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5 septiembre, 2022

Aquel bolchevique (25 años ya)

Lo he contado varias veces. Cuando un día de septiembre de 1996 metí en un sobre cinco copias del mecanoscrito de La flaqueza del bolchevique, para mandarlas al Premio Nadal, lo último que esperaba era que nadie las leyera y menos aún que el jurado llegara a fijarse en mi novela. Aquellas cinco copias me habían venido devueltas de otros tantos editores, y eran algunas más las que había enviado. De todos aquellos rechazos, sólo uno vino acompañado de una carta que parecía denotar la lectura del texto. La firmaba Constantino Bértolo, entonces director editorial de Debate. Terminaba con una frase de veras inteligente, que no he podido olvidar nunca: «La historia está llena de errores editoriales».

Y no digo que fuera inteligente porque se precavía frente al error que pudiera cometer con mi novela, sino porque lo hacía frente al error que podía cometer con cualquiera que rechazara.

En fin, el caso es que cuando me llamaron en la noche del 5 de enero de 1997 para anunciarme que estaba entre los finalistas del premio y preguntarme si al día siguiente podía viajar a Barcelona, lo primero que pensé fue que era una inocentada y empecé a preguntarme a quíen podía haberle hablado del envío que fuera capaz de tomarme el pelo de aquella manera. Mi incredulidad, que me condujo a reaccionar con inusual frialdad ante semejante noticia, desconcertó a Pilar Lucas, por aquel entonces responsable de comunicación de Destino y encargada de hacer aquella llamada.

Lo que vino después es público y notorio. Viajé a Barcelona, no gané el premio, me correspondió la segunda plaza de la competición y por tanto la condición de primer finalista. Cuando llegué a la sala donde estaba reunido el jurado, Rosa Regàs me dijo que ella había votado por mí, y también que Jorge Semprún, que participaba en las votaciones desde París, había apostado una y otra vez «por el bolchevique». Lo importante fue que el libro se publicó, por primera vez vi retribuido mi trabajo como novelista y mi trabajo distribuido por todas las librerías y a disposición de todos los lectores.

Luis Tosar y María Valverde en la película de Manuel Martín Cuenca

Y de pronto, sin casi sentirlos, han pasado veinticinco años. Caí en la cuenta el otro día, en que en este 2022 se cumplían las bodas de plata de este título, y también las mías con la editorial que lo publicó y que desde entonces no ha dejado de reeditarlo, Destino. Ha sido un año intenso: en publicaciones, escritura, tareas y acontecimientos, no todos buenos. Sírvame eso de excusa.

En todo caso, no es tarde para celebrarlo, y para recordar que este libro nació en el año 1995, cuando casi daba por nulas mis opciones de abrirme un hueco en el panorama literario. Recuerdo bien cómo escribí sus páginas, con qué poca expectativa, con qué absoluta libertad. Tambíen me acuerdo del día que me pasé paseando solo por el Retiro, en busca del título, hasta que me vino, casi al atardecer.

Tampoco es tarde para agradecer las muchas ediciones, los muchos lectores, las no pocas traducciones, la película que rodó Manuel Martín Cuenca, con Luis Tosar y María Valverde —que se llevó por ella un Goya— o la adaptación teatral que hizo David Álvarez y puso en pie K Producciones y que interpretaron, tan primorosamente, Adolfo Fernández y Susana Abaitua. Ha sido un libro afortunado, que ha viajado mucho, lejos y cerca. La primera lengua la que se tradujo fue el ruso, gracias al empeño y el talento de Ludmila Siniánskaia, y no son pocos los alumnos, a lo largo y ancho de mi país, que se lo encontraron como lectura en las aulas. Mi gratitud tambien a sus profesores.

En fin, sólo quería dejar aquí constancia de mi alegría, que es la de un escritor que al escribir su texto no esperaba nada y que ha visto cómo la vida ha desbordado las expectativas más calenturientas que pudiera haber dado en concebir acerca de él. Y para conmemorar el aniversario, permítaseme poner un trozo del libro, que creo que encierra una parte principal de su filosofía. Lo transcribiré en el original y también, por el placer de volver a paladearlas, en sus traducciones francesa e inglesa, debidas a Dominique Lepreux y a Nick Caistor e Isabelle Kaufeler, respectivamente.

Susana Abaitua y Adolfo Fernández

Esta noche vengo aquí a despedirme y a sostener que un hombre no es más que los pedazos de sí que ha entregado en su sacrificio por otros. Todo lo que uno padece por sí mismo es mierda que cae en la arena donde nada nace. Lo que uno padece por otro, en cambio, es la semilla de la que brota el árbol de la memoria. Y ese árbol sostiene al hombre ante la amenaza de la arena y la mierda, el olvido y la muerte.

Ce soir je viens ici tirer ma révérence et déclarer qu’un homme n’est guère plus que les morceaux de lui-même qu’il a livrés dans son sacrifice pour d’autres. Tout ce qu’on endure pour soi, c’est de la merde qui tombe sur le sable où rien ne naît. Ce qu’on endure pour un autre, en revanche, c’est la graine d’où jaillit l’arbre de la mémoire. Et cet arbre soutient l’homme face à la menace du sable et de la merde, de l’oubli et de la mort.

I’ve come here to say goodbye and to maintain that a man is no more than the pieces of himself he’s given up in sacrifice for others. Everything he suffers in his own account is shit that falls in the barren desert. What one suffers for another human being, on the other hand, is the seed from which springs the tree of memory. And that tree protects man from the threat of the desert sand and shit, from oblivion and death.

En fin. Que veinticinco años no es nada.

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