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28 mayo, 2021

Tiempo de abrazar

«Suprima en todo caso las reflexiones sentimentales». Así se le dirige Seidel, un oportunista sin escrúpulos, a Jason, el joven protagonista de la primera e inacabada novela de Juan Carlos Onetti, Tiempo de abrazar. Sucede más o menos al principio de la narración, cuando Seidel le propone a Jason participar en una estafa por la que se llevará una comisión de dos mil dólares. Más allá de este hecho delictivo, el joven desatenderá la petición del estafador: a lo largo de la novela se abandona de tal modo a sus sentimientos que acaba convirtiéndolos en bandera para ir en dirección contraria a la multitud. «La vida es otra cosa y nadie lo comprende», le dice Virginia, la muchacha apasionada de la que se enamora, y Jason lo recibe como una iluminación. La imagen que cierra el texto resulta emblemática: «Ahora oponía el pecho a las filas interminables que seguían avanzando lentamente. Lo empujarían, lo golpearían, queriendo hacerlo seguir como hasta ahora, al paso lento de siempre. No importaba». Ya es otro.

Habrá quien vea en este texto del joven Onetti un cándido alarde romántico. Sin embargo, para los lectores del viejo Onetti resulta un poco más difícil. Nada hay de candoroso en él, y sin embargo sigue brillando, engastado en su prosa, el fulgor de esa necesidad de abrazar, de no suprimir la reflexión sentimental, sin la que la vida humana se convierte en un rescoldo inerte.

Una mañana de mayo, con el mar más o menos en calma, los servidores de un sultán airado creen que la mejor manera de presionar diplomáticamente al país vecino es arrojar sobre una de sus playas africanas a una multitud desesperada, un tropel de desheredados de todas las edades, desde hombres y mujeres adultos hasta bebés lactantes, incluidos varios miles de niños y adolescentes. Sin casi saber nadar algunos, se juegan la vida.

Al otro lado de la verja y el espigón que hacen de frontera y separan las playas de los dos países podrían haberse encontrado con un torpe pelotón de uniformados que los repelieran con sus porras y otros artefactos de ofender. Seguramente era lo que buscaban el sultán y sus consejeros, la fea imagen de un país opulento rechazando a palazos a los hambrientos, además del agobio de cargar a una ciudad de ochenta mil almas con diez mil refugiados. Si al otro lado de la verja hubiera estado alguno de los muchos Seidel con que cualquier país cuenta, quizá hubiera sido esa la imagen, suprimida toda reflexión sentimental.

Sin embargo, lo que esos náufragos se encontraron fue con un contingente de profesionales y voluntarios animados por otra conciencia bien distinta. Muchos de ellos uniformados, pero a la vez ciudadanos de una sociedad que con sus defectos, como los tienen todas, es una sociedad civilizada y con conciencia de la dignidad de las personas. Bajo los uniformes, no pocos padres y madres que al ver nadar contra la muerte a los niños tuvieron en mente a los suyos propios, y que los socorrieron al tiempo que intentaban contenerlos y disuadirlos, como las leyes les exigían. Entre los voluntarios, sentimentales que asumen el deber de amparar y abrazar al que sufre, en vez de desampararlo y dejar que se estrelle contra los arrecifes de su personal desgracia.

La maniobra no tuvo el resultado esperado. Las imágenes de la escaramuza son una voluntaria de la Cruz Roja acogiendo en sus brazos a un desdichado y un submarinista de la Guardia Civil salvando de la hipotermia a un bebé. Poco o nada importa que algún —o alguna — Seidel, desde la gelidez de su corazón, prefiera ver en la primera imagen un acto libidinoso, o en la otra un derroche de energías provocado por el vecino malévolo. Es el gesto de ambos lo que desarma e inutiliza la malevolencia.

El problema de fondo es vidrioso y resurgirá, quizá de mala manera, pero esta batalla se ganó como se ganan algunas: con el abrazo que deja en evidencia a quien carece de sentimientos.

(Publicado en elmundo.es el 23-5-21).

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