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29 agosto, 2020

Aquel verano del 95

Hace unos días llegó a casa una nueva edición de La flaqueza del bolchevique. He perdido la cuenta del número que hace. Según consta en el propio volumen, es la sexta impresión en el formato de bolsillo correspondiente. Pero ha habido muchos más, de bolsillo y de librería, en español y en otras lenguas. Me he tomado el trabajo de juntarlos todos y sacarles una foto. La imagen me impresiona.

Me impresiona, además, porque se trata de un libro publicado hace veintitrés años y escrito hace veinticinco, que en condiciones normales debería haberse visto sepultado bajo el polvo del olvido, desterrado de las librerías y confinado en el circuito azaroso de los libreros de lance y sus canales digitales asociados.

La circunstancia me ha hecho acordarme de aquel prodigioso verano del 95 en el que lo concluí, y que se convirtió en cierto modo en punto de giro de mi vida y mi labor como escritor. Llevaba quince años dedicado a la escritura sin haber logrado publicar más que algún cuento suelto en algún libro de relatos premiados en certámenes locales. Justo ese verano apareció mi primera novela, Noviembre sin violetas, bajo el sello de Ediciones Libertarias. A causa de un pleito por la titularidad de la marca la editorial hubo de cerrar, con prohibición de usar el sello, poco después de sacar mi libro. Esto lo convirtió en algo clandestino casi desde el momento de su salida y su limitada distribución, que con todo me permitió estar aquel mes de junio en mi primera Feria del Libro, una cita a la que no he faltado desde entonces hasta este 2020 infausto en el que la impide el coronavirus.

Se puede imaginar que mi ánimo no era eufórico: después de tanto porfiar, laborar y penar para ver una novela mía publicada —por aquel entonces ya había escrito media docena— mi gozo caía inmediatamente en el pozo. Hubo momentos en los que llegué a dudar de que hubiera, en efecto, publicado algo. Mi único argumento para sostenerlo, y cómo lo recuerdo y cómo se lo agradezco, fue la generosa reseña que hizo de la novela Ricardo Senabre, quizá el mejor y sin duda el más atento de los críticos españoles de aquel fin de siglo. Nadie más que él se fijó entonces en ella.

Así las cosas, creo que por esos días terminé de asumir no ya que nunca me ganaría la vida con la escritura —una idea bien asentada en mí desde la adolescencia, cuando se cuajó mi resolución vital de ser escritor y en paralelo la decisión de hacer otra carrera, Derecho, para poder ganarme el pan— sino que ni siquiera obtendría el menor eco, fuera de los elogios de aquel crítico excéntrico y singular, para lo que diera en escribir.

Con ese convencimiento rematé, un 11 de julio, la escritura de la novela que por entonces me ocupaba, y que había empezado a escribir febrilmente aquella primavera. Lo hice con una sensación de libertad e impunidad absolutas: a fin de cuentas, de qué tiene que preocuparse un escritor que, verosímilmente, no va a ser leído. Me despaché a gusto en el tratamiento de la historia, el protagonista y cuanto los rodeaba.

Ya que estaba, y casi sin solución de continuidad, tan pronto como se me permitió disfrutar de las vacaciones estivales —retrasadas ese año por exigencias profesionales varias— me embarqué a muerte en la aventura de llevar al papel una peripecia temeraria que se me había ocurrido el verano anterior: la de una pareja de guardias civiles, hombre y mujer, llamados Bevilacqua y Chamorro, que investigan la muerte de una turista extranjera en una urbanización de una cala mallorquina.

Temeraria era la apuesta por la elección de protagonistas, unos guardias civiles, los grandes leprosos, los apestados supremos de la ficción española, siempre relegados al papel de personajes secundarios, siniestros o grotescos o ambas cosas a la vez, bajo la autoridad inapelable de nuestro poeta más influyente del siglo, el infortunado Federico García Lorca. El mismo que escribió aquello de tienen, por eso no lloran, de plomo las calaveras y fue ejecutado por unos desalmados, sin tricornio, que pretendían con ese acto estar desagraviando a quienes lo llevaban, aunque en esos días, qué cosas, muchos se la jugaban por la república en la que Lorca creía.

Temerario era también el enfoque: tratar de contar cómo era una investigación de un crimen real en la España real, lejos de la autoridad y el amparo de los clichés anglosajones. Temerario era, en fin, tratar de hacer tan incierto viaje desde el amor por la literatura y dejarlo claro en el título: El lejano país de los estanques, una metáfora extraída del texto de The Waves, de Virginia Woolf. «The tiger leapt, and the swallow dipped her wings in dark pools on the other side of the world». Lo dice Rhoda, mi personaje favorito de esa narración tan intensa como perturbadora.

Me puse a ello el 22 de agosto, y el 25 de septiembre estaba terminada la novela. De nuevo, fue una escritura libre e impune, sin otra necesidad que darle al escritor que yo quería ser, y al que estaba seguro que nadie iba nunca a reconocer ni aplaudir, el placer de escribir aquello que le apetecía, como le apetecía y porque le apetecía. Tuve a menudo al escribirla la sensación de que nadie, aparte de mí y de los míos, iba a creer en aquellos personajes y aquella historia, construidos desde una convicción tan personal que sentía que nadie tenía la disposición ni las ganas de compartirla. En aquellos tiempos la novela policiaca era un género subalterno que vivía en una especie de gueto editorial, y dentro de ese gueto unos personajes como los míos no eran precisamente los que podían llegar a alcanzar una mayor popularidad.

