
Para muchos de mis compañeros en la licenciatura de Derecho era una asignatura poco relevante. Para mí, en cambio, era una de las mejores razones para terminar una carrera que había pensado muchas veces en abandonar en cursos anteriores. Se llamaba Filosofía del Derecho, iba de pensar sobre el qué, el porqué y el para qué de las normas jurídicas y se cursaba en el quinto curso, el que correspondió en mi caso al año académico 1988-1989. Mi profesor se llamaba Jesús Lima Torrado —nos dejó tristemente hace algunos años— y en sus clases mostraba un especial interés, entre otras cuestiones, por la crítica al derecho de Marx y por los utopistas como Tommaso Campanella.
Por otra parte, el año anterior había tenido otro profesor, en este caso de Derecho Administrativo, que me había dado la sorpresa de preguntar en clase quién había leído El proceso de Kafka. Sólo otro alumno y yo levantamos la mano. Ante el resultado de su encuesta, el profesor, que se llamaba y se llama Ignacio Borrajo Iniesta, se dirigió a los demás y les dijo que su formación como juristas occidentales presentaba una laguna grave que harían bien en tratar de rellenar cuanto antes.
Tenía Borrajo fama de duro: de seiscientos alumnos que tenía en lista apenas treinta o cuarenta íbamos a clase, el resto daba por perdida la asignatura. En lugar de hacer exámenes memorísticos con un ejército de vigilantes, te dejaba todos los libros y te daba cinco horas para resolver dos casos prácticos mientras él leía tranquilamente el periódico. De todos los profesores que tuve durante mi paso por la facultad, fue el que mejor me preparó para el oficio de abogado que habría de ejercer durante doce años, la mayor parte de estos, por añadidura, en una compañía que actuaba en varios sectores regulados, es decir, sujetos a normas de derecho administrativo.
Quizá fuera el perfil peculiar de aquel profesor de Filosofía del Derecho, quizá me ayudara aquella declaración contundente del que me había parecido uno de los mejores docentes de la facultad: el caso es que me atreví a proponerle a Lima que el trabajo que nos pedía para la asignatura versara sobre el derecho en la obra de Kafka. Y quizá si hubiera sido otro habría descartado la propuesta por extravagante, pero aquel hombre discreto y singular acogió con entusiasmo mi propuesta.
El resultado académico del trabajo no pudo ser mejor: me sirvió para cosechar una de las matrículas de honor que constan en mi expediente. En cuanto al resultado en otro sentido, no soy ni debo ser juez, pero siempre me pareció que al menos a mí algo me había aportado aquel ejercicio de reflexión filosófico-jurídica sobre uno de mis autores favoritos. Por eso lo incorporé como uno de los textos con los que abrí en el año 2000 la Zona desdinerizada de mi página web. Y por eso, andando los años, y gracias al interés de Jesús Egido, el editor de Rey Lear, lo acabé dando a la imprenta.

Ahora, diecisiete años después de esa primera edición, y treinta y seis después de su escritura, tengo la alegría de anunciar que aquel trabajo de juventud lo reedita nada menos que la editorial de la universidad en cuyo seno nació, mi querida Universidad Complutense de Madrid. Con ese regreso a su alma mater viene a cerrarse un hermoso círculo. A veces en la vida las cosas acaban cayendo en su sitio, y conforta que así sea. Quien quiera tener los detalles de la edición y la sinopsis, puede consultarlos aquí.
El texto es, sustancialmente, el original, al que en 1999 —antes de publicarlo en la web— y en 2008 —con motivo de su primera edición en papel— hice mínimos retoques y alguna escueta adición en forma de apéndice. En esta ocasión, sin embargo, me ha parecido pertinente, en el centenario de Kafka, que celebramos en 2024, añadir un nuevo apéndice, algo más extenso, que trata de explorar la cuestión de la vigencia actual de su pensamiento jurídico. No sorprenderá, porque es lo que sucede con los clásicos, que juzgue que acercarse a la mirada de Kafka sobre el derecho en 2025 resulta aún más pertinente e iluminador que en 1989, cuando escribí el texto original.
Transcribo, como aperitivo, uno de los pasajes de ese apéndice:
Alguien podría objetar que escribir literatura, al igual que redactar informes mientras uno forma parte de la maquinaria burocrática y se embolsa el salario y se beneficia de las prebendas correspondientes, es una respuesta débil, frente a la atrocidad que el orden injusto es capaz de mostrar hacia el individuo inerme y que el propio Kafka expone de manera tan cruda en sus textos. No nos hallamos, desde luego, ni en la vida ni en el arte, ante un revolucionario. En vida, Kafka se sometió al orden establecido, y en sus ficciones los personajes acometen, como mucho, insurrecciones que resultan torpes, erróneas o fallidas.
Al final, dirán algunos, prevalece ese pesimismo radical que tantas veces se le atribuye a Kafka. Y sin embargo, creo que debemos salir al paso de esa interpretación. Aunque dudara tanto de sí mismo, me atrevo a decir que Kafka, en el fondo, no sólo sabía lo que estaba haciendo, sino que, al igual que con aquellos informes que componía como redactor del Instituto de Seguros de Accidentes, con su obra acabó alcanzando un éxito que va mucho más allá de los millones de ejemplares que nunca vendió en vida, pero todavía despacha más de cien años después de su muerte. Kafka, con su lúcida escritura, alzó un muro imponente contra el desafuero y el abuso. Su obra literaria, como todas, es un alarde de optimismo, a la postre recompensado.
Soy consciente de que se trata de un libro minoritario, que interesará sobre todo a los juristas, y de que aun entre estos no todos compartirán mi pasión kafkiana, pero me alegra que vuelva a estar a disposición de quien desee leerlo. También me congratulo por el acierto y la elegancia de la cubierta, desde la que los ojos claros de un Kafka en torno a la treintena —cuando ejercía como jurista en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia— miran al lector. Y agradezco, en fin, al equipo de Ediciones Complutense el trabajo y el mimo puesto en la edición.