamente las largas porras de los grises a caballo. Con ellos había hecho todos los planes después incumplidos, y también los que en apariencia habíamos logrado sacar adelante. A los tres nos gustaba escribir poemas, hacer teatro y ver películas francesas. Los tres creíamos en la redención de los humildes, el desmantelamiento del poder inicuo y la evaporación de las aguas heladas del cálculo egoísta, en las que según Engels y Marx el capitalismo había sumergido a Europa y a Occidente. Y los tres lo habíamos traicionado todo luego, cada uno a su manera.

Para Lydia lo más fácil era pasarme a Bernabé. Lo logró a los dos minutos escasos. Con él hablaba a menudo, porque teníamos algunos asuntos a medias, y también nos veíamos ocasionalmente. A Bernabé le había ido casi tan bien como a mí. La única diferencia era que él no estaba gordo, porque siempre había sido un maniático del deporte y del cuidado corporal, pero tampoco era ése un matiz demasiado significativo. Gordo o flaco, Bernabé también se había convertido en un miserable. Como yo mismo, era un individuo ególatra, adocenado y satisfecho. Cuando oí su voz en el auricular, tuve que hacer un esfuerzo para saludarle como siempre, quiero decir como siempre en los últimos tiempos, porque no estaba pensando en él, en el correoso y monótono tiburón la construcción que ahora era, sino en aquel insensato irresistible que con veinte años me había contagiado, entre otros, el gusto por mear contra todo lo que simbolizaba autoridad, desde el pedestal de la estatua de Franco en Nuevos Ministerios hasta la pared de la Real Academia Española de la Lengua.

Pese a todo, me sobrepuse y conduje en seguida la conversación, porque todavía hay mañas en las que soy diestro, hasta el extraño punto que me interesaba. Cuando le hice mi proposición, Bernabé se quedó completamente descolocado. No esperaba menos. Era una extravagancia absoluta, algo que casi podía hacerle recelar de mi salud mental. Así pareció considerarlo durante unos segundos, pero no permití que se recreara en ello. Le ataqué con una de nuestras consignas de entonces, una que todavía, aunque quizá por razones distintas de las originarias, podía seguir teniendo sentido para él. Frente a sus dudas, alegué el viejo conjuro: ¿Qué te lo impide? Y añadí: ¿O es que acaso te da miedo?

Aunque no demasiado convencido, Bernabé sucumbió a aquel astuto planteamiento de la cuestión. Quedamos a las seis. Sólo me faltaba que Lydia encontrara al tercer mosquetero.

Lo consiguió a los quince minutos. La verdad es que no era del todo difícil, aunque Lydia no tuviera ni la más remota idea de quién era Alfonso Inurria. Aparte de ostentar un apellido infrecuente, poseía un número de teléfono que constaba en los repertorios de acceso público y que no habría podido dejar de constar. Era el número de su despacho de abogado laboralista.

Ese título, "abogado laboralista", era la coartada de Alfonso para seguir creyendo en su romanticismo. Estaba en magníficas relaciones con la cúpula de un sindicato, para el que defendía personalmente las grandes cuestiones, conflictos colectivos de postín y negociaciones con la patronal. Pero su despacho, una máquina potente y bien engrasada, ventilaba todo tipo de asuntos individuales, siempre que fueran lucrativos. Y solían serlo, porque para eso tenía a varios pasantes con sueldos de miseria, que eran los que se encargaban de los despidos de pringados, y a tres o cuatro ayudantes mejor pagados y más curtidos, especialistas en los rentables despidos de pudientes o la no menos rentable representación de los intereses de las empresas. Lo gracioso del caso no era que el despacho de Alfonso defendiera a unos y a otros, a los que despedían y a los que eran despedidos. Ambas eran actividades lícitas, y ambos tenían derecho a un abogado. Lo hilarante era que siguiera yendo de Robin Hood, y que las cuatro o cinco veces que habíamos hablado en los últimos diez años se hubiera empeñado en mantener orgullosamente esa pose frente a mí.

Esta vez no hizo una excepción. Su saludo, una vez que Lydia se las arregló para ponerme con él, fue escueto e inequívoco: ¿Qué coño quieres, Roberto? Pero no dejé que su dureza me impresionara. Nunca le había reconocido el derecho a tratarme con esa displicencia. Me había hecho rico, sí, pero él también, aunque no lo fuera tanto y prefiriera conducir él mismo su Mercedes. No era porque no pudiera pagarse un chófer. Él seguía siendo rojo, juraba. Y qué. Yo también seguía jurando lo mismo, y hasta creyéndomelo. Jurar y creerse cosas lo puede hacer cualquiera. Si alguien me hubiera dicho que mis empleados no tenían unas condiciones laborales dignas, habría respondido con convicción lo mismo que él: que daba empleo en las condiciones que el mercado me imponía, porque no se puede ir más allá sin comprometer el futuro del negocio, que también es el futuro de los puestos de trabajo. En suma, que lo último que estaba dispuesto a aceptar eran lecciones morales de mi ex amigo y compañero Alfonso Inurria.

