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13 septiembre, 2021

Hacer la luz

Hacer la luz cuesta. Como todo, y así dicho puede parecer una obviedad. Sin embargo, con lo que la luz —o la electricidad a la que con ella aludimos— ha llegado a ser en nuestro mundo, lo que cuesta y vale se ha convertido en lo menos obvio de todo cuanto pagamos a diario. No sólo por cómo la hacemos, sino también por cómo, cuánto y cuándo la consumimos, y el peso que tiene en lo que nos cuesta hacer tantísimas otras cosas.

Hacer la luz cuesta a quien la hace, pero también a otros, que no siempre ven sus costes reconocidos. Sin ir más lejos, la luz que se produce mediante fisión nuclear les costará a los que todavía no han nacido una cantidad imposible de determinar: dependerá de las dificultades que durante miles de años tenga mantener a buen recaudo los residuos. Por más que quieran, no van a poder pasarle la factura de los costes no previstos a quien los generó ni a quienes nos servimos de esa energía para jugar a la videoconsola, ver series, oír la radio o recargar el móvil.

La luz que se ha producido y todavía se ha de producir quemando carbón, petróleo o gas, no sólo les costó o costará a quienes se abastecen de esos combustibles para suministrarlos a las calderas de sus centrales. A ellos podemos retribuirlos y los retribuimos por lo que tienen que gastar en levantar y mantener  la central y poder encenderla; incluso, desde hace algún tiempo por lo que les toca pagar por el CO2 que expulsan a la atmósfera y que convierte nuestro hermoso planeta en una bomba de calor de efectos cada vez menos predecibles y mas devastadores. Pero piénsese en lo que han emitido sin incluirlo en su estructura de costes: en el impacto que ya ha tenido en nuestras vidas y en las vidas de los que vendrán detrás. Ni a nosotros ni a ellos se nos va a resarcir con cargo a la factura eléctrica del menoscabo que esa luz ya hecha y consumida nos produce y ha de producir.

La luz que se genera haciendo pasar agua por las turbinas de una central hidroeléctrica tiene unos costes bien reconocidos y mejor recompensados: los que tuvo en su día hacer la presa y poner al pie la maquinaria de generación, los que tiene mantener la operación de una y otra. Quienes incurrieron en ellos no se pueden quejar, precisamente: algunos de esos costes, sobre todo las inversiones originarias, se les reconocieron en una época donde la transparencia y la fiscalización de las autorizaciones y decisiones públicas tenían el nivel que corresponde a un régimen que ni siquiera rendía cuentas en las urnas. Más de uno cargó lo que quiso y como quiso, con la connivencia del fiscalizador.

Sin embargo, existen otros costes, que históricamente no ha soportado el explotador de una concesión hidroeléctrica y que sólo en fecha reciente se han empezado a considerar: los efectos en el medioambiente —a veces positivos, en forma de regulación del caudal, pero a veces no tanto—, el coste de oportunidad a largo plazo de un recurso escaso como es entre nosotros el agua, el deterioro paisajístico, turístico y económico que provocan los desembalses en zonas adaptadas a la existencia del pantano.

Quienes sufren esos costes asociados a hacer así la luz —el conjunto del país, las generaciones futuras o las comarcas en torno a los embalses—, no reciben reparación alguna, mientras se da la paradoja de que las reglas del mercado eléctrico asignan a quien suelta y turbina el agua una retribución que este verano ha llegado a multiplicar por mucho los costes que soportó para operar, invitándolo a aprovechar ese margen con fruición.

Así las cosas, resulta difícil a quienes pagan la factura, y con ella los costes de unos pocos —y no los de otros muchos—, aceptar que hay una situación regulatoria que hace inevitable mantener el quebranto de la mayoría y disparar el beneficio de la minoría. Las leyes y las normas están para cumplirlas; pero si el cumplimiento de una ley lleva demasiado lejos el despropósito, lo que se compromete es la consistencia entera del sistema.

(Publicado en elmundo.es el 5 de septiembre de 2021).

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