Blog

28 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 44

Por tan poco tanto

27 de abril – 900 euros

Me paso todo el día trabajando, casi sin tiempo para comer. Me coinciden el cierre anticipado de XLSemanal —y otra semana vuelvo a tener cientos de cartas para leer—, un artículo quincenal y la sesión principal de mi colaboración con la universidad de Navarra, que hago por videoconferencia pero hay que preparar igual. Además me toca terminar con Núria sus deberes de matemáticas, que le mandan más mañana, y una serie de tareas menores que tampoco puedo posponer. Me levanto poco después de las siete y no paro de correr hasta las ocho y media de la tarde. El estrés confinado es peor que el otro: se siente uno como el hámster en la rueda; cuando puedes salir a la calle, al menos te distraen los trayectos.

Y sin embargo, cuando acabo la jornada, lo hago con un sentimiento de vergüenza. Calculo la remuneración que va a corresponderme por el trabajo realizado —si las empresas para las que lo hago no quiebran de aquí a la fecha de cobro—: salvo los deberes de Núria —que no tienen más pago que la satisfacción paternal— y este diario —que sólo cobro en mensajes generosos de algunos lectores— todas mis demás tareas tienen alguna retribución dineraria. Y cuando saco el número aproximado, lo comparo con lo que le pagaban a una mujer cuya historia he conocido hoy a través de un breve hilo de Twitter que ha publicado su hijo, quince días después de enterrarla. Hace dos años comprendí que esa red social era poco útil como vehículo de conversación, función para la que ingenuamente había intentado utilizarla. Sin embargo, escogiendo bien a quien sigues, y desarrollando alguna habilidad para separar el poco grano de la mucha paja, puede ser excelente como mirilla para asomarse a la condición humana y sus recovecos más sobrecogedores.

Esta historia es un buen ejemplo. El hilo es breve, casi lacónico, pero no necesita decir más. El autor comienza poniendo una foto de la nómina de la madre muerta: en números redondos, 900 euros mensuales. Luego dice a qué se dedicaba: auxiliar en una residencia de ancianos. Tenía 62 años, y hasta el último momento que pudo siguió desempeñando aquel trabajo del que dependía su precaria subsistencia. Fue haciéndolo como la infectó el coronavirus que acabó con su vida, pero ya antes de ese desenlace había pagado un duro peaje: la labor le exigía tal esfuerzo físico y psíquico, por las jornadas, los turnos y la necesidad de mover a personas a veces voluminosas y extremadamente dependientes, que se vio abocada a recurrir a toda clase de fármacos, desde analgésicos hasta ansiolíticos, para poder soportar los dolores y la angustia que padecía. Mientras lo leía imaginé esa vida de tanto sacrificio y con tan poca recompensa, más allá de la sonrisa de afecto y gratitud que pudiera dedicarle alguna vez alguno de los ancianos a los que cuidaba y que conservaran alguna capacidad de comprender lo que sucedía a su alrededor.

Y todo por 900 euros al mes.

Algo hay muy descompensado y averiado en nuestro mundo y la sociedad en la que nos hemos organizado cuando esa labor heroica, que lo fue día a día y lo acabó siendo por el sacrificio de la heroína, recibe un pago que ni siquiera alcanza para proporcionar una existencia digna a quien la afronta. Y esa avería se hace tanto más escandalosa cuando se piensa en la largueza con que se premian esfuerzos irrisorios, irrelevantes, que apenas cubren necesidades, que a veces nada aportan más allá de entorpecer, obstruir o arruinar los esfuerzos de otros. Por un momento he sentido que mi propio trabajo entraba dentro de esa nadería que el mundo podría ahorrarse sin quebranto alguno y no he podido dejar de avergonzarme de mi fatiga de hoy y de que vayan a pagarme lo que me pagarán, por tan poca cosa.

Ya sé, me lo contaron en la facultad en la clase de Economía, que mi trabajo se considera cualificado y cuando lo facturo no sólo facturo mi esfuerzo de la jornada, sino los años de formación que me han permitido realizarlo. Ya sé que el trabajo de una auxiliar de residencia no se considera cualificado, aunque quizá debiera, porque no exige poco aprendizaje tratar con humanidad y decoro a personas que en muchos casos han perdido el cariño ajeno y la capacidad de percibirlo. Pero de pronto esa variable se me antoja insignificante, al lado de lo mucho que en estos días ha hecho falta el trabajo de esa mujer y lo fútil que resulta el mío.

Quizá todo esto sirva de algo si alguien aprende que las personas, incluso cuando ya no se pueden valer y su vida ofrece mínimas perspectivas, son lo más precioso y deben tener la máxima dignidad; que quienes se dejan la salud —y en coyunturas extremas la vida— para cuidar de que así sea no pueden recibir un salario de miseria, para que alguien ensanche su margen de explotación y llene su cuenta corriente con la penuria y el abandono de otros: como apunta el hilo de su hijo, esta mujer estaba física y mentalmente destrozada por tener que atender a muchos más ancianos dependientes de los que habría sido sensato y decente que atendiera.

Historias como esta me hacen dudar de que ciertos aspectos de la vida puedan encomendarse a una empresa con ánimo de lucro; o por refinar el razonamiento y no dejar como única vía la estatalización, a una empresa con ánimo de lucro que no esté sometida a rigurosos estándares de calidad y a una auditoría constante con penalizaciones severas para garantizar que no deja de cumplirlos. Estándares que incluyan, para empezar, las condiciones laborales de las personas a las que emplea.

Al final, no se trata tanto de privatizar o no privatizar, sino de no privatizar de cualquier manera, cerrando los ojos y —lo que es más grave y por desgracia nos consta— en más de un caso en connivencia con quien obtiene la contrata y reparto opaco de beneficios con el adjudicador. La fiesta ha durado demasiado y nos ha salido demasiado cara, en términos económicos, humanos y éticos, como para que después de todo esto el Estado no implante de una vez por todas una vigilancia férrea y efectiva sobre los servicios de interés público que se gestionan con entrada y participación de la iniciativa privada. No se trata de una aspiración metafísicamente imposible: sólo hay que querer hacerlo y poner los medios y procedimientos para ello, que están inventados desde hace mucho. Además, eso estimularía la libre y sana competencia, e incluso fomentaría la excelencia empresarial, en lugar de premiar a burdos ventajistas.

A esta heroína caída de nada le sirvieron ni le sirven ya los aplausos. Podrían darle una medalla, la merecería mucho más que alguno que lleva el pecho alfombrado de ellas; pero quizá la mejor manera de condecorarla sería impedir de una vez que sigan explotando a sus hermanas, a las que aún están vivas, en estos días en la zona cero de la pandemia, y antes y después tomando a diario ibuprofeno y/o diazepam para soportar la vida y hacérsela soportable a aquellos a quienes cuidan.

Entre tanto: vergüenza, vergüenza y vergüenza.

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva
3 Comentarios
  1. No se haga mala sangre. Este mundo no es perfecto, pero es el menos malo que ha existido, y los futuros serán mejores, seguro. Nunca como ahora, son mas necesarios los escritores y los poetas.

    • No me hago mala sangre. Me cuesta aceptar que este mundo «menos malo que ha existido» no se esfuerce en corregir estos errores, que son corregibles.

  2. Amén. Así sea. Gracias Lorenzo por esta lección de humanidad que nos debe llevar a todos a reflexionar sobre qué sanidad queremos y qué residencias de ancianos queremos y deseamos. Y todo con un gran reconocimiento por las que lo hacen posible.
    Muchas gracias.

Deja una Respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *