Un viaje a Sidi-Dris

 

Vista de la Playa de Sidi-Dris (a la derecha, el cerro de la posición). Lorenzo Silva, 2002.

 


 

Melilla se despereza bajo una mañana luminosa, aunque las nubes ocultan la cumbre del Gurugú, el monte que domina la ciudad. Desde el parador, donde amanezco, se contempla toda la extensión de la plaza norteafricana. En el puerto, esta mañana de septiembre de 2002, están atracadas la corbeta y la patrullera destacadas permanentemente en la ciudad desde la crisis del islote Perejil. A la izquierda se ve el singular reducto de la ciudadela de Melilla laVieja. A la derecha, en primer término, el centro modernista, con la mancha verde del parque Hernández, remanso urbano de aire suavemente decadente. Más allá, los barrios exteriores y la masa oscura del Gurugú, que ya es Marruecos y siempre produce una sensación poderosa, incluso esta mañana, con su boina de nubarrones. Siempre que vengo aquí, me asalta el mismo pensamiento: posee Melilla una rara belleza, que es lástima que se conozca tan poco. Es lástima, también, que no acabe de llegarse a un acuerdo con el país vecino que permita ahorrarse los buques de guerra.

Pero no es Melilla hoy el destino, sino el punto de partida para un viaje aplazado que en esta jornada espero cumplir. Hace cinco años traté de realizarlo y tuve que desistir por las dificultades del camino, insalvables para el vehículo en que me desplazaba. Esta vez voy sobre aviso y he tomado precauciones para no fracasar como entonces. Viajo en buena compañía: Manu Horrillo y Benito Zambrano (con los que andamos conspirando para un documental sobre la funesta aventura de España en el Rif), y Federico y Miguel Ángel, dos amigos melillenses que conocen bien la zona a la que vamos a trasladarnos. Miguel Ángel aporta además, generosamente, el todoterreno que nos permitirá seguir allí donde la carretera no sigue. Nuestro destino tiene nombre: Sidi-Dris. Y está al otro lado de la frontera, en Marruecos. La razón del viaje es algo que ocurrió hace mucho tiempo, nada menos que ochenta y un años.

La frontera de Beni-Enzar, en la que sufrimos con resignación los lentos trámites aduaneros marroquíes, es un lugar al que deberían organizarse excursiones escolares; resulta sumamente aleccionadora. A un lado de la tierra de nadie, el flamante puesto español, erizado de vallas y defendido por policías y guardias de impecable uniforme. Al otro, el ajado puesto marroquí, donde un puñado de flemáticos gendarmes observa la marea humana de sus compatriotas que acuden a Melilla. Los rifeños vienen a comprar mercancías para pasarlas de matute y venderlas al otro lado (comercio del que hoy en día vive, por cierto, la ciudad española). Es el abismo Norte-Sur hecho realidad concreta. La diferencia de renta per cápita a uno y otro lado es de 12 a 1. En Beni-Enzar uno puede sentir, como en ningún otro sitio, la divisoria entre la miseria y la opulencia.

Al fin pasamos. Para Federico y Miguel Ángel supone una rutina, un trámite que cumplen a menudo, aunque no es ni mucho menos ésta una costumbre unánime entre los melillenses: muchos confiesan no haber cruzado jamás la frontera, y hacen planear sobre el ánimo del peninsular que trae esas intenciones la amenaza de inciertos peligros. El hecho es que al otro lado, aparte de un país más pobre, peores carreteras y mayores controles policiales, no sufre uno especiales contratiempos, o al menos yo nunca los he sufrido. La carretera nos lleva en primer término hasta Nador, la capital de la provincia limítrofe con Melilla. Una ciudad que en su trazado actual levantaron los españoles, cuando administraban el norte de Marruecos (durante el llamado Protectorado, que se extendió de 1912 a 1956). A orillas de la Mar Chica, una laguna litoral de plácidas aguas, Nador ofrece una blanca estampa sobre la que destaca el estilizado minarete de su mezquita principal.

Seguimos camino sin detenernos hasta Monte Arruit. Un nombre que a muchos españoles de hoy no les dice nada, pero que para los de antaño se convirtió en sinónimo de masacre. El 9 de agosto de 1921, la guarnición de Monte Arruit se rindió a los rifeños que la rodeaban. Los vencedores apenas hicieron prisioneros. Sobre los restos del campamento quedaron más de 3.000 cadáveres, pudriéndose al sol. Allí permanecerían, insepultos, durante meses.

De aquel campamento hoy no queda nada. El pueblo de Monte Arruit se ha extendido sobre sus ruinas. Sólo hay un curioso vestigio, una construcción junto a un manantial: la antigua aguada de la posición española, el lugar donde cada día debían acudir los soldados para reponer el agua del campamento. Allí chapotea un grupo de muchachos, con los que Manu, nacido en Casablanca, se entiende en árabe. Después de darles un paquete de tabaco, se muestran a la vez curiosos y amigables. Visten camisetas del Madrid y del Barça, cuyas alineaciones, estorbándose los unos a los otros, recitan con afán. Pero apenas entienden el español, la lengua de los colonizadores que allí gobernaron durante medio siglo.

