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20 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 36

Tiempo de consolar

19 de abril – Acompañar al doliente

Sucede a menudo en la vida. Crees que estás haciendo un esfuerzo por o para otro, y mientras estás en ello descubres que el más beneficiado y enriquecido por el esfuerzo en cuestión eres tú mismo. Pasa mucho en la crianza de los hijos: tienes con frecuencia la sensación de que supone un sacrificio que a lo peor nunca te van a agradecer, ni ellos ni nadie; y de pronto descubres que no hace falta, que el que agradeces haberlo hecho eres tú mismo, por todo lo que te ha enseñado, sobre ti, sobre tu hijo o tu hija, sobre la vida que de ti fluye a ellos y en ellos continúa.

Me ha vuelto a pasar hoy, mientras le leía a mi hija Núria el cuento que nos tocaba hoy de los incluidos en Corazón, de Edmondo De Amicis. Me ha pasado mucho en este mes y pico en el que convivo con ella todos los días, de la mañana a la noche: algo que por exigencias de mi trabajo y de la vida nómada y algo destartalada que me ha impuesto no ha sido ni mucho menos la tónica, ni con ella ni con el resto de mis hijos. He hecho con ellos todo lo que he podido y siempre que he podido, desde viajes a juegos, lecturas y escrituras; pero no recuerdo haber tenido antes treinta y cinco días seguidos de convivencia con ninguno. Y me doy cuenta de la bendición inmensa que es, para quien la tiene y puede ejercerla, estar de ese modo al pie de esa responsabilidad, incluso cuando exige levantarse a las cinco de la mañana porque tu hija se despierta y le asusta la oscuridad y ahí acaba tu propio sueño.

Es lo que ha pasado esta mañana, y por eso por la noche estaba un poco cansado cuando me he puesto a leerle el cuento, después de que apurara junto a Noemí su capítulo entero de La historia interminable —no le perdona ni una página: hoy se ha enfadado mucho con Wolfgang Petersen por no sacar en la película los unicornios que sí están en el libro, con lo que a ella le gustan los unicornios—. Reconozco, sí, que me ha dado un poco de pereza al ver que el cuento de hoy, El enfermero del Taita, tenía diez páginas bien grandes y llenas de letras. Pero en cuanto he entrado, y ella conmigo, en la historia que narra, la pereza se ha esfumado y se ha convertido en gratitud. Gratitud por tenerla, a Núria, por lo que le gusta que le lean cuentos, y por tener ese cuento para leerle esta noche.

La experiencia me ha hecho ver la potencia inmensa de ese humilde artefacto que aparenta ser un libro. El que le leo, creo que ya lo comenté aquí, me lo regalaron a mí hace cuarenta y tantos años, tal vez con motivo de mi primera comunión —este detalle no lo tengo seguro, pero por ahí andaría—. Ha estado parte de ese tiempo en casa de mis padres, luego pasó a mi primera casa en Getafe, a continuación al piso también getafense al que me mudé en 2006 y finalmente a la casa de Illescas. Ha estado cinco años durmiendo en la habitación de mis hijas mayores, que por edad y gustos no se han interesado ya mucho por él. La semana pasada, cuando Núria acabó con su madre la Biblia para niños, me acordé de él y lo subí. Recordaba que de niño me había impresionado mucho, y también alguna de sus historias. Es un volumen grande, de Ediciones Paulinas. Para muchos, supongo, una obra anticuada y sentimental. Tal vez, pero sigue siendo excelente, y despertar sus páginas calladas durante años no sólo ha sido una conmoción para la niña de siete años que hoy las escucha; también para el hombre de cincuenta y tres que se las lee.

El otro día mi amiga María me escribió para comentar la primera mención del libro en este diario. Me decía algo muy hermoso. Que su padre les contaba a menudo a ella y a sus hermanos los cuentos de Corazón; se los contaba, de memoria, no se los leía. Que el del El pequeño vigía paduano, por triste que fuera, había sido siempre uno de sus favoritos. Que cree que eso hizo, de ella y de sus hermanos, personas más empáticas que la media. Que agradecía mucho ese regalo de su padre, que ya no está vivo, y que leer la referencia en mi diario la había emocionado.

Hay mucho de verdad en lo que dice María: mejores o peores, desde el punto de vista estilístico o literario, las historias de Corazón alimentan la empatía con el prójimo, enseñan a hacerse cargo de su dolor, a respetarlo, a consolarlo o, si el consuelo no es posible, a acompañar de corazón al doliente. Y El enfermero del Taita no sólo es un buen ejemplo, sino que quizá sea el cuento más indicado para leerle a un niño, y para que lo leamos todos los que ya no lo somos, en medio de la tragedia que nos ha golpeado y nos mantiene a unos confinados y a otros luchando a brazo partido contra un enemigo tan invisible como implacable.

Cuenta la historia de Cecilio, un niño de la región de Nápoles que va al hospital de la ciudad a buscar a su padre, que está ingresado allí tras regresar de Francia. Le llevan junto a la cama de un enfermo, en quien le cuesta identificar a su progenitor: tan inflamada y desfigurada tiene la cara. Delira, se ahoga, no lo reconoce. Pese a todo, el niño se queda a su lado, durante varios días y noches. Le arregla las sábanas, le da agua, le acaricia la mano, le dice que lo quiere, que es su Taita, que significa papá en el dialecto de la región. Al cabo de varios días así, sin que el enfermo mejore ni le diga nada, no pasa de apretarle alguna vez la mano, Cecilio oye una voz conocida a su espalda. Es su padre, que estaba en otra sala y que ya se ha recuperado. Al chico le pusieron con un enfermo que no era: ha estado cuidando como su padre a un desconocido. En vez de irse con su padre, Cecilio se queda junto al enfermo hasta el final. Lo sigue llamando Taita, y el pobre hombre, que finalmente muere, y que tal vez tenga una familia, pero que no está a su lado porque ni siquiera puede hablar ni dar razón de dónde se encuentra, tiene una mano que estrechar para no irse de este mundo en absoluta soledad, gracias a ese niño que en los días y noches anteriores ha aprendido el valor de consolar a otro.

