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9 mayo, 2021

El silencio del cayuco

Hay que imaginar el momento, aunque duela. Ese en el que los tres seres humanos supervivientes, de quién sabe cuántos que embarcaron días atrás en las costas de África, comprenden que han errado el rumbo, que la derrota del cayuco lo es en un doble sentido: la dirección que lleva y su condena a vagar por la nada azul hacia la muerte. A ella ya han llegado las veintitantas personas cuyos cuerpos sin vida los acompañan, inertes en el fondo de la embarcación. Quizá algunos más que se fueron por la borda cuando las fuerzas alcanzaban aún. Con el resto de conciencia que les deje la sed, el hambre, el frío de la noche y el sol que de día les abrasa la mente, los tres callan y aguardan.

El silencio del cayuco, de esa gente que siente y acepta ya que no tiene esperanza, se queda allí, flotando sobre el océano. No se escucha, aunque debiera atronar todos los oídos, donde se reúnen y deliberan quienes tienen alguna responsabilidad sobre la organización de un mundo que empuja y precipita a tantos desheredados a poner sus vidas al azar de una navegación casi suicida. No faltará quien sostenga que son unos insensatos; en especial, las mujeres que se embarcan con niños pequeños. Es fácil aplicar los estándares del edén a quienes buscan zafarse como pueden del báratro. Cómo de desesperado tiene que estar uno para darle a la propia vida, y a la de quienes más quiere, un aprecio tan irrisorio, un apego tan somero, un fin tan cruel.

No faltará quien diga, tampoco, que nada puede hacerse, que la culpa es de los malos gobernantes de sus países, de ellos mismos por tenerlos, por elegirlos o por no haber sabido dar con la forma de derrocarlos. De su cultura atrasada, su idiosincrasia pasiva, su carácter negligente. Acumúlese sobre la mesa del desprecio todo el arsenal argumental que sirva para cargarlos con el peso de su infortunio: no cambiará el hecho de que son miembros de una especie que domina un planeta con recursos por ahora suficientes para ofrecer una vida digna a todos los que la componen y que los distribuye con desigualdad abrupta.

Igual que nadie puede echarse a las espaldas la culpa de todos los males de la humanidad, nadie que forme parte de ella puede dejar de sentirse interpelado por el sufrimiento de uno cualquiera de sus semejantes, cuando es fruto de una injusticia o un atropello que habría podido evitarse. Vale tanto para los pasajeros del cayuco, como para las dos niñas de Tenerife que en esos mismos días su padre decide no devolverle a su madre para hacerlas desaparecer, como para los miles de indios que arden en piras hasta agotar la leña porque a sus gobernantes les dio por subestimar la amenaza del coronavirus en un país sin posibilidad de establecer distancia personal o asegurar la higiene mínima necesaria y que apenas dispone de sanidad pública.

Por eso hay que hacer el esfuerzo de prestar oído al silencio abrumador de ese cayuco donde sólo queda esperar a que las fuerzas se extingan y rendirse a la evidencia del final sin otro testigo que la inmensidad azul —o negra, si llega de noche—. Y entonces entra de pronto el sonido lejano de un rotor, el de un helicóptero que vuela al límite de su autonomía con depósitos suplementarios —el cayuco se ha pasado en más de quinientos kilómetros de la última isla antes de América, El Hierro— y que minutos después es un estruendo sobre la vertical de esta balsa de la Medusa del siglo XXI. El que les trae a sus supervivientes el milagro, la respuesta in extremis de la humanidad de la que se sentían ya olvidados, perdidos y descartados sin remedio.

Unos hombres se descuelgan del helicóptero: tienen apenas media hora para averiguar cuántos de los cuerpos que ven desde arriba siguen vivos y subirlos con grúa al aparato. Por una vez, el silencio del cayuco tuvo quien lo escuchara. Y la humanidad, quien la ayudara a sostener, al filo del abismo, su dignidad.

(Publicado en elmundo.es el 2-5-21).

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