Pero de nuevo, como unos minutos antes con Bernabé, no era aquel Alfonso Inurria, próspero abogado entregado a conciliar en una benigna imagen de sí mismo sus disyuntivos intereses, a quien tenía en la mente. Ni siquiera juzgaba esa actitud suya con gran severidad, porque en el fondo cualquiera, y especialmente cualquiera que haya cumplido cincuenta años, intenta salvar la cara ante sí mismo y encubrir sus contradicciones. A quien yo recordaba, a quien yo quería hablar, era a otro Alfonso Inurria. Al que siempre proponía con una gravedad enternecedora que teníamos el deber de dejar un mundo menos nauseabundo que el que nos habíamos encontrado. Al que se sabía de memoria todos los poemas de Cavafis, y al final de cualquier borrachera recitaba, cómo no, el que lleva por título Termópilas. Al que le temblaban las piernas, la voz y todo lo temblable cuando Bernabé le ponía en suerte a alguna de las turbadoras amigas de su hermana.

A ése le hablé, a ése busqué tras el parapeto de alambre de espino que tenía levantado el abogado. Alfonso primero se asombró, luego se burló, después me dijo que no tenía tiempo para darles caprichos a un par de ricachones. Encajé todos sus sarcasmos, con paciencia, hasta que le oí decir lo que me interesaba: Está bien, me lo tomaré como una experiencia surrealista. Colgué con un irreprimible placer. Lo sabía. Sabía que ninguno, por mucho que se hiciera de rogar, podría resistirse a la llamada de la selva.

 

 

 

4. ¿Cuánto vale un billete de metro?

La cita era a las seis y la había sometido a una serie de reglas. Primera y más obvia: venir solo. Segunda: llegar a pie. No podía impedir que alguno de ellos trajera el coche hasta las inmediaciones, pero allí donde lo aparcaran se quedaría hasta el día siguiente. Durante el resto de la tarde y la noche prescindiríamos de utilizar otro medio de locomoción que las piernas y el transporte público. Tercera condición: nada de corbata, ni traje, ni cualquier prenda que se le pareciera. Había que vestir de la forma que cada uno considerara más informal. Cuarta y última condición: abandonar en casa las tarjetas de crédito, dejar junto a ellas toda otra documentación salvo el DNI y abstenerse de transportar dinero en metálico en exceso de cinco mil pesetas. La suma la había calculado detenidamente, pero mientras esperaba a mis compadres, bajo el inclemente sol de aquella tarde de junio, me pareció que les había abierto demasiado la mano. En realidad debía haberlo limitado a tres o cuatro mil. En fin, ya no tenía remedio.

El primero en acudir fue, cómo no, Alfonso. Llegó a la hora en punto. Traía unos pantalones Levi’s descoloridos y enfundaba su torso, precariamente contenida la barriga, en un polo amarillo Burberrys. Ah, el campeón proletario. Estaba muy bronceado y lucía en la muñeca un Lotus de unas cuarenta mil. Pasable, para un resistente de la utopía marxista-leninista. No salió de las escaleras del metro de Sol junto a las que habíamos quedado. Vino desde la calle de Alcalá, lo que apuntaba que había dejado el coche en el párking de Sevilla. Otra debilidad burguesa.

Alfonso me tendió la mano y se me quedó mirando con cara de franco estupor. Yo vestía unos pantalones de algodón viejos y bastante arrugados y una camisa roja de cuadros, sin marca; ésta última era una prenda amplia y la llevaba con los faldones por fuera. Alfonso no pudo reprimir el comentario:

-Hostia, Roberto. Pareces un pobre. ¿Es para despistar?

-Dije que lo más informal posible –respondí-. Lo que yo intento es no parecer nada. Veo que tú sí tratas de parecer algo.

-¿Ah sí, y qué es lo que parezco? –dijo.

-Mejor lo dejamos correr –dije yo.

Alfonso iba a replicarme, pero en ese momento, justo por donde él había venido (otro que había usado el párking, deduje) apareció Bernabé Timón. Su aspecto era digno del meticuloso cuidador de sí mismo que siempre había sido. Pantalón azul marino de raya impecable, mocasines color Burdeos relucientes y camisa Polo Ralph Lauren en tono tostado. Más las gafas de sol graduadas con montura de Armani y el Rolex de acero inoxidable, ahí estaba, incorregible: un auténtico pimpollo cincuentón.

-Hola Roberto. Hola Alfonso, cuánto tiempo –dijo, con una sonrisa perfectamente alineada, nívea y postiza.

