Siete ciudades en África

  1. El resumen del editor

    Ceuta, Larache, Tetuán, Xauen, Melilla, Nador y Alhucemas. Siete ciudades en África, siete enclaves singulares en la franja noroeste del continente del que todos venimos. Siete urbes asomadas al estrecho y a Europa, al norte con el que siempre fue su interlocutor, en la paz o por la fuerza. Hoy dos de estas ciudades son españolas y las otras cinco marroquíes, pero en todas ellas hay rastros intensos de los oriundos de la península Ibérica, que a lo largo de la Historia alimentaron su censo y trazaron sus calles. Este libro es un viaje a los años en que se produjo la última reunión de las siete, entre la segunda y la tercera década del siglo pasado, con la conquista y pacificación del Protectorado español sobre Marruecos. Es una historia de lucha, pero también de construcción, en la que se cruzan intentos de comprensión y pasiones recíprocas. Es un viaje a espacios que lo son de la memoria común de españoles y marroquíes, a un territorio donde las sangres y los afanes de ambos llevan mezclándose desde siempre. Donde acaso venimos escribiendo, sin saberlo, capítulos de una historia futura en que las fuerzas se sumen, como un día se sumaron para levantar estas ciudades a la vez europeas y africanas.

  2. Un apunte del autor

    Este libro viene de una invitación que me lanzó en su día Ana Gavín, directora de la Fundación José Manuel Lara, para hacer un libro dentro de su colección de Ciudades Andaluzas en la Historia. Hablando sobre ella, surgió el curioso caso de esas ciudades fundadas o pobladas por andaluces a lo largo de los siglos al otro lado del Estrecho. Hay alguna más de las siete que recoge finalmente el libro, pero éstas son las que permiten, a la vez que un recorrido geográfico, un viaje al último momento histórico en que se produjo, traumáticamente, la fusión entre lo andaluz y lo bereber, lo español y lo marroquí: la implantación del protectorado español sobre Maruecos, entre 1912 y 1927. En cierto modo, este libro viene a complementar a otros, como Del Rif al Yebala, Carta blanca o El nombre de los nuestros, con los que comparte escenarios. Quizá puedo recomendarlo como el más divulgativo de los cuatro, en tanto que permite, en apenas 200 páginas, hacerse una idea general de lo que fue aquella tardía aventura colonial y su influencia en la historia posterior de España. Además, y gracias al magnífico trabajo de su editor, Ignacio Garmendia, cuenta con hermosas y oportunas ilustraciones. Uno de esos libros que merece la pena tener en papel. Comenzando por la imagen de cubierta, tomada de un viejo mapa español de Marruecos, del que poseo un preciado ejemplar que encontré una tarde lluviosa en un librero de viejo de Santiago de Compostela. Pero ésa es otra historia…

