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1 octubre, 2021

Pseudomártires

Un mártir es un activo valioso para una ideología o creencia que busca afirmarse en un entorno adverso. También lo es cuando el viento le sopla a favor, porque a quien va ganando y juega con ventaja todo le sirve y le aprovecha. La pega que tiene el mártir es que exige un coste, que suele ser elevado, sobre todo para el sujeto que se ofrece al martirio. Una buena imagen para apreciarlo es el extraordinario relieve de Giacomo Serpotta en el oratorio de San Lorenzo de Palermo. El exquisito detalle con que representa al diácono de origen hispano atormentado en Roma, a merced de la parrilla que sirvió para ultimarlo, transmite a la perfección el dolor que le exige al mártir gozar de su prestigio.

Mártires así valen, justamente, por lo que cuestan, y de ellos se nutrió entre otros la expansión del cristianismo, en una época ingenua en que las cosas tendían a ser lo que parecían. En la nuestra, donde ya prácticamente todo es el producto de una simulación o de un simulador, concepto y artefacto que los antiguos desconocían y que sin embargo forma parte de nuestra rutina, los mártires pueden valer y ser exhibidos y venerados aunque no hayan costado nada. Es decir, aunque en realidad no sean mártires, sino pseudomártires fruto de la mixtificación.

Resulta quizá paradójico que al cumplirse los veinte años del 11-S, ese acontecimiento en el que unos creyentes aceptaron inmolarse de verdad para inmolar también de verdad a varios miles de personas, que a su vez fueron invocadas como mártires para desencadenar otras dos guerras igualmente verdaderas en las que murieron muchos miles de personas más, la actualidad española esté marcada por mártires de mentirijillas. Cierto es que de desigual éxito y rendimiento, porque el pseudomártir, a efectos de producir su impacto, depende mucho de los medios puestos al servicio del embuste en que se basa su exaltación.

Así, por ejemplo, el proyecto frustrado de mártir que se promociona a la desesperada para encubrir una infidelidad, achacando las heridas sufridas por esta a la agresión grupal de una partida de ocho encapuchados, fracasa fundamentalmente por su precipitación y su bajo presupuesto. No le faltan a quien lo intenta compradores ansiosos, que se apresuran a proclamar su martirio e incluso a buscarle responsables sin aguardar a que la investigación policial confirme los hechos o encuentre alguna traza verosímil de su autoría. Sin embargo, y pese a contar con esa recepción tan favorable, la endeblez del argumento novelesco —se subestima a menudo lo arduo que es el arte de novelar— acaba exponiendo en pocos días al mentiroso. Desenmascarado por una investigación solvente, calla y se sume en el olvido.

En cambio, la macrocampaña de pseudomartirologio que alcanza a la friolera de 4.000 personas, basada en unos hechos que sólo depararon dos heridos de cierta consideración —uno de ellos a manos de los pseudomártires—, triunfa ante su audiencia y se celebra con tintes apoteósicos en un acto solemne donde se condecora a los cuatro mil supliciados, no pocos de los cuales comparecen rozagantes y ufanos en la ceremonia. No es óbice para el éxito de público y crítica afín —ya no hay otra a la que se escuche— que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya empezado a rechazar de volea las peticiones del certificado de mártir elevadas por los interesados. Para acallar esa incómoda noticia existe un poderoso aparato de propaganda financiado con el bolsillo sin fondo del desprevenido contribuyente.

Al final, a eso parece reducirse todo: a la producción —o la falta de ella— que respalda la película. La Historia enseña, no obstante, que los credos apuntalados por falacias, por más que puedan sostenerse transitoriamente, acaban teniendo dificultad para desafiar la erosión implacable del tiempo. Tal vez engañen a los crédulos, ahora y dentro de algunos años, pero el edificio apoyado en cimientos imaginarios rara vez escapa a la ruina.

(Publicado en elmundo.es el 12 de septiembre de 2021).

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