-Estás realmente irresistible, Bernabé –reconocí-. Pero nadie dijo que fuéramos a salir de caza.

-¿Ah, no? –preguntó Bernabé, con aire decepcionado. Aunque el cabello hubiera huido de su frente y su cara empezase a deformarse en una caricatura siniestra de su rostro juvenil, todavía no se resignaba a dejar de ser el terror de las muchachas.

-Está bien –tomé el control de la situación-. Ahora que estamos todos. ¿Habéis cumplido las condiciones?

-Ya puestos a hacer el chorra, sí -dijo Alfonso, y exhibió, desafiante, el DNI solitario y un billete de mil duros.

-Sí –aseguró también Bernabé, sin mostrar nada.

Por un momento pensé en registrar a Bernabé, pero me pareció un acto excesivamente dramático. Creí en su palabra, y de paso impedí que se planteara la posibilidad de registrarme a mí. Tenía buenas razones para preferir que no lo hicieran.

-Bueno, ¿y ahora qué? –consultó Alfonso, sin desprenderse de aquel aire provocador.

Esperaba que se comportara así, por lo menos al principio, y me había hecho el firme propósito de no irritarme por sus posibles desplantes. Con toda tranquilidad, expliqué:

-Para que tenga sentido, el ejercicio tiene que ser lo más fiel posible. Tiene que parecerse, aunque nosotros ya no nos parezcamos a nosotros, sino a tres dinosaurios engreídos.

-Eh, para –protestó Bernabé-. No hables por los demás.

-Hablo sobre todo por ti –aclaré, con ironía.

-Un momento, Roberto –se picó-. Hemos venido a divertirnos, como dijiste. No a que te diviertas tú a nuestra costa.

-Perdona, hombre –traté de amansarle-. Tampoco te pongas tan susceptible. En los viejos tiempos no lo eras. Volviendo al asunto. Tiene que ser como entonces. Así que iremos en metro.

Ninguno dijo nada, aunque se miraron de una forma bastante elocuente. Eché a andar escaleras abajo y los dos me siguieron, sin mucho entusiasmo. La escena que tuvo lugar poco después, Señoría, fue de veras memorable. Los tres nos quedamos parados en el vestíbulo de la estación, entre las máquinas expendedoras de billetes, los torniquetes y la taquilla a cuyo cargo bostezaba una aburrida empleada. Entre nosotros pasaban a toda velocidad los viajeros que entraban o salían y que introducían sus billetes en los torniquetes, cerraban vertiginosas transacciones con las máquinas o nos dedicaban ojeadas recriminatorias por estar allí en medio, estorbando. Fue Alfonso el que preguntó, cándidamente:

-Eh, ¿cuánto vale un billete de metro?

-Ciento treinta pelas, abuelo –le informó al pasar una quinceañera con un top celeste y un piercing en el labio.

Alfonso no acertó a reaccionar. Nunca fue de reflejos rápidos. Bernabé y yo nos echamos a reír. Podía hacer quince años que ninguno de nosotros pisaba el metro. Los tres estábamos tan desorientados como pulpos en garaje, pero Alfonso resultaba especialmente desacreditado. Como no llevábamos monedas, fuimos a la taquilla y allí compramos los tres billetes. Un minuto después, ya en el andén, seguíamos observándolo todo como si camináramos por los anillos de Saturno. Y en cierto modo, así era.

Cogimos la línea 3, como habíamos hecho siempre. Seguía siendo el mismo trayecto, y por tanto debía tratarse de los mismos túneles que habíamos atravesado tantas veces. Pero los trenes que ahora recorrían aquella línea eran muy distintos. Parecían menos amplios, o era que tenían más asientos y menos espacio disponible para los que iban de pie, como nosotros. Aquél no era, desde luego, nuestro metro. Allí éramos unos alienígenas, y como tales nos observaban los demás pasajeros, los que volvían de trabajar, los estudiantes, los muchos inmigrantes de todas las razas que ahora se veían en el ferrocarril subterráneo.

Bajamos en la estación de Moncloa, que tampoco era la de hacía treinta años. Ahora había lo que llamaban un intercambiador de transportes, un invento que a los tres nos resultaba igualmente ajeno y en el que nos movíamos con una singular torpeza. Salir al exterior y ver ante nuestros ojos el conocido camino que llevaba hacia la avenida Complutense fue un inmenso alivio.

-¿Qué hacemos? –preguntó Bernabé.

-Qué vamos a hacer –repuse-. Lo que siempre hicimos. Echemos a andar y que las piernas nos marquen el rumbo.

En ese momento volvieron a ser ellos. Los de antes, los que yo había querido con toda mi alma. Fue emocionante, Señoría. Cómo obedecieron, cómo se dejaron llevar. Entonces presentí que podría arrastrarlos sin esfuerzo hasta el final de mi oscuro designio.

