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26 julio, 2021

Su dictador, gracias

Anastasio fue un emperador romano de Oriente que reinó en el tránsito del siglo V al siglo VI. Mientras Roma vivía bajo la férula de los bárbaros, se esforzó para que Bizancio se alzara como la nueva capital del mundo civilizado. Y lo logró. Para ello, decidió entre otras cosas prescindir del fanatismo. En el año 517 recibió a una delegación de sacerdotes de Roma, que le dijeron que su obligación como emperador era imponer férreamente la fe católica a sus súbditos. Anastasio les respondió que nunca iba a permitir que por imponer el punto de vista de una facción sobre el resto las calles de sus ciudades se vieran inundadas de sangre y que no era ocupación suya declarar fuera de la ley a la mitad de su imperio, sino más bien encontrar una fórmula bajo la que las diversas creencias de sus súbditos pudieran coexistir.

Lo cuenta Peter Brown en un libro iluminador, El mundo de la Antigüedad tardía. Quizá tampoco sobre anotar que Bizancio se sostuvo durante casi un milenio más, en el que Roma sufrió decadencia, conquistas, cismas y saqueos. Hay en un número no pequeño de mentes la convicción de que el respeto hacia el punto de vista ajeno es una cuestión que admite excepciones a la luz de determinadas circunstancias. Como los sacerdotes que vinieron de Roma para espolear inútilmente a Anastasio, creen que hay imposiciones y despotismos benéficos, para enmendar a aquellos que dan en abrigar ideas inadecuadas, y que no hay más que ilegalizar y perseguir para que dejen de ser nocivas.

En estos días de julio coinciden sobre nosotros las sombras de dos dictaduras. Una que nació del golpe militar asestado un 18 de julio de hace ochenta y cinco años a una república que había salido de las urnas y trataba de superar el sabotaje que le hacían, a izquierda y derecha, sus enemigos persuadidos de que la ley y la democracia eran menudencias que cabía remover en aras de un fin más alto. Otra que acabó instaurándose tras el triunfo de una revolución contra un dictador anterior, allá por los primeros días de 1959. Su sesgo ideológico dispar, y algún matiz igualmente divergente, como el hecho de que una acabara recibiendo la bendición y el apoyo de los Estados Unidos y la otra se haya visto sometida desde el principio a su embargo y acoso, no desvirtúan el hecho de que en ambos casos se puso en práctica aquello que Anastasio declinara hacer: imponer sobre toda la población un punto de vista e ilegalizar los demás.

Por esa identidad sustancial en un expediente que a ningún habitante de una sociedad abierta puede apetecerle que se le aplique, sea cual sea la coartada ideológica, estratégica o táctica que se aduzca para ello, sorprende el esfuerzo al que se lanzan muchos entre nosotros. En síntesis, se trata de proclamar lo odioso de una dictadura, mientras se elude calificar de tal a la otra y, llegado el caso, se acumulan las razones por las que, aun siéndolo, estuvo o está justificada y legitimada. Se arrojan así los interesados a un cómico juego de pilla-pilla, en el que se señala la incoherencia ajena mientras se rehúye reconocer la propia.

Algo anda averiado y pendiente de reparación urgente en una sociedad donde no son pocos los que encuentran excusa a una manera de organizar los asuntos públicos, el gobierno y la expresión de la voluntad general que no sólo es incompatible con sus principios fundamentales, sino que repugna a estos de modo profundo y radical. Algo descoloca, desazona y desespera en una democracia donde cargos electos sólo saben tomar una distancia rotunda de los modos dictatoriales cuando los ejercen sus enemigos ideológicos, mientras condonan, minimizan o incluso ponderan la ejecutoria del tirano al que se sienten afines.

Aplíquese cada uno de ellos a reivindicar a su dictador. Sin tener uno de referencia, preferimos otros la cordura antigua de Anastasio a sus siempre indigentes, turbias y ruines razones.

(Publicado en elmundo.es el 18 de julio de 2021).

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