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2 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 18

Pestes de ayer (y de hoy)

1 de abril – Las pestes de Atenas y Bizancio

Releo en estos días a Tucídides y a Procopio de Cesarea, dos de mis griegos favoritos, entre otras razones por cómo supieron reflejar los entresijos de la naturaleza humana a través de sus conflictos. El primero pasa por ser el maestro y el modelo del segundo, no en vano escribió casi mil años antes, y el autor de Cesarea —de Palestina, cerca de la moderna Haifa— estudió a su predecesor. Sin embargo, los dos son igualmente brillantes, igualmente intemporales, y si a Tucídides hay que reconocerle la originalidad y el instinto primigenio, Procopio cuenta con la ventaja de haber sumado a su bagaje el resto de la tradición clásica, no sólo griega, sino también latina, y la de servir en la corte bizantina de Justiniano, un lugar de veras interesante para asomarse a los abismos del alma humana.

Los dos se refieren en su obra a sendas pestes. Tucídides habla de la que asoló Atenas en el año 430 a. C., ya en plena guerra con Esparta, y que contribuyó  a debilitar a la que hasta entonces era la potencia imperial hegemónica en el mundo griego, dejándola maltrecha y expuesta a la derrota que acabaría sufriendo al final. Es muy esclarecedor recuperar en estos días algunas de las consideraciones que hace Tucídides a propósito de la epidemia. Entró, cómo no, por el Pireo, el puerto ateniense: en aquella época era lo que en la nuestra los aeropuertos por los que se ha colado el coronavirus a lomos de la globalización. Llegó de pronto, dice Tucídides, que padeció la enfermedad y describe cómo se manifestaba:

En plena salud y de repente se iniciaba con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro la faringe y la lengua quedaban en seguida inyectadas y la respiración se volvía irregular. (…) Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho, acompañado de una tos violenta y cuando se fijaba en el estómago lo removía y venían vómitos (…) con un malestar terrible.

Subraya Tucídides su carácter indiscriminado:

Unos morían por falta de cuidados y otros a pesar de estar perfectamente atendidos. (…) Ninguna constitución, fuera fuerte o débil, se mostró por sí misma con bastante fuerza frente al mal; este se llevaba a todos, incluso a quienes eran tratados con todo tipo de dietas.

Y relata así la respuesta en el seno del pueblo de Atenas:

Si por miedo no querían visitarse los unos a los otros, morían abandonados, y muchas casas quedaban vacías por falta de alguien dispuesto a prestar sus cuidados; pero si se visitaban, perecían, sobre todo quienes hacían gala de su generosidad, pues, movidos por su sentido del honor, no tenían ningún cuidado de sí mismos.

Soledad y abandono en el morir, generosidad y riesgo en el cuidar. De qué nos suena. También consigna el cronista el amargo cambio en los hábitos funerarios:

Todas las costumbres que antes observaban en los entierros fueron trastornadas y cada uno enterraba como podía. Muchos recurrieron a sepelios indecorosos debido a la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en la familia.

De especial interés es la parte donde describe el impacto moral de la enfermedad:

La epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacía ocultamente, puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos y morían súbitamente. (…) Ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía; de una parte juzgaban que daba lo mismo honrar o no honrar a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente, y en cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido.

De algo nos suena también este inescrupuloso carpe diem, aunque no sean sus manifestaciones tan extremas ni la epidemia tan mortífera.

En mitad de la peste pronunció Pericles un famoso discurso, que Tucídides no puede dejar de recoger, y del que tampoco puedo evitar incluir aquí este trozo:

Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una ciudad afortunada se salva más fácilmente.

Si a alguno le ayudara todo esto que ahora tenemos encima para asimilar esta antigua enseñanza, de algo nos serviría el azote de la enfermedad.

En cuanto a Procopio, en su Historia se narra con detalle la peste que golpeó Bizancio en el año 542 de nuestra era. Un acontecimiento que tuvo sus diferencias con la peste ateniense, y que el autor bizantino cuenta con matices también respecto de Tucídides. Hubo algunas semejanzas: entró por la costa, como la otra, y también subraya Procopio su carácter pavorosamente «democrático».

No afectó a una parte concreta de la tierra ni a cierto tipo de hombres, ni se redujo a una determinada estación del año (…), sino que se extendió por la tierra entera, se cebó con cualquier vida humana, por muy distintos que fueran unos hombres de otros, sin perdonar naturalezas ni edades. Y es que la diversidad de (…) maneras de vivir, o de condiciones naturales o de actividades que ejercían o de cualquier otra cosa en la que se diferencia un ser humano de otro, no sirvió de nada. (…) Ni isla ni cueva ni montaña que estuvieran habitadas se libraron del mal. Y si se dio el caso de que por algún sitio pasó de largo, sin atacar a los que allí vivían, (…) volvió, no obstante a manifestarse de nuevo en ese lugar, pero sin afectar entonces en absoluto a los que habitaban en las cercanías, a los que precisamente había atacado con mayor virulencia, y no desapareció del sitio en cuestión hasta cobrarse la cantidad exacta y justa de víctimas.

