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11 mayo, 2025

Noviembre sin violetas, 1995-2025

De la edición de 1995 a la de 2025.

Recuerdo que la novela la escribí a mano, en hojas de memo de la extinta Arthur Andersen, en cuyo despacho legal y tributario trabajaba como asesor fiscal cuando la empecé. Eso me permitía ir componiéndola a trozos, que luego iba guardando en la carpeta roja donde todavía conservo el manuscrito. Poco tiempo después me compré mi primer ordenador con procesador de textos y ya nunca más volví a escribir a mano un libro entero.  

Es posible que perpetrara alguna página en la oficina, pero no debieron de ser muchas: por aquel entonces mis jornadas eran largas e intensas, empezaban muy temprano y acababan casi siempre de noche, y la idea era cargar a los clientes todas las horas: eso era lo que permitía facturarlas y al asesor en cuestión —o sea, yo— cobrar la retribución correspondiente, lo que exigía antes trabajarlas. Ningún jefe te dejaba cargar ni ningún cliente pagaba de buen grado horas que no tuvieran el respaldo de una labor tangible que valiera, al menos, lo que se cobraba por ella.

La novela más bien la fui haciendo a salto de mata, en el metro a la ida o a la vuelta, en fines de semana robados al descanso, durante las breves vacaciones, cuando y como podía. Me llevó todo aquel año de 1991 terminarla, y cuando la tuve pensé que tal vez podía ser la primera novela que más o menos se tenía en pie de todas las que había escrito (con aquella, ya llevaba cinco).

El manuscrito y la carpeta roja.

Luego se la di a leer a alguna gente, que me animó a intentar publicarla. Recuerdo en especial a mi añorado Jaime Spottorno, a quien conocí al año siguiente, 1992, cuando me incorporé a la asesoría jurídica de Unión Eléctrica Fenosa, de la que él era abogado veterano. Mostró tal entusiasmo por ella que desde entonces empezó a vaticinarme el Nobel, doliéndose de que él no podría verlo. «Ni yo tampoco», solía responderle. En fin, la amistad es generosa y Jaime lo era mucho.

La oportunidad editorial llegó cuatro años después de la escritura del libro, en 1995, de la mano de la desaparecida Ediciones Libertarias y de sus editores, Antonio Huerga y Sagrario Fierro. De los avatares de esa edición, accidentados, hablé en su día en un texto para El Cultural que se puede leer aquí. Fue una experiencia con sus claroscuros, como lo son todas, pero, llegado ya a cierta edad, me quedo con lo bueno. Dejo a otros los inventarios de resentimientos varios.

Ejemplar de la primera edición (1995).

El caso es que el libro apareció, circuló, alguien lo leyó y empecé a existir, si bien muy discretamente, como escritor a ojos de otros. Hubo una hermosa presentación en la Biblioteca Nacional, con Meliano Peraile y Jorge Ferrer-Vidal, a quienes había conocido por mediación de Jaime Spottorno. Como Jaime, ya ninguno de los dos está entre nosotros. Fueron cordiales y cálidos con el libro y con su autor, lo que jamás olvidaré. Yo estuve nervioso y envarado. Preparé durante semanas un texto que leí y que conservo. Nunca más he vuelto a llevar escrita una intervención. Interpreté que en adelante era mejor arriesgarse a quedarse en blanco o balbucear.

La presentación: Peraile, el alucinado autor, Ferrer-Vidal y el editor.

Entonces era la primavera de 1995, hace justo treinta años. Poco después comparecí con el libro en mi primera Feria del Libro de Madrid. Vino a verme mi madre y muy poca gente más. Pero fue el inicio de un idilio ininterrumpido de treinta años con esa Feria, a la que he vuelto religiosamente cada primavera desde entonces. Incluso ese año triste en que no la hubo y se hizo un remedo a través de unas mesas redondas celebradas en el Instituto Cervantes y retransmitidas online.

Con los editores en la Feria del Libro de Madrid (del año siguiente, 1996).

Unos meses más tarde, en otoño de 1995, apareció la primera —y por largo tiempo única— reseña del libro en el ABC Cultural. La firmaba Ricardo Senabre, temido crítico y catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Salamanca. Cuando el editor me llamó para avisarme, y me la eché a los ojos, no daba crédito. Alguien así me consideraba escritor y alababa mi trabajo. Tuve luego ocasión de decirle al interesado, que por desgracia tampoco podrá leer ya estas líneas, lo mucho que en su día significó para mí leer esa reseña. Decía Chandler que el buen crítico es el que señala lo bueno cuando surge, y no el que se limita a alabar lo ya bendecido. Si eso es así, no lo hubo en España mejor que Senabre. Muchas más veces le vi apostar, valientemente,  por autores primerizos y desconocidos.

La primera reseña.

Incluso me mandó una carta, anunciándome previamente aquella reseña, que conservo y me permito reproducir aquí. Creo que hacerlo no traiciona ninguna confianza, al revés, muestra a cualquiera que la lea la clase de hombre del que hablo, una especie que uno teme, cada día más, que se encuentre en extinción. Lo dice su caligrafía, su sintaxis, su léxico, su elegancia en todos los sentidos.

La carta de Ricardo Senabre. Lo que alienta que confíen en uno.

De todo esto hace ya treinta años. Por eso, y con la inestimable complicidad de mis editores de Destino, acabo de reeditar la novela. Los cambios respecto de aquella primera edición son mínimos: apenas algún ajuste ortotipográfico, algún retoque formal muy puntual y sin mayor importancia. No me siento autorizado a alterar más el texto de aquel joven novelista de veinticuatro años, que escribía mientras se dedicaba a la asesoría fiscal y no albergaba ninguna esperanza de poder vivir de lo que era su única y auténtica vocación. Incluso hemos recuperado la imagen del cuadro perdido de Klimt, La música II, que tiene su lugar en la trama y que ilustraba aquella primera edición de 1995. A guisa de prólogo, incorpora el texto más arriba aludido que publicó El Cultural. Quien quiera ver la sinopsis y el resto de detalles de esta edición, no tiene más que seguir este enlace.

La reedición de 2025. Otra vez la musica de Klimt.

No invito a su lectura, claro está, aspirando a que deslumbre al lector. Es el texto de alguien que está aprendiendo, como lo sigo haciendo hoy, pero con algunos patinazos menos en la mochila. Para mí es un recuerdo grato, y más grato aún es volver con ella debajo del brazo, dentro de poco ya, a esa Feria del Libro de Madrid que me acogió por primera vez hace ya treinta años.

Allí os espero, a quienes queráis y podáis venir.

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