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5 junio, 2021

Matar el comienzo

Es quizá el momento culminante de la película Ven y mira, del ruso Elem Klímov, recientemente recuperada y restaurada. Sucede cuando los partisanos bielorrusos capturan a un grupo de SS, algunos alemanes y otros oriundos de pueblos eslavos. La mayoría trata de desvincularse de los crímenes cometidos contra los habitantes de varias aldeas de las inmediaciones. Hay, en cambio, un joven oficial alemán que se encara con sus captores y no sólo reconoce su responsabilidad en los asesinatos, sino que dio la orden de acabar también con los niños. Y lo justifica diciendo que los niños son el comienzo de todo; que si los dejaba vivir garantizarían la continuidad de aquella raza inferior que se trataba de exterminar. Su explicación lo condena, junto a sus compañeros, no sólo a ser ejecutado por los partisanos, sino a quedar fuera de la cerca que delimita la condición humana.

La violencia deliberada contra los niños, o su exposición a los peligros que incumben a los adultos, marcan el límite inferior de la abyección. La Alemania nazi volvió a demostrar su extrema inmoralidad muy poco después, cuando arrojó a los niños de las juventudes hitlerianas contra los T-34 rusos en las calles de Berlín, una indignidad abiertamente reconocida por su Führer al condecorar a algunos de los supervivientes. Aquel acto se filmó y son esas las últimas imágenes que se tienen de Hitler vivo. No por casualidad Klímov decidió montarlas al final de su película. Forman parte del mismo espanto, de la misma aberración.

Hace ahora treinta años unos militantes de la organización Euskadi Ta Askatasuna, como ellos mismos gustaban y gustan de llamarse, empujaron un vehículo cargado de explosivos hacia un grupo de niños que jugaba en el patio de la casa-cuartel de la Guardia Civil de Vic. No fue un accidente: sabían que allí vivían niños, pero es que además, como pudo relatar luego alguno de los que sobrevivieron, tuvieron contacto visual con aquellos a los que asesinaron, antes de desencadenar la acción homicida. No fue tampoco una excepción: durante las varias décadas en las que esa organización desarrolló su actividad, acabó, mediando dolo directo o eventual, con la vida de trece menores familiares de guardias civiles. Y no sólo los mató: también justificó el hecho de haberlos matado, culpando de paso a los agentes de «utilizar a sus hijos como escudos humanos». Está en los comunicados reivindicativos de la propia organización, en los que no asoma la menor sombra de pesar. Tal vez porque quienes los redactaban, como el SS de la película de Klímov, tenían la sensación de estar limitando al eliminarlos la proliferación de una raza inferior. 

Aquello pasó, los responsables de esas acciones hubieron de enfrentarse a la justicia, algunos siguen cumpliendo condena por ello y algún otro tiene aún juicios pendientes. No se puede reabrir infinitamente herida tan dolorosa, igual que en su día se optó por cerrar, en aras de la concordia europea, la herida de la barbarie infinita que Alemania les infligió a sus vecinos. No está de más recordar, sin embargo, que los alemanes asumieron y asumen la vergüenza nacional por aquello, y que ese sentimiento es presupuesto de su readmisión en el mundo civilizado.

A día de hoy, quienes justificaron y apoyaron la muerte de los niños de Vic siguen sin haber reconocido sus errores, más que en modo subjuntivo: «si es que la violencia hubiera sido en alguna medida injusta». Conviene recordar que cada vez que se homenajea a alguien que alimentó y suscribió la acción de esa organización —que no necesita adjetivos, con los sustantivos que la nombran basta—, cada vez que alguno de los que no fueron ajenos a ella pontifica sobre la paz o los derechos humanos, lo hace sobre aquel acto incalificable y descalificatorio. Ya que aquí no se filmará el horror como lo hizo Klímov —sería interesante explicar por qué— habrá que fijar de otro modo la memoria.

(Publicado en elmundo.es el 30 de mayo de 2021).

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