 

 

5. Era tan dulce

Dejamos que nuestras piernas mandaran, y lo que hicieron, sin importarles los treinta años transcurridos, demostrando guardar intacta la memoria que nuestro cerebro apenas conservaba, fue recorrer el camino que conducía hasta nuestra vieja facultad. Bajamos por tanto por la antigua ruta del tranvía hasta la avenida Complutense; en la esquina torcimos a la derecha, rebasamos Medicina, llegamos hasta Ciencias, cruzamos a la izquierda, dejamos atrás Filosofía y desembocamos ante nuestro objetivo.

Durante todo este trayecto, ninguno dijo nada. A todos nos asaltaban en oleadas los recuerdos. Los estudiantes que ahora caminaban por allí no se parecían en mucho a los de antes en la indumentaria, pero los tres mirábamos los rostros, todos y cada uno de los que nos cruzábamos, y en ellos tratábamos de encontrar la imagen, el rastro de aquellos otros. Buscábamos facciones perdidas, y entre ellas quizá las que nosotros mismos habíamos dejado de tener. Los estudiantes, ajenos a la razón de nuestro impertinente escrutinio, nos miraban con reprobación. Sobre todo las estudiantes, que eran a las que Bernabé dedicaba un mayor interés. Una de ellas llegó a comentar con su compañera:

-Eh, mira qué tres. ¿De dónde se habrán escapado?

Hicimos como que no lo habíamos oído. Era triste ir por allí, por donde tantas veces habíamos ido juntos, sabiéndonos los dueños del territorio, y comprobar que los que ahora lo eran nos consideraban una anomalía, unos fósiles fuera de lugar. Era doloroso admitir que era así, que nos habíamos convertido en tres paquidermos cuya conjunción resultaba demasiado aparatosa y deplorable para pasar desapercibida. Pero constaté ambas circunstancias con una íntima satisfacción. Era precisamente eso, esa tristeza y ese dolor, lo que quería que ellos sintieran.

Entramos en la facultad. Algo, al menos, no había cambiado. Seguía siendo igual de tenebrosa. La mayoría de los alumnos que había por allí, dadas las fechas, entraban o salían de exámenes. Se percibían los nervios de última hora en los que revisaban a toda prisa los lóbregos textos subrayados, el respiro de los que habían terminado la prueba bien, la angustia de los que la habían cagado y tendrían que volver a presentarse. Una inmensa mayoría de los que allí había eran féminas. Bernabé observó, complacido:

-No hay nada como Derecho. Y va a mejor. Esto es un harén.

-Vienen a sacarse el título –dijo Alfonso-. Y son pragmáticas. Ya ni piensan en los pobres capullos que se sientan con ellas, sino en quienes puedan darles una oportunidad en la vida.

-¿En alguien como tú, por ejemplo? –pregunté.

Alfonso quiso por un momento ofenderse. Pero hubo de comprender que su enojo, entre aquellos muros que nos habían visto despotricar libremente contra todo lo divino y lo humano, habría resultado demasiado risible, además de una blasfemia contra la sagrada irresponsabilidad juvenil. Así que sólo dijo:

-Pues sí, por ejemplo.

-Si me dejáis un cuarto de hora, todavía me pesco algo –fanfarroneó Bernabé, siempre dispuesto a competir.

A diferencia de ellos, yo no tenía ninguna duda acerca de mi radical inhabilitación para respirar el mismo aire que aquellas muchachas, al margen de la posibilidad, absurda y delictiva, de valerme de algún recurso de otra índole para propiciar que alguna de ellas se aviniera a soportarme. Por eso dije:

-Adelante, Bernabé, te damos el cuarto de hora. Alfonso y yo lo vemos desde aquí. Y te aplaudimos si lo consigues.

Me senté en un banco. Bernabé se me quedó mirando como si le hubiera cogido fuera de juego. Sin apiadarme, insistí:

-Lo digo en serio. Nadie te lo prohíbe. Y no tenemos prisa.

Tenía curiosidad por ver cómo salía del paso. Pero la defraudó. Dejó escapar una risa nerviosa y dijo:

-Era una broma. No me van las crías.

A otro podía haberle engañado. Pero yo sabía que estaba representando el papel de la zorra de la fábula, cuando declara que las uvas están verdes. Pobre Bernabé. Con lo que había sido.

Fuimos al bar. Allí habíamos jugado miles de manos de mus y bebido metros cúbicos de cerveza, aprovechando todas las clases en las que un cretino dictaba apuntes que alguna niña con buena letra, y a la que Bernabé podía engatusar, tomaba religiosamente, eximiéndonos con ello de asistir a la plúmbea ceremonia. El ambiente estaba bastante cargado y no fue nada fácil encontrar una mesa libre. Cuando al fin nos agenciamos una, fui a la barra a comprar tres tercios, que me fueron despachados con recelo. Pero si habíamos de seguir con el plan, teníamos que apañárnoslas para eludir aquellas miradas reticentes. Cuando brindamos los tres, entrechocando los botellines, los que nos rodeaban nos observaron como a unos intrusos de mal gusto. Lo que éramos.