Lo que pasó después, con ambos libros, es conocido y no hay necesidad de dar demasiados detalles. Durante dos años fueron rechazados por múltiples editores, confirmando así mis primeras intuiciones sobre ellos; un desaire que sobrellevé con buen talante pensando que, a fin de cuentas, sostenido por mi profesión de abogado, me había permitido ir como escritor por donde me había dado la gana. En 1997, sin embargo, la vida empezó a desbaratar mis pronósticos, como sólo ella sabe hacerlo. La flaqueza del bolchevique quedó finalista del Premio Nadal, en cuyo buzón me había desembarazado sin pudor ni esperanza de los manuscritos rechazados, y me abrió las puertas del mundo editorial, mientras iniciaba una larga carrera que llega hasta este día y que cuenta con traducciones al inglés, ruso, francés o checo, una versión cinematográfica y otra dramática.

La buena recepción de La flaqueza del bolchevique le abrió camino, en la propia Ediciones Destino, y gracias a la apuesta de su directora editorial de entonces, María Antonia de Miquel, a El lejano país de los estanques. Poco después de su aparición, en la primavera de 1998, recibía el prestigioso Premio Ojo Crítico de Narrativa —el mismo que, sin ir más lejos, distinguió con toda justicia en la última edición a El infinito en un junco, el sensacional relato de Irene Vallejo sobre el libro en el mundo antiguo—. Los dos guardias civiles que lo protagonizan, y a los que su autor se resignaba ya a ver vivir como indigentes en la cuneta de la literatura policial, iniciaban así un itinerario en el que les aguardaban el Nadal, el Planeta y sobre todo una legión insospechada de lectores cuyas proporciones a veces me abruman y que desde entonces no ha dejado de crecer. Unas novelas gustan más y otras menos; incluso entre esos lectores hay divergencias abruptas, y se llega a dar el caso de que la que más valoran unos es la que más irrita a otros. Pero aun con esas discrepancias, que el autor acepta como peaje insoslayable de su voluntad de explorar con Bevilacqua y Chamorro todos los caminos posibles, ahí siguen, leyendo y dando vida y pulso a la serie. Dándole a su autor el privilegio de escribir con la libertad y la impunidad con que lo hizo en aquel verano de 1995, sin afán de agradar —ni ofender— a nadie ni de atender otro vasallaje que el que se deriva de su sentido de la verdad, de lo que debe contarse y de cómo debe contarse.

Todo empezó con ese lejano país de los estanques que le tomé prestado a la gran Virginia, que también este verano ha visto una reedición —tampoco sé que número hace— y que acumula todos los formatos que se ven en la foto siguiente.

Gracias sean dadas a aquel verano del 95, a los fracasos y la imprudencia que hicieron posible su fruto. A todos los que con vuestra generosidad, dejando que estos libros se hagan un hueco en vuestra vida y vuestra memoria, habéis propiciado que ese fruto, esos personajes, valgan para mucho más que para halagar la vanidad de su autor.

Actualidad, Actualidad - Bevilacqua y Chamorro
About Lorenzo Silva
6 Comentarios
  1. Gracias a ti, Lorenzo, por tus magníficos libros y por tu ejemplo de lucha en lo que uno cree.

  2. Qué foto más bonita, sin duda fruto de mucho trabajo.. El libro tiene la misma edad que mi hija mayor.
    Ahora del 22 de agosto al 25 de septiembre, creo, que no puedes ni elegir la portada, y mucho menos los fabulosos videos de promoción.
    Trabajo, mucho trabajo, cultura, mucha cultura, una soberbia forma de escribir y dos personajes maravillosos te han llevado al lugar que ocupas en el panorama literario.
    Gracias por compartir tu verano del 95.
    Saludos y a cuidarse .

  3. Estimado Profesor: Soy argentino y vivo en el Gran Buenos Aires. Mi hermana vive en Compostela desde 1999. Es por ello y por mi afición a la lectura que he leído los innumerables comentarios halagueños sobre «El mal de Corcira». Como no podría concebir, según mi cerebro, saltar la lógica del orden, empecé por el principio: ya he leído «El lejano país de los estanques» y «El alquimista impaciente» y «La niebla y la doncella». Estoy absolutamente capturado por Bevilacqua (en el Río de la Plata no tiene nada de extraño ese apellido, como Usted sabrá) y Chamorro. Dos genios. Lamentablemente no logro conseguir aún «Nadie vale más que otro», pero me niego a saltear la lógica con que Usted ha escrito la saga. Prometo que no cejaré en mi búsqueda, y cuando logre obtenerlo, le haré saber de mi segura complacencia sobre su desarrollo. Le envío un abrazo a través del Atlántico.

    • Muchas gracias, Cristian. Encomiable ese rigor cronológico, y muy agradecido por sus generosas palabras. En todo caso, si en algún momento encuentra algún libro fuera del orden, no pasa nada por leerlo, todos funcionan de forma independiente aunque la evolución de los personajes, que van envejeciendo con los libros, se aprecia sólo en el orden en que se fueron publicando. Abrazo trasatlántico de vuelta.

  4. Estimado Lorenzo, se que usted es consciente, pero muchos de sus lectores, empezamos a ver a la Guardia Civil con otros ojos gracias a Rubén y a Virginia. Para mí, el primer caso que disfruté de ellos, fue «El alquimista impaciente» a partir de ahí, vinieron todos los demás, siempre intentando que su lectura coincidiese con época de vacaciones, para poder disfrutar de ellos sin remordimientos por ver en el reloj las 3 de la mañana leyendo.
    Gracias por éste blog.

    • No puedo sino celebrarlo, Miguel. Sólo intenté llevar a la ficción una realidad que yo conocía (por mi trabajo como abogado, entre otras circunstancias) y que sentía que por ahí fuera no era demasiado visible. Reconforta mucho saber que pueden ser lectura de madrugada, pese a la cupabilidad por mermar el sueño ajeno. Así que sí, si ha de ser así, mejor en vacaciones…

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