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13 julio, 2021

Los prisioneros

A nadie le gusta sentirse prisionero. Esta es una verdad amarga que una buena fracción de la humanidad aprendió allá por la primavera de 2020, cuando muchos países se vieron en la tesitura de decretar un confinamiento domiciliario. Parece poca cosa la libertad de salir a la calle y echar a andar en la dirección que a uno le pidan los pies, hasta que te privan de ella y te das cuenta de que el ser humano, de una manera idiota y constante, necesita saber que puede hacerlo, aunque luego no lo haga.

Luego han sido muchos los que lo han reaprendido, gracias a tener que pasar cuarentena por dar positivo, por ser contacto de uno o sospechosos de padecer la enfermedad. Miles, cientos de miles, millones de personas que se han visto circunscritas a cuatro paredes, ya sea en sus domicilios, en el hotel que habían elegido o el que les impusieron las autoridades. Lo han llevado como han podido; mejor, con carácter general, de lo que llevaban la reclusión los antiguos, que no tenían smartphone ni tele con chorrocientos canales para vaciar la sesera veinticuatro horas sobre veinticuatro. Unos pocos, aficionados a leer, han tenido incluso una oportunidad de hacerlo como rara vez podían.

Y sin embargo, he aquí que la noticia ha saltado, con todo lujo de detalles y profusión de comentarios, cuando han sido  unas decenas de jóvenes en viaje de fin de curso los que se han visto obligados por la autoridad competente a permanecer unos pocos días en sus hoteles después de que entre ellos el virus se aprovechara, como suele, del roce y la promiscuidad para dar un gran salto adelante en su propagación. Y eso que la cuarentena venía motivada por lo de siempre: impedir la extensión de los contagios, inicialmente en la comunidad en la que se producen y en segundo término a todas las de origen de los chavales.

Las protestas de los afectados, prontamente difundidas por ellos mismos a través de su medio de expresión predominante, el videoselfi, se extendieron a los más pintorescos aspectos. Uno recurrente, y llamativo en un colectivo formado aún en buena medida por menores de edad, era que en su encierro cuarentenal no se les suministrara alcohol. Alguno llegó aún más allá, hasta la airada reclamación de que durante los días de cuarentena se le prorrogara la barra libre que incluía el paquete que le habían pagado sus padres. Quejas más habituales tuvieron que ver con la calidad y variedad de la comida que se les hacía llegar a las habitaciones. Y en general, con el hecho de verse privados de la libertad ambulatoria cuando ellos no habían dado positivo. 

Son quejas que no formula, ni se atreve a hacerlo, ninguno de los que sufren las draconianas cuarentenas que impone el Gobierno chino, que además pasa al confinado la factura de las pruebas y demás servicios a precios exorbitantes, pero el caso de los chavales sucede en una democracia avanzada y con garantía de los derechos individuales y los padres de los confinados las hacen valer, recurriendo incluso al habeas corpus. La petición encuentra la respuesta favorable de una juez, que considera que es excesivo e ilícito el confinamiento de quien no dio positivo, con prueba o sin ella, y ordena su inmediata liberación.

Una vez que habla la justicia, los derechos deben hacerse efectivos, pero el caso plantea algunas dudas. De entrada, sobre la actuación de las autoridades baleares, que no vacilaron en confinar a los chavales españoles pero no hicieron lo mismo con los turistas extranjeros que compartían alojamiento y que bien pudieron traer la infección. También sobre la decisión judicial, en tanto que un par de decenas de liberados dan positivo en la primera prueba que se les hace a su llegada a la Península.

No hace tanto a los jóvenes se les privaba de libertad por la cara y no por días, sino por meses. Se llamaba mili. Eran otros tiempos: había objetores, pero nadie pedía el habeas corpus.

(Publicado en elmundo.es el 4 de julio de 2021).

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