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26 junio, 2021

El último domingo

Han sido muchos domingos amargos. Más de tres años con ese regusto acre que tiene la vida cuando pintan bastos y hay que resignarse a convivir con lo que no se desea. Más allá de las razones, la justicia o la injusticia de la sentencia y la necesidad o no de castigar las acciones que en su día perpetraron, a este grupo de hombres y mujeres les ha tocado apurar un cáliz que a nadie le apetece ni siquiera probar: la pérdida de la libertad, que es más dolorosa cuando uno se siente en la creencia, errónea o no, de que hizo lo que era debido y de que el hecho por el que se le castiga debería ser, al revés, objeto de reconocimiento.

Y ahora, de pronto, llega el último. El próximo domingo, a estas horas postreras y melancólicas de la tarde, serán hombres y mujeres libres. Desaparecerán de su horizonte las rutinas de la vida carcelaria, odiosas todas, por más benigna que sea la ley penitenciaria que a uno se le aplique y por más delicadezas que se hayan tenido con ellos, sin duda superiores a las que recibe un recluso desprovisto de la visibilidad y el apoyo con que ellos contaron desde el momento en que ingresaron en la cárcel.

Les tocará reaprender el arte de ir por la calle sin el peso ominoso de la justicia penal ejecutada en las propias carnes. Se tendrán que convencer, no de esa inocencia que proclamaron desde el primer día, sino de que con arreglo a derecho se les ha exonerado de la responsabilidad que se les impuso. Aunque sea por la vía del indulto y este sea parcial y condicional y no se les extirpe del historial la condena que recibieron y parcialmente cumplieron. Los que en su día pusieron tierra de por medio y no se quedaron a afrontar las consecuencias no pueden decir otro tanto. Aunque por ahora se amparen en inmunidades y huecos de jurisdicción, no son libres para volver sin más a su casa.

Ellos, los que se quedaron y entraron en la cárcel, y ahora salen, sí. Para que puedan hacerlo ha sido necesario que quien preside el Gobierno se juegue su crédito político íntegro, a una carta, la de la reconciliación y el reencuentro, que a los presos no se les ha pedido que corroboren ni ratifiquen. De hecho, en vísperas de su salida lo que dan a entender es más bien todo lo contrario: que no están dispuestos a corresponder al gesto del Estado que a través de un mecanismo excepcional los libera, sino que porfían en proclamar su ilegitimidad y en procurar su derrota, aprovechando la debilidad de la que el otorgamiento de la medida de gracia es, así lo manifiestan, notoria expresión.

Cuando menos, no se puede decir que la situación no es original. Los términos de la clemencia, tan infrecuentes, dan pie a los enemigos del Gobierno otorgante a acusarlo de toda suerte de inconfesables y viles componendas. Quienes por razones de variada índole —afinidad, conveniencia, resignación— se aplican a defender el perdón, y a falta de poder recurrir a la voluntad de los perdonados de transitar por sendas menos conflictivas, se esfuerzan por convencer a los dubitativos de que la indulgencia genera indulgencia y de que peor es tener mártires que puedan convertirse en bandera de pasiones feroces e irreductibles.

Los argumentos de unos y otros quedan en ese limbo que corresponde a las especulaciones y las conjeturas. El tiempo se ocupará de dar y quitar las razones, y antes de que transcurra no podrá saberse si yerra quien indulta o quien a la deslealtad no le ofrecía más respuesta que la letra inflexible de la ley.

Entre tanto, se alza esa certeza de que es el último domingo no sólo para ellos, los que según la justicia delinquieron y para el Gobierno procede que no sigan penando. También para sus hijos, sus parejas, sus padres, que nada hicieron —salvo que se repute delito querer al que lo comete— y vivirán el domingo que viene sin la sombra de la ausencia y la pesadumbre. Celébrenlo ellos en buena hora. Ya se verá si otros han de lamentarlo.

(Publicado en elmundo.es el 20 de junio de 2021).

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