Un viaje a Atocha

 


 

El viajero habría podido partir de muchos sitios, y haberse dirigido al menos a tres: Santa Eugenia, El Pozo, Atocha. Elige salir de Getafe, con rumbo a la última de esas tres estaciones, porque alguno de los 192 fallecidos hizo ese trayecto, pero también porque es el mismo que el viajero ha realizado muchas veces y por poco no recorrió el 11 de marzo de 2004, a la hora fatídica de las siete y algo de la mañana. Cada uno recordará siempre ese día desde su propia vivencia, cristalizada en el tiempo como no quedaron las de tantas otras jornadas, y el viajero no podrá olvidar que aquella mañana él iba a tomar un cercanías a Atocha, desde Getafe, para coger otro tren a Valencia; un tren para el que casi tuvo reservados los billetes, y que a última hora decidió no utilizar porque prefirió viajar en coche para poder regresar antes. A veces, de esas oscilaciones arbitrarias están hechos nuestros destinos. De no haber tenido prisa por volver, le habría tocado vivir la hecatombe. No quiere olvidarlo, porque le ayuda a saber que los que cayeron eran los suyos.

Eso quiere recordar, una vez más. Y para ello, en lugar de cualquier otra forma de homenaje, se le ocurre que lo mejor es hacer lo que hizo en tantas ocasiones, reproducir esa rutina cotidiana del ciudadano de la periferia que es, como ellos lo eran: el rito populoso y somnoliento del viaje en tren de cercanías, que para ellos, un día que comenzaba como otro cualquiera, se trocó en algo que apenas si podemos encerrar bajo un nombre y que sería una frivolidad etiquetar con adjetivos. En aquello.

En la estación de Las Margaritas, la suya, el tren ya va lleno y no puede sentarse. Se trata de uno de los convoyes nuevos, diáfanos en toda su longitud, un modelo diferente de los que todo el mundo pudo ver destripados por las bombas y que simbolizarán para siempre en Madrid la memoria del dolor. Pero doce meses después, la atmósfera en los trenes de cercanías madrileños sigue siendo circunspecta y sombría. A lo largo de los poco más de quince minutos de recorrido, el viajero sólo sorprenderá tres conversaciones a su alrededor: un par de rumanos que comentan algo a media voz, una pareja de ancianos españoles a los que su presumible dureza de oído incita a alzar algo más el tono, dos muchachas colombianas que deslizan en el ambiente grave del tren la melodía caribeña de sus palabras. Los demás van callados, a lo suyo, ojeando los periódicos gratuitos los más, leyendo algún libro gordo los menos. El paisaje humano es variopinto. Gentes de diversas procedencias y razas, de todas las edades, entre los quince y los setenta y tantos, y de diversa condición y diferentes oficios. El viajero no puede resumirlos (como hiciera años atrás, en un desdichado artículo, un reportero seguramente poco habituado a recorrer según qué zonas y a tomar según qué medios de transporte) como una mezcla de chachas y albañiles. Hay, sí, mujeres que van a trabajar en casas, y no poca gente que sigue aportando su sudor al enladrillamiento imparable de la superficie madrileña. Pero también hay estudiantes, funcionarios, empleados de banca, de comercio, algún que otro ejecutivo encorbatado. No se ve ningún millonario, desde luego; pero el resto del país está ahí, bostezando sobre su periódico o su libro o mirando ausente las pantallas sin sonido que reproducen una y otra vez la publicidad de Cercanías RENFE.

Una publicidad digna de comentario, por cierto. En uno de los anuncios, varios niños pijos, todos vestiditos a la moda o con uniforme de colegio chic, recorren en fila el círculo rojo que forma la C del logotipo de Cercanías. En el otro, una mujer que viaja en tren adelanta a un hombre que decide recorrer en coche la distancia que separa el centro de la ciudad del barrio suburbial en el que los dos viven. El objetivo común de ambos: alquilar un ático con vistas al Retiro que han encontrado en la sección de anuncios del periódico, y que por supuesto se lleva la chica. Habría que analizar qué tienen en la cabeza el creativo publicitario y el que aprobó la campaña para decidir que lo mejor que se les puede mostrar a los viajeros de los trenes de cercanías, con fines persuasivos, son personajes ajenos a su modo de vida (los niñitos bien) o que tienen como ideal abandonar esa existencia que subliminalmente se presenta como indeseable (la mujer que consigue alquilar un ático céntrico). El viajero, que no es de esos maniqueos que creen con facilidad en el sadismo gratuito, sospecha que una vez más se trata de una simple torpeza, fruto de la ignorancia. Para el creativo y quien lo contrató: algunos vivimos en la periferia porque queremos, y nuestra existencia, que les invitamos a conocer antes de hacer la próxima campaña, es, como cualquier otra, una suma de ventajas e inconvenientes que hemos elegido como seres conscientes y en función de nuestras posibilidades, igual que ustedes eligieron la suya.

