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17 octubre, 2021

No exijo disculpas

Vista de Ampurias

Como descendiente hipotético —en el mejor de los casos— de los habitantes originarios de la península Ibérica, no exijo disculpas a los libaneses por las correrías que condujeron a sus antepasados fenicios a establecer colonias en las costas del sur y el sudeste de nuestro país. Supongo que para fundarlas y para engrandecerlas se aprovecharían de nuestros recursos naturales y es más que probable que engañaran a los autóctonos en los trapicheos que desde ellas realizaban. Y sin embargo, no siento la necesidad de exigir por ello ninguna clase de desagravio.

No exijo disculpas a los griegos que desde la remota Focea se arrogaron el derecho de plantar sus reales en Ampurias y de levantar sobre su privilegiado emplazamiento una colonia de su codiciosa polis. Me consta que los griegos, junto a la filosofía, la democracia y todas esas ideas hermosas, eran muy capaces de hacer valer sus intereses con la lanza y la espada, y por ello no descarto que la empuñaran para persuadir a los indígenas de que se avinieran a tenerlos por vecinos. No se lo reprocharé.

Tampoco exijo disculpas a los tunecinos por los estragos que en su belicoso expansionismo causaron en la piel de toro sus ancestros cartagineses. Con sus elefantes de guerra, sus mercenarios bereberes y sus ambiciosos generales —Amílcar, Aníbal y compañía—, sus métodos no podían estar más lejos de los de una ONG humanitaria, y no cabe creer que la fundación de Cartago Nova, luego Cartagena, se basara en una delicada campaña de seducción del elemento local. Pero qué más da.

Renuncio también a que me pidan perdón los italianos por la pulsión imperialista de Roma, que llevó a sus tribunos a dar la batalla contra los cartagineses hasta desalojarlos y a aplastar después la resistencia de los orgullosos defensores de Iberia que hasta entonces habían conseguido plantar cara a los invasores. Convirtieron a Hispania toda en una colonia, tan supeditada a los intereses romanos que los mejores y los más capaces de sus hijos acabaron emigrando a orillas del Tíber para buscar allí la fortuna y la gloria. De cómo se apropiaron de todo lo nuestro, haciendo sentir a los díscolos su fuerza y su determinación, guarda sobrado testimonio la Historia. Y aun así, renuncio.

Me abstendré igualmente de pedir cuentas a los habitantes de los territorios del norte y el centro de Europa de los que en su día partieron vándalos y visigodos, para atravesar los Pirineos y llegar hasta Tarifa repartiendo muchos mandobles y muy pocos abrazos. Los unos siguieron camino hasta Cartago, los otros se quedaron aquí chupando del bote y partiendo el bacalao casi tres siglos. Y a pesar de todo, declino afearle a nadie nada.

No voy a inquietar con reclamación alguna a los árabes ni a los magrebíes por la razia en la que sus predecesores del siglo VIII se hicieron con lo que ellos llamaron Al Ándalus, aunque me consta que, conforme a las enseñanzas del Profeta, redujeron a todos los españoles que no abrazaron su religión a la condición de ciudadanos de segunda clase y así, y con abundante recurso a la violencia, la intimidación y el terror, sostuvieron su tinglado en Granada hasta ocho siglos después. Hecho está y punto.

Ítem más: me resisto a apreciar la necesidad de pedirles cuentas a los franceses por invadirnos y destrozarnos buena parte del país a principios del siglo XIX, o a los rusos, italianos y alemanes por el daño infligido a los españoles de 1936 a 1939. Entre otras razones, porque la invasión francesa fue revulsivo para que el país saliera de la modorra en la que vivía, y porque si los rusos, alemanes e italianos pudieron hacer lo que hicieron con nosotros fue gracias a los españoles que los llamaron.

Pero hay una razón más poderosa, para esto como para lo anterior. Ninguno de los daños que quedan relacionados los causó nadie que continúe vivo para responder de ellos ni recayó sobre mi persona. Qué sentido tiene, pues, que exija disculpas.

(Publicado en elmundo.es el 10 de octubre de 2021).

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