-Joder, ¿qué hemos hecho en estos treinta años? –dijo Bernabé.

-Eso depende de cada quién –se apresuró a juzgar Alfonso, con su irreprimible superioridad moral.

-No, no depende –me opuse-. Con los años los tres hemos hecho lo mismo. Perderlos.

-Es verdad –dijo Bernabé, soñador-. ¿Os acordáis? Desde que he entrado aquí, no me lo puedo quitar de la cabeza. Era tan dulce la vida, cuando no teníamos nada más que el tiempo.

-Y principios. Te olvidas de los principios –graznó Alfonso.

Me había jurado no enfadarme con él, pero estaba empezando a ponerse fastidioso y eso había que cortarlo de alguna manera, cuanto antes mejor. Enfrenté su mirada, que era la mirada de un culpable, y sin concederle ni un segundo le embestí:

-¿Qué principios? ¿Los que tú todavía tienes? Tú ya no tienes nada, Alfonso. Ninguno en esta mesa tiene nada. ¿Sabes por qué se perdió la batalla? Porque había gente como nosotros, como tú y como yo, agitando la bandera. Por eso se fue todo al carajo, porque era un chiste, porque sigue siendo un chiste. ¿Qué mierda de revolución puede hacerse contigo y conmigo? Bernabé ha sido mucho más coherente, hace veinte años que devolvió el carnet y desde entonces ya no hace daño. Pero tú y yo sí lo hacemos. Porque predicamos y seguimos yendo de apóstoles, cuando no somos más que Judas Iscariote. Con una diferencia. Judas Iscariote, por lo menos, tuvo los cojones de colgarse. Tú y yo seguimos sobando nuestras monedas de plata. ¿Hasta cuándo, Alfonso?

Encajó el chaparrón, sin atreverse a saltar. Sabía que no iba a hacerlo. Siempre había sido el más cobarde. Al fin dijo:

-No he venido a someterme al veredicto de alguien como tú.

-Ni yo he venido a juzgarte a ti –repuse-. Todo está ya juzgado, juzgado y sentenciado. Así que bebe y no digas gilipolleces.

-Bebed los dos –intervino Bernabé, conciliador-. Si os va a dar por el petardo ideológico, no va a haber manera de pasarlo bien. Venga, que dentro de ocho años volvéis a ganar las elecciones.

-Eso, dándose muy bien –apostó Alfonso.

-Las elecciones, puede –admití-. Lo demás, lo que importa, no lo creo. Pero Bernabé tiene razón. Menos sermones y más cerveza. Acabaos esos botellines que voy por otros tres.

Nos zumbamos cuatro botellines más por cabeza. Cuando salimos de nuevo a la calle, a la caída de la tarde, los vapores del alcohol ya enturbiaban lo bastante nuestra mente. Los tres llevábamos una sonrisa en los labios. Era tan hermoso, Señoría, estar borracho y poder mirar aquello como si todavía nos perteneciera.

 

 

6. Pillemos unas tías

Tras una breve deliberación, los tres estuvimos de acuerdo en que lo siguiente era coger el autobús e ir a buscar alguno de los bares de Cuatro Caminos donde solíamos acabar las tardes. Y eso fue lo que hicimos. No dimos exactamente con lo que estábamos buscando, pero un bar en Madrid siempre se encuentra. Allí seguimos bebiendo cerveza y pedimos de comer algo que estuviera al alcance del menguado poder adquisitivo al que habíamos acordado limitarnos aquella noche. Comimos patatas bravas, ali-oli, oreja a la plancha, unos chorizos infames y grasientos.

-Está divertido, esto de salir con poca pasta –apreció Alfonso, que por fin estaba borracho-. Pero si seguimos así vamos a romper la barrera de los cuatrocientos de colesterol.

-¿Tanto te importa? –le pregunté.

-En realidad, no mucho –confesó Alfonso, risueño.

-Oye, Roberto –dijo Bernabé, como si bajara de pronto de las nubes-. Hay algo que siempre me ha intrigado de ti. Y que siempre me ha tocado las pelotas, te lo reconozco. ¿De dónde coño sacas el tiempo para escribir todos esos libros, y para hacer tantas exposiciones y tantas paridas artísticas? Dime que tienes esclavos. Dime que no tengo que sentirme como un tarugo.

No me interesaba hablar de aquello, pero ya que me obligaba, no quise inventar nada. Le solté la verdad:

-Cada día trabajo menos en lo otro. Cada día les hago menos falta a todas las cosas que he ido acumulando. Andan solas, y creo que andarían incluso aunque yo no quisiera.