Continuamos la ruta a un costado de la llanura del Garet, planicie semidesértica que se extiende de este a oeste. Al llegar a Dríus, subimos hacia las montañas, camino de un pueblo llamado Ben-Tieb. Junto a la carretera, vemos numerosas mansiones a medio construir. En ellas materializan parte de sus ahorros los distribuidores de hachís que abundan en la región; por allí se preparan muchos de los cargamentos que luego se expedirán a Europa. En Ben-Tieb tomamos la dirección de Annual. La carretera se va haciendo cada vez más empinada y estrecha, hasta llegar al desfiladero del Izummar. Hacemos una breve parada. Al fondo se ven las lomas de lo que antaño fue el campamento de Annual. Izummar, Annual: otros dos nombres para la tragedia. También por allí dejaron el pellejo centenares o miles de soldados en aquellos funestos días del verano de 1921. Pero nuestro camino nos lleva aún más allá.

Pasado Annual, hoy un pueblo desperdigado entre lomas en el que nada queda del reducto militar, hay un monumento que conmemora la victoria rifeña sobre los españoles. Alguien ha pintado sobre el encalado monolito la efigie de Abd el-Krim, el caudillo que dirigía a los indígenas rebeldes. Junto a su rostro puede verse el símbolo del movimiento amazigh, los nacionalistas bereberes que pretenden la independencia del Rif del reino de Marruecos.

Tomamos el camino de Boudinat. Allí acaba la carretera, y allí, donde a Manu no le sirve de nada el árabe porque todos hablan dialecto bereber, nos surge una inesperada ayuda: un lugareño con una gorra en la que se lee Salou, y que nos saluda en español y en catalán. Él nos confirma que vamos bien. Y si a la vuelta necesitamos algo, no tenemos más que preguntar por él, Mohammed, el Español, nos dice. Siguiendo sus indicaciones, llegamos al cauce seco del río Amekrán, por el que hemos de recorrer varios kilómetros hasta la costa. Nuestro destino, Sidi-Dris, está ahí, junto al mar.

En Sidi-Dris, a finales de julio de 1921, resistían sitiados unos 300 hombres. Esperaban que los evacuaran por mar, pero la operación fracasó. Tras aguantar durante tres días, allí murieron casi todos, a la vista de los marinos que habían ido a sacarlos. La historia, novelada, la recogí en un libro que se titula El nombre de los nuestros. Por eso, en su día, había querido llegar hasta allí. Pero había debido contentarme con observar el lugar desde lejos. Si bien había podido hacerme una idea del paisaje, no había logrado pisarlo.

Cuando llegamos a la playa de Sidi-Dris, y después trepamos al cerro de color rojo herrumbroso donde permanecen los restos de la posición, comprendo que hice bien al mantener, durante cinco años, el empeño de algún día completar el viaje. Porque el espectáculo es estremecedor. Por un lado, el mar azul turquesa que se contempla desde Sidi-Dris, con su inmensa playa, absolutamente virgen, a nuestros pies. Por otro, el paisaje casi extraterrestre de aquella costa (un antiguo lecho marino, infestado de fósiles) que se extiende hasta el perfil lejano del cabo Quilates, al final del macizo montañoso del mismo nombre. Uno se imagina lo que debió ser, para aquellos hombres, vivir y morir en esta impresionante soledad.

Impresiona, también, la posición misma. Quedan restos del parapeto, todavía salpicados de balazos. Queda, semiderruida, una de las edificaciones. Removiendo un poco entre los restos, encontramos media docena de vainas de cartuchos de máuser, un trozo de alambrada, un fragmento de correaje. Y algo más. Por doquier empezamos a recoger unas esquirlas blancas, muy peculiares. Pronto identifico de qué se trata. Según cuenta Santiago Domínguez, años después del desastre la Armada hizo prácticas de tiro bombardeando los restos de Sidi-Dris. Los cadáveres de los defensores habían sido inhumados in situ, en fosas comunes, pero aquellos marinos no debían de saberlo. Por eso los huesos de los muertos de Sidi-Dris están se ven hoy así, esparcidos a la intemperie. Entierro algunos. Son demasiados para darles tierra a todos.

Entonces me doy cuenta de que les debo estas palabras. De que la España de hoy, donde yacen enterrados en mausoleos y bajo lápidas de mármol los granujas que los enviaron al matadero, debe enterarse de que aquellos pobres siguen allí, hechos añicos sobre la inhóspita tierra rifeña. Del olvido sólo les conforta la paz infinita del horizonte marino de Sidi-Dris. Eso, y nuestra memoria, que en lo que valga, y para lo que valga, aquí queda escrita.

 

 

El macizo de Quilates desde Sidi-Dris. Lorenzo Silva, 2002

 



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