  3. La cal de la crítica...

    «Como las personas, también los países tienen episodios de su pasado que prefieren no recordar. Bélgica cuenta entre el escaso número de sus monarcas con uno de los mayores genocidas de la historia, y buena parte de sus grandes fortunas decimonónicas crecieron con el fango y la sangre de la colonización del Congo. En España, durante cuarenta años, tratamos de olvidar o de pasar de puntillas sobre una parte de la barbarie de la guerra civil, la cometida por los vencedores. No se ha conseguido finalmente, aunque buen empeño se puso, y aún se pone, para que así fuera. Las consecuencias de otra guerra incivil sí que se han olvidado. El Barranco del Lobo, Annual, Alhucemas son nombres remotos que ya podemos escuchar, al contrario que nuestros abuelos, sin temor y temblor, como un capítulo más de la historia de España, o quizá solo una nota a pie de página. Una vez se intentó pedir responsabilidades y la consecuencia fue una dictadura para tratar de tapar, entre otras cosas, los negocios del rey. Aquel primer dictador, Miguel Primo de Rivera, se refirió en un discurso, aludiendo a los militares, a los de «nuestra profesión y casta», expresión que irritaría especialmente a Unamuno. Y el primero de esa casta, que se sentía superior y al margen, era en aquellos años Alfonso XIII. El novelista Lorenzo Silva se ha ocupado más de una vez del llamado Marruecos español. En Siete ciudades en África el protagonismo no recae en los dos estados que separa el estrecho de Gibraltar: «Las fronteras se mueven, las ciudades, en cambio, permanecen». De las siete ciudades de las que se ocupa el libro, dos son españolas y las otras cinco marroquíes. Hasta 1956, todas ellas estaban bajo dominio español en un peculiar sistema colonial que se llamó «Protectorado». Y quizá el nombre resultaba más adecuado de lo que pudiera pensarse. Para proteger, entre otros, el negocio de las minas de hierro cercanas a Melilla, uno de cuyos principales accionistas parece que era el propio rey, murieron en aquellas tierras miles y miles de jóvenes españoles, reclutados a la fuerza entre las clases más desfavorecidas («la eterna carne de cañón» de la que habló Manuel Machado); para eso, y también para que una parte de la «casta» militar consiguiera ascensos rápidos por méritos de guerra y a la vez se enriqueciera con el negocio de los suministros y otras turbias actividades. La retórica nacionalista, que hablaba de civilización y barbarie, cegó a muchos, pero no a todos. Desde el principio hubo quienes vieron claro, aunque sus palabras sirvieran para poco. Ángel Ganivet, en su Idearium español, de 1896, fue uno de los pioneros en la denuncia del colonialismo: «Se parte de Europa con ideas de redención y se llega a África con ideas de negociante; y al regreso no se aplaude al que ha trabajado más para mejorar la suerte de la raza negra, sino al que ha matado más o ha amasado más crecida fortuna». Sus palabras llegaron a ser proféticas: «¿Puede darse absurdo mayor que una empresa colonial de España en África? Más tarde recibiríamos el pago: un desastre económico, una guerra civil, otro ensayo republicano, un nuevo ataque a nuestra independencia, cualquiera de esas cosas y otras peores a elegir». La historia que nos cuenta Lorenzo Silva no es una historia de buenos y malos. Nunca se muestra panfletario. Escribe con simpatía hacia un territorio secularmente disputado y hacia unas gentes, musulmanes, judíos y cristianos, que en ocasiones, cuando no se entremezclaron las ambiciones políticas de unos y de otros, lograron convivir en paz. El método elegido para referirnos esa historia, dando el protagonismo a las ciudades -Ceuta, Larache, Tetuán, Xauén, Melilla, Nador, Alhucemas-, hace que algunos acontecimientos importantes se nos cuenten no de una vez, sino por partes, como en una apasionante novela de intriga. Una novela en la que se procura dar voz a todos los protagonistas. La llegada de la Legión en socorro de Melilla, tras el desastre de Annual, la vemos primero con los ojos del entonces comandante Franco en su Historia de una bandera y luego con los de Arturo Barea en La forja de un rebelde. No, no es panfletario Lorenzo Silva, buen divulgador de unos hechos que siente muy cercanos, pero sí toma partido. El epílogo del libro no se ocupa de una ciudad, sino «de un rojizo promontorio» a medio camino entre Nador y Alhucemas, y es un acta de acusación. En el verano de 1921 lo defendían unos trescientos soldados españoles junto a un número indeterminado de miembros de la Policía Indígena. Todos fueron exterminados, con su comandante al frente, en un ataque de la harka de Abd el-Krim. Los cadáveres se pudrieron al sol hasta que el sargento Francisco Basallo pidió y obtuvo permiso de Abd el-Krim para enterrarlos; lo hizo junto con una brigada de prisioneros y lo cuenta en su libro Memorias del cautiverio. Pero cuatro años después, en vísperas del desembarco de Alhucemas, se bombardeó aquel promontorio, incluida la loma donde se había sepultado a sus defensores. Y allí siguen, casi noventa años después, entre trozos de alambrada y de correajes, «cientos de diminutas esquirlas de hueso» junto a fragmentos de esqueleto claramente reconocibles. «Otro país -escribe Lorenzo Silva- consideraría necesario poner un monolito o algo en ese lugar donde, con razón o sin ella, dieron todo lo que tenían varios cientos de españoles y marroquíes». Pero este país no lo hará, añade: «Ni siquiera sabe que esos huesos están allí, desmenuzados por los propios cañones». Las líneas finales abandonan el tono neutro y objetivo que se ha querido dar al relato: «Ya que no tendrán ningún reconocimiento oficial, el nieto de uno de esos jóvenes enviados a África que tuvo la suerte de sobrevivir, y tener así descendencia que pudiera recordarle, deja constancia aquí de su sacrificio». Un sacrificio inútil, como tantos otros, o peor que inútil, muy provechoso para unos pocos. El nacionalismo español mostró en Marruecos su cara más codiciosa, estúpida y cruel. Lorenzo Silva no formula explícitamente esa conclusión, pero es difícil extraer otra de sus lúcidas y bien documentadas páginas.»

    José Luis García Martín. La Nueva España.