Al cerrar el libro, no puedo evitar pensar en todas las personas que han muerto en estos días sin la mano ni la presencia de los suyos. En todos los jóvenes enfermeros y enfermeras, médicos y médicas, o no tan jóvenes, que les han dado esa mano última, esa compañía para el doliente, y así han encontrado para sí mismos, quizá, una recompensa y una enseñanza mayor que aplicando las pocas e inútiles armas terapéuticas de las que disponían para tratar de curar a esos enfermos. Porque creemos que nuestro valor viene dado por los problemas que resolvemos, y tal vez esté más en cómo asistimos y servimos en los que no tienen solución.

Dondequiera que estés, Edmondo De Amicis, te agradezco en mi nombre y en el de mi hija la lección de empatía, como mi amiga María a través de su sabio padre.

Y a propósito de acompañar al doliente, la noticia del día, a falta de cambios espectaculares en la evolución o la cura de la enfermedad —la cifra de muertos diarios sigue bajando lentamente, cuatrocientos y pico hoy—, la protagoniza un general de la Guardia Civil que en la rueda de prensa diaria dice, textualmente, que los especialistas del Cuerpo trabajan «para minimizar ese clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno». Interpretado el aserto en su literalidad, vendría a ser ni más ni menos que la conversión de la Guardia Civil en una policía política; justamente eso que el duque de Ahumada, organizador y en cierto modo fundador moral del cuerpo en 1844, quiso evitar a todo trance, escaldado por el pésimo precedente del cuerpo policial fundado por Fernando VII un par de décadas antes y disuelto por los liberales a la muerte de ese monarca por la odiosidad que se había granjeado con su labor en persecución de cualquier forma de disidencia.

La tormenta no se ha hecho esperar. Se han aplicado a alimentarla todos los que quieren hacer caer al Gobierno, que no son pocos y no se sitúan sólo en la derecha ideológica; también se han sumado al linchamiento quienes no ven con desagrado una oportunidad para desacreditar a una institución que ha logrado resistir, con su nombre y carácter, los últimos 176 años de la historia de España, es decir: un número de revoluciones, guerras civiles y desastres de todo tipo sin parangón en Europa y que deberían servir para inscribirla en libro Guinness de los récords. También aquí se congregan personas de toda orientación ideológica, porque es sabido que el éxito en España es lo único que pone de acuerdo a quienes sustentan visiones contrapuestas: en contra de quien lo alcanza y mantiene.

No tengo información para confirmar o desmentir que la Guardia Civil esté trabajando en esa línea que dijo el general. Si lo estuviera haciendo, sería un error mayúsculo, por parte del político que se lo requiere y de quienes en la institución no se hubieran plantado ante una orden ilegal e indigna. No es fácil, en todo caso, que la realidad se ajuste a las alarmantes manifestaciones del general: ni el cuerpo tiene los medios para hacer esa labor de contrainformación, ni en el pasado han sido sus profesionales sensibles a los cantos de sirena de los gobernantes para «minimizar» las torpezas de los políticos o favorecer su agenda. Estamos hablando del cuerpo que no dejó de marcar policialmente a ETA cuando gobiernos de derecha y de izquierda pactaban treguas y negociaban con la dirección de la organización armada; del mismo que procedía impasible contra los ERE de Andalucía —corrupción del PSOE—, la red de la Púnica —corrupción del PSOE y sobre todo del PP, con el PP en el Gobierno— o el caso Palma Arena —corrupción del yerno y luego cuñado del rey—. Con carácter general, los guardias civiles han entendido que su lugar está antes con la ley y los jueces que con las consignas políticas del ministro de turno, y así lo han saboreado amargamente unos cuantos.

¿Ha cambiado esto el coronavirus? Me permito dudarlo, pero no lo sé. Si alguien ha cedido a una instrucción así, desmerece del cuerpo y su tradición. No hay más.

Me inclino más a pensar, pero sólo es una conjetura, en un acto de comunicación desafortunada por parte de un mando que no parece especialmente avezado en esas labores. Como me dice por la noche un buen amigo guardia: mejor sería que esas labores las hiciera alguno de los guardias civiles, de mucho menor graduación, que sí están preparados y tienen experiencia en lides comunicativas. Diría que el general no quiso decir lo que dijo, que no puede ser y además es imposible, aunque nos haya puesto difícil descartar que aquí haya algo indebido.

En todo caso, también se ha visto hoy en la rueda de prensa de los ministros, el cansancio empieza a hacer mella en unas personas que trabajan y dan la cara, aunque sea por videoconferencia, todos los días sin descanso ni interrupción. Los cuatro ministros han estado espesos, repetitivos, inconvincentes; pero antes de despellejarlos, en especial los que en estos días, por no estar en primera línea, disponemos de un espacio privilegiado para la reflexión, el análisis y el reencuentro con lo nuestro y los nuestros, quizá deberíamos ser compasivos. O lo que es lo mismo, empáticos, y apiadarnos un poco de ellos como los dolientes que son, aunque no estemos de acuerdo con ellos o los critiquemos, y hacerlo incluso con aquellos de cuya visión diferimos de forma radical —y pienso en alguno al que yo mismo he aludido—, aunque nos sigamos oponiendo legítimamente a ella.

Pienso en ese general, y la que le espera la semana que entra. Ojalá tenga una mano como la de Cecilio, el pequeño enfermero de Nápoles, para aliviarle la soledad.

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