El viaje transcurre con rapidez, ante la mirada ávida del viajero que desearía registrarlo todo, absorber esa monotonía archiconocida con la limpieza del que la contemplase por primera vez. Junto a él, una mujer de mediana edad y aspecto fatigado lee un libro resobado de páginas amarillentas. Podría ser de una biblioteca pública o un ejemplar leído varias veces por ella misma. Pasa las páginas sin mucha convicción, y eso no hace sino excitar la curiosidad de quien la observa por averiguar qué es lo que está leyendo. Al final conseguirá ver la cubierta: Lo es, de Frank McCourt. Un par de metros más allá, un estudiante (lo acreditan su carpeta y su indumentaria) lee otro libro más pequeño y nuevo: El arte de la novela, de Milan Kundera. Parece hacerlo con más empeño, sin llegar al entusiasmo: probablemente sea una lectura obligada. En cuanto a la mujer, ha levantado la mirada del libro y espía a hurtadillas el diario gratuito de su vecina, abierto por una página en la que se informa de la Semana de Moda de Beirut en un recuadro presidido por la estilizada figura de una modelo desfilando con vestido de seda.

En Villaverde Alto y Villaverde Bajo sube aún más gente. A partir de esta última estación, en el tren casi no se cabe y para el viajero prácticamente desaparece toda perspectiva. Uno sólo puede ver las cabezas de quienes tiene más cerca, y entre ellas, si acaso y con suerte, un atisbo de ventana. Pasa el tren sobre la doble serpiente (amarilla a la izquierda, roja a la derecha) de la M-30, que repta por el puente de Vallecas tan lentamente como de costumbre. Luego se interna en la zona ferroviaria, donde convergen todas las vías de la periferia Sur y Este de la capital. Ahora ni siquiera se oyen las conversaciones de antes, la apretura del vagón las dificulta. De pronto, en el denso silencio, se dispara la melodía polifónica de un teléfono móvil, interrumpida en seguida por una voz masculina que grita en alguna lengua eslava, probablemente polaco (al menos, el viajero cree cazar un par de vocablos de ese idioma). Con la torpe estridencia propia de muchos usuarios de teléfono móvil, el hombre sigue vociferando hasta que se le impone la grabación que por los altavoces anuncia la llegada a Atocha y el fin de trayecto. Como si todos tuvieran un resorte bajo las posaderas, los viajeros que gozaban de asiento se ponen súbitamente en pie. Ahora se trata de tomar buenas posiciones para el transbordo, y no es fácil.

Cuando el tren se detiene y se abren las puertas, se comprueba lo que el viajero, sobre su experiencia de otras veces, ya preveía. La mayoría de la gente se abalanza hacia las escaleras para cambiar a los andenes 1 y 2, por donde entran los trenes del corredor del Henares, los que llevan desde Atocha a Chamartín y que el 11 de marzo de 2004 traían las mochilas mortíferas. Quienes nunca lo han vivido en carne propia (y en particular quienes nunca lo han vivido porque van en coche oficial blindado), deberían experimentar alguna vez lo que significa hacer en hora punta ese transbordo a las vías 1 y 2 de la estación de Atocha. Hay que ver y sentir la masa humana que se comprime en las estrechas e insuficientes escaleras ascendentes, en el poco más ancho espacio de la pasarela, apenas apto para procesar la riada de personas, de quince o veinte en fondo, que por ella transita hasta desembocar en el nuevo embudo de las escaleras descendentes; hay que meterse en la aglomeración que se produce sobre el andén que da a ambas vías, y que impide ver desde la pasarela un solo milímetro del pavimento sepultado bajo la compacta nube de cabezas y hombros. Frente a la multitud bracean como pueden los empleados de seguridad, con sus chalecos verdes fluorescentes, para impedir que se apelotone peligrosamente en las puertas de los trenes una vez que éstos llegan. Hay que estar ahí, para percibir la vulnerabilidad que los terroristas aprovecharon para multiplicar sin esfuerzo la destrucción.

Pero el viajero no hará, como ha hecho tantos otros días, el transbordo hacia Chamartín. Se limitará a permanecer en el andén de las vías 1 y 2 durante varios minutos, viendo los trenes que llegan, cargan y se van; mirando cómo el andén se llena, se desahoga momentáneamente (nunca se vacía) y vuelve a llenarse otra vez; observando los rostros de los viajeros en las ventanillas de los convoyes: más relajados en los trenes de un solo piso, pero acogotados y tristes, todavía un año después tristes, en los de dos niveles, donde la devastación fue doble aquel día.