    «No me atrevo a llamar a Lorenzo Silva africanista, ni desde luego africano, aunque se trate, naturalmente de dos adjetivos por nada del mundo despectivos. Digamos en cualquier caso que Silva, además de sus numerosas y reconocidas novelas, ha mostrado interés y ha escrito en más de una ocasión sobre el norte de África, siendo su nuevo libro ‘Siete ciudades en África. Historias del Marruecos español’ una especie de suma de sus saberes sobre una zona que demuestra conocer bien, entender y apreciar, sin dejarse llevar en su mirada por la pasión o el recelo que tan a menudo enturbian la relación de los vecinos que se han amado, odiado, conquistado y necesitado a lo largo de siglos. Editado por la Fundación José Manuel Lara, y acompañado el texto de una rica serie de mapas, fotografías e ilustraciones (son especialmente vistosas las pinturas y carteles del artista granadino Mariano Bertuchi), el lector encontrará en sus más de doscientas páginas un recorrido por las siete ciudades del título, Ceuta, Larache, Tetuán, Xauen, Melilla, Nador y Alhucemas, guiado por el autor, solvente historiador no académico que va hilando muy sutilmente las geografías y los hechos bélicos hasta completar el cuadro de las últimas contiendas coloniales, el Protectorado español, la guerra civil del 36 y la posterior independencia marroquí. De las siete ciudades se destacan sus peculiaridades (en el capítulo de Melilla es de especial interés lo referido a su hermosa arquitectura modernista), pero la más fascinante resulta Xauen (o Chefchauen), por donde tantos españoles han pasado en busca del asequible paraíso artificial de sus hierbas. Silva cuenta los misterios de esta pequeña ciudad situada entre dos montañas y legendaria por su impenetrabilidad y misterio, rescatando y comentando atinadamente los escritos sobre ella de dos viajeros del XIX, el francés Charles de Foucauld y el periodista inglés, corresponsal del Times de Londres durante más de treinta años, Walter B. Harris, una figura en sí misma tan novelesca que George Lucas lo hizo personaje de una de las películas de la saga de Indiana Jones. Es, con todo, nuestro compatriota Arturo Barea, gran novelista muerto en el exilio, quien adquiere en el libro un importante correlato, dado que sirvió en su juventud como sargento del ejército español en las guerras del Rif, dejando en la segunda parte de su trilogía ‘La forja de un rebelde’ testimonio muy elocuente de las brutalidades que observó. Hay también en ‘Siete ciudades en África’ retratos atractivos de los principales soldados que por aquellas tierras guerrearon. Entre los nativos aparecen recurrentemente los dos jefes rebeldes Raisuni y Abd el-Krim (y antes que ellos, a principios del siglo XVI, la aguerrida corsaria tetuaní Aixa), al lado, como enemigos o, según las circunstancias, aliados, de nuestros generales: Berenguer, Jordana, Silvestre, sugestivamente pintado en su enigmática muerte, y el mismísimo Francisco Franco. Silva abre y cierra el libro de modo emocionante, con una cita de Joaquín Costa («El estrecho de Gibraltar no es un tabique que separa una casa de otra casa; es, al contrario, una puerta abierta para poner en comunicación las dos habitaciones de una misma casa») y una coda personal a la vista de un pelado promontorio entre Nador y Alhucemas donde se derramó sangre española y árabe y ningún memorial recuerda el sacrificio.»

    Vicente Molina Foix, Tiempo.

