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6 septiembre, 2021

Nicole y los demás

Cuando se produce un desastre, y ese desastre tiene que ver con las acciones humanas y a su vez interpela a actuar, las voces que lo saludan se suelen dividir en dos coros principales. Uno de ellos lo forman los cínicos: esos que se lo saben todo, que lo veían venir y que no tienen ninguna fe y ninguna esperanza en lo que se dé en hacer frente a la calamidad. El otro lo forman los guardianes de la buena conciencia, que frente a la catástrofe ya sobrevenida echan mano de su vasto arsenal de intenciones irreprochables, convertidas en manifiestos, recogidas de firmas y otras formas de expresión de sus inmaculados principios.

Unos y otros, cada uno por su lado, se procuran con su cantinela una dosis de gratificación y satisfacción. Nada le gusta al cínico más que sentirse por encima de la masa aborregada y sentimentaloide, que se deja horrorizar y conmover por lo que para él no es más que la enésima manifestación de la inveterada e irremediable estupidez humana. Y no hay nada que conforte más al biempensante que sentirse provisto de la generosidad y la limpieza de corazón de las que carecen los malvados a quienes cabe atribuir todas las desgracias del mundo. No hay más que mirar a uno y otro: cómo sonríen, con la satisfacción de la tarea ya hecha, cuando exhiben sus respectivos productos: el cínico su exhaustiva demolición, el otro su impecable manifiesto.

Entre unos y otros, y su dispar pero análoga complacencia, cuesta encontrar un lugar desde el que asistir con decoro a los sufrimientos de otros seres humanos, que son consecuencia del fracaso de todos los demás. Quien ve desde lejos el infierno, que en estas postrimerías de agosto es el aeropuerto de Kabul, con sus zanjas llenas de agua sucia teñida de sangre, y se propone escribir algo sin contar con la ventaja de sabérselas todas o de caminar por el mundo con una túnica blanca e impoluta, duda una y otra vez ante las palabras. Se pregunta si sirven para nombrar lo que sucede, en primer término, y si con ellas puede construirse un dique que contenga algo la riada de dolor, o que cuando menos no contribuya a alimentarla ni a agravarla.

El ser humano lleva ya milenios demostrando su limitada capacidad de aprender de los errores pasados, propios y ajenos, pero hay algo que empuja a los narradores y cronistas a seguir creyendo que dejar testimonio de los hechos podrá servir algún día a alguien para ahorrarse causar un destrozo a otros. Y por eso cuesta quedarse callado; por eso, entre esos dos coros a la postre inútiles, el del cinismo y el de la vana bondad, busca uno ser capaz de decir algo, con el temor de no mejorar el silencio.

Y de pronto, aparece ella. Se llamaba Nicole, tenía 23 años, límpidos ojos azules, y era sargento de marines. Colgaba en su Instagram fotos en las que se la ve con bebés y civiles afganos, a los que ayudaba a evacuar del aeropuerto de Kabul. «Me encanta mi trabajo», se lee debajo de una de ellas. Desde el 26 de agosto no podrá colgar ya nada en sus redes sociales. Por estar ahí, en primera línea de socorro a los desesperados, se la llevó junto a un centenar de ellos la bomba de un terrorista suicida.

Con ella se fue una docena de sus compañeros, y habrían podido irse todos los que se acercaron hasta ahí, hasta el borde del abismo, para tender su mano a quienes demandaban ayuda. En estos días de vergüenza y horror, nadie puede aspirar a otra cosa que sobrellevarlos como mejor pueda; a nadie se le otorga el derecho a estar satisfecho, y menos aún el de encontrar algún placer en sus acciones o en sus pronunciamientos. Sólo ella y quienes como ella se arriesgaron pueden emerger de este verano aciago revestidos de una luz que los eleva sobre los demás.

Porque eso es lo que los cínicos y los biempensantes, cada uno desde su apostadero, ignoran y jamás alcanzarán: el valor, real e imperecedero, del ejemplo de quienes entendieron que la vida no consiste en estar a gusto, sino en cumplir un deber.

(Publicado en elmundo.es el 29 de agosto de 2021).

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