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22 agosto, 2021

Cuestión de tiempo

Veinte años, no les hemos durado más. Ni siquiera enteros: faltará un mes para que se cumplan dos décadas del detonante, aquel 11-S de 2001 que puso a Afganistán en el punto de mira de Estados Unidos y de todos los países occidentales abocados a seguir a la superpotencia americana. En mitad de un agosto de fuego, mientras el Mare Nostrum se carboniza, los talibanes —o los talibán, como se prefiera, que el nombre es plural en origen— emprenden la reconquista de Kabul, lo único que les faltaba por recuperar del país que un día ya dominaron, y que los herederos de Grecia y de Roma aspiraron cándidamente a troquelar.

En realidad, no es el mismo país. Su población ha crecido en casi un cincuenta por ciento y hay más de veinte millones de teléfonos móviles, cuando en 2001 apenas había alguno. Cuatro de cada diez afganos no habían nacido en ese año: para muchos  Occidente es la imagen de los convoyes militares que pasaban a toda prisa, con soldados armados hasta los dientes, sin parar en ningún semáforo ni ceder el paso a nadie, invadiendo el carril contrario siempre que lo consideraban necesario. Rara manera de ganarse una tierra y la voluntad de quienes la habitan.

Hace muchos siglos pasó por aquí otro occidental, Alejandro Magno. Supo pactar con el sátrapa local, se casó con su hija, y gracias a él se helenizó fugaz pero significativamente el país. A partir de ahí, nadie ha entendido ni llegado al alma de una gente arriscada, belicosa y tan orgullosa como para no saber conjugar en ningún tiempo ni modo el verbo rendirse. Ni los británicos ni los soviéticos, que lo intentaron y amontonaron descalabros, en el caso de los segundos seguidos del desmoronamiento de todo su tinglado, cuyas carencias los afganos sacaron a la luz.

No ha corrido mejor suerte la opulenta y poderosa Roma del otro lado del Atlántico. Y no porque sus legiones no hayan dado el callo ni puesto sangre y muertos en el empeño, sino porque sus sucesivos cónsules y césares, desde el que lanzó la invasión, no han acertado a discernir con quién se las veían ni han tenido nunca una visión acabada y decidida de lo que querían lograr. Para dominar Afganistán y sacarlo de la inercia que los talibanes tan bien manejan habrían sido necesarios esfuerzos militares, económicos, políticos y diplomáticos muy superiores a los que se hizo o se podía hacer. O gastar, de ese billón de dólares que se fue sobre todo en armamento y en engrosar la facturación de los contratistas del Pentágono, mucho más en otras cosas.

Si no se pudo, o nunca se quiso, más habría valido salir lo antes posible, después de haber entrado. Se habría ayudado menos a la clamorosa victoria que en estos días celebran con justificada euforia los estudiantes del Corán. Son ahora suyas hasta las partes del país donde nunca lograron imponer su ley: esos jóvenes que forman el grueso de Afganistán y de su futuro ven en ellos, pese a sus ideas y costumbres bárbaras, algo más afgano y atractivo que el gobierno títere y el ejército al servicio de los invasores, en los que la corrupción y las prácticas odiosas no han sido precisamente fenómenos anecdóticos o aislados.

La mayoría de los afganos vive en el campo, apegada a sus costumbres ancestrales. Los talibanes siempre estuvieron ahí, jamás se fueron. Los afganos que en las ciudades se esforzaron por tener acceso al progreso y a otra forma de vivir, a la sombra de la tutela occidental, hacen cola ahora, a la desesperada, para conseguir un visado y huir. La mayoría no lo conseguirán. Los hay que escriben a sus contactos en Estados Unidos, Alemania o España que los talibanes ya están en su ciudad y no les queda sino esconderse y borrar los wasaps. A las mujeres que habían encontrado un trabajo los talibanes las mandan a casa, y las más jóvenes se verán forzadas a casarse con sus guerreros.

Para su desgracia, los talibanes siempre supieron que sólo era cuestión de tiempo. Su aliado. Nuestro peor enemigo.

(Publicado el elmundo.es el 15 de agosto de 2021).

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