-Ya me explicarás el truco –se admiró Bernabé-. Yo sigo currando como una puta mula. Catorce horas al día. Y tú, Alfonso, ¿en qué ocupas el tiempo libre? Porque tú sí que debes de vivir como Dios, con todos los lilis que tienes para llevarte el despacho.

Alfonso le observó con una mirada bovina y respondió:

-Salgo a correr con la moto. Tengo una moto de la hostia.

-Muy bien, colega –aprobó Bernabé-. Como un chaval, di que sí. Por cierto, ¿tú crees que habría en el mercado una moto que pudiera llevar encima a nuestro gran hombre?

Me señaló, y los dos estallaron en carcajadas. Debía aguantarlo, porque así funcionaba el juego. Simplemente alegué:

-A mí las motos me la sudan. Y ya no tenemos edad.

-Bueno, una moto siempre te hace correr la sangre –dijo Bernabé-. Y eso sí, sirve como nada para ligar, ¿eh, Alfonso?

-Se liga más con el talonario –opinó Alfonso, sombrío.

Eran las once y habíamos bebido mucho. En las dos horas que llevábamos en el bar habíamos hablado de las antiguas novias, de las viejas correrías alcohólicas, literarias y políticas, y de todo lo que daba de sí nuestra añoranza. Era el momento en que, si no hacíamos nada para impedirlo, tendríamos que empezar a hablar de nuestros fracasos. Bernabé ofreció una solución:

-Os propongo algo. Pillemos unas tías.

-Una idea cojonuda –dije-. Pero no tenemos moto ni talonario. Sólo vuestro vacile y siglo y medio entre los tres.

-Conozco un sitio donde hay posibilidades –dijo Bernabé.

-¿Quedan en alguna parte tías tan fáciles? –me burlé.

-Vamos –insistió.

-Cerca del metro de dónde –saqué el plano.

-Podemos ir a pata. No nos llevará más de media hora.

Alfonso y yo le seguimos. Ésa era otra de las convenciones de los viejos tiempos. Seguir al que tuviera más cuerda. Bernabé estaba en plena forma, o mucho más en forma que nosotros. A mí, al menos, me vino bien salir al aire libre, y caminar por las calles respirando a pleno pulmón. Bernabé nos llevó hasta la esquina de Raimundo Fernández-Villaverde con Orense. Luego subimos casi toda esta última calle. En una perpendicular estaba el sitio.

-A mí me quedan mil pelas –advertí, al ver la zona.

-Y a mí ochocientas –contó Alfonso.

-Venga, adentro, maricas –ordenó impasible Bernabé, mientras empujaba la puerta y atravesaba el umbral.

Fuimos tras él, qué otro remedio nos quedaba. Se acomodó en seguida en una mesa, como un viejo conocedor. Nos unimos a él, con cierta desconfianza por mi parte, porque acababa de darme cuenta de la clase de lugar en la que estábamos. No me callé:

-¿Y éste es tu lugar milagroso? Joder, Bernabé, son putas.

-Pues claro –admitió.

-Muy bien –dije-. Pero así no tiene chiste. Y quién las paga.

-No te amontones, Roberto –se defendió-. Claro que tiene chiste. Son putas especiales. No puedes escogerlas tú. Tienen un arreglo con el dueño, le dan un porcentaje por usar el local, pero no son sus empleadas. Por eso no se van con quien las quiera, sino con los que ellas seleccionan. Hay que seducirlas, tío, y si no te molestas te diré que tu presencia no nos ayuda mucho.

-Suponiendo que me apetezca seducir putas –objeté-, te olvidas de lo otro. Quién las va a pagar.

-Esto es una aventura, ¿no? –se mofó-. No las pagamos.

Le observé fijamente. Malinterpretó mi gesto:

-¿Qué pasa, te asusta?

-No –repuse-. Pero no me la das. Como todas, cobrarán antes.

-Está bien –se rindió-. Llevo doscientos talegos en el bolsillo.

-No era el pacto -dije-. Para eso, me había quedado en casa.

-Vamos, Roberto, que no eres mi jefe. No te debo obediencia. Me pareció que tendría mucho más color con unas cuantas tías, y no podía estar seguro de nuestras posibilidades. No pasa nada por hacer una pequeña trampa. Y si te disgusta, te vas.

Sopesé la situación. En el fondo, no tenía más alternativa que plegarme ante su órdago. Se había reído de mí, había adulterado mi minuciosa reconstrucción, pero habría una manera de aprovecharlo y llevarlo otra vez a mi terreno. Por eso capitulé:

-Vale, no la jodamos al final.

