Windsor, planta 21

 


 

Yo trabajé durante casi tres años en el edificio Windsor. La mayor parte de ellos, en la planta 21. Por aquel entonces era la sede de Arthur Andersen, donde inicié mi carrera profesional (primero como auditor de cuentas y luego como abogado). Arthur Andersen ya no existe (cayó desintegrada, como recordarán algunos lectores, tras amparar uno de sus auditores el maquillaje de las cuentas de la empresa norteamericana Enron, que luego daría desafortunadamente en quiebra). Y el edificio Windsor, desde el pasado domingo, también es historia. Uno siente que de pronto se ha borrado una parte de su pasado, una parte en mi caso más corta que la de otros (muchos miles de jóvenes profesionales españoles pasaron por esa firma y ese edificio). Y resulta inevitable evocarla, aunque sea en unas líneas. No sé si podré representar a los demás, pero me permitiré intentarlo.

Para los que trabajábamos en él, el Windsor era un edificio que provocaba sentimientos encontrados. A veces lo odiábamos, sin paliativos, porque en él pasábamos muchas horas, bregando con un trabajo duro y a veces más que tenso, y porque en sus entrañas había demasiadas salas sin ventanas donde uno se sentía como un prisionero o como un galeote bajo la cubierta de la galera. Pero también acabábamos cogiéndole cariño, porque durante los años que cada uno pasó allí, fue más nuestro hogar que ningún otro sitio, incluida nuestra presunta casa (al menos, si había que medirlo por el tiempo que vivíamos en uno u otro lugar). Y cuando uno medraba un poco en la organización, le daban un despacho con ventana, lo que le permitía disfrutar de una fastuosa vista de Madrid. Especialmente buena fue la que nos tocó a mí y a mi compañero José Ignacio García, con el que compartí el despacho de la esquina noroeste de la planta 21 de la torre. Al atardecer, el espectáculo que se desataba más allá de los cristales, con la sierra de Guadarrama de fondo (y hago notar que el atardecer siempre nos sorprendía allí, en invierno y en verano) era tan impresionante que la gente se venía a nuestro despacho para contemplarlo. Aprovechábamos así para hacer una poética pausa, dentro del prosaico ajetreo diario de los jóvenes profesionales atrapados en las tripas de la bestia financiera de Madrid que todos, con mayor o menor vocación, éramos.

Todo eso ya no es, ni será más que un puñado de escenas cosidas en el tejido frágil de nuestra memoria. Nadie más volverá a ver atardecer desde la planta 21 del Windsor. Nadie más dejará allí su piel para mantener limpio y engrasado el flujo económico de la City madrileña, ni se parará a soñar en momentos insospechados que podría haber sido o aún ser otra cosa.

En términos objetivos (si es que uno puede serlo respecto de su propia historia), me atrevo a decir que el Windsor era un edificio meritorio, pero mejorable. No sólo en sus sistemas contraincendios, como los hechos han demostrado tristemente, sino también en su habitabilidad. Algunas de sus soluciones estéticas (como esos cristales que cambiaban de color, o su estructura de prisma compacto) iban en detrimento de su habitabilidad (principalmente, porque disminuían el acceso de la luz natural al interior). Pero cuando las cosas desaparecen, hay que saber ser generoso con ellas. Sirvió durante treinta años. Nos cobijó del frío, del calor, incluso de la soledad de enfrentar las primeras responsabilidades de la vida a los muchos jóvenes que por allí pasamos. Guardemos pues su recuerdo, y descanse en paz.

 



7

Cedido a cualquiera que lo use sin ánimo de lucro
Copyright, Lorenzo Silva 2000-2005