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12 junio, 2021

La hora de los ilusos

Clama al cielo: no sólo es injusto, sino contrario a la lógica de las cosas y al saludable funcionamiento de la economía, que los negocios más rentables, los que generan cifras más ingentes de beneficios a lo largo y ancho del planeta, sean los que menos carga impositiva soportan, gracias al truco impune y consentido de ubicar artificialmente sus rentas en territorios de liviana o nula tributación. Como consecuencia de esa deslealtad para con las sociedades de las que extraen sus ganancias y de cuyas leyes e infraestructuras se aprovechan, incrementan su cotización en Bolsa y dan lugar a patrimonios milmillonarios, que se exhiben sin rebozo ni más contrapeso que alguna acción filantrópica por la que sus titulares esperan que los celebren y los admiren.

Quienes en alguna ocasión osan expresar en público sus reparos, y clamar para la enmienda de tan absurdo y lacerante estado de cosas, se han venido encontrando con discursos que los tildan de ilusos. Hay muchas razones, se viene a objetar, por las que jamás se van a tomar medidas contra esa disfunción de la exención impositiva de los más opulentos: no se pueden poner trabas fiscales a la creación y la libre circulación de la riqueza, so pena de dificultar el progreso, tanto en términos económicos como tecnológicos —ya que muchos de estos boyantes negocios están relacionados con la tecnología—. Además, los beneficiarios del tinglado acaparan ya tal poder económico y de presión —a través de los lobbies que auspician y controlan, los académicos a los que financian y los candidatos cuyas campañas pagan— que nunca se fraguará una acción política vigorosa para poner coto a esta ventaja de la que se alimenta el valor de sus empresas.

Y quizá habrían seguido disfrutando indefinidamente de su gigantesco chollo, de no haberse cruzado en el camino dos crisis pavorosas y una pandemia global, que han dejado temblando las cuentas públicas de todos los grandes países y sobre todo le han mostrado a la que todavía oficia precariamente como la primera potencia económica mundial que ya no puede aplazar por más tiempo la renovación de sus penosas infraestructuras. Después de décadas de abandono de las inversiones públicas, a mayor gloria de los magos de Wall Street y sus gurús e ideólogos a sueldo, ya no aguantan más, hay que renovarlas y de algún sitio tiene que salir el dinero. Y como los pobres ya llevan demasiado tiempo sosteniendo al Estado por encima de sus posibilidades, llegó la hora de pasar la gorra a los hasta ahora intocables.

De ahí que el G-7 impulse un acuerdo para que se graven los beneficios empresariales con un tipo mínimo sea cual sea el sitio del globo donde los astutos artistas de la elusión fiscal den en situarlos, para que deje de funcionar el subterfugio de pagar impuestos irrisorios en un país y forrarse en otro, en beneficio del que ofrece el descuento fiscal y en perjuicio abusivo del que genera la riqueza que a su vez otorga valor, clientes y mercado a lo que sea que venda la empresa que obtiene los beneficios.

Aunque sea por este camino tortuoso, llega así la hora de los ilusos, y sobre todo, la hora de dar una mínima reparación a los hasta ahora burlados, estafados y hasta expoliados. Porque es hora de decirlo con claridad: la obscena dimensión que han alcanzado algunas fortunas individuales descansa de manera significativa sobre esa posibilidad de escurrir el bulto fiscal, que no es más que dejar de aportar a la comunidad la contrapartida que le debe cualquiera que de ella obtiene lucro y amparo, en perjuicio de quien teniendo menor capacidad económica se ve obligado a sostener el déficit de recaudación que eso genera.

Lo que los Estados no les podían cobrar a los reyes del mambo lo acababan pagando los humildes con sus salarios y el deterioro de los servicios públicos. A lo mejor no salía tan a cuenta la prosperidad que se han estado jactando de traernos.

(Publicado en elmundo.es el 6 de junio de 2021).

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