    «Un instante de espuma separa a la Península Ibérica de África. La imagen no es propia sino de Luis López Anglada: “De Algeciras a Ceuta -escribe el poeta- apenas cabe un instante de espuma…”. Vista desde el transbordador que cruza el Estrecho -continúa- “África crece al sur, como una mano que se ofrece para cuando la mar se nos acabe”. López Anglada supo bien lo que aquella porción mediterránea del vasto continente africano llegó a significar para tantos españoles. Y lo supo, precisamente, por haber nacido en Ceuta, uno de los dos enclaves urbanos que aún conserva España en la costa sur del Mare Nostrum, en su caso (igual que en el de Melilla) a causa de una vieja herencia con no pocos siglos de historia. Otros españoles, en cambio, sin haber nacido en Ceuta ni en Melilla, vivieron o dejaron su vida en esas y otras ciudades africanas, como Larache, Tetuán, Xauen, Nador o Alhucemas, todas ellas incorporadas a la tutela de España en 1912 y reintegradas a Marruecos en 1956, al concluir el periodo del protectorado hispano-francés. Con las dos anteriores, Ceuta y Melilla, suman siete ciudades africanas que dan motivo para el último libro de otro escritor, éste más actual y de éxito reconocido: el madrileño Lorenzo Silva, uno de cuyos abuelos llegó a participar en la dura y larga guerra o guerras de África (1859-1926) que precedieron al Protectorado y que complicaron sus años iniciales. Cada capítulo de Siete ciudades en África se consagra a una de las ciudades señaladas y repasa sus biografías, abarcando desde los primeros vestigios hasta el tiempo de las últimas hostilidades rebeldes dirigidas contra los asentamientos españoles en Marruecos y concluidas a finales de los años veinte del siglo pasado. Se aportan indicios valiosos sobre la densidad histórica de todas esas urbes, de las que Silva extrae cada vez un atributo esencial: Ceuta, vigía y puente; Larache, milenaria; Tetuán, de rehén a capital… y mucho antes corsaria; Xauen, misteriosa; Nador, soñadora; y Alhucemas, irreductible. Un bello prólogo advierte que aunque el paso de los siglos mueva las fronteras, por el contrario las geografías permanecen, lo que también vale para estos siete enclaves que por un tiempo fueron españoles. Y no es banal recordar, como asimismo hace el autor, que en el transcurso de los dos últimos milenios “ha sido más largo el tiempo en que las tierras del sur europeo y el norte africano estuvieron reunidas bajo un mismo poder que el que pasaron separadas”. El cuándo y el cómo de esas uniones sucesivas (romana, bizantina, visigoda, árabe e hispano-francesa) se van mostrando con unas pocas pinceladas al paso de cada ciudad. Con todo, los tiempos de las guerras libradas por España en Marruecos y los inicios del Protectorado son los que ocupan más páginas y en ellos viene a desembocar cada capítulo. Al fondo de cada uno se encuentra un juicio propio sobre aquella aventura africana, crítico pero matizado. Así, en la parte inicial Silva evoca las distintas posiciones de dos intelectuales españoles como Joaquín Costa y Ángel Ganivet, el primero favorable al proyecto colonial y el segundo opuesto. Si se van recordando los términos de ese debate a lo largo de todo el libro no es difícil concluir que Silva está de parte de Ganivet, en buena medida porque los hechos que siguieron a sus críticas fueron poniéndose de su lado. “Desastre económico”, “ensayo republicano”, “guerra civil”. Todo ello fue vaticinado por Ganivet como posibles secuelas de la empresa africana y todo ello terminó por llegar. Por eso Silva recuerda a Ganivet y trae deliberadamente a las páginas del libro el derroche de vidas que supuso la campaña de Marruecos y el devenir de los jóvenes militares africanistas, quienes tras forjar allí heridas, fuerzas y anhelos, acabaron alentando la insurrección del 36 y abriendo paso a la Guerra Civil. Aunque hemos dicho que esta crítica a la guerra de Marruecos trae matices. Y así es. El autor los concreta en su epílogo, escrito con la memoria puesta en el paisaje de Sidi-Dris, aireado promontorio que hace de barandilla al mar, a media distancia entre Nador y Alhucemas. En este antiguo asentamiento fenicio, en julio de 1921, vendrían a morir trescientos soldados españoles, caídos en combate tras resistir varios asedios dirigidos por el líder rifeño Abd el-Krim. La posición cayó el 22 de julio, el mismo día en que tuvo lugar otra derrota mucho más sonada y amplia, que pasaría a la historia como el Desastre de Annual. 2.500 españoles cayeron en Annual. Algunos de los que allí quedaron vivos serían liberados gracias a una negociación con Abd el Krim, llevada a cabo por varios miembros de la Delegación de Asuntos Indígenas. Por cierto que entre esos funcionarios españoles figuraría el abuelo paterno de quien traza esta reseña, Luis de la Corte Luján, quien dedicó gran parte de su vida al Protectorado cultivando las relaciones de amistad con los líderes locales. Pero muy pocos españoles recuerdan hoy lo que significó Annual y mucho menos lo que también pasó en Sidi-Dris y en otras posiciones españolas de la región más belicosa de Marruecos, arrasadas por esas mismas fechas. Silva recuerda Sidi-Dris para denunciar el olvido generalizado en el que finalmente cayeron estos episodios de nuestra historia. Como el escritor apunta con resignación y un punto de tristeza: otros países honran a sus hijos caídos. El nuestro, en cambio, se resiste a tales rememoraciones. Acaso, añadimos nosotros, porque no guardamos demasiado respeto a lo que fuimos (y, en consecuencia, tampoco a lo que somos). Y tampoco abunda ese respeto entre nuestros escritores. Aunque Lorenzo Silva es una grata excepción. Lo ha demostrado en otras obras y vuelve a hacerlo con este hermoso libro sobre siete ciudades en África. Se lo debemos agradecer especialmente quienes tuvimos la suerte de nacer o descender de alguna de ellas.»

    Luis de la Corte, El Imparcial.

  4. ...y la arena

    No me consta nada, a la fecha.

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