Bernabé había dicho la verdad. Allí, eran ellas las que elegían. Ellas eran mujeres entre los veinte y los treinta y pocos, muchas con aspecto de sudamericanas, bastante potables en términos generales. Paseaban entre las mesas examinando a los hombres, y esquivando a los que les desagradaban. Supuse que a medida que avanzara la noche bajaría su nivel de exigencia. Pedimos las bebidas, ya sin reparar en gastos, y a los dos o tres minutos Bernabé tenía a una sensual venezolana sentada en las rodillas. Otras dos merodeaban por los alrededores. Era un habitual, la partida estaba amañada. Pero no elevé la más mínima protesta.

-Seis mesesitos más y me hago con el apartamento en Caracas –le explicaba la chica a Bernabé, que la escuchaba con amable atención-. Y me vuelvo allá. ¿Has venido a darme un empujonsito?

Bernabé le seguía la conversación con soltura de experto. Una de las amigas de ella se enredó con Alfonso, que la acogió con el azoramiento que siempre le habían producido las mujeres. Pero le tiró un par de tragos a su whisky y pronto estuvo jugando también. A mí terminó por acercárseme una chica al borde de la treintena, no tan bonita como las de mis compañeros. Ni siquiera respondí a su saludo. Toda mi atención estaba puesta en alguien a quien acababa de divisar, escondida en un rincón. Era una chica de dieciocho o diecinueve años, un ángel caído del cielo a aquella gruta infecta. En sus ojos de cierva brillaba un pánico perturbador. No había tiempo para dudar, y no dudé. Me levanté y me fui hacia donde estaba ella. Creo que fue justo en ese momento, Señoría, cuando decidí todo lo que iba a pasar después.

 

7. Por siempre jóvenes

¿Está usted enamorado, Señoría? Bueno, no responda si no le apetece. Supongo que si no lo está, lo habrá estado alguna vez. Necesito que entienda lo que me pasó. Al ver a la chica, después de tantísimo tiempo. No se me ocurre otra palabra para describirlo. No me importa no encontrar otra palabra, tampoco.

No hace falta que le cuente cómo era ella, pero déjeme recordarla. Cabello castaño claro, ojos negros enormes. De estatura mediana, hombros pálidos. El pecho escueto, en su sitio y su sazón. Y aquella mirada, como si estuviera asomada al agujero de una escopeta a punto de dispararse. La conseguí porque estaba dispuesto a conseguirla como fuera, y porque ella estaba demasiado anulada para resistirse. Pero la traté en todo momento con delicadeza, o con lo más parecido a la delicadeza que un puerco como yo es capaz de mostrar. Eso se lo juro, Señoría.

La llevé a la mesa donde estaban mis compañeros, con sus dos cuarteronas exuberantes. Bernabé abrió unos ojos como platos.

-Vaya, Roberto –dijo-. Qué fuerte.

-¿Cómo te llamas? –le pregunté a ella.

-Ainhoa –murmuró, con una vocecita quebradiza.

-Ésta es Ainhoa –la presenté-. Y éstos son mis amigos del alma, Bernabé y Alfonso. Y dos amigas.

-Encantada –se la oyó apenas.

-Bueno, ahora que estamos al completo –anoté, sin perder más tiempo-, creo que tenemos que rematar el homenaje.

-¿Cómo? –preguntó Alfonso.

-Nos falta el colofón –dije-. Propongo que llevemos a las chicas.

-¿Adónde? –volvió a preguntar Alfonso.

-Ya veo –adivinó Bernabé-. ¿A la estatua o a la Real Academia?

-Tú eliges –le ofrecí.

-¿Qué? –dijo Alfonso, que seguía sin entender nada.

-A la Academia –decidió Bernabé-. Lo otro sería un lanzazo a moro muerto. No tiene ningún aliciente. Pero la Academia, ya que contamos con un prolífico escritor en el grupo...

-No hace falta que lo justifiques –le atajé-. Vamos.

No costó persuadir a las mujeres. Alfonso enseñó el taco de billetes y recurrió a su savoir faire para convencerlas. A Alfonso, que estaba totalmente mamado, nos costó un buen rato hacerle comprender de qué se trataba. Ainhoa se habría dejado llevar a cualquier sitio, como un cordero. Le estreché la mano, para tratar de infundirle confianza. Aunque quizá eso la inquietó más.

Cogimos dos taxis. En uno subió Bernabé con las dos venezolanas. En el otro montamos a Alfonso en el asiento del copiloto y Ainhoa y yo subimos atrás. El taxista nos observó de reojo por el retrovisor. Cualquiera que fuera su juicio, optó por callárselo. Mientras bajábamos por la Castellana, viendo pasar las luces y las estatuas de las rotondas, me pregunté a mí mismo si iba a tener el aplomo necesario. Miré el perfil de Ainhoa y me juré que sí.

