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6 agosto, 2021

Nada juntos

Algo ha salido mal, o muy mal. Una chica de diecisiete años gana una medalla de plata en unos juegos olímpicos y por un instante queremos tener la sensación de que volvemos a sentir algo al unísono. Sin embargo, es un espejismo. El deporte, en su versión televisada y mercantilizada —sí, también lo son unos juegos olímpicos, no hay más que atender a las oscuras reyertas que hay para adjudicarlos—, no pasa de ser una simulación de concordia. Tampoco era muy diferente en las Olimpiadas de la antigua Grecia. Sí, hacían una tregua, pero la paz y la armonía distaban de reinar entre los griegos de entonces. Así acabaron, despedazándose los unos contra los otros en aquella guerra del Peloponeso que los precipitó, a la postre, a su decadencia.

Cuando uno escucha los huecos discursos acerca de la paz y la solidaridad universal en la ceremonia de inauguración de los juegos, lo que toca recordar es que debajo de toda esa palabrería lo que hay, como siempre, es un mundo en tensión y desgarro permanentes, donde gente sin escrúpulos maniobra día y noche para sacar adelante sus intereses, siempre a costa de otros, y de preferencia a costa de los más débiles e indefensos. Hay tiros y muertos en muchas partes del globo —la tregua olímpica no va ni irá nunca con ellos—, y pulsos sordos o flagrantes entre los que disputan el poder regional o mundial. Por eso son inviables las estrategias que exigen empeños conjuntos, como la que hace falta para no acabar de destruir el planeta. Por eso China nunca va a permitir que nadie fisgue en el laboratorio de Wuhan.

Y volviendo a lo de la chica y la medalla de plata, cuando se da la noticia aparece la joven heroína con el chándal del equipo al que pertenece, el de España, y se indica su comunidad de procedencia, Madrid. Bastan unos segundos para comprender que la celebración no será tan unánime como puede parecer. Se descolgarán de ella, de forma más o menos ostentosa, todos los que entre nosotros ya consideran que España no es una voz que nos reúna, sino un yugo odioso que los atenaza, y la bandera que la chica lleva en el chándal un emblema fascista. Todos esos que cuando triunfa uno de los suyos, aunque suba esa bandera al mástil y suene el himno, omiten su condición de españoles para destacar, únicamente, su vínculo con el terruño que les permite impugnar esa etiqueta. La Comunidad de Madrid, donde ha nacido la medallista, les resulta ajena, cuando no hostil.

Así nos va, en el mundo y en la piel de toro. No saber hacer ya nada juntos nos ha condenado, a escala planetaria igual que en el ámbito doméstico, a capear la pandemia como se hacía cuando no disponíamos de los avances tecnológicos y científicos que ahora nos asisten. Se ha logrado desarrollar y administrar la vacuna a un ritmo admirable, eso es lo único que ayuda a no sumergirnos en la melancolía. Por lo demás, el mundo y el país encajan el zarpazo del coronavirus como encajaron el de otras enfermedades infecciosas anteriores. De ola en ola, y ya suman cinco, siempre por detrás de los acontecimientos, y sacrificando como de costumbre la equidad en la respuesta a la desgracia.

Esta desunión criminal, que lo es porque cuesta vidas, y causa miserias y sufrimientos que tenemos herramientas para evitar, tiene autores, a quienes alguna vez habría que pedirles responsabilidades. Todos esos jugadores de ventaja que pueden especular a costa de los demás y no dejan de hacerlo, por el afán de obtener una fortuna que sólo pueden gastar en caprichos. Los que en lugar de avanzar hacia una comunidad de humanos se ciegan con la idea idiota de vencer o doblegar a sus semejantes. Los que se aplican a construir diferencias imaginarias, hasta que su bombardeo sobre mentes desprevenidas las hace reales. Los que se creen intérpretes auténticos y únicos de la verdad.

Regresa, Charlton Heston, a este planeta de los simios y, con esa voz y esos puños apretados, ayúdanos a maldecirlos.

(Publicado en elmundo.es el 25 de julio de 2021).

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