He aquí una descripción de la famosa «inmunidad de grupo», y de la resignación a ella, sólo que formulada hace quince siglos, cuando ni se sabía lo que era un virus.

Describe a continuación Procopio, en términos parecidos a los de Tucídides, aunque con mucho más detalle, la gran variedad de síntomas y el desconcierto de los médicos respecto de la manera de curar el mal:

Puedo, de verdad, declarar esto: los médicos más reputados predijeron que morirían muchos que, inesperadamente, sanaron poco después y aseguraron que se salvarían muchos que, sin embargo, iban a perecer muy pronto. De tal modo que no había ninguna causa de esta enfermedad que pudiera ser comprendida por el razonamiento humano, pues en todos los casos la recuperación se producía la mayor parte de las veces de una forma impensada. (…) Muchos que no recibían cuidados morían, pero muchos también se salvaban contra toda lógica. Y además, los tratamientos surtían efectos distintos en aquellos a quienes se les administraban.

Lo mismo que encontramos en estos días, en la imprevisión y los errores de pronóstico de los expertos sanitarios y en el testimonio de los médicos que luchan contra el mal causado por el coronavirus: la acción terapéutica que es positiva en ciertos cuadros, puede resultar en cambio nociva en otros. Y viceversa.

Hay también en Procopio espacio para describir la alteración en los ritos fúnebres:

Los difuntos no eran llevados a enterrar con su cortejo, como de costumbre, ni con la música fúnebre que era habitual, sino que bastaba con que uno portara en hombros al muerto hasta llegar a la zona costera de la ciudad donde lo arrojaba, para que después de amontonarlos en barcas, se los llevaran a cualquier sitio.

El horror de Procopio coincide con el de Tucídides y alude a esa dimensión moral que tiene para el ser humano el honrar a sus muertos. Singularmente jugosa, dentro de este orden moral, es la manera en que el cronista bizantino expone la repercusión de la epidemia en el comportamiento de los habitantes de su ciudad:

Los que antes habían sido partidarios de las facciones dejaron a un lado su mutuo rencor y se ocuparon, en común, de los piadosos deberes para con los muertos. (…) Es más, incluso aquellos que con anterioridad disfrutaban entregándose a acciones viles y perversas, estos desterraron de su vida diaria para practicar escrupulosamente la piedad, y no por haber aprendido de súbito lo que era la decencia (…) sino porque en aquel entonces todos, por así decirlo, estaban espantados de lo que sucedía (…) Lo cierto fue que en cuanto se vieron libres de la enfermedad y sospecharon que ya estaban salvados y seguros, porque el mal se había trasladado a otros pueblos, se produjo de nuevo en ellos una inmediata mudanza de voluntad hacia lo peor.

Si consideramos que entre nosotros no se ha producido de forma generalizada ese abandono de partidismos y esa conversión a la virtud, el oscuro augurio que contiene para nuestro trastorno presente el final de este pasaje —la naturaleza humana sigue siendo la que es— adquiere tintes todavía más desmoralizadores.

Habrá que fijarse en lo positivo. Nos hemos acostumbrado al confinamiento, los supermercados siguen teniendo género y empiezan a llegar menos enfermos en mal estado a las urgencias. Parece que, al menos en los lugares donde atacó primero, hemos empezado la senda de la superación del mal. El del virus.

Nos queda, siempre, el que llevamos dentro. Contra el mal de los virus luchan y nos han de defender los científicos; contra el mal moral deberían luchar y defendernos los filósofos. De Bizancio, según cuenta Mika Waltari en su novela El ángel oscuro, citada en una entrada anterior de este diario, el sultán Mehmet se encargó de erradicarlos por completo después de conquistarla. Eso dice en qué estima tenía su aportación a la comunidad el emperador de los turcos. Triste sería que, al cabo de seis siglos, su brutal enmienda a la filosofía se revelara acertada.

Postdata: Las citas de Tucídides y Procopio están tomadas de su traducción del griego al castellano a cargo de Juan José Torres Esbarranch y Francisco Antonio García Romero, respectivamente. Con mi gratitud a ambos.

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Un Comentario
  1. David Caballos Villar 16 abril, 2020 a las 8:31 am Responder

    Como médico he disfrutado de esta historia de la medicina y como ciudadano del mundo de las reflexiones de los 3 autores, con especial atención a las tuyas. Y dan miedo, casi más que las de la enfermedad, las consecuencias que se avecinan.

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