Bajamos de los taxis en la esquina de los Jerónimos. Componíamos un grupo inverosímil. Las dos altas venezolanas, los dos cincuentones presumidos, la tierna muchacha despavorida y el gordo repugnante y desastrado que era yo. Pero no podía fijarme en eso, ni dejar que nadie más se fijase. Así que tomé la palabra, porque la palabra es el único sortilegio conocido para negar lo notorio y hacer creíble lo que nadie sería capaz de creerse:

-Queridos compañeros, distinguidas invitadas, aquí estamos. Puede decirse que un hombre resiste mientras resisten los ritos de su juventud. Confieso que no esperaba que me acompañaríais hasta aquí. Que os daba por perdidos, como a mí mismo. Pero aquí estamos, ebrios como legionarios, con estas bellas damas que no habrían deshonrado una de nuestras viejas noches de gloria. Y aquí os pido, hermanos, que renovemos nuestro ritual.

-¿No es delicioso, este gordo cabrón? –gritó Bernabé.

-Cabrón e hijo de puta –murmuró Alfonso-. Pero sí. Venga, tíos, que voy demasiado ciego, hagámoslo de una vez.

-Antes quiero que nos recuerdes una cosa –le detuve.

-Qué -suspiró.

-Termópilas -dije.

Alfonso me miró, incrédulo. Pero ya estaba vencido.

-Joder –farfulló-. Cómo iba. Espera. Honor a todos aquellos que en su vida..., mierda, ...fijaron y defendieron unas Termópilas. Sin jamás apartarse del deber, justos y rectos en todos sus actos...

Siguió, a trancas y barrancas. Lo recordó, hasta el final.

En toda mi vida, Señoría, no he escuchado un poema más formidable que el que salió de los labios de aquel borracho corrompido. Dejé que me envolviera, mientras luchaba por mantener el equilibrio y por no perder de vista a Bernabé. Allí estábamos, por última vez puros. Era un milagro, lo había conseguido.

Fui el primero en acercarme a la pared de la Real Academia y bajarme la bragueta. Ellos tardaron un poco, y eso me dio la ventaja que necesitaba. En este punto del relato, Señoría, quizá necesite usted un porqué. Quizá sea porque espera que voy a dárselo por lo que ha aguantado usted estoicamente mi narración premiosa y demencial. No tengo un porqué, sino un enjambre de ellos. Aunque no espero que ninguno de ellos pueda convencerle. Podría decirle que lo hice por higiene, porque no era conforme al orden natural que tres tipos como nosotros tuviéramos todo lo que teníamos, mientras tanta gente llena de vida y de esperanza carecía de lo más imprescindible. Podría decir que lo hice por una cuestión de espacio, por todo el hueco que ocupábamos los tres (yo con mis libros y mis exposiciones anodinas, Bernabé con sus casas y sus campos de golf, Alfonso con su liderazgo hipócrita de la difunta izquierda revolucionaria) faltando como faltaba sitio para otros que tenían algo decente que ofrecer. Podría decirle que lo hice por una cuestión de justicia, porque hacía años que habíamos dejado de servir al bien de los demás y a nuestro propio bien, porque habíamos creído poseer lo que no puede poseerse y eso nos había convertido en una ponzoña que pudría el aire.

La vida es muy cruel, Señoría. Un día uno tiene veinte años y siente el pecho lleno de rosas nuevas, de promesas de regeneración del mundo. Y al día siguiente uno lo ha jodido todo y es la basura que hay que retirar para que el mundo no apeste.

Pero creo que lo hice sobre todo por ellos, por nosotros. Quise que el tiempo se les detuviera ahí, meando contra la pared de la Real Academia de la Lengua, como cuando teníamos veinte años, mientras dos putas venezolanas y una niña angélica los observaban estupefactas. Quise redimirlos de todo lo demás, de su mezquindad, de sus abdicaciones, de su mugre. Quise recordarlos para siempre así, meándose encima de la autoridad que nos había derrotado, que no era la de la Real Academia, claro, los símbolos siempre son inocentes, sino la que prefería que la chusma innoble y sin coraje dictara el curso de las cosas. Quise, en fin, que siempre fueran limpios e indómitos. Por siempre jóvenes.

Así que saqué el revólver que llevaba metido bajo el pantalón, el que la camisa me había ayudado a encubrir y mi abyección me había enseñado a manejar. Dos tiros en la nuca, no pudieron hacer nada. Luego metí el cañón en mi boca. Pero no disparé.

Creo que fue lo mejor. Así valgo menos que muerto. Soy un loco, y mi discurso, un simple delirio. No lo discuto. Sólo quiero una cosa de usted, Señoría. Que me ayude a darle todo lo que poseo a Ainhoa. Que no deje que me incapaciten hasta que la donación sea efectiva. Porque sólo para eso, ya ve, sigo vivo.



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