Después, vuelve a subir a la pasarela para contemplar el ir y venir de trenes sobre las diez vías. Repara entonces en el espacio mal iluminado, frío y poco acogedor que es la estación de Atocha. O mejor dicho, esta estación de Atocha, la de la tragedia. Porque está la vieja estación de Atocha, la que recuerda de su niñez, convertida en coqueto jardín tropical, o la novísima del AVE, toda despejada y deslumbrante para subrayar con el debido lustre el trasiego de los viajeros de la larga distancia, los de la velocidad y el confort. Pero ésta, la de estación de Cercanías, con sus trenes rojiblancos que van y vienen apesadumbrados (aunque la mayoría sean también modernos, y silenciosos, y limpios), nunca fue y nunca podrá ser ya un lugar alegre. Siente el viajero, de pronto, algo que ya sintió, en un paraje muy distinto, de campo abierto y lleno de luz, pero que tiene en común con éste el eco de una ausencia producida casi por la misma insensatez y la misma barbarie. Resulta pavoroso pensarlo. Lo que recuerda ahora el viajero es la primera vez que contempló la llanura de Annual, en el Rif, donde en el verano de 1921 los marroquíes masacraron a miles de españoles a los que odiaban como invasores. Al mirar aquel lugar tuvo la sensación de que lo impregnaban para siempre las almas de aquellos hombres, caídos por la sinrazón y el desprecio recíproco entre semejantes. Como impregnan este espacio las almas de los hombres, mujeres y niños, también españoles (de nacimiento o adopción) muertos a manos de otros marroquíes cegados por el odio, ochenta años después, como si de nada hubiera servido el camino recorrido entre tanto. Sólo algo puede confortarnos: que los españoles de 2004, a diferencia de los de 1921, no sintieran el impulso unánime de vengar contra todo un pueblo el crimen de algunos. Que supieran ver que el común de los marroquíes y el común de los españoles somos víctimas del mismo horror, alentado por quienes anteponen a la humanidad sus intereses y sus creencias.

Después de experimentar esta incómoda conexión con el pasado, el viajero sale al vestíbulo y sube hasta el llamado Espacio de Palabras, el lugar donde los madrileños acumularon velas y testimonios de dolor durante aquellos días de marzo, y que ahora ocupan dos asépticas consolas con un escáner adosado y unas pantallas que proyectan vídeos de recuerdo. Si uno pone su mano en la pantalla del escáner, queda registrada y se le invita a que escriba algún pensamiento en memoria de las víctimas. Según informa el monitor (en el que aparece un inoportuno globo de Windows, el que advierte "Hay iconos sin usar en su escritorio") ya lo han hecho 56.224 personas. A ellas hay que sumar las frases que algunos han preferido escribir a mano (y sin la censura del sistema electrónico, que criba los mensajes) en las columnas que rodean los aparatos. Hay en esas anotaciones manuscritas espacio para los más destemplados ("Aznar, tus manos están llenas de sangre"; "200 hermanos murieron por culpa de una religión absurda y un Dios que no existe"), para los disparates ("Para apoyar la barbarie que nos rodea"), para las citas de cantautores ("¿Cuánto tienes que vivir/ para ver la libertad, /cuántos tienen que morir/ para ver la libertad? -Víctor Jara-") o para la simple solidaridad ("Familia Etxeberria, Donostia, nuestro apoyo, handia bat"). En el monitor se suceden las manos blancas y los mensajes en letras negras: "No tememos, somos más fuertes". "Ojo por ojo y el mundo acabará ciego". En la pantalla de vídeo aparece en una pancarta una frase de Gandhi: "No hay caminos para la paz, la paz es el camino".

El viajero permanece ante una de las consolas durante cerca de un cuarto de hora, inmóvil. En todo ese tiempo, sólo acuden dos chicas que escriben algo entre risas en la otra consola y una mujer taciturna que se detiene un rato a curiosear y le observa (al viajero) como si estuviera haciendo algo raro.

No podemos creer que esto es cuanto queda, como no podemos creer que la memoria fuera ese bosque postizo ante el que no se detuvo una principesca comitiva, ni que lo vaya a ser el monumento que pronto inaugurarán. No, la cicatriz no se puede ver, nunca se verá más que dentro de los corazones recogidos hacia dentro. Vendrán, en el futuro, hombres y mujeres que no podrán verla, y para ellos hemos de testificarla. El viajero sabe que es una tontería, pero pone la mano en el escáner y forma unas palabras con el teclado de la consola: "Siempre caen los nuestros. Todos eran nosotros. No los olvidemos. No los olvidamos". Tan sólo palabras. Desearía tener